El segundo de la serie de doce grabados Industry and Idleness, titulado «The Idle Prentice Executed at Tyburn», creado por William Hogarth en 1747, representa una ejecución pública de la época. Junto con el verdugo, el reo, el ataúd y la horca, la multitud se agolpa alrededor del espectáculo. En el centro del grabado, una mujer con un niño en brazos muestra un papel en el que se puede leer «The last dying speech and confession of Thomas Idle». Era habitual en las ejecuciones que se imprimiera y vendiera el discurso del reo antes de morir o su confesión del crimen y los motivos que le condujeron a la horca.
Jack Sheppard fue ahorcado en Tyburn, una aldea del condado de Middlesex. El día de su ejecución empezó a venderse un relato autobiógrafico del popular delincuente, cuya autoría algunos atribuyen a Daniel Defoe. Sheppard fue detenido el 1 de noviembre de 1724 y ejecutado quince días después. Para entonces era ya una celebridad, un héroe popular, aunque su loca carrera criminal había durado apenas unos meses. Fue un ladrón de procedencia humilde que se fugó en varias ocasiones de prisión, una de ellas con su amante. Los carceleros cobraban para dejar a la gente entrar a verlo a la prisión de Newgate. El mismo día de su ejecución, su verdugo encontró un objeto punzante escondido con el que planeaba cortar la cuerda y volver a escapar.
Newgate era una sombría fortaleza cercana al Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales, más conocido como Old Bailey. Las ejecuciones allí continuaron hasta 1868. La prisión estuvo en uso más de setecientos años, fue cerrada en 1902 y demolida en 1904. Daniel Defoe, el presunto autor de la falsa autobiografía de Jack Sheppard que se vendió durante la ejecución, fue uno de sus inquilinos más ilustres. Es difícil asegurar con seguridad la autoría del panfleto sobre Jack Sheppard del mismo modo que es difícil atribuir a Defoe el relato periodístico que narra la historia de Jonathan Wild, el criminal que supuestamente entregó a Sheppard a las autoridades y que llegó a ser más famoso que él, pero en su novela picaresca Coronel Jack, el protagonista comienza su carrera delictiva teniendo como maestro a una especie de Jonathan Wild. Ambos ladrones tuvieron una popularidad extraordinaria en su época y han protagonizado novelas, narraciones como la atribuida a Defoe y hasta óperas.
Muchos criminales de diversa índole fueron inmortalizados a través de la narración escrita de sus hazañas. The Newgate Calendar, The Malefactors’ Bloody Register fue una publicación mensual editada por el guardia de la prisión en la que se narraban las hazañas de los más notorios criminales que daban con sus huesos allí. Estos boletines fueron posteriormente recopilados en libros que se convirtieron en indispensables en los hogares ingleses. En 1774 apareció una edición en cinco volúmenes. En el siglo posterior los abogados Andrew Knapp y William Baldwin publicaron otras versiones, en 1824 y 1826. The Newgate Calendar competía en importancia con la Biblia en los hogares ingleses, y sus truculentas narraciones eran leídas a los niños por su contenido supuestamente aleccionador. The Newgate Calendar inspiró directamente las conocidas como novelas de Newgate, que partían de los casos originales para novelar los hechos añadiéndole exageraciones y en ocasiones glorificando al criminal. El calendario original no estaba exento de exageraciones e incluso de criminales ficticios.
Jack Sheppard, el capitán Kidd, Jonathan Wild o Dick Turpin fueron popularizados en el famoso almanaque. Todos ellos forman parte de la cultura popular en su tierra e incluso en la nuestra: Dick Turpin se hizo famosísimo en España raíz de una serie de televisión de los años ochenta, e incluso existe una película española anterior a la serie inspirada en la vida del highwayman o salteador de caminos, Dick Turpin (1974), dirigida por Fernando Merino, y que parte del personaje real para contar la poco probable y muy fantasiosa revuelta campesina contra el conde de Belfort encabezada por el bandido. Daniel Defoe, en Un viaje a través de toda la isla de Gran Bretaña», también escribió sobre el bandido inglés.
En nuestro país, este tipo de literatura popular existió, la llamada literatura de cordel: pliegos sin encuadernar que se exhibían para su venta colgados de un cordel. Al menos desde el siglo XIV, las hermandades de ciegos se encargaron en muchas partes de la península de difundir este tipo de literatura. En el siglo XVIII, la hermandad de Nuestra Señora de la Visitación y Ánimas del Purgatorio, formada por los ciegos de Madrid, obtuvo en exclusiva mediante decreto del Consejo de Castilla las relaciones de los reos ajusticiados en la Corte para elaborar una relación en verso de la sentencia, que era previamente solicitada por la hermandad. Durante el siglo XVIII y XIX este tipo de literatura sufrió intentos de regulación y abolición. Carlos III promulgó un decreto en 1767 con la prohibición de, entre otras, las coplas de ajusticiados. Se consideraba lectura de poco provecho y moralmente perniciosa.
Hay quien se pregunta de dónde sale tanto documental sobre crímenes reales, pero lo cierto es que lo único que ha cambiado es el soporte en el que se narran los crímenes. Incluso la intención moralizante o aleccionadora es evidente en algunos de ellos, como en la docuserie de Netflix Don’t F**k with Cats: Hunting an Internet Killer, en la que un grupo de internautas detectives de salón intenta atrapar a un asesino de gatos que exhibe sus atrocidades por internet, hasta que decide pasar a asesinar piezas más grandes. En él, al igual que en la más reciente Crime Scene: The Vanishing at the Cecil Hotel, dirigida por el especialista en el género Joe Berlinger, hay un mensaje o advertencia sobre los peligros que puede conllevar la investigación casera de crímenes, en el primero el asesinato y en el segundo la destrucción psicológica de un inocente.
En 1988 el psicólogo norteamericano Joel Norris, en su libro Serial Killers: The Growing Menace, advertía de la existencia de muchos, muchísimos asesinos en serie en su país. Esa creciente amenaza del título no ha hecho más que decrecer en los últimos años, y lo cierto es que ya en 2004, la psiquiatra forense Helen Morrison, una seria y respetada investigadora, en My Life Among the Serial Killers se burlaba de Norris y su aseveración de que la mala alimentación puede convertirte en Ted Bundy. Esto no quita para que Norris vendiera libros como churros. En nuestro país Valdemar publicó su ensayo sobre Henry Lee Lucas. Se tragó todas las fantasías que el supuesto asesino y su amigo deficiente Otis Toole contaron sobre crímenes que no habían cometido y sobre los que fueron incitados a confesar por cuerpos policiales de medio país. Algunos periodistas en su día alertaron de lo que estaba pasando, y en la miniserie de Netflix The Confession Killer, el mito de Henry Lee Lucas que Joel Norris y otros ayudaron a crear es desmontado con minuciosidad.
Las narraciones y documentales sobre crímenes reales han ido transformándose durante el siglo pasado y lo que va de este. Los asesinos en serie han disminuido en número en parte debido a los avances en ciencia forense: hoy es más complicado mantener una carrera como asesino en serie básicamente por ser más difícil asesinar sin que te pillen antes del segundo crimen. El crimen narrado por Truman Capote en A sangre fría, publicado en 1966, parece un juego de niños al lado de lo que estaba por venir. Existen asesinos en serie documentados desde hace siglos, pero jamás les habíamos conocido con tanto detalle y su profusión en Estados Unidos o la Unión Soviética (cuando pudimos enterarnos) parecía señalar un franco declive de la civilización. El documental Asesinando Norteamérica, dirigido en 1981 por el escritor experto en cine underground Sheldon Renan, (guionista también de la indescriptible Lambada, fuego en el cuerpo, basada en su propio cuento), fue el alimento de mucha imaginería. Es un film sucio y asfixiante, un documental de género mondo con todo lo que eso conlleva: sensacionalismo, violencia explícita y moralina de saldo. El film es uno de los responsables de haber popularizado figuras como John Wayne Gacy, Ted Bundy o Ed Kemper, al que podemos ver en la cárcel diciendo «he querido asesinar a mi madre desde que tenía ocho años». En 1974, el fiscal del juicio del caso Tate-La Bianca, Vincent Bugliosi, publicó Helter Skelter, un monumental true crime sobre los asesinatos de la familia Manson que ha vendido más de siete millones de ejemplares desde su publicación a pesar de lo discutible de algunas de sus conclusiones.
Como si el sueño hippie no fuera más que un recuerdo, las crisis económicas y la supuesta pérdida de la inocencia alumbraron una época violenta en unos Estados Unidos sumidos en la paranoia y la pesadilla. El despertar del verano del amor alumbró la edad dorada de los asesinos en serie, las sectas criminales y las drogas duras. La Nueva York de Taxi Driver, las imágenes de los prostíbulos de Anchorage en Alaska o las de Los Ángeles en Asesinando Norteamérica no se diferenciaban mucho entre sí. Occidente ha cambiado mucho desde entonces y ya no tenemos en el mundo asesinos colosales que cuenten a sus víctimas por docenas, o al menos no con tanta frecuencia.
The Newgate Calendar contaba con historias de asesinos múltiples, violadores, estafadores y ladrones de todo tipo. El almanaque también reflejó las historias de ajusticiados injustamente y falsos culpables y narra algunos casos de ajusticiados que resultaron ser inocentes, como John Jennings, camarero ejecutado en 1742 que fue llevado a la horca por el testimonio de su jefe, James Brunnel, que le acusó del robo que él mismo había cometido. O el caso del posadero Jonathan Bradford, que acudió a la habitación de uno de sus huéspedes, uno muy rico, con el ánimo de asesinarle y robarle, encontrándose el cadáver del cliente ejecutado por uno de sus empleados que además tenía la intención de acabar con el propio Bradford.
Este subgénero, por llamarlo así, de falsos culpables o no tan culpables como pudiera parecer, ha dado algunos de los mejores libros del género. Lejos ya de la moral cristiana impostada del almanaque británico, Sombras de Reikiavik, del periodista Anthony Adeane, es una especie de reportaje sobre la desaparición de dos islandeses que cuenta cómo un cuerpo policial absolutamente incompetente para investigar supuestos asesinatos montó un circo para condenar a algunos jóvenes con antecedentes que confesaron bajo terribles presiones y tortura. Cuarenta años después se reabrió el caso y todos los acusados fueron declarados inocentes. Además del libro existe un documental en Netflix centrado en el mismo caso, Out of Thin Air, que es, además de un documental sobre crímenes, el retrato de una sociedad aislada del resto del mundo en los años setenta del siglo pasado. Uno de los aspectos que llama la atención es la asesoría que recibió la policía islandesa de un investigador alemán, Karl Schütz, que ayudó a «resolver» los crímenes con métodos muy discutibles.
La pseudociencia está muy presente en algunas investigaciones. Es habitual ver en programas estadounidenses de crímenes a personas sometidas al polígrafo, artefacto que jamás ha servido para nada y cuyos resultados en muchos lugares no puede presentarse en un juicio como prueba. En Thomas Quick, cómo se hace un asesino en serie, el periodista sueco Hannes Råstam cuenta cómo desmontó minuciosamente el caso de uno de los asesinos en serie más notorios de Suecia, Sture Bergwall, alias Thomas Quick. Eso provocó un escándalo en el país nórdico. Råstam cuenta cómo las aspiraciones de poder de un fiscal y algunos abogados sin escrúpulos, ayudándose de la pseudociencia de una terapeuta sectaria, convirtieron a un pobre enfermo mental en un monstruo. En circunstancias que recuerdan a las de Henry Lee Lucas, a Bergwall se le fueron inoculando falsos recuerdos que acabaron en confesiones de crímenes que no había cometido. Fue condenado por ocho asesinatos, pero Råstam logró algo inaudito: que Bergwall fuera absuelto de todos ellos. Además, puso patas arriba el trato que se daba en Suecia a los enfermos mentales con un sistema sustentado en supercherías y drogas. El caso de Sture Bergwall se cuenta en el documental de 2015 The Confessions of Thomas Quick . En YouTube todavía se pueden ver algunas de las reconstrucciones dantescas de los casos por parte de la policía en los que se ve al acusado visiblemente drogado.
Las confesiones falsas de Lucas o Bergwall no son algo aislado. William Heirens, el famoso asesino del pintalabios, lo sabía muy bien. Fue condenado por tres asesinatos, pero existen serias dudas sobre su culpabilidad. En el segundo de ellos apareció una frase escrita en un espejo con un pintalabios: «Por el amor de Dios, atrápenme antes de que vuelva a matar, no me puedo controlar». Heirens confesó ante la policía de Chicago. El problema es que en el asesinato del pintalabios la prensa llegó antes a la escena del crimen que la policía. El todavía sospechoso fue torturado salvajemente y se le administró pentotal sódico. El resto de su vida en la cárcel, Heirens no dejó de luchar para demostrar su inocencia, lo que no le sirvió de mucho, falleció en prisión en 2012. Su caso sirvió de inspiración para una novela de Charles Einstein de 1953 que fue llevada al cine por Fritz Lang en 1956 con el título de Mientras Nueva York duerme. La película se centra en la competición entre periodistas alrededor del caso y quién será el editor del periódico. Existe también un libro que intentó arrojar luz sobre Heirens y las sospechosas circunstancias de las acusaciones que le llevaron a la cárcel, William Heirens: His Day in Court/Did an Innocent Man Confess to Three Grisly Murders?, de Dolores Kennedy, autora también de una biografía sobre la asesina en serie Aileen Wuornos. La respuesta a la pregunta del título del libro sobre Heirens es un rotundo sí. La brillante psicóloga Elizabeth Loftus lleva décadas estudiando el fenómeno. Su libro Juicio a la memoria: testigos presenciales y falsos culpables es imprescindible para comprender el fenómeno, si bien se centra en cómo los recuerdos de los testigos de un crimen se transforman con el tiempo. Curiosamente, en los relatos del almanaque de Newgate sobre falsos culpables se advierte a los lectores de los peligros de confiar un caso únicamente al testimonio de testigos. Loftus también ha escrito artículos sobre cómo la privación del sueño puede conducir a confesiones falsas, método bastante frecuente en interrogatorios policiales norteamericanos.
Cuando vemos un elegante y sofisticado true crime en Netflix o HBO, realmente no estamos viendo algo muy diferente de lo explicado más arriba. Si bien The Newgate Calendar pretendía, supuestamente, mostrar a la gente el único camino posible al que lleva la delincuencia, lo cierto es que la truculencia y la oscuridad empapaban sus páginas, lo que sin duda incrementó su popularidad mucho más que la moralina. Lo que ahora llamamos true crime no es más que algo que los seres humanos llevamos haciendo toda nuestra historia: cotillear. No importa el soporte, la tecnología solo ha añadido sofisticación y un envoltorio respetable a algo que siempre estuvo mal visto pero que como todo lo que suele estar mal visto, es algo común a todos nosotros. El discurso moral de las narraciones de crímenes varía dependiendo de la época en la que estemos: en el siglo XVIII era Dios, en el nuestro es la democracia y los derechos humanos. Los crímenes de Henry Lee Lucas o William Heirens son sometidos a revisión en nuestra época en la que se duda de todo, pero incluso esa revisión de crímenes, como vimos más arriba, no es nueva.
Hemos empezado este viaje necesariamente arbitrario con el grabado de William Hogarth titulado The Idle Prentice Executed at Tyburn, en el que se puede ver a una mujer vendiendo la narración escrita de los crímenes que llevan a la horca a un reo. En 1994, en Gloucester, el matrimonio de asesinos en serie, violadores y secuestradores Fred y Rose West vio cómo la policía desmontaba el suelo de su jardín y otras estancias bajo el que yacían nueve cadáveres, entre ellos el de una de sus propias hijas, Heather. En el Podcast Las cintas secretas de Fred y Rose West, el periodista Howard Sounes, autor del libro Fred & Rose, cuenta cómo se desarrolló el circo mediático en torno a la investigación forense en el tristemente famoso número 25 de Cromwell Street. Sounes trabajaba para un tabloide en aquellos entonces. Era habitual en la época pagar grandes sumas de dinero a testigos de lo ocurrido o a vecinos de un criminal. La policía estuvo haciendo todo lo posible para evitar la injerencia de la prensa en la investigación, pero desde las casas colindantes a la de los West se cobraba entre diez y veinte libras por acceder a la parte de arriba y poder fotografiar lo que estaba sucediendo. Una de las testigos más importantes del caso, Caroline Owens, que sobrevivió a su encuentro con el matrimonio asesino, cobró una elevada suma por vender su historia en exclusiva en los medios. Sounes cuenta que fue frustrante que se le adelantaran en eso. Owens tuvo que ver cómo su historia en los medios era utilizada en su contra durante el juicio. Aunque a muchos pueda parecerles inmoral, lo cierto es que cuando la prensa local publicó que había recibido una importante suma por su historia acudió al periódico y espetó al director que había pasado por una experiencia terriblemente dura (fue violada y torturada por Fred y Rose en los setenta) y que en los años noventa era madre trabajadora de una hija adolescente y que nadie tenía derecho a juzgar su decisión después de lo que le había ocurrido. Quizá no le faltaba razón. Cambian los tiempos, nosotros no tanto.
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