La Gioconda es con toda seguridad el cuadro más famoso del mundo. Con diferencia, nos atreveríamos a decir. Nunca ha sido tasado para su venta y probablemente no lo será nunca —al menos mientras exista un Estado francés que se preocupe de su patrimonio artístico— pero se sabe que su precio inicial pulverizaría inmediatamente todas las marcas habidas (y por haber) en la historia de las subastas de arte. Si ha estado usted en la pinacoteca parisina del Louvre, sabrá que este lienzo reúne a una perenne multitud de curiosos que se agolpan para fotografiarlo y poder contar que lo han visto de cerca, mientras a menudo y paradójicamente echan un rápido vistazo o simplemente ignoran otras grandes piezas de arte que tienen a unos pocos pasos de distancia pero de las que quizá no han oído hablar nunca.
En el mundo del arte la fama puede convertirse en un círculo virtuoso. No pocas veces la celebridad de una obra es precisamente el combustible ideal para alimentar el fuego de una todavía mayor celebridad. Esto tiene una explicación relativamente fácil, al menos desde que existen medios de comunicación más o menos masivos. Siendo la pintura o la escultura disciplinas para el goce visual, la fama de una obra hace que esta sea reproducida en un mayor número de ocasiones, en una cantidad más variada de medios y formatos. Y cuanto más se la reproduce, más gente la ve, más gente memoriza sus rasgos principales y se acostumbra a ella. Y cuanto más se acostumbra la gente a una obra de enorme fama, más da por sentado que se trata de una obra maestra superior a otras muchas que no gozan ni de la misma fama ni de la misma exposición. En el caso de La Gioconda, su celebridad no ha dejado de crecer a lo largo de los siglos, retroalimentada por un número siempre creciente de referencias literarias y sobre todo por una incesante espiral de leyendas populares y habladurías fantásticas en torno a los más nimios detalles del lienzo. Actualmente, puede usted apostar a que hablamos de la pintura que más habitantes del planeta podría reconocer de un solo vistazo.
Pero, ¿de dónde procede esta fama? En primer lugar, claro, tenemos que citar el hecho de que su autor —el pintor florentino Leonardo da Vinci— se convirtiese después de su muerte en el epítome de «hombre del Renacimiento». Fue pintor, inventor, ingeniero; estudió botánica, biología y anatomía… La lista de méritos intelectuales de Da Vinci es enorme. Muchos de esos méritos fueron registrados para la posteridad por el propio Leonardo, que escribía compulsivamente en torno a los asuntos más variados y dispares imaginables en sus famosísimos cuadernos de notas, unas trece mil páginas de observaciones y reflexiones que han asombrado a intelectuales de todas las épocas subsiguientes. La evidente brillantez del cerebro de Leonardo y el carácter prácticamente universal de sus intereses y habilidades sirvieron para calificarlo justificadamente como genio. Su figura, pues, ha despertado una comprensible fascinación en sucesivas generaciones posteriores, y esa fascinación se ha multiplicado todavía más en tanto que nuestra moderna perspectiva nos permite apreciar mejor el atrevimiento de su constante búsqueda del saber.
Pero, ¿por qué precisamente es La Gioconda lo que tanta gente asocia con el genio del sabio florentino? Leonardo dejó otras pinturas y aunque ciertamente son pocas las de autoría comprobada —tal vez una veintena— algunas de ellas gozan también de una considerable fama, caso de La última cena. Pero no; es Mona Lisa la que ha captado la imaginación popular. Sabemos que Leonardo empezó a pintarla hacia 1503, cuando tenía casi cincuenta años. Curiosamente la tuvo consigo desde entonces hasta sus últimos días, retocándola constantemente, llevándola en sus traslados a Roma y París, donde murió en 1519. Sabemos también que no fue un cuadro que pintó para su propio deleite, sino que debió de ser un encargo realizado por parte de un cliente muy importante, de esos que paga bien y a quien hay que satisfacer grandemente.
Lo sabemos entre otras cosas porque tanto el original como la copia que existe en el Museo del Prado —de la que recientemente se supo que había sido pintada en el taller de Leonardo por uno de sus alumnos bajo su supervisión— fueron elaboradas utilizando materiales costosos y difíciles de conseguir, que un pintor de su tiempo no hubiese utilizado por capricho sino para un trabajo delicado destinado a un comprador exigente. Todo esto, por cierto, se observa mejor en el ejemplar madrileño, ya que el parisino ha recibido diversas capas de barniz a lo largo de los siglos y su gama cromática ha quedado comprensiblemente desvirtuada. También el hecho mismo de que estuviese preparando una segunda copia en su propio taller nos habla de la magnitud del encargo. Y sin embargo, Leonardo estuvo tres lustros retocando un retrato que por uno u otro motivo no había conseguido vender. ¿Fue La Gioconda rechazada por el comprador? La idea puede parecernos extraña, pero aun considerando su prestigio como artista, no hubiese sido la primera vez que Da Vinci tuvo problemas a raíz del descontento que su obra terminada o a veces sin terminar había provocado en el cliente de turno. En todo caso, y pese a que no siempre su carrera pictórica estaba en alza, Leonardo era un hábil cortesano y se ganó el favor del rey de Francia, Francisco I, que se lo llevó a París en calidad de protegido. Cuando Da Vinci murió, el rey galo se quedó con La Gioconda, que desde entonces adornó diferentes palacios franceses hasta que fue llevada al Louvre tras el triunfo de la Revolución francesa y la consiguiente decapitación de los hasta entonces legítimos propietarios.
La fascinación póstuma por el personaje de Leonardo, epítome del espíritu renacentista, se sumó a algunas particularidades del propio cuadro para contribuir a convertir Mona Lisa en el objeto de las elucubraciones más variopintas que imaginarse pueda. Una de esas características extrañas, que poca gente ha observado, es el juego de perspectivas por el que la mujer pintada parece cambiar de postura si se la mira desde un punto o desde otro. Aunque mucho más célebre se hizo su sonrisa: cuando uno la mira de cerca, parece desvanecerse en una mueca tristona, pero al dirigir la mirada hacia otros detalles del rostro da la sensación de que Mona Lisa nos ha sonreído de verdad por un instante. Este es un curioso efecto de perspectiva que juega de manera muy inteligente con las variaciones entre visión central y periférica, con el modo en que nuestros ojos y nuestro cerebro procesan las imágenes, y que dio origen al supuesto enigma de la sonrisa de Mona Lisa. La verdad es que el efecto no tiene nada de enigmático, al menos considerando lo que hoy día sabemos sobre percepción visual, aunque es cierto que el truco ha bastado para emocionar o incluso poner los pelos de punta a no pocos observadores sensibles que se han acercado al lienzo a lo largo de los siglos.
En todo caso, ninguno de estos efectos ópticos supone un mérito artístico en sí mismo, aunque la sonrisa sirviera para convertir La Gioconda en sinónimo de «enigma». Pocas cosas hay que nos gusten tanto como los enigmas ocultos en obras famosas, y pronto se puso de moda hacerse preguntas con respecto a la mujer retratada. La sonrisa ha sido objeto de todo tipo de elucubraciones, que van desde lo aventurado hasta lo directamente ridículo. Quizá lo más extravagante que haya leído al respecto quien les escribe fue la explicación que un dentista alemán ofrecía sobre el asunto: el hombre estaba empeñado en que la modelo del cuadro había sufrido malos tratos, motivo por el cual le faltaban varios dientes, rasgo que ella obviamente se esforzaba en camuflar. Esta es una muestra como cualquier otra de que cualquier hipótesis más o menos ingeniosa o llamativa sobre cualquier aspecto de La Gioconda garantiza una inmediata atención mediática. En consecuencia, las hipótesis se han multiplicado hasta lo innumerable. Desde ocurrencias como la del citado dentista, hasta estudios más serios por parte de analistas expertos que —todo hay que decirlo— saben también que una buena teoría acerca de Mona Lisa puede poner sus respectivos apellidos en primera fila.
Su sonrisa era enigmática, pero también lo era ella. ¿Quién fue? Unos dicen que Lisa Gherardini, esposa veinteañera de un rico comerciante. Otros dicen que Isabel de Aragón. Que estaba embarazada. Que sufría de ictericia y enfermedad hepática. Que padecía depresión. Parkinson. Que en realidad era un hombre, tal vez un amante del propio Leonardo. Que el modelo fue el propio Leonardo, travestido para la ocasión. La identidad de la protagonista del cuadro se convirtió también en material de debate interminable. Estos y otros detalles que sugerían nuevas preguntas fueron desviando la atención del análisis puramente pictórico hacia la discusión peregrina, convirtiendo en icono universal un lienzo que de otra forma apenas hubiese atraído la atención del visitante medio de los museos, y no digamos del público en general. De hecho, entre los cuadros favoritos del gran público rara vez hay pinturas renacentistas. Bastará un paseo por el propio Louvre para comprobar que otros lienzos de similar corriente —tanto o más meritorios— son mecánicamente dejados de lado por la mayoría de los visitantes, esa misma mayoría que se agolpa frente al cuadro que nos ocupa.
Sin embargo, poco importa. La repercusión del título y las interminables elucubraciones extendieron la obsesión por La Gioconda hasta el punto de que hoy necesita ser exhibida tras un cristal antibalas. No resulta extraño: en 1911 —cuando gozaba ya de una enorme celebridad— un pintor italiano la robó… dejando un vistoso hueco en la pared que ¡recibía más interesados visitantes que otras obras maestras del museo! El cuadro permaneció desaparecido durante más de dos años, ya que el ladrón no había conseguido comprador y uno con el que había contactado se presentó acompañado de la policía. La excusa del ladrón, eso sí, fue de lo más pintoresca y muy acorde con la fijación popular que existe hacia La Gioconda: dijo haberlo sustraído para que Mona Lisa regresara a su patria, arreglando la injusticia histórica de que Napoleón Bonaparte se la hubiese robado a los italianos. Eso sí, Bonaparte robó muchas obras de arte de varias partes del mundo y aunque ciertamente gozó de la compañía de La Gioconda en sus estancias privadas durante sus años de gloria, lo cierto es que el dictador corso también se la había llevado del Louvre, porque el cuadro pertenecía legítimamente al Estado francés desde los tiempos de Francisco I. ¿La lección? El que un italiano pretendiera convencer al mundo de que La Gioconda había sido sustraída al patrimonio de su país nos dice que en 1911 era un motivo de orgullo nacional poseerla, que era una pintura de fama universal. Y también nos dice que el ladrón, al hacerse pasar por patriota vengador de afrentas artísticas, confiaba poco en los conocimientos que el público tiene en torno a la verdadera historia de esa obra de arte. Y así sigue siendo. La gente visita La Gioconda en un incesante torrente pero cabe preguntarse cuántos de esos visitantes se han parado a reflexionar sobre si no estarán malgastando minutos de visita en torno a una curiosidad cuando podrían emplearlos en la contemplación de superiores obras maestras.
Es precisamente la copia que está en el Prado la que nos da algunas claves sobre la pintura original (aunque ambas son originales y quizá cabría hablar de Gioconda «primera» y «segunda»). Ciertamente, la versión más célebre, la parisina, es una versión estropeada por los sucesivos barnices —capas y capas que ahora nadie se atreve a intentar retirar, porque podría equivaler a hacer un estropicio en el cuadro más famosos del mundo— y por muchos años de cuidados desacertados. Pero la copia de Madrid es un tanto más prosaica y no contiene el famoso sfumato de Leonardo, ni su trazo más etéreo, ni esa aureola de persecución de la perfección técnica. Aunque hay varias cosas más que podemos aprender de la copia madrileña: primero, que La Gioconda es una obra incompleta. No hay gran misterio en torno a su célebre ausencia de cejas y pestañas: el retrato, sencillamente, no está terminado.
Otra cosa que podemos aprender es que la famosa ambigüedad en torno a la identidad de la mujer retratada en el Louvre —ambigüedad que inquietó al mismísimo Sigmund Freud: «la Mona Lisa presenta una preocupante masculinidad»— constituye un argumento en contra de su estatura como retrato. Por su naturaleza inacabada, o quizá por los excesivos retoques del propio Da Vinci sumados a los estragos de los barnices y los siglos, el retrato terminó perdiendo toda personalidad y pareciéndose más a la representación de un maniquí que bien podría ser una chica joven, una mujer madura o incluso un varón. Esta indefinición va en contra del propósito mismo del arte del retrato. Este arte es el de captar mediante el pincel la esencia de una personalidad; no ha de ser una esencia verdadera —en el Renacimiento, lógicamente, los retratistas ennoblecían a sus clientes— pero sí una esencia distintiva. La indefinición no es aceptable en un buen retrato y nos habla de una obra fallida. Es una indefinición que, por cierto, no encontramos en la copia del Prado, que es inferior en algunos aspectos pero no en este. Tampoco existe tanta indefinición en otros retratos leonardinos como La dama del armiño, por ejemplo. Y mucho menos en la sensualidad cortesana de La belle ferronière, lienzo que constituye todo un ejemplo de aprehensión de la más exquisita carnalidad femenina, por más que haya existido alguna duda sobre la atribución del cuadro (aunque actualmente la mayoría de críticos piensan que efectivamente Da Vinci lo pintó).
De un modo más bien irónico, la copia hecha por un discípulo nos pone en evidencia las carencias, imperfecciones y estragos en un retrato glorificado por la espiral de su propia fama, un retrato que nunca fue entregado a su posible comprador pero que ahora compramos automáticamente con los ojos cerrados. Un cuadro que atrae multitudes, que inspira libros y canciones, y que quizá sea la obra pictórica más célebre de todos los tiempos, pero que no por ser obra de un genio ha de ser considerada una genialidad. La Gioconda nos hace replantearnos nuestra relación con el arte, y cabe preguntarse si esta relación no será a veces demasiado superficial y más basada en las circunstancias que en el contenido. Quizá una manera de intentar curar ese síndrome es la de intentar mirar más allá, o si lo prefieren, alrededor. Sin prejuicios, sin opiniones de terceros. Desviando nuestro interés, por ejemplo, hacia otros retratos pintados en la misma época. Por aquello de no mezclar siglos y estilos imposibles de comparar. Y quizá no veamos enigmas ni ambigüedades, ni material para las fantasías de los best seller literarios. Pero quizá sí encontremos mejores pinturas. Y quizá nos preguntemos «¿por qué nadie me había hablado antes de este cuadro?». Porque el arte no es inmune a la propaganda. Pero nosotros, si lo intentamos, sí podemos serlo.
No sé qué es peor, que la gente se interese poco en general por otras obras maestras que están a unos pasos de este cuadro, o que tras esperar 15 minutos, 30, los que sea, muchos visitantes lleguen al fin delante del mismo, se hagan un selfi y se vayan. Ni siquiera se fijan realmente en el cuadro. Lo mismo ocurre con los cuadros de Van Gogh en el Museo d’Orsay.
Yo tampoco. Pero tal vez es incluso peor el ver al que mira el cuadro, que el que mira el cuadro en sí… Que los demás hagan lo que quieran con su tiempo y dinero, es de ellos al fin y al cabo. Porqué debería molestarlos?? Al menos es un cuadro renacentista, los hay quienes contemplan o hasta compran por un dineral garabatos que mi sobrino de 4 años podría pintar.
La Gioconda su soporte es tabla no lienzo.
Leonardo no murió en París, sino en Amboise, una ciudad de la zona del Loira.
Hace tres años en Viena, delante de “El beso” de Klimt estaba abarrotado de grupos de turistas asiáticos haciéndose selfies. Las salas que exponían el resto de su obra vacías. Lo curioso es que no miraban el cuadro, simplemente sacaban la foto. Un trofeo para las redes sociales.
Afortunadamente en el Museo del Prado está prohibido hacer fotos. Así al menos se obliga a la gente a ser más discreta y furtiva….sin aglomeraciones de fotógrafos ??
La Gioconda del Prado por sí sola es una magnífica obra.
Jajaja, nuestra Gioconda es mucho más guapa que la de París! Y no es broma.
Buen análisis. Creo su popularidad también se debe a que es el primer cuadro que artísticamente se expone en las escuelas, pero hay muchos otros retratos y cuadros de interés de la misma época que igual, merecen ser expuestos.
Atención, el análisis es por qué determinado cuadro y no otro (descontando si es más lindo feo coetaneo etc etc) totalmente de acuerdo que en arte tiene mucho que ver con la propaganda y como dijo alguien muy atinadamente con el trofeo fotográfico
Me gustaría volver a ver ese y muchos otros cuadros/esculturas pero el solo hecho de pensar que actualmente se debe hacer fila y no tener la tranquilidad ni la posibilidad de tomarse el tiempo suficiente para disfrutar de ellos…me desanima.. por suerte visité muchos museos en las épocas pre turismo masivo! Alguna ventaja debia tener la edad, verdad?