Arte y Letras Arquitectura

Una cicatriz de hormigón y tiniebla

Una cicatriz de hormigón y tiniebla
Foto: Ben Francis. (CC)

Está en el principio del libro del Génesis porque está en el principio del tiempo y en el principio del espacio. Porque es el primer motor de la realidad. La máquina omnisciente que imprime existencia a la existencia.

Entonces Dios dijo: «Hágase la luz». Y la luz se hizo. Dios vio que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas.

Solemos decir que la arquitectura es espacio. A veces, cuando intentamos ser precisos, citamos a Bruno Zevi y afirmamos que es tiempo y espacio, pues el espacio es inherentemente incomprensible sin ser recorrido en el tiempo. Pero hay algo más —claro, siempre, siempre hay algo más—. Hay algo que lo rodea todo, algo que lo acaricia todo, algo que lo envuelve y lo mece y lo define todo. Hay algo antes. 

La luz.

La luz es todo. La luz está al principio del tiempo y al principio del espacio. La luz es el primer motor de la arquitectura, el único que siempre debe estar alimentado. La entidad omnisciente que hace que la arquitectura sea arquitectura. Porque la arquitectura vio que la luz era buena, y la usó para separar lo que debe hacerse de lo que debe evitarse.

Y es que, desde el Panteón de Roma hasta la Casa Farnsworth, desde la Basílica de Santa María del Mar hasta la Caja de Granada y desde la primera ventana que se abrió en la pared oeste de una de las viviendas de Pompeya hasta la Casa Malaparte en Capri, al final, el uso adecuado de la luz es el que define las cualidades que se buscan en la buena arquitectura. Porque en arquitectura, el primer objetivo que corresponde cumplir, donde tienen que confluir todas las operaciones técnicas, programáticas y estéticas es en el bienestar del usuario. Y el ser humano, dentro de la arquitectura, debe encontrar la tranquilidad, la comprensión y la paz

La inquietud

Daniel Libeskind nació en mayo de 1946. Apenas un año después de la capitulación de Alemania y de que Europa viese el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Al niño Daniel le gustaba la música. Le gustaba la matemática del sonido y la precisión que unía acordes y melodías. El niño Daniel tocaba el acordeón, y lo tocaba muy bien. Tan bien que con tan solo siete años ya ejecutó varios conciertos como solista en la televisión nacional. Un niño prodigio. El acordeón era un instrumento tradicional, pero al niño Daniel le gustaba cómo se acumulaban los acordes y las melodías en la mano derecha, y cómo la izquierda construía una estructura comprensible. Los botones subían y bajaban metódicos y precisos, y la armonía generaba el cuerpo de la música. La envolvente invisible que cementaba el aparente caos que salía del fuelle y el teclado. La armonía lo levantaba todo.   

El joven Daniel era un músico excelente. A los trece años viajó por primera vez a Estados Unidos gracias a una beca de la prestigiosa America Israel Cultural Foundation, donde tocó junto a otro niño prodigio: el violinista Itzhak Perlman. A Perlman, que tenía catorce años, le gustaba cómo la melodía flotaba y se desplegaba por encima de todo lo demás. De la armonía y de los acordes y de los silencios. Al joven Itzhak le gustaba la música. Le gustaba más la música que al joven Daniel.

En 1960, el joven Daniel viajó por segunda vez a Estados Unidos. Cuando puso el pie en el puerto de Nueva York sabía que ese descenso era muy distinto al que había hecho un año antes en el aeropuerto JFK. Ahora había navegado junto a sus padres y sus dos hermanos en uno de los últimos barcos de inmigrantes que cruzaron el Atlántico. El joven Daniel sabía que ya no iba a volver a Europa.

El joven Daniel obtuvo la ciudadanía estadounidense en 1965. Durante esos años vivió junto al resto de la familia Libeskind en el norte del Bronx, en la Amalgamated Housing Cooperative,  una cooperativa de viviendas para ciudadanos de ingresos medios. Una experiencia pionera, casi única en la comprensión de la propiedad americana. Una ratificación de la existencia de la clase media.

Aunque atendía a las clases de su instituto en el Bronx, el joven Daniel con frecuencia ayudaba en la imprenta donde trabajaba su padre en el Bajo Manhattan. Desde allí, a menudo se asomaba a la ventana y miraba hacia el sur y veía cómo se levantaban dos enormes edificios blancos que, cuando se coronasen, prometían ser los más altos del mundo. Los neoyorquinos los llamaban World Trade Center, pero a medida que tomaban altura y se convertían en el corazón del complejo, se acabó imponiendo otro nombre más implicado con la forma y la analogía: las Twin Towers. Las Torres Gemelas.

Al joven Daniel le gustaba la arquitectura. Le gustaba cómo las formas y los espacios se cruzaban y se intersecaban, y cómo debajo había una estructura que lo sostenía todo: la forma el espacio y las intersecciones. Obtuvo el título de arquitecto en 1970 y trabajó con Richard Meier y con Peter Eisenman. Cuando conoció a Nina Lewis, juntos decidieron que iban a  recorrer los Estados Unidos de costa a costa visitando, fotografiando y estudiando las obras de Frank Lloyd Wright. Nina se convertiría en su futura esposa y principal socia del estudio de Libeskind, y ese viaje fue su luna de miel.

El joven Daniel había conocido a la joven Nina en 1966 en el Camp Hemshekh de Nueva York. El Hemshekh era un campo de verano patrocinado por el bundismo socialista: la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Rusia y Polonia. El Hemshekh fue fundado en 1959 por supervivientes del Holocausto.

Daniel Libeskind nació en mayo de 1946 en la ciudad de Łódź, en el centro de Polonia. A unos doscientos kilómetros al este de Treblinka y a otros doscientos al norte de Auschwitz. Apenas dos años y medio después de que se cerrara la última cámara de gas de Treblinka. Apenas un año y medio después de que el último tren lleno de judíos y eslavos y gitanos llegase a Auschwitz. 

Daniel Libeskind es judío. Y sus padres, Dora y Nachman fueron supervivientes del Holocausto.

En 2003, ganó el concurso para el plan urbanístico de reconstrucción de la Zona Cero de Manhattan. Su proyecto se llama Memory Foundations. Los Cimientos de la Memoria. Cuarenta años después de ver cómo se levantaban las Torres Gemelas, el arquitecto es el encargado de intentar curar una herida aún abierta. Y sus vendas y su antiséptico son las formas, los espacios y la estructura. Y la memoria, claro. Porque catorce años antes, Daniel Libeskind quiso trabajar con otra herida mucho más grande y mucho más profunda. 

Una herida en la memoria de toda la humanidad.  

En 1989, Daniel Libeskind ganó el concurso para la construcción del nuevo Museo Judío de Berlín.

La incomprensión

El primer museo judío de Alemania se abrió en 1933 en la Oranienburger Straße de Berlín. En 1938, el gobierno de Hitler lo cerró. 

En 1979, el Museo de Berlín, dedicado a la historia de la ciudad, abrió un Departamento Judío en el Kollegienhaus, su propio edificio. Pero la ciudad quería un edificio dedicado a la historia judía de Alemania. Y lo quería en el centro del país.

Así, en 1988, el Ayuntamiento de Berlín convocó un concurso anónimo para la construcción de un edificio enteramente dedicado a la herencia judía. Cuando se falló un año después, el Muro había caído y Berlín no solo era el centro del país, sino la capital de una Alemania que volvía a estar unificada. Que volvía a ser una única nación como no lo había sido desde el Gobierno de Hitler.

La mayoría de los proyectos que se presentaron al concurso proponían espacios amplios, neutros y bien iluminados. Quizá como referencia a la Neue Nationalgalerie que Mies van der Rohe había construido en 1968 en el propio Berlín y que es uno de los edificios más bellos del mundo. Quizá para visibilizar un estado de tranquilidad, comprensión y paz; un bálsamo arquitectónico que ayudase a sanar la herida más profunda del país.

Daniel Libeskind, judío polaco, no quería la paz ni la tranquilidad. Sabía que la herida no se curaría por la construcción de un edificio. Al menos, no por las características de ese edificio. Libeskind confiaba en que la herida ya se había curado, pero que no había que ocultarla ni taparla. Que no podía disimularla. El proyecto de Libeskind no atendía a grandes espacios neutros, sino que era una abultada y desgajada pastilla de hormigón y zinc, que recorría el lugar en un zigzag retorcido y aparentemente caótico.  

Cuando se abrió al público en 1999, el edificio de Libeskind, con sus cien quiebros en cien ángulos y sus cien estrechísimas ventanas que acuchillan la fachada en cien itinerarios como cien tajos de espada y cien balazos y cien laceraciones, visibilizaba el producto de una herida. Quizá una herida que ya estaba curada pero, desde luego, una herida que no podía olvidarse.

Y aunque el jurado del concurso lo llamó Blitz —relámpago—, el Museo Judío de Berlín en realidad es otra cosa. Es la piel que se acumula donde antes brotaba la sangre. Son los tejidos nuevos que aparecen donde antes había un desgarro y un vacío. Es una cicatriz en la memoria de la humanidad.

La guerra

Sería muy aventurado afirmar que Daniel Libeskind solo atendió a circunstancias emocionales cuando planteó el edificio. Al fin y al cabo, el arquitecto siempre ha trabajado con las formas angulosas y los espacios quebrados. Pero sería aún más aventurado pensar que la vida de una persona no afecta decididamente a su obra. Que su experiencia y su comprensión del mundo no modelan y definen la respuesta que ofrece a ese mundo. Y es que, al fin y al cabo, el arquitecto siempre ha trabajado con las formas angulosas y los espacios quebrados. Antes y después del edificio de Berlín.

El Museo Judío no tiene puerta de acceso ni salidas visibles al exterior. Se llega a través de un paso subterráneo desde la antigua Kollegienhaus. Dentro hay sesenta quiebros en sesenta secciones, que el propio Libeskind dice tomar de los sesenta giros que aparecen en la Calle de dirección única de Walter Benjamin. Como también afirma inspirarse en el Gedenkbuch, el libro que recoge los nombres de todos los judíos que fueron víctimas del Holocausto. Y como músico, también considera que el edificio es el acto final de la ópera Moisés y Aarón, que Arnold Schönberg dejó inacabada.

Entre todas esas referencias invisibles pero existentes y entre todos esos quiebros transitables pero sin salida aparente, el edificio es atravesado por una serie de vacíos inaccesibles que revelan una estructura portante que no parece tener relación con la forma. Unas vigas inquietas e incomprensibles que agujerean el aire como lanzas de hormigón.

Tan solo hay dos vacíos que pueden recorrerse. Uno es el Vacío de la Memoria, donde el escultor israelí Menashe Kadishman inunda el suelo con diez mil caras de acero. Y casi te ves obligado a pisarlas para atravesar el espacio. Ni siquiera es un símbolo o una alegoría; son diez mil caras que gritan como gritaron las víctimas de la Shoah o como grita cada víctima de la violencia y la guerra.

Porque es muy difícil creer que la guerra que Libeskind no vivió por apenas un año, pero que experimentó a través de la historia, y aún más cerca, de su propia familia, no modelase el otro gran vacío accesible del Museo Judío de Berlín: la Torre del Holocausto.

Como al resto del edificio, a la Torre del Holocausto no se llega por ninguna puerta y no tiene ninguna salida al exterior. Apareces dentro desde un pasillo en el sótano. 

Y dentro no hay nada. O hay todo.

Dentro hay veinte metros cuadrados y veinte metros de altura de espacio. Entre sus paredes angulosas hay cuatrocientos metros cúbicos de aire inalcanzable, inquietante e incomprensible.  Hay cuatrocientos metros cúbicos de tiempo detenido, eterno. Cuatrocientos metros cúbicos de tiempo borroso. Y cuando te apoyas en uno de sus muros y miras hacia arriba solo ves cuatrocientos metros cúbicos de oscuridad.

O no.

Porque en el Museo Judío de Berlín, Daniel Libeskind, judío polaco, ha renunciado a la tranquilidad, a la comprensión y a la paz. Pero no ha renunciado a la luz.

Y es que la luz, como en el principio del Génesis, es omnisciente. Está en todos lados y sin ella no hay nada. Y como dice su propia definición ontológica, la oscuridad no existe sin la luz. 

En una esquina superior de la Torre del Holocausto hay una finísima línea de luz. Una única ventana vertical a veinte metros de altura. Un fogonazo imposible que, breve como un relámpago, ilumina los entumecidos bordes de una cicatriz construida con hormigón y tiniebla.

Una cicatriz de hormigón y tiniebla
Foto: Joao Sampaiño. (CC)

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