Cualquiera que haya visitado alguna vez el romántico cementerio parisino Père Lachaise se habrá dado cuenta de que la tumba de Jim Morrison es, con diferencia, el mayor foco de atracción turística en una necrópolis por lo demás repleta de lápidas con nombres célebres. Cuando estuve allí por primera vez no me costó demasiado encontrar el túmulo de Morrison: casi todos los demás visitantes lo andaban buscando también, así que uno solamente debía seguir la corriente de caminantes que lo llevaban directamente hasta el lugar sagrado. No sucedía lo mismo con otras tantas tumbas célebres del lugar, las cuales no eran fáciles de localizar sin la ayuda de los mapas para turistas. Exceptuando quizá la tumba de Edith Piaf, que me topé por casualidad atraído por la pequeña congregación de curiosos que también acostumbra a reunir a su alrededor. Porque otras tumbas ya hay que rastrearlas mapa en mano o confiando en la suerte, a través de aquel laberinto de caminos. Cuando uno las encuentra no es nada raro que pueda contemplarlas en completa soledad: recuerdo que no había nadie junto a la losa negra y elegante bajo la que descansan los restos mortales de Marcel Proust.
Esto sucede porque Jim Morrison es una figura de adoración universal. Muchos hemos crecido escuchando obsesivamente la música de The Doors. Y para esos muchos la idea de viajar a París y marcharse de allí sin echarle un vistazo a su nicho funerario se antojaba anómala. Morrison fue una de las voces principales de una generación que cambió no solamente el mundo de la música, sino también la manera de pensar de millones de personas a lo largo del planeta. Su cualidad icónica no se discute y el que sobresalga por encima de muchos músicos de aquellos tiempos —incluyendo a sus propios compañeros de banda— se antoja dentro de lo normal. Ya sabemos, cuando Oliver Stone dirigió una película titulada The Doors y la centró casi exclusivamente en la figura de su cantante, no demasiadas voces se alzaron en desacuerdo. Hubo más críticas hacia los hechos irreales narrados en el film o hacia su enfoque que hacia el protagonismo absoluto de Morrison. A fin de cuentas, Jim Morrison era The Doors.
Tampoco en su día había parecido ilógico que la carrera musical de The Doors no consiguiera prolongarse mucho después de que su cantante falleciera en la bañera de su apartamento parisino. Sí, sus antiguos compañeros publicaron discos tras su muerte, que no estaban nada mal: pero el intento de cantar ellos mismos toda aquella música fue fallido. Sin la voz de Morrison, el impacto comercial de la banda se vino abajo. A fin de cuentas, ¿qué eran The Doors sin Jim Morrison? Él era el estandarte, la voz, el rostro, la imagen, la figura, el símbolo sexual, el hombre que generaba amores, pasiones, odios y sobre todo, titulares. No se necesita conocer demasiado el negocio de la música para entender una verdad fundamental: difícilmente hay estrellato sin carisma, y en The Doors, Jim Morrison tenía el carisma. Él convirtió a los Doors en estrellas.
Recuerdo el verano en que descubrí el primer disco de The Doors; lo escuchaba todas las noches, entero, a veces incluso dos y tres veces seguidas, mientras contemplaba las estrellas. Creo que muchos lectores conocerán ese tipo de entrega con el que solamente un oyente infantil o adolescente se obsesiona con determinadas obras; son aquellos años en que nuestro cerebro es capaz de memorizar discos enteros, nota por nota, sumergiéndose en ellos como si no hubiese otra cosa en el mundo. En el futuro uno agradece aquellos años de absorción musical casi maníaca, un entrenamiento que favorece la memoria musical adulta. Pues bien, la música de The Doors estaba tan indisolublemente unida a la voz de Morrison como el contrapunto puede estarlo a la música de Bach; uno no podía concebir la una sin la otra. Crecí teniendo este concepto como inatacable. Las cosas eran sencillamente así. No había Doors sin Jim Morrison. Y las ideas que uno asimila cuando crece son las más difíciles de cambiar, como bien sabemos. Especialmente cuando rara vez hay oportunidad de ponerlas a prueba en la práctica. El que no hubiese Doors sin Jim Morrison fue durante buena parte de mi vida una de esas certezas que nadie con dos dedos de frente se atrevería a poner en duda.
Así que cuando empecé a leer en la prensa musical artículos y comentarios escépticos sobre el retorno de los miembros supervivientes de The Doors con otro vocalista al frente, irremediablemente consideré que aquel escepticismo estaba justificado. Aunque no tuviese pruebas fehacientes de ello. Pero la percepción de toda una vida es difícil de cambiar sin evidencias aplastantes. A fin de cuentas, la idea de que The Doors sin Morrison serían un sucedáneo estaba muy firmemente implantada en mi cabeza.
Con todo, un buen día me decidí a comprobarlo por mí mismo. El día en que compré una entrada para ver a Ray Manzarek y Robbie Krieger lo hice, he de confesarlo, como mero ejercicio nostálgico; era el deseo mitómano de contemplar con mis propios ojos a aquellos dos músicos que formaban parte de la historia. Pero no esperaba nada particular de aquel concierto, excepto una excitación documental, el saber que podría contemplar a aquellos personajes a un puñado de metros. Una fascinación casi museística. Por lo demás, pensaba, me disponía a ver actuar a la mejor banda de tributo de The Doors, con el siempre eficaz Ian Astbury a las voces, y eso iba a ser todo. Una banda de tributo. Porque, ya lo sabíamos, no hay Doors sin Jim Morrison. Sin embargo, sucedió que pillé a esta banda de tributo en una de sus buenas noches.
No sé si podría describir con palabras la cascada de emociones que me produjo el inicio del concierto. Sabía que allí estaban Manzarek y Krieger, pero no había esperado que estuviesen también The Doors. Y sin embargo, allí estaban. Al contrario de lo que suelen hacer las bandas de tributo, no tocaron su propia música nota por nota tal y como aparece en sus discos. No lo necesitaban, puesto que ellos podían improvisar libremente y seguir sonando a ellos mismos. Seguían sonando a sus discos. Pero de una manera que iba más allá de la imitación o la reproducción más o menos afortunada de las estructuras musicales. Boquiabierto, asistí al sobrecogedor espectáculo de la música de The Doors tomando forma sobre aquel escenario.
La voz, el elemento discordante, estaba bien cubierta. Ian Astbury, medio camuflado por los efectos de luz, cantaba aquellas canciones con esa facilidad pasmosa con la que cuando quiere lo canta casi todo. Por lo demás se limitaba a adoptar una pose que, más que una imitación de Morrison, era el intento de hacernos olvidar que no era Morrison quien estaba allí. Casi siempre inmóvil —excepto algún muy aislado gesto que traía a la memoria al Astbury de The Cult— y consciente de que toda la atención debía ir hacia sus dos ilustres colegas, el británico se desempeñó con tal soltura que efectivamente, uno pronto se olvidaba de que Morrison no estaba allí. Fue un Astbury muy distinto al de otras filmaciones que he visto con The Doors, he de decir, donde a veces sí se dedica más a dar la nota. No fue así aquella noche. Aquella noche solamente cantó. Y lo hizo de maravilla. Era consciente de que debía mantenerse en segundo plano para recrear una ilusión.
Pero lo realmente importante era lo que Manzarek y Krieger estaban haciendo con sus instrumentos. Las texturas, los giros característicos, los sonidos, los ambientes… todo estaba allí. La música de The Doors estaba allí. Yo, que había devorado sus discos durante años, reconocí toda aquella música al instante. No sonaba a versión descafeinada por el tiempo, aun con las lógicas secuelas que los años dejan en cualquier conjunción de músicos. Y nunca llegué a echar de menos a Jim Morrison. Aquella sensación fue lo que más me asombró de mí mismo durante el concierto, el no pensar ni por un momento que la ausencia de Morrison estaba dañando al conjunto. The Doors estaban allí, y The Doors eran Ray Manzarek y Robbie Krieger… más quien estuviese delante del micrófono. Que aquella noche fue Ian Astbury. Podía haber sido quizá Paul Rodgers, a quien los Doors supervivientes quisieron fichar poco después de que Morrison muriese (Rodgers, recordemos, era a principios de los setenta el cantante a quien todos querían fichar). Pero ellos dos, teclista y guitarrista, eran la médula espinal. Ellos hacían brotar la música.
Cuando terminó la actuación, miré a mi alrededor y buena parte del público se mostraba igual de extasiado y eufórico que yo (como eufórico, por cierto, estuvo Manzarek al final del concierto). Me costó entender las críticas que había leído en la prensa musical acerca de otros conciertos de aquella misma gira. ¿Habíamos visto lo mismo? Me pareció que algunos críticos se resistían a renunciar a la vieja creencia de que sin Jim Morrison no había Doors posibles y que, por tanto, se dedicaban a buscar y rebuscar defectos en las actuaciones de Manzarek, Krieger y Astbury. Que defectos los había, como los hay en toda actuación. Pero para mí la evidencia era demasiado poderosa: The Doors habían actuado sobre aquel escenario. The Doors. No un sucedáneo. No una imitación. No una marca blanca. Si llegaron a ser tales cosas en otras giras, puede ser. Pero aquella noche The Doors estuvieron ante mis ojos. Porque era su música la que sonaba, en su estado más puro. Mi relativismo y mi escepticismo habían sido sometidos a una dura prueba y no habían sobrevivido intactos.
En contra de todas mis previsiones, y desde luego en contra de todo lo que había creído firmemente durante muchos años, aquella noche cambió mi percepción de la importancia de Jim Morrison en la música de The Doors. Importancia que ahora no niego, pero que sí matizo. Hay cosas indiscutibles: Morrison fue un elemento fundamental para que el grupo alcanzase la fama, porque ni Manzarek ni Krieger ni Densmore tenían el carisma que requiere una industria musical que está tan basada en la imagen como en el sonido. Pero comencé a pensar que de no haber sido Jim Morrison, otro podría haber ocupado su lugar. A fin de cuentas eso era lo que había comprobado con mis propios ojos aquella noche de concierto. Si había sucedido en pleno siglo XXI, también pudo haber pasado a mediados de los años sesenta. Sí, seguro que los discos hubiesen sonado distintos, porque la voz hubiera sido otra. Y puede ser que con un cantante menos polémico no hubiesen tenido esa potente aureola contracultural. Muchas cosas hubiesen cambiado, excepto una: la propia música. Que es la más importante. Y en una noche aprendí lo que por otra parte había estado siempre ante mis ojos y mis oídos: Krieger y Manzarek eran los máximos creadores de aquella música. En el fondo siempre debimos haberlo sabido, porque allí estaba un disco como aquel Other Voices que tan alegremente pasamos por alto porque sus voces no eran tan buenas como la de Jim.
Casi a regañadientes, el nuevo concepto de Jim Morrison como mercancía simbólico-visual fue desplazando al antiguo concepto de un Jim Morrison como necesario epicentro aglutinador de la música de una banda mágica. Nunca podría desestimar su carisma, ni la expresividad o belleza de su voz, ni sus logros escénicos. Todo eso está ahí. Pero Morrison era una camiseta, un póster, más que un creador imprescindible. Sin él, quizá The Doors no hubiesen alcanzado la fama, pero hoy su música seguiría sonando maravillosa y solamente pensaríamos algo como «qué lástima que no se buscasen un buen cantante».
Entonces recordé la fiebre morrisoniana que siguió al estreno de la película de Olvier Stone y la falacia de que en The Doors todo giraba en torno a su cantante. Esta falacia no se producía con otras bandas. Ni con Led Zeppelin, ni con The Who, ni siquiera con los Rolling Stones. Con estas bandas, la crítica y el público parecían poder situar a los cantantes en su lugar: el frontman presenta el producto, lo hace vendible y visualmente llamativo, pero el auténtico producto es lo que hacen los músicos que tiene detrás. Todo el mundo deposita el mérito musical en Jimmy Page, John Bonham o Keith Moon. Todo el mundo sabe que Keith Richards o Pete Townshend eran líderes y creadores en sus respectivos grupos. Y todo el mundo asume que Mick Jagger o Robert Plant ponían la guinda del pastel en forma de voz e imagen, pero que no habían cocinado el pastel ellos mismos.
Y sin embargo esto es algo que no sucedía con The Doors. El aura legendaria de Morrison había fagocitado a sus compañeros, como si toda creación musical en aquel grupo fuese una mera banda sonora para que Morrison expresara su propia genialidad mesiánica. Como si la escala dórica de «Light My Fire» hubiese emergido mágicamente de él, y no de los dedos de Manzarek. Como si los evocadores solos de «The End» hubiesen sido directamente inspirados por su mera presencia y no los hubiese encontrado Krieger en el mástil de su propia guitarra. Fue este efecto de contraste lo que me hizo contemplar a Morrison bajo una nueva luz. Fue muy bueno como cantante y como frontman, pero dejó de parecerme que hubiese sido verdaderamente imprescindible. Nunca fue imprescindible. Si no lo fue cuando The Doors giraban con Astbury, tampoco lo era necesariamente en los sesenta. En la California de aquellos años había muy buenos cantantes. Pudo haber sido otro. Solamente entre la comunidad musical negra ya había unos cuantos para elegir. ¿Cómo? ¿Un negro cantando en The Doors? Bueno, ¿y por qué no? A esto me refiero con las ideas preconcebidas. Compramos un producto y damos por hecho que el producto habrá de ser siempre tal cual nosotros lo quisimos comprar.
No me entiendan mal, tampoco se trata ahora de desmitificar a Morrison a toda costa y de restarle los méritos que indudablemente tuvo. Se trata de desmarcarse de la adoración ciega a quien pone la imagen en un grupo, en detrimento de la adoración a aquellos que edifican la música, que es lo importante aquí. Si la película The Doors ya me pareció una fábula en su momento, ahora me parece un chiste. Los pósteres y las camisetas con la imagen de Morrison no son muy diferentes de un logotipo comercial. Ha llegado un momento en que, quizá por el efecto de choque y contraste, me cuesta señalar la frontera entre el artista admirable y el producto mercantil: ¿dónde termina el uno, dónde empieza el otro? No lo sé. No es algo que me suceda con demasiados artistas; por lo general, la idolatría masiva hacia ellos no me molesta lo más mínimo. No le tengo alergia a lo mainstream. Si algo es bueno, qué más da si le gusta a cien personas o a cien millones: su calidad intrínseca es exactamente la misma y no va a resultar menos especial porque mucha gente tenga el póster colgando en su habitación, aunque sea por motivos superficiales. Pero sí me perturba el descubrimiento de que un artista, por su imagen, ha eclipsado a los artistas que tenía a su lado. Ahora me sucede lo contrario: me cuesta no ensalzarlos a ellos en detrimento de él. Y la próxima vez que visite el cementerio de Père Lachaise, si se da el caso, volveré a visitar la tumba de Jim Morrison… aunque esta vez no estará enterrado solamente un cantante, sino también la aureola de figura irremplazable que quedó hecha añicos aquella noche en que descubrí que el corazón, el cerebro y el alma de The Doors eran sus dos viejos compañeros. Y un corazón, un cerebro y un alma son mucho más importantes que un rostro y una garganta.
The Doors hubiesen ganado mucho con la incorporación de Scott Walker como cantante; después de todo, Morrison llevaba años inspirado por él, pero es cierto que si nos ceñimos a carisma personal, Jim salía ganando, aunque Scott tampoco era manco en esa cuestión.
¡Ah! Además, Walker componía de narices…
La música del siglo XX terminó siendo expresión del colonialismo anglosajón. Ha sido tremendo su «poder blando». Aprovecharon el natural descontento de las generaciones juveniles frente a sus padres para inocular su basura cultural… y funcionó.
Me parece estimado Emilio que se te pasa por alto un pequeño detalle en tu relativización (espantosa palabra) de la importancia de Morrison como frontman de los Doors: LAS LETRAS.
Hombre, tampoco voy a elevar a Morrison a la categoría de un Keats del rock, pero todo ese mundo libresco, esa poesía oscura y sugestiva, ese respirar nocturno en sus letras que el se traía cuajó perfectamente con el andamiaje sonoro que Manzarek y Krieger crearon.
Morrison ensambló con ellos tal como Morrisey lo hizo con Marr, o Ian Curtis con sus compinches. Cantantes que desarrollaban un mundo propio que combinaba a la perfección con el paisaje sonoro que el grupo construía.
Por otra parte, en los grupos de rock aplica sin dudas el viejo dístico: «el todo es más que la suma de las partes».
Y si eran tan buenos, que lo eran, pero no tanto como dice el cronista, por que no fundaron Manzarek y Krieger un nuevo grupo despues de la muerte de Morrison, con un nuevo cantante y un nuevo nombre? Pues porque sencillamente vieron que no iba a funcionar. Si mal no recuerdo, con Iggy Pop hicieron alguna prueba, o actuacion, pero pronto desistieron. En cierto modo puede ser injusto, pero Doors sin Morrison habria sido una banda de muchas, incluso puede ser que sin exito. Que Morrison no era musico? Lo sabe todo el mundo, pero era un buen cantante, gran letrista y , justo o injusto, con un carisma como creo que no habia otro, o muy pocos en esa epoca. Parafraseando a Densmore en su libro sobre su años en Doors, no se si tengo razon, pero yo lo veo asi.
Joder, que he dicho fuera de lugar? Es que es increible. Revisar mi comentario otra vez.
Totalmente de acuerdo. Precisamente esta mañana vi este vídeo y lamenté que se les considere a estos dos como algo accesorio e intercambiable. The Doors son los cuatro miembros originales pero la música la ponían estos dos y Manzarek.
https://youtu.be/SflWSG8GCyg
Y quien ponia la letra? O esto no era importante? The Doors tuvo el exito que tuvo debido principalmente, si, principalmente, a las letras de sus canciones y al culto que rodeaba a su cantante. Manzarek era un buen Keyboarder y Krieger y Densmore eran dos intrumentistas normales , para nada malos, pero normales en todos los sentidos. Dejemonos de mitologia y de ciencia ficcion, Doors era Morrison en un noventa por cien, que no nos ciegue alguna actuacion bien realizada como la que comenta el cronista, Doors murio con Morrison porque es como tenia que ser. Y nadie tuvo nada en contra. Ni siquiera sus otros componentes. Por algo seria.
Los Doors sin Morrison no hubiesen sido gozado del éxito comercial que tuvieron y mucho menos del estatus de grupo de culto para la contracultura pero eso no significa que Manzarek and cia, no fueran esenciales en el sonido de la banda.
Su error fue no haber hecho lo que una decada despues hicieron los restantes Joy Division, crear su propia banda, New Order,de las cenizas de la anterior e iniciar una brillantisima carrera independiente,(cambiando de nombre, por supuesto).
Yo creo que tenían talento, pero tambien me parece que el artículo tiene el fervor del converso,se pasa de la raya.
Los Doors sin Morrison no hubieran sido los Doors. Sin Manzarek tampoco, sin Krieger tampoco y sin Densmore tampoco. Morrison en solitario hubiera llegado a poeta maldito de segunda b. Manzarek en histriónico orgsnista de parroquia presbiteriana. Krieger en guitarrista de estudio anónimo. Densmore tocaría la bateria con toques jazzísticos en bodas, bautizos y comuniones. La alquimia se produjo con los cuatro juntos y, carajo, qué buenos eran.
Yo estuve en un concierto de esa gira, en Valencia. Y suscribo cada palabra. El concierto fue magnifico, me pareció fascinante como tocaban esos tios con 65 años. No eché en falta a morrison aquella noche.
Ya te lo han señalado más arriba, pero yo voy a insistir con más énfasis que el compañero anterior: The Doors eran la música de estos dos (por cierto, has sido injusto con Densmore obviando sus valiosisimas aportaciones), el carisma de Morrison, pero sobre todo, eran sus LETRAS.
Sin la poesía de Morrison, aún con el mismo cantante y su carisma, The Doors nunca habría sido un grupo relevante. Simplemente habría sido uno de los miles que existieron en los 60, conocido hoy sólo por sus fundadores vivos y por algún friki experto en el underground sesentero.
No hay más que ver las canciones de Krieger: musicalmente meritorias, poéticamente mediocres. Sin excepción.
La enorme aportación de Doors como grupo es la conjunción de su original musicalidad y la novedosa y única poesía de Morrison, todo bien presentado por uno de los frontman más carismáticos de la historia de la música popular.
Interesante reflexión. No obstante, Morrison escribía los versos y quizá esos versos fueron esenciales para crear la música de algunas de esas canciones. This is the end, my friend.
A ver, es que Morrison era el frontman definitivo del Rock con permiso quizás del mismísimo Elvis. Nadie ejerció tal atractivo sobre el público. A Iggy le leí una vez algo del tipo «Morrison era el Frontman, todos queriamos ser él».
Mucho contraste estético con el resto de la banda, con unos Manzarek y Densmore que parecían funcionarios y un Kriegger que parecía un extra de Deliverance.
Pero es que su labor cantando era la repera. Esa alucinante Riders on the Storm mismamente; las letras y fraseos del amigo Jaime elevan el tema al reino de la magia, es asina.
Un tema como Break on through; instrumentalmente cojonudo a la par que sencillo, podría haber sido igualmente un pelotazo con cualquier cantante del montón. Pero esa urgencia, esa entonación…
Supongo que el exceso de mitificación y ver su jeto hasta en la sopa juega en su contra, pero Morrison era mucho Morrison
Lo que quise decir y se me pasó es que Morrison era el elemento clave ahí. Y no solo porque atrajera todas las miradas.
Grupos de aquella época con talento similar hay unos cuantos, pero nadie tenía a un Jimbo.
También te digo que si ves a esos tipos tocando su arsenal clásico con un mercenario de lujo como Astbury pues te lo pasas de putifa obviamente.
Como de costumbre, un exelente articulo y un clara invitación a la reflexión. Mil gracias Emilio.
Una crítica inmisericorde al letrista Jim Morrison («en sus mejores momentos, tiene un pase; en los peores, resulta atroz»), aquí:
https://brutallyhonestrockalbumreviews.wordpress.com/2019/12/03/album-review-the-doors-the-soft-parade/
En la biografia de Iggy Pop open up and bleed de Paul Trynka, se cuenta Los famosos ensayos que tuvieron en 1974, Ray Manzarek e Iggy, cuando El primero intentaba reformar The Doors con Iggy. Lastimosamente la adiccion de Iggy con la heroina en su etapa post Stooges y su deseo de ensayar completamente desnudo frustraron El intento. Lastimosamente.
Si, es que Morrison no era adicto a nada y todo durante su epoca fue miel sobre hojuelas dentro del grupo. Seguro que ese fue el motivo del fin de Doors, la adiccion de Iggy. Iggy no tenia en aquel entonces categoria ni para los Stooges, asi que no se como la iba a tener para un grupo de fama mundial. Es que hay opiniones que no sabes por donde cojerlas, yo lo voy motivar en que hace ya demasiado tiempo y la gente ya no se acuerda, o nunca vivio esa epoca aunque opine lo contrario.
De lo de su deseo de actuar desnudo no voy a opinar porque me impide seguir riendo.
¿Tú te imaginas la barbaridad que sería si hoy muere Robert Smith y el resto del grupo sigue adelante llamándose The Cure con un nuevo frontman? Es ridículo. Por muy bien que suenen. Hay grupos que son, esencialmente, ese personaje emblemático que es el alma de esa banda. The Doors sin Morrison es como la diferencia que hay entre la artesanía y el arte.
Jim Morrison era el principal compositor de la banda, no solo se limitaba a escribir y cantar. Todas las melodias las tenia en la cabeza y después sus compañeros las desarrollaban y terminaban de darle forma. Pero el compositor en si, era Morrison. Krieger tuvo el merito de componer y escribir los hits del grupo (Love me 2 times, Touch me, Love her madly … y Light my Fire, of course). Este, Manzarek y Densmore eran musicos de primera, pero Morrison era la pieza capital.