Sociedad

Big Data: las bondades de un Gran Hermano

big data gran hermano
Imagen: Yellowcloud (DP). big data

Como cualquier otro pretendido sistema total de pensamiento, el conjunto de lo políticamente correcto está trufado de contradicciones. Haga la prueba. Salga a la calle y escoja al primer individuo con cara de ciudadano biempensante que se encuentre. Pregúntele a bocajarro, para que no le dé tiempo a reaccionar. Pregúntele, decimos, si cree que los Estados y las grandes corporaciones tienen derecho a recopilar, almacenar y utilizar toda la información que puedan respecto a él, usted, nosotros o cualquier otra persona. El balbuceo de perplejidad irá seguido de una probable negativa. Eso es lo que nos parece correcto: no, no pueden. Sí, tenemos derecho a la privacidad.

Acérquese luego a otro ciudadano biempensante. O, mejor aún, quédese con la cara de ese mismo y con su correo electrónico (en el caso improbable de que se lo proporcione) y pregúntele un mes después si le parece apropiado que los Estados velen por nuestro bienestar y nuestra seguridad con todas las herramientas y la información a su alcance. También pueden preguntarle si piensa que las empresas deben adaptarse al cliente para satisfacerlo. La respuesta probable (ahora ya sin balbuceos porque, bueno, ya se conocerán) es que sí, que bueno, que claro, que cómo no, que qué otra cosa si no iban a hacer.

No sea malo y no le muestre la contradicción entre las dos respuestas que ha dado. No lo haga porque usted y nosotros también habríamos caído. Esa es la magia de lo políticamente correcto: que, excepto cuando algún articulista sin ideas lo emplea para disparar contra ello en su columna dominical, es invisible. Por eso sus contradicciones no se nos muestran de manera evidente, sino que solo las enfrentamos cuando se ponen sobre la mesa. Como va a ocurrir pronto con el asunto de la recopilación masiva de información personal. Qué demonios: como ocurre ya, ahora, en este mismo instante, por culpa de Google, Snowden, Apple, Dropbox, la NSA y, posiblemente, su Ayuntamiento.

Lo que en el mundo anglosajón se ha dado en llamar big data no es sino un conjunto de técnicas que analizan cantidades vastas de información, habitualmente en formato digital, con objeto de encontrar patrones y extraer conocimiento. En ciertos círculos el término es omnipresente, tanto que hay quien lo desprecia, como el que espanta un meme o la última idea ruidosa. Pero se equivocan. 

La «datificación» del mundo es imparable, y cualquier cosa menos insignificante.

Oh, Dios mío… está lleno de datos

El análisis de datos masivos está ligado a nuevas tecnologías, que si bien no son esenciales, sí actúan como catalizador y lo hacen posible. Por un lado es evidente que el análisis a gran escala necesita, claro, ordenadores muy potentes y algoritmos sofisticados, pero estas tecnologías no son realmente la novedad. El advenimiento del big data se debe a la materia prima: los datos que ahora crecen exponencialmente. Esa abundancia es el detonante que va a transformar la relación del mundo con su información.

Todo el conocimiento que existía en 1990 está hoy volcado en internet, pero eso representa una minucia, porque ahora hay que sumarle un número astronómico de bytes con información inédita: el rastro digital que vamos dejando al interactuar con máquinas: un teléfono, un cajero, un ordenador, o una cámara de seguridad. Como piezas de un puzle, las trazas que vamos dejando en nuestras interacciones electrónicas pueden usarse para armar un conjunto y extraer conclusiones sobre nuestros hábitos, amistades, preferencias, y casi cualquier cosa imaginable.

El escenario es uno donde los datos sobre nosotros de golpe existen en cantidades ingentes, aunque son casi invisibles para nosotros mismos que los estamos generando. Nuestra actividad en redes sociales informa de nuestros horarios, nuestros gustos, nuestra red de amigos o compañeros de trabajo. Hay servicios que dicen dónde estamos, cuándo viajamos. Nuestros correos electrónicos saben qué leemos y de qué hablamos. Hay aplicaciones que registran cuándo salimos a correr, si vamos al gimnasio, qué elegimos para comer, si estamos perdiendo peso o si cumplimos o no nuestros propósitos. Pensémoslo de nuevo, detenidamente: nuestros propósitos son datos.

Además, a esta información bruta se suma todo lo que puede ser inferido a partir de ella. El análisis de datos masivo informará sobre nuestra personalidad. Alguien podría determinar si es usted infiel o aspira a serlo. Los datos servirán también para evaluar su salud (fuma, no duerme suficiente, no consume omega-3), o para estimar la probabilidad de que sea usted un criminal o un funcionario corrupto. Nadie sabe todavía cuánto podrá averiguarse a partir de ese puzle según este vaya creciendo.

Vivimos, pues, en un universo à la Matrix. No por la mentira, sino por la información: un universo en el que detrás de cada fragmento del mundo real fluye una cantidad ingente de números. Como si el mundo, de golpe, se pusiese a hablarlo todo. Como si se volviese transparente… al menos, para quien sepa mirar y «ver» en esa matriz borrosa de dígitos que lo explican todo.

Para muchos esa transparencia nos expone. A muchos les inquieta. Supone perder privacidad y es posible que nos haga vulnerables a los poderosos; a los nuevos poderosos, aquellos que saben «leer». Es evidente que el mundo masivo en datos presenta peligros y que como cualquier revolución será agitada. Surge un nuevo poder y el poder necesita siempre ser domesticado, dicen.

Pero a la vez la revolución de los datos presenta mil y una oportunidades de conseguir un mundo mejor. No ideal, pero sí más eficiente, uno que exigirá menos trabajo y menos sufrimiento, un mundo adaptado a nuestras necesidades, más justo, más seguro y más saludable. Todos podemos salir ganando.

Entre estas dos tierras se encuentra el saber general biempensante: es malo porque nos controlan pero es bueno porque nos ayuda. Vale la pena mirar más de cerca a estos dos mitos que, como todos, tienen una parte de verdad, otra de mentira, y esconden una falsa tensión que será resuelta solo al final, tras evidenciar que lo importante no es la capacidad, sino el control.

Por qué el mundo será mejor con más datos…

La premisa es sencilla a más no poder: si quienes están obligados a hacernos más felices (ese es el mandato de empresas y Gobiernos, que viven de nuestros euros y de nuestros votos) nos conocen mejor, harán que nos sucedan más cosas buenas y menos cosas malas (donde «buenas» y «malas» quedan definidas por nuestras preferencias, que serán más evidentes).

El Estado tenderá a ser lo que es su ambición, una especie de Gran Hermano bueno que cuida de sus ciudadanos. Imagine, por ejemplo, un mundo en el que no existiese la evasión de impuestos o donde la policía pudiese, casi, predecir el crimen. 

Veamos algunos ejemplos de cómo el Estado puede sacar buen partido de datos masivos.

Hoy en día, Hacienda ya cruza declaraciones de renta y datos bancarios o el registro de la propiedad. Lo mismo que puede seguir el rastro al dinero que viaja a Suiza por la puerta de atrás. Extrapolando, es fácil imaginar un futuro sin billetes de quinientos, como proponen algunos partidos, o incluso donde el dinero sea electrónico, un escenario donde será sencillo vigilar todos los flujos económicos y acabar prácticamente con el fraude fiscal.

También podemos reflexionar sobre las posibilidades del big data en el ámbito de la salud pública. Las instituciones sanitarias van a disponer de muchos datos ahora que los historiales médicos son digitales. Esa información, bien procesada, servirá un día para construir mejores herramientas de diagnóstico bayesiano. Sistemas expertos que, alimentados con probabilidades a priori, historiales médicos, síntomas y marcadores genéticos, inferirán qué personas están enfermas o podrían enfermar. Siendo menos futurista, esa misma información sirve también a la investigación médica. Los científicos contarán con datos que analizar para descubrir las relaciones sutiles, aquellas que ligan predisposición y circunstancias con la enfermedad. Esos datos dispares, aun con sus limitaciones, serán clave a la hora de enfrentar las preguntas más difíciles en medicina, que no tienen tanto que ver con la enfermedad, como con la salud.

La lucha contra el crimen es otra parcela donde la información masiva puede resultar valiosa. Pensemos, por ejemplo, en la posibilidad de predecir un crimen antes de que se cometa. La idea parece tomada de un argumento de ciencia ficción, y sin embargo, es lo que pretenden muchos proyectos actuales. Del análisis de datos masivos hemos averiguado que los lugares más peligrosos de una ciudad (estadounidense) no son el corazón del territorio de una banda, sino sus fronteras, y que la violencia es más común cerca de rutas de autobús, parques, licorerías… y bibliotecas (donde los pandilleros acuden en busca de wifi gratis).

En realidad la policía lleva anticipándose al crimen desde siempre y por eso prepara dispositivos especiales los días de fútbol y asigna guardaespaldas a personas amenazadas. El factor revolucionario es que hoy tenemos la información necesaria para sistematizar el proceso. Grosso modo, construir un sistema de este tipo supone iterar entre tres pasos: primero, analizar datos históricos para detectar patrones en binomios {circunstancias, crimen}, segundo, construir modelos predictivos; y tercero, alimentar esos modelos con datos en tiempo real (toda esa información masiva que ya nos rodea) para que nos indiquen a dónde y cuándo debemos enviar más policías. Un programa experimental de la Policía de Los Ángeles está ensayando algo semejante a esto, con resultados al parecer prometedores.

Las empresas, por su parte, también harán uso de la información que sobre nosotros van recabando. Les mueve el mismo objetivo que siempre: encontrar esos productos y servicios por los que estamos dispuestos a pagar. Es decir, averiguar qué queremos y ofrecérnoslo. Esto es lo que ya hacen Google, Facebook o Amazon. Analizan nuestra actividad (las páginas que visitamos, lo que marcamos como favorito, o el lugar donde se activa nuestro móvil) para averiguar cómo somos y qué queremos. Y luego recomendarnos libros o parejas. A veces hasta tendremos la sensación de que se preocupan por nosotros, como cuando cierta compañía de seguros nos envía un SMS avisando que viene mal tiempo, «metan los coches en el garaje, se avecina una tormenta de granizo».

Este flujo de información abre oportunidades para empresas antes impensables. Por ejemplo, es posible monitorizar nuestra actividad diaria usando datos y dispositivos móviles provistos de los sensores adecuados. Podremos estimar cuánto ejercicio hicimos hoy, cuántas horas hemos dormido, cuál es nuestro nivel de estrés o nuestro estado de ánimo. Una aplicación del tipo «ángel de la guarda» puede ser útil a un diabético o una persona con trastorno bipolar, si usa esa información para advertirle de riesgos o hacerle recomendaciones. Ya existen versiones sencillas de estas funciones. Como esa aplicación que, muy amablemente, te dice que hoy es un momento estupendo para salir correr: hace días que no entrenas, no tienes planes y luce el sol. Tú lo sabes y tu aplicación también.

… y por qué será peor

Por supuesto no todo es utopía. Edward Snowden es un héroe para muchos, no solo en Estados Unidos, sino fuera. Su arrojo a la hora de denunciar lo que para él era un comportamiento inaceptable por parte de su propio Gobierno le granjeó tanto la enemistad del mismo como la simpatía de millones de ciudadanos que se sentían y se sienten indefensos ante una Administración omnipotente que quiere saberlo todo, de todos, todo el rato.

La palabra de moda en esto es «extralimitación». De la NSA, de la CIA, de Facebook o de cualquier otro ente a quien confiamos una parte de nuestra información u ofrecemos una cierta capacidad o un voto de confianza para que puedan ejercer una vigilancia sobre la misma. Los Gobiernos y las empresas se «extralimitan» porque nosotros no esperábamos que hiciesen todo eso. Esperábamos… bueno, supongo que si esperábamos algo era lo de arriba. Que nos facilitasen la vida. Por eso nos asusta y nos decepciona y nos enfada ver que no es así, o que no solo es así. No es solo la indefensión lo que molesta, es también la traición.

Pero la traición se produce bajo un permiso que nosotros hemos otorgado y sancionado, que hemos considerado aceptable y aceptado en muchos casos (al menos mientras los Gobiernos se mantengan dentro de sus fronteras y las empresas solo trabajen con datos de clientes directos). He aquí la contradicción del biempensante: uno considera que a quien ofrece dicho permiso lo va a emplear para «el bien», y, en cualquier caso, para su seguridad. Por qué va a aprovecharse de él quien no tiene nada que temer, si él, buen ciudadano, no es una amenaza. El permiso no era para controlarle a él, sino para controlar a los demás. Así intenta el ciudadano medio resolver la contradicción: con un sencillo «el infierno son los demás».

Pero para el Estado, o para la gran empresa de turno, «los demás» somos todos. Cuando el biempensante se da cuenta de esto es cuando comienzan los impulsos luditas: la tecnología nos hace más vulnerables, puede decir. El exceso de información y la falta de privacidad es una consecuencia de los avances en la técnica y de esa manía que tenemos de pasarnos todo el día conectados, llegará a añadir. O esa manía de pasarnos el día consumiendo. O todo el día pagando impuestos, yendo al médico, siendo ciudadanos, confiando en el Estado, flirteando en WhatsApp, buscando en Google, hablando por teléfono… Viviendo.

Pero la verdad es que la informatización del mundo era tan imparable hace treinta años como lo es ahora. Desde entonces nos libra de ciertos trabajos y multiplica nuestra eficiencia, como antes hizo la mecanización industrial y como en el futuro harán los algoritmos o los sistemas expertos. Hoy, sin embargo, es el tiempo de la acumulación de información. En esta acumulación hay riesgos para los individuos, sí, igual que hay oportunidades. Pero como ocurre con todo progreso tecnológico, el que se produzcan daños o beneficios no depende de las nuevas técnicas que los hacen posibles, sino de las instituciones que gobiernan a quienes tienen la capacidad para emplear dichas técnicas. Es aquí donde la tensión en la mente del ciudadano políticamente correcto se deshace para convertirse en el dilema más viejo del mundo: la cuestión, meramente política, del ejercicio y el control del poder.

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3 Comments

  1. Ya desde (mucho) antes de Internet estaba el dicho ése que dice algo así como que un cuchillo puede servir para matar a alguien, o salvar una vida según quien lo use. Ya se sabe que la tecnología no es ni buena ni mala, también se sabe que para eso están las leyes, para evitar el mal uso y abuso, y también se sabe por sobre todas las cosas, que esas no sirven para nada, sino para beneficio de los más poderosos.

    Luego está de que los datos lo son todo y todo lo pueden… Curaremos el cáncer y resolveremos la paz mundial, el hambre y la contaminación con los datos, pero mientras tanto yo no puedo enseñarle a Google Discover que me recomiende una noticia interesante, ni a Youtube que porque UNA vez ví un vídeo de una fábrica por curiosidad, ahora todo lo que me muestra son videos de cómo se fabrican las cosas… A pesar de las ingentes cantidades de datos, las IAs, la fortuna que le pagan a los analistas de datos y no pueden ni recomendarme una página web. Sólo nos inundan con publicidad basura. Eso es todo lo que nos dan.

  2. Matatu

    Como bien dice el primer comentario queda camino todavia para que lo que se predica en muchos articulos se haga realidad, la tecnologia existe, pero tecnicamente es mas complejo de lo que parece. Las grandes corporaciones llegaran antes que los gobiernos y ya veremos que supone esto. En cuanto a la parte positiva en el articulo. Empresas y gobiernos buscan nuestra felicidad… los primeros buscan beneficio y los segundos el poder. Ejemplos de los primeros, a un ludopata lo hacen muy feliz, control del trabajador hasta niveles mareantes por poner dos. Los segundos, Cambridge Analytica. Tambien vale para los primeros. Estaria bien complementar el articulo, que tiene un punto de vista pragmatico, de aplicacion, con otro articulo escrito a cuatro manos por un psicologo y un filosofo. A mi que soy analista de IT (este es mas de mi cuerda) me pareceria muy interesante.

  3. Pingback: Francisco Herrera: «Prohibir las herramientas de la inteligencia artificial sería un sinsentido. Ignorar las nuevas tecnologías está a mitad camino entre el miedo y el desconocimiento» – México Posible

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