Los sexos. ¿Qué tiene todo lo relacionado con el sexo para que le dediquemos tanto tiempo y tantos recursos? Canciones, pinturas, libros, cotilleos, baños separados, categorías en los deportes, marketing dirigido a uno u otro sexo, prejuicios, sesgos buenos, sesgos malos y hasta el esfuerzo de tener comportamientos discriminatorios. Todos hemos hablado de ello en algún momento, todos tenemos la sensación de saber qué es. Pero, si tuviésemos que definirlo, ¿qué diríamos?
La mayoría de las personas responderán que hay dos sexos. Chicos y chicas, mujeres y hombres. Y nos podrían dar una serie de características de cada uno de ellos que más o menos caen dentro de la tendencia poblacional. Los chicos suelen tener la voz más grave, las chicas, en promedio, son más bajitas. La gran mayoría de las chicas tienen pechos; muchos de los chicos, barba. Los dos tienen diferencias en los órganos reproductivos. E incluso alguno se aventurará a hacer categorías en aspectos más relacionados con la personalidad.
Todas estas respuestas son más o menos acertadas; al fin y al cabo, esa forma de entender qué son los sexos nos permite comunicarnos y resolver algunos problemas de nuestro día a día de manera eficiente, desde evitar una bronca por entrar en el baño equivocado hasta diagnosticar correctamente un problema de salud. De ello se nutren las estrategias publicitarias que se aprovechan de la capacidad de predicción de nuestros intereses y gustos según el sexo que tengamos. Tanto las instituciones médicas como las empresas, y desde luego los seres humanos a un nivel más básico, entienden de este modo el sexo porque creen, con razón o sin ella, que es una forma fiable de categorizar a los seres humanos.
Por supuesto esta definición no está exenta de problemas, siempre sustentados en inferir las características de una persona en particular basándose en las características medias de su grupo (y actuar en consecuencia). Una mesa no siempre tiene cuatro patas, ni siempre se usa para comer, ni siempre son mejores las redondas. Generalizar es práctico, pero impreciso y, a veces, extraordinariamente injusto.
Quizá por ello, en los medios últimamente observamos definiciones más profundas de lo que son los sexos, basados en complicados estudios científicos. Esta búsqueda de mayor precisión, de ofrecer más alternativas sustentadas en la ciencia, tiene sentido, dado que muchos de nosotros, empapados de empirismo y positivismo, creemos que el conocimiento nos puede ayudar a entender las raíces de un problema y a que las medidas para corregirlo sean más efectivas. Hay varios problemas con esto. Al final comentaré algunos de los que atañen a su utilidad como herramienta del cambio. Pero de entrada me enfocaré en uno muy obvio relacionado con el pie del que cojeo, un sesgo importante: son definiciones de sexo aplicables casi exclusivamente al ser humano.
Podemos, sin duda, estudiar los sexos desde una perspectiva puramente humana. Esta perspectiva será útil o no dependiendo del tipo de preguntas que queramos responder. Si lo que queremos es recoger la diversidad de los comportamientos sexuales de los seres humanos, o cómo se desarrolla en distintas culturas, es posible que no tengamos que recurrir a una visión más amplia. Si lo que queremos es entender qué parte del comportamiento sexual humano está modelado por la cultura, o cuál es el papel de nuestra biología, y en qué medida una moldea a la otra, sin duda tenemos que expandir nuestro territorio de estudio.
Profundizar en temas relacionados con la biología, en cualquier caso, es apasionante. Vamos a ver algunas de las definiciones «humanas» sobre lo que son los sexos y compararlas con el mundo que hay más allá. Así ahondaremos en tres cuestiones distintas. La primera es asegurarnos de que todos usamos un mismo lenguaje, que hablamos de lo mismo. Hoy, desde el punto de vista de la biología evolutiva. También hablaremos de cuántos sexos vemos normalmente en la naturaleza y por qué. ¿Son los sexos una parejita, como intuitivamente observamos, o hay algo más? Y aprovecharemos para introducir por qué es tan frecuente que estos sexos muestren diferentes características.
Empezaremos con la primera manera que se emplea para diferenciar el sexo, con la que ha comenzado el artículo, la más intuitiva: las características promedio en una especie particular que les confieren, también en promedio, determinado aspecto. Los humanos somos bastante buenos detectando el sexo de los individuos, por muy grandes que sean las variaciones dentro de cada grupo (el de hembras y el de machos) o por mucho que los rasgos, de manera aislada, parezcan solaparse en gran medida entre los dos grupos. Lo cierto es que en un número importante de especies nos encontramos con que hembras y machos son distintos de manera sistemática, y en muchos casos también es sencillo categorizarlos en dos grupos, incluso para el ojo menos experto. Algunas veces no es tan fácil: todo depende de en qué medida los caracteres de uno y otro se solapen. Pero también es cierto que, aunque podamos crear grupos representativos, frecuentemente la variabilidad dentro de cada grupo es bastante grande, como en nuestro caso. ¿Implica esto que, en realidad, nos estemos enfrentando a más de un sexo? Imaginemos un caso parecido en el reino animal. En algunas especies de peces un porcentaje de machos presenta una apariencia más parecida a la de las hembras que a la de otros machos. Esto ocurre porque estos machos «poco masculinos» tienen así la opción de liberar su esperma sobre los huevos de las hembras cuando estas los depositan atraídas por un macho «masculino» que las corteja. Pese al «maquillaje», podemos seguir reconociéndolos como machos, porque su comportamiento es ligeramente distinto al de las hembras y porque producen espermatozoides. Aunque sistemáticamente sean un poco distintos a la mayoría de los machos o tengan rasgos que se parezcan más a los de las hembras, no los consideramos un tercer sexo.
Si en lugar de observar la apariencia física queremos fijarnos en el comportamiento para entender los sexos, la cosa se complica mucho más. Probablemente tengan en mente machos compitiendo por hembras o hembras engendrando y cuidando de la descendencia. Una situación bastante «mamífera». Pero lo cierto es que en algunas especies podemos observar comportamientos invertidos. Un ejemplo son los machos de caballitos de mar, que incuban y transportan a su descendencia hasta que nacen. Otro son los machos de algunas especies de rana que cuidadosamente se aseguran de transportar sus renacuajos —uno por uno— al agua que se acumula en la roseta de las hojas internas de las bromelias y los alimentan diariamente. O los machos de algunas aves, que dedican tantos recursos a la crianza de su descendencia que son las hembras las que se pasan el día compitiendo, y las que tienen un aspecto más grande y colorido. Aunque sigamos pudiendo observar dos grupos diferenciados, las maneras de ser macho y hembra son distintas en diferentes especies. Queda claro, entonces, que ni la manera de comportarse ni la apariencia son rasgos de los que nos podamos fiar si buscamos una definición más general de sexo.
El lector ahora mismo podría estar planteándose la siguiente cuestión: bueno, puede que no sean todos los rasgos, pero ¿qué hay de los órganos sexuales? Está claro que los machos tienen órganos reproductores distintos a los de las hembras, ¿no? Por lo general no es un mal indicador, pero, como hemos visto en casos anteriores, la cosa se complica cuando buscamos una definición más general. En primer lugar, sabemos de la existencia de seres vivos que pueden producir óvulos y espermatozoides al mismo tiempo, o sus equivalentes vegetales. De hecho, es una situación común en plantas e invertebrados marinos. A estos organismos les damos una nueva categoría y los llamamos «hermafroditas simultáneos». No hay mamíferos hermafroditas «auténticos», que produzcan óvulos y espermatozoides. Aunque se observa un número no despreciable de mamíferos que presentan caracteres intersexuales en relación con los órganos reproductivos. Ser intersexual significa que, aunque produzcan solamente espermatozoides u óvulos —o incluso sean infértiles, como pasa en un gran número de casos—, la apariencia, incluidos los genitales, puede ser distinta a lo que se observa en la mayoría de la población. En los seres humanos este fenómeno solo se observa en un 0,018 % de la población, si atendemos a la definición de intersexo que les acabo de dar. Pero en las hienas moteadas, por ejemplo, todas las hembras presentan una estructura que es indistinguible de los penes de los machos, aunque solo producen óvulos. Del mismo modo, hay especies de topo en las que las hembras presentan las típicas células testiculares productoras de testosterona que funcionan a pleno rendimiento durante su época no reproductora. Y todo se complica mucho más cuando observamos que hay numerosas especies no mamíferas que pueden cambiar de sexo, y pasar de producir unas células reproductoras a otras a lo largo de sus vidas. Esto nos dice que los órganos sexuales, por sí mismos, tampoco nos sirven para definir los sexos en cualquier situación.
En otro orden de definiciones de sexo, muchas veces se utilizan los conocidos cromosomas sexuales, es decir, los pares de cromosomas XX (hembras) y XY (machos) que aparecen en los seres humanos y en muchos mamíferos como sistema fundamental para definir los sexos. Esto, de entrada, solo podría servirnos para las especies en que el sexo está determinado más genéticamente. Sabemos de la existencia de animales en los que la determinación del sexo —como en los cocodrilos o en muchos peces— depende del ambiente en que se desarrollen los embriones (en algunas especies afecta la temperatura, la intensidad de la luz, la época del año o la cantidad de alimento disponible). Una vez que se determina el sexo, queda tan fijado como en las especies con determinación puramente genética. Aun así, entre las especies con determinación genética hay algunas con más de dos cromosomas sexuales, o en las que tener dos iguales te hace ser macho en lugar de hembra, o en que solo hay un cromosoma sexual, o en que los genes que determinan el sexo no están en los cromosomas sexuales. Vamos, que fuera de determinadas especies, como la nuestra, esto no es un buen sistema para distinguirnos. La realidad es que los cromosomas no se llaman «macho» o «hembra»; estos cachitos de información, de ADN, no son en sí mismos masculinos o femeninos. Es más bien al revés: en algunas especies en las que observamos dos sexos, estos están asociados con diferentes trocitos de ADN, pero en otras especies esta asociación está ausente o es poco fiable.
Por otro lado, en la dirección opuesta, el descubrimiento de que los cromosomas sexuales no son suficientes para explicar la determinación del sexo ha llevado a muchos científicos a mostrarse escépticos en los medios sobre la existencia de dos sexos discretos. Se resalta en esos artículos el peso que genes como el SRY (un gen del cromosoma Y que señaliza la expresión de genes que están en otros cromosomas) tienen en que durante nuestro desarrollo embrionario adquiramos uno u otro sexo con unos u otros caracteres sexuales. Y así, en lugar de en los cromosomas, deberíamos tratar de definir sexo atendiendo a los patrones de expresión en determinados momentos y lugares de estos genes. Sean o no infrecuentes. Pero lo cierto es que tampoco son universales, no todos ellos aparecen en otras especies ni con las mismas funciones, ni siquiera en los mamíferos. Es el caso de algunos topillos machos en los que el gen SRY ha desaparecido, o incluso el de algunos roedores que se desarrollan como hembras fértiles teniendo un SRY completamente funcional. Y en esas especies en que estos genes o algún sistema similar no pintan nada, seguimos siendo capaces de distinguir dos grupos: los machos y las hembras. No solo esto: es que la cascada de señales en la determinación del sexo es tan extensa y tiene tantos puntos clave, que centrarse solamente en una parte del proceso para definir lo que son los sexos nos deja con una respuesta completamente arbitraria, que cambiará cada vez que estudiemos una nueva variación en la ruta. Es la versión moderna y aparentemente sofisticada de pensar que los sexos se definen por los cromosomas sexuales, cuando no son más que distintos sistemas para conseguir un mismo objetivo.
Sin duda los mecanismos de determinación del sexo son importantes, ya sean más puramente ambientales como genéticos. Y es que son las rutas que se siguen en cada especie para que un organismo determinado adquiera la conformación característica de cada sexo. Durante este proceso de conformación se puede dar lugar, de manera programada o no, a variaciones corporales ligeramente distintas a las observadas en la mayoría de los individuos de la especie. Recordemos, ese 0,018 % en seres humanos. Pero también puede ser el 20 %, como en algunos ciervos. Sin embargo, este hecho no parece suficiente para poder afirmar que hay más de dos sexos. Más bien nos indica que las formas en que los animales adquirimos nuestros caracteres son muy complejas, y que pequeños detalles pueden dar lugar a la aparición de caracteres menos frecuentes en un sexo. Y, claro, esto nos genera una nueva serie de preguntas igualmente fascinantes. ¿Qué frecuencia ha de tener algo para que se considere o no fuera de lo común? ¿Cómo podemos entenderlo desde un punto de vista evolutivo? ¿Cómo afecta a la sociedad la creación o no de categorías? Generar categorías infinitas, o decidir que es un continuo, ¿supone alguna ventaja frente a mantener que hay que ser cautelosos al definir a un individuo en función de cómo lo categorizamos? ¿Hay que evitar «categorizar»? Preguntas complejas y fascinantes, sobre las que todos tendremos una opinión, pero que en muchas ocasiones nos alejan de la idea de tratar de definir los sexos.
Pero, vamos a ver, si no podemos encontrar una definición general por la apariencia de los individuos, aunque sean sus órganos reproductores, ni por su comportamiento, ni por sus cromosomas, ni por sus genes…, ¿cómo hemos llegado a decidir los biólogos a qué sexo pertenece un individuo? ¿Por qué afirmamos que los caballitos de mar que incuban y transportan a su descendencia son machos, y no hembras? ¿Significa esto que los sexos, en realidad, no existen o que es algo puramente cultural? Por complicadas que resulten las definiciones que demos de los sexos, e intrincados los matices, todos sabemos que, a la hora de reproducirnos y formar un nuevo individuo, toda esta complejidad se puede reducir a la existencia de unos individuos, que suelen ser distintos en algo, que tienen que juntarse de alguna manera para generar un nuevo individuo. Y lo cierto es, cuando hablamos de reproducción sexual, sí hay algo común en la gran mayoría de las especies. La diferencia mínima en que podemos pensar recae en que unos producen un tipo de células sexuales, que llamamos gametos (como los óvulos) y otros que producen otro tipo distinto de gametos (como los espermatozoides). Y que estos dos componentes tienen que juntarse para que comience el desarrollo de un nuevo individuo.
Esta es la definición más basal de sexo en biología evolutiva: según el tipo de gametos que cada individuo genera. O, en caso de no generarlos activamente, que fue o previsiblemente será capaz de generar. O, para situaciones más problemáticas, individuos cuya anatomía y fisiología parecen encaminadas a generar uno de esos tipos de gametos. Unos, los óvulos, son más grandes y costosos de producir, y generalmente no se mueven. Los individuos que producen este tipo de gametos los llamamos hembras. Otros, los espermatozoides, son muy frecuentemente móviles, y siempre más pequeños y baratos de fabricar. Y a los individuos que producen este otro tipo de gametos los llamamos machos. Con esta definición es muy fácil dar por sentada la existencia en todos los seres vivos de dos sexos separados, con sus gametos morfológicamente diferenciados, incluso cuando se observan en el mismo individuo. Sin embargo, una vez más, tenemos que recordar que estamos hablando de reproducción sexual. Pero hoy no vamos a meternos en más jardines.
(Continúa aquí)
He tenido que leer dos veces este excelente artículo, para fijar y entender un poco más las tantas variantes y determinaciones que presentan los supuestos (y no machos), como asimismo las supuestas (y no hembras). Y al final me queda la sensacion de que nacer de uno u otro sexo tiene mucho de albur. Cosa que se acentúa aún más en nuestra especie cuando me entero de que mengano o zutano, a una cierta edad declara públicamente que le atrae más el sexo opuesto. Estando así la cosa, creo que no estarían de más las conclusiones de un ciudadano de a pie (siempre las mismas), o sea que habría que reflexionar sobre:
La “injusticia” evolutiva al asignarnos unos gametos frágiles, desorientados y en estado febril contínuo, producidos al destajo y que genera una competición despiadada y salvaje, de frente a la grandeza descomunal de los gametos femeninos con respecto a los nuestros, siempre orondos, serenos, gordos, estables y a la espera los primeros.
La falta de “originalidad” evolutiva al traspasar los órganos femeninos en nuestros cuerpos, como si fueran de segunda mano. Y si el ginecólogo Carlo Flamigni está en lo cierto, y no actua con imparcialidad, serían meras repeticiones de los femeninos ovarios=testículos con poco «glamour»; los senos generosos=nuestras tetillas inútiles; el clitoris=nuestro poco estético pene, y sus vientres generadores=nuestras imprevisibles próstatas.
La posibilidad cierta (visto lo anterior) de que nosotros tuvimos que aparecer necesariamente en algún momento de la evolución, femeninos en un primer momento como el organismo del cual nos desprendimos, con la misión, bastante sacrificada y suicida por cierto, de defender a las generadoras de vida futura del ambiente sin dudas hostil en el cual se desarrollaban, y de tanto especializarnos en esas tareas terminamos por obtener fuerza, astucia y pelos.
Y si lo anterior es cierto, bien podríamos esperar de volver a los designios de la evolución, ya que en estos momentos las mujeres se las arreglan solas, y me parece que comenzamos a estar de más, con un pasado histórico que no nos ayuda para nada.
Y si lo anterior se realizara y la población fuera toda femenina, o por lo menos bastante “feminizada” el resultado más inmediato sería que, con muchas probabilidades no habría guerras, pero sobre todo que la absurda dicotomía política izquierda-derecha, desaparecería ya que bien sabemos quién creó la derecha. Otra vez, muchísimas gracias por la dificil lectura.
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