Los sumerios, de acuerdo. Unos tipos que escribían en cachos de barro, se ataviaban con vestidos largos y llevaban barbas de hipsters. Con aportaciones culturales tan importantes como dejar escrita la primera receta de cerveza en arcilla seca. Un poco de cebada, bastante agua, unos trozos de pan, y a esperar. ¿El sabor? Acorde al de la primera civilización que creyó en los diablos. Y en cuanto a los que les siguieron. Hammurabi el babilonio escribiendo en su código que cada ciudadano debía tener una cerveza al día, por ley. Los egipcios, sin ir tan lejos, muy aficionados también, la incluían en el salario de los constructores de pirámides. Pero en lo que coincidían los tres era en no filtrar aquel caldo, que era sobre todo una sopa. Con cuantas más cosas dentro, mejor. Como en una paella extranjera, arroz con cosas. El pan de los sumerios, los granos de cebada germinados, y cualquiera de los componentes de las veinte recetas babilónicas. Donde lo mismo podía llevar queso, aceite de oliva, marihuana o semillas de adormidera -opio-. Así que pongamos orden de una vez. La historia de la cerveza no es una historia milenaria, ni de monjes en monasterios medievales. Aquello no era cerveza, no en el sentido gastronómico, solo lo llamaban así. La bebida empezó a ser la que conocemos cuando pudimos elegir entre grifo, lata o botella. La historia moderna de la cerveza es una historia de envases.
Y de explosiones. La Revolución Industrial tardó cien años en idear el modo de meter cerveza en una botella de vidrio y que el anhídrido carbónico no la hiciera explotar. Mientras tanto se resignaron a seguir usando barriles, y sirviéndola de grifo en bares, tabernas y pubs. Los fabricantes aspiraban a aumentar su consumo introduciéndola además en la despensa de las casas, junto al ya implantando vino. Esperaron un siglo, hasta que a un ingeniero industrial se le ocurrió que si añadían al cuerpo de la botella un cuello lo suficientemente largo, la presión se equilibraría, evitando los reventones. Hoy ya hace mucho tiempo que el cuello largo no es necesario, los métodos modernos de fabricación permiten cualquier forma, y si la tradición continúa es por estética. También es el motivo por el que podemos seguir agarrando un botellín de cerveza por el cuello, además de por el cuerpo.
Hablando de vidrio moderno, aquí en España la cerveza solo comenzó a beberse masivamente en los años ochenta. Fue el momento en que se popularizaron los botijos. No los cacharros de barro blanco que mantenían el agua fresca antes de las neveras. Botijo era el nombre castizo para el clásico botellín de cerveza, achaparrado y de cuello corto, un apelativo que compartieron marcas competidoras como Damn o Mahou, entre otras. Chato y barrigón, aguantaba la presión sin problema. Pero si se habían desmarcado de la botella estilizada de la tradición cervecera era sobre todo por una cuestión de espacio. Aquellos botijos tenían el tamaño idóneo para nuestros achaparrados camiones, y para la menor altura de los techos en almacenes y bares. Para un país, en fin, cuya automoción y arquitectura no se había adaptado aún al estándar de medidas internacionales.
Pero la historia de los envases de cerveza no comenzó por botellines, sino por litronas. Nuestro otro nombre castizo para el formato litro. Pensando en llevarlas a las despensas, lo más práctico era hacer de la cerveza un equivalente a la botella de vino, y por tanto equipararla con su formato. También era fundamental acercarse lo más posible a la iconografía vinícola, muy presente en el arte desde el XIX en las famosas «meriendas campestres». Escenas de burgueses de excursión haciendo picnic, donde no suele faltar la botella de vino como elemento plástico. Y que se copiaron en los primeros carteles de publicidad. Pero para lograr esa equiparación, la cerveza embotellada enfrentaba un problema gigante: al exponerse a la luz solar adquiría un inconfundible aroma a mofeta.
La ciencia, y concretamente el descubrimiento de un científico alemán, vino en su ayuda. Johann Wilhelm Ritter descubrió la radiación ultravioleta de la radiación solar, y no tardó en comprenderse que su efecto sobre los lúpulos de la cerveza le daba ese sabor asqueroso. La solución era fácil, el vidrio tenía que ser oscuro, y desde entonces botellas y botellines adquirieron su marrón tradicional. Igual que el cuello largo, hoy ya no es necesario por los avances en el proceso de elaboración. Se mantiene como una seña de identidad de la mayoría de marcas antiguas de cerveza, y como reivindicación de su autenticidad en las modernas. Rara vez alguna de ellas emplea botellas de vidrio blanco, aunque hoy se podría.
El verde no funcionaba igual de bien. Al menos no en países con un índice de radiación ultravioleta alto, como el nuestro. Otra cosa era ese norte de Europa carente de sol y ávido de cerveza. Donde un fabricante de Ámsterdam llamado Gerard Adriaan Heineken organizó, con el color de sus botellas, una gigantesca campaña de marketing. Cuyo éxito ha llegado a nuestros días. Decidió que sus botellas iban a ser verdes, y no marrones. Anunciándole al público que solo las botellas de color verde contenían una cerveza de calidad superior. Y ahí siguen, verde botella, verde lata, verde etiqueta, con fama de ser mejor que las demás, hasta el día de hoy.
Lo que nos lleva al otro gran aspecto de la moderna historia de la cerveza, la estética que rodea a cada marca. El vidrio de color había solucionado que la bebida no se estropeara, pero la pasteurización que eliminaba las bacterias y por tanto prolongaba su fecha de consumo tardó en llegar. Más ciencia, más técnica. El vino seguía teniendo ventaja. No solo eso, la rápida caducidad hacía imposible que una fábrica de cerveza local hiciera llegar sus productos demasiado lejos, geográficamente hablando. Y eso convirtió a esta bebida en un producto de absoluta proximidad, con fábricas que abastecían a barrios o distritos urbanos. Cientos, miles de fábricas artesanales. Y tantas variantes de sabores y recetas de fabricación como ubicaciones. Mientras distribuyeron en barriles, llegando a los locales de barrio cada quincena, apenas necesitaron distinguirse. Pero cuando comenzaron a embotellar, y superar sus fronteras tradicionales, entrando en otros barrios o llegando a pueblos cercanos, comenzó la competencia. Con sellos y marcas en los barriles para distinguirse, que se trasladaron a las botellas con grabados en relieve y luego a las etiquetas de papel pegadas. Lo mismo que a las jarras en los bares. La estética del fabricante buscaba la fidelidad de los consumidores. El legado, hoy, es que el consumo de cerveza está indisolublemente ligado a una panoplia estética de colores, diseños, símbolos, jarras, etiquetas… y a locos del coleccionismo que pagan fortunas por tenerlas.
Pero sin duda ha sido la ciencia quien más ha influido en cómo es la cerveza moderna. No por lo que se cuenta de forma habitual, la mezcla de lúpulos, cebadas, trigos y variedades de elaboración. El segundo descubrimiento científico que ha hecho a la cerveza ser como la conocemos, después de las botellas de color, es la pasteurización. El proceso de eliminación de microorganismos ideado por Louis Pasteur destruyó también las cervecerías de barrio. Posibilitando el panorama actual de unos pocos fabricantes industriales. Con más dinero, y más capacidad de embotellamiento, las botellas pasteurizadas de las fábricas grandes alcanzaron los bares de barrio, y su mejor precio barrió a las fábricas locales. Hasta que desaparecieron por completo. Con ellas se fueron también los métodos de fabricación artesanos, las recetas familiares. Quedando solo las más generales, las que dan origen a las variedades, tipo Pilsen, IPL, IPA y demás. Y ese panorama de unos pocos fabricantes por país terminó de consolidarse en la era del metal cervecero.
O sea, el de las latas y barriles metálicos. El uso de latas para alimentación llevaba empleándose un siglo, pero eran de acero en lugar de aluminio, su cierre al plomo resultaba tóxico, y eran demasiado caras para albergar un producto de precio bajo como la cerveza. Así que como en el caso de las botellas hubo que esperar cien años a que aparecieran las primeras latas de bebida comercializadas. A 1935 en Estados Unidos, y treinta y un años más tarde en nuestro país. En ese lapso temporal se transformaron. La lata de cerveza original imitaba el botellín, terminaba en un cuello cónico y estaba rematada con un tapón corona, la habitual chapa que sigue rematando la mayoría de botellas de vidrio. La otra versión era simplemente una lata de conservas, y para beberla se le practicaba un agujero con un abrelatas, más grande en un lado y más pequeño en el opuesto. Salida de líquido, entrada de aire. La de 1966 española, una Cruz Blanca, ya era más o menos como la actual, salvo la pestaña para abrirla y la anilla, que se desprendía. Como en todo el resto de latas, cuyas anillas siguen por ahí contaminando, razón para que en las actuales no se separe del cuerpo.
Las latas, igual que los barriles metálicos, tan solo respondían a un objetivo de mercado. La botella y el botellín eran retornables, había que devolverlas a las tiendas -también aquí tuvimos nombre castizo para eso, cascos-, y se pagaba un depósito por llevártelas. También pesaban más, encareciendo el peso del transporte. Para llegar geográficamente más lejos a un coste competitivo, había que envasar la cerveza de forma más económica. Ese primer paso a la exportación había llegado con el tapón de corona, la chapa. Mucho más perdurable que el cierre mecánico, ese que hoy lucen algunas variedades para dar imagen de calidad especial. Y mejor que el tapón de corcho, empleado habitualmente en las botellas, como en el vino. Con la chapa la cerveza duraba más. Pero cuando las latas se fabricaron a gran escala y bajo coste, la cerveza llegó en buen estado hasta el último pueblo de cada país. Lo que la convirtió en la bebida alcohólica de baja graduación más habitual, y más barata. Muy por delante del vino, y de cualquier otra espirituosa.
El final del siglo XX es, técnicamente, la era del dominio de la cerveza. Y el motivo fundamental ha sido la forma de envasarla. Que no solo ha permitido su conservación, sino crear todo un mito estético y de elaboración alrededor de esta bebida. La historia moderna de la cerveza es una mezcla de ingeniería industrial, ciencia, y marketing. Y hoy además un objeto de estudio para los especialistas en arqueología industrial. Si nos fijamos bien, incluso ese contramovimiento de la cerveza artesanal, hoy reivindicado como de mayor calidad y sabor, usa el envase como bandera. En botella para significar calidad superior. Y con una caducidad rápida: son cervezas que han vuelto, hasta cierto punto, al origen. Pero no al de los sumerios, babilonios y egipcios. Los de la cebaba con cosas.
Me encantan estos artículos de Jotdown en lo que aprendes tantísimas cosas de una tacada. Enhorabuena.
Las artesanales son buenísimas, Don Martín, lástima que cuesten tanto. Me ha hecho recordar a Asterix y Obelix cuando se reunían con su “primos” galos, supongo que en la Galicia de hoy y de siempre. Brindaban con hectolitros de “cervogia”. Y a eructar se ha dicho junto a otras exhalaciones. Lo primero que hago cuando piso suelo catalán, es tomarme una Estrella bien tirada. Un gusto leerlo.
Yo diría que es al revés, cerveza era la de antes y la cosa moderna e industrial una burda imitación. Por suerte estamos volviendo al orígen, en todo sentido no sólo en las cervezas. Comer un pollo criado en granja no tiene ni por casualidad la calidad y el sabor de los pollos industriales a granel. Lo mismo las verduras, frutas, cerveza, sidra y lo que quieran. La tecnología lo podrá contra todo menos con la calidad y el sabor. El marketing no puede engañar a las millones de papilas gustativas y receptores olfatorios. Tampoco ningún ingeniero industrial. Claro, lo bueno es escaso y costoso. Pero todo no se puede. Y siempre se puede recurrir al «hágalo usted mismo» Tampoco es ninguna ciencia hacer cerveza, hay Miles de tutoriales muy fáciles en internet y les aseguro que con un minimo de paciencia y dedicación de sale mucho más rica que la cerveza de mentira.
Sigo sin comprender como puede tener tantas ventas ese pis de gato que es la Heineken.
Me sorprende la animadversión que existe hacia la Cruzcampo en general, sobre todo en el centro de España.
Realmente hasta en una prueba entre amigos, la mayoría no supo luego distonguir una San Miguel de una Cruzcampo en sabor y adivinar la marca.
No sé si es fruto de la casualidad o qué, pero yo humildemente creo que los sabores de las marcas industriales son muy parecidos, al menos las embotelladas. Tal vez en grifo la calidad se aprecie más.
Tan solo especulo, no tengo una opinión formada y ni mucho menos experta al respecto, pero el caso de Cruzcampo me llama mucho la atención, sé que está muy distribuida en el sur.
Salud y birra para todos. En este pais la vida se celebra con unas cañas.