1. Planteamiento
Una distinguida familia formada por un padre, una madre, un hijo, una hija y un perro atraviesa con decisión la puerta de una agencia de talentos. El cabeza de familia se dirige hacia un agente atrincherado tras una cordillera de papeles sobre un escritorio y le arroja una propuesta: «Tenemos un número familiar, algo espectacular que mostrarle». El cazatalentos, un hombre abotargado tras decenas de propuestas family-friendly pretéritas, observa algo especial en la mirada del enérgico padre y decide concederle una oportunidad: «Está bien, veámoslo».
2. Nudo
Un roast es una especie de linchamiento cómico celebrado en los Estados Unidos de América contra alguna estrella mediática. Un show de alma televisiva con la particularidad de que la celebridad homenajeada, y fusilada, está presente por voluntad propia mientras una hilera de comediantes juegan a verter sobre él un cubo de heces verbales. En 2001 Hugh Hefner, el capitán en bata de un ejército de siliconas para las que manejar un tampón de tinta y un canuto equivale a desencriptar el código Enigma, fue honrado con uno de esos exquisitos espectáculos en el Friars Club de Nueva York. Aquella urbe había sufrido tres semanas antes los atentados terroristas que tumbaron las Torres Gemelas y el ambiente general de la ciudad, extraño y denso, se podía adobar y servir en dos platos con entrante.
Durante el acto Hefner se erigía intranquilo en un sofá sobre centenares de referencias a la ingesta de Viagra. Hasta que ante los micrófonos apareció un individuo feúcho dotado de una voz virtualmente idéntica al sonido que produce un rastrillo de tiza al arrastrarse sobre una autopista de pizarra; se trataba del histriónico Gilbert Gottfried. El cómico optó por disparar material arriesgado: aseguró que le fue imposible encontrar un vuelo directo a la ciudad porque el único disponible «tenía que hacer parada en el Empire State Building». Y entonces la audiencia se revolvió incómoda, a un puñado de días de la catástrofe y con las calles aún calientes de hamburguesas humanas nadie tenía el alma para reírse con aquello. Un espectador gritó que era demasiado pronto para escupir algo así (la cantidad de tiempo necesario que se debe esperar antes de bromear sobre una tragedia la acotó South Park en 22,3 años) y un Gottfried con los testículos promocionando a corbata optó por hacer lo impensable: contar el chiste de Los aristócratas. Unos minutos después, la audiencia del Friars se convulsionaba por los suelos.
Los aristócratas es indiscutiblemente el chiste más ofensivo del mundo. Sus orígenes centenarios se remontan a la época del vodevil y hasta la intervención de Gottfried la broma había permanecido refugiada entre bastidores como un acto privado que los cómicos se contaban entre ellos. Debido a su naturaleza es un chiste completamente diferente a cualquier otro: su principal singularidad reside en lo jazzístico de su composición: Los aristócratas está dividido en tres partes, la primera de ellas introduce un escenario base: un hombre y su familia entran en una agencia de talentos para proponer una actuación. La tercera y última resuelve la función y contiene la inevitable punch line: una vez concluida la representación (o la narración de la misma) el agente pregunta «¿Y cómo se llama este número?» y obtiene como respuesta un apasionado «Los aristócratas». El problema es evidente: la punch line no funciona en absoluto porque no tiene ni puta gracia. Pero lo realmente importante es la segunda parte del chiste, y por eso mismo dicha parte no se puede permitir el lujo de existir, el nudo de la broma es un espacio en blanco que el propio humorista debe rellenar siguiendo un solo criterio: el de ser tan extremo, degenerado y zafio como le sea posible. Y esto invariablemente incluirá convertir a los miembros de la familia en fichas de un Tetris cárnico en el que la pedofilia, la zoofilia, la coprofagia, el sadismo, la necrofilia y cualquier salvajada imaginable no solo son bienvenidas con los brazos abiertos sino que además alguien las invita a que tomen asiento y se abran una cerveza.
En 2005 Paul Provenza y Penn Jillette decidieron colocar a un centenar de cómicos delante de una cámara para contar el chiste o debatir sobre su naturaleza indómita. El resultado es el documental The Aristocrats, o la única película junto a A Serbian Movie que realmente investiga lo estrecha que puede llegar a ser una relación familiar. Filmada a las bravas con las cámaras que tenían más a mano, y por tanto con una calidad técnica bastante cuestionable, aparecía enmarcada con un lema promocional llamativo pero certero «Sin desnudos. Sin violencia. Con obscenidad inenarrable». En la pantalla los ilustres oradores diseccionaban la naturaleza del humor configurando la obra más sucia del celuloide sin necesidad de mostrar imagen ofensiva alguna, pero decantándose por algo mucho peor: desenrollar las lenguas de gente que considera indispensable y muy jocoso combinar los conceptos bukkake y «respetable abuela» anudándolos con una preposición en la misma sentencia.
George Carlin demostraba con cuatro frases extremadamente gráficas que lo que hacen dos chicas aburridas con un vaso de helado para matar los tiempos muertos es poco más que una clase de repostería ligera. Bob Saget, el encantador padre de familia de la sitcom Padres forzosos, colocaba dinamita en su fachada de chico bueno y efectuaba un diving elbow drop sobre el detonador al relatar (entre un amplio catálogo de coloridas atrocidades) cómo fornicaría un padre con su hijo utilizando como enchufe la cuenca de un ojo. Para después rematar su intervención solicitando una copia de su monólogo con la intención de regalársela a sus fans. Lewis Black proponía incluir una mamada a Hitler y la redacción de The Onion consideraba sodomizar a Jesucristo sazonando el bombeo con un «¿Te gusta eh, mariquita?». Wendy Liebman invertía el chiste narrrando un elegante acto de estampa idílica bautizado como The Cocksuckers Motherfuckers. Sarah Silverman aprovechaba su aparición para inyectar carácter autobiográfico al confesar que tiempo atrás participó en un acto similar que incluía el síndrome de Down como reclamo publicitario, y de paso revelar a la audiencia que Joe Franklin abusó de ella sexualmente. Eric Cartman disparaba una versión que incluía la peor manera posible de homenajear a las víctimas del 11 de Septiembre: entre sangre, semen, orina y heces. Billy the Mime contaba una versión muda a través de la mímica en una calle, mientras los transeúntes se preguntaban si realmente ese mimo estaba disfrutando tanto al zumbarse a un fantasma. Andy Dick aprovechaba para ilustrar al ciudadano sobre las bondades del rusty trombone, o el nombre que recibe el alegre y vistoso poema en movimiento que tiene lugar cuando alguien succiona el ano de un varón al mismo tiempo que lo masturba rítmicamente. Eric Idle se sorprendía del pretendido contraste que propone la punch line: «No hay un solo acto en Inglaterra que un aristócrata no haría. O que no incluya retozar con animales o meterle el puño a alguna vaca. O cualquier otra cosa». Eric Mead ejecutaba su versión a través de un truco de magia con cartas. Jon Stewart se sorprendía con el impacto de la broma: «No era consciente de que todo ese material fuese considerado sucio, de hecho antes de que aparecierais me estaba comiendo un plato de mi propia mierda».
Los aristócratas funciona como un chiste transgresor, una chanza punk o el antichiste perfecto, el megáfono para una stand-up comedy que no tiene público al que respetar y que cuando decide subirse a una tarima lo hace para mearse sobre la humanidad mientras suena el «Himno de la alegría». Es improvisar saltando con un pogo sobre la zona de comodidad del espectador, es el chiste que declamaría John Coltrane en el caso de que Coltrane fuese un adorador de Satán que interpreta «In a Sentimental Mood» al xilófono utilizando dos fetos como baquetas. Es derramar sobre esos cuñados que reenvían bromillas vía WhatsApp el alcantarillado de toda la humanidad. La obra cinematográfica que deja The Human Centipede al nivel de un Art Attack. Una película de un único chiste que empieza mal, continúa peor y acaba rebozándose en el mal puro. Asquerosamente vulgar y a la vez hermoso. Como pintar un Delacroix con mierda.
Carlin sentenciaba que la diversión radicaba en decir algo capaz de derrumbar los límites de otras personas, en sacar al oyente de su perímetro de seguridad y llevarle al sitio opuesto consiguiendo que se sintiera culpable por divertirse durante el camino. Se supone que Chevy Chase y John Belushi organizaban fiestas en las que el único objetivo era contar el chiste durante la mayor cantidad de tiempo sin repetirse. Penn Jillette asegura que de todos modos no existe ser humano que pueda escuchar a Chase durante más de una hora y el mito legendario afirma que Michael O’Donoghue estiró la orgía familiar hasta los noventa minutos. Rogert Ebert reseñó la película preguntándose en qué cajero se había quedado dormido Andrew Dice Clay (un hombre que basaba su número cómico exclusivamente en insultar al público asistente, llegando a preguntar a padres de familia si habían fantaseado con sus propias hijas) para no figurar en el reparto de este documental. En otros ámbitos Stephen Fry aseguraba que cuando la gente proclama que algo es ofensivo no existe ningún propósito evidente ni guerra que batallar: «“Encuentro eso ofensivo” no tiene sentido, no tiene objetivo, no tiene razón para ser respetado como frase. “Me siento ofendido por eso”. Bueno ¿y qué coño importa?». Porque en la mente del cómico, en el engranaje más sucio de lo delirante, hacerle fistfucking a un niño solo merece la pena si el brazo que entra en la ecuación pertenece a Popeye. Porque no existe mayor catarsis que la producida por un chiste durante un entierro.
3. Punch line
Los miembros (o lo que queda de ellos) de la dicharachera familia resoplan sobre el escenario con los brazos extendidos bajo una segunda piel compuesta exclusivamente por líquidos y con el gesto inequívoco de «Hasta aquí hemos llegado y estos son nuestros sueños». El agente, fascinado con todo lo que acaba de contemplar desparramarse sobre las tablas, solo es capaz de balbucear una pregunta: «¿Cómo se llama este número?».
Gran podcast, mejor pelicula