El niñato de la Ivy League que habría de ser toda su vida Norman Mailer ya había intentado saltar a la política en 1960. La política es al fin y al cabo el charco supremo, por eso se resistía a dejar pasar la oportunidad de practicar su actividad favorita: pisarlos. En 1960 convertido ya en celebridad, el enfant terrible de las letras estadounidenses, el niño al que mamá convenció de que era un genio ya había dado muestras suficientes de que lo era para todo. En 1948, con tan solo veinticinco años, Mailer se acercó como nadie a esa ballena mítica que es The Great American Novel entregando Los desnudos y los muertos, un libro sobre la Segunda Guerra Mundial en el frente del Pacífico que él solo había conocido desde un cómodo puesto de cocinero en Filipinas. Pero aquel 19 de noviembre de 1960, tan solo tres días antes de presentar su candidatura a la alcaldía de Nueva York, Mailer, hasta arriba de alcohol y rabia, apuñaló a su segunda esposa (de las seis que tendría a lo largo de su vida), una actriz de tercera de origen español llamada Adele Morales. Ella acabó en el hospital y el escándalo en los periódicos. Pero la gente importante siempre lava los trapos sucios en casa. Morales no presentó denuncia y poco después diría que ella había provocado al macho cabrío que Mailer siempre llevó dentro: «Vamos, pequeño maricón, ¡¿dónde están tus cojones?!».
Norman Mailer (Long Branch, New Jersey, 1923 – Nueva York, 2007) hoy sería considerado un misógino machista insoportable por sus posturas llenas de desconfianza ante todo lo que oliera a feminismo. Lo era. Pero con él como con otros muchos, su obra le sobrevive oscureciendo las facetas más espinosas de un personaje que encarnó como nadie la conciencia crítica de Estados Unidos. Con todas sus contradicciones. Pero no perdamos el hilo. Después del episodio del apuñalamiento, Mailer siguió la política desde la barrera. Se convirtió en uno de sus cronistas de excepción siendo testigo de buena parte de los acontecimientos que marcaron la década más convulsa de su país. Lo hizo de la mano de eso que los yanquis, listos como nadie para bautizar cosas, llamaron Nuevo periodismo, que como sabemos no era tan nuevo pero sí periodismo con mayúsculas. Como tal, dejó títulos como Miami y el sitio de Chicago (la mejor recopilación en español de sus reportajes-ensayo sigue siendo el volumen América publicado en 2005 por Anagrama); y sobre todo Los ejércitos de la noche, por la que en 1968 acabaría recibiendo el primero de sus dos Pulitzer. Quizá la mejor radiografía de la izquierda esnob estadounidense a la que él mismo pertenecía.
Tras la primera intentona fallida la oportunidad de volver a pisar el charco supremo le llegó nueve años más tarde, en 1969.
Como todo lo que suele acabar en desastre al principio parecía una buena idea. Y vaya si lo era. Dirán los pragmáticos que lo importante es el resultado, el final. Pero los románticos sabemos que no es cierto, lo mejor es la aventura. El camino que uno recorre descifrando un final que ya está escrito de antemano, aunque al principio tanto Norman Mailer como Jimmy Breslin, el otro loco ilustrado que quiso un día gobernar la capital del mundo, estuvieran convencidos de que iban a ganar. Obviamente no fue así.
La idea había surgido en las oficinas de la revista New York fundada en 1968 por Milton Glaser y Clay Felker y en cuyas páginas, Jimmy Breslin (Queens, Nueva York 1930) era ya columnista estrella. Breslin era un tipo alto y corpulento, un irlandés de padres alcohólicos producto de la inmensa clase media estadounidense. Aun sin ser un intelectual de la talla de Mailer, Breslin disponía de una pluma privilegiada para desentrañar los rincones más oscuros de la sociedad. Fue él quien en una sola frase explicó el porqué de lo que algunos llaman «el problema de las armas en Estados Unidos». Lo hizo en una reseña crítica sobre la película Bonnie and Clyde (1967), de Arthur Penn: «No somos una sociedad violenta. [EE. UU.] Es una sociedad con gente estúpida y, para algunos, las armas son la base de todo», lo que era como reconocer que no es que en EE. UU. haya más estúpidos que en otro sitio; solo que allí, los estúpidos tienen armas.
Su medio natural era el mundo del hombre anónimo, el que se levanta con el alba para ganarse el pan ―de forma legal o ilegal, poco importa― y que despide la jornada en un bar de mala muerte lejos de los focos que alumbran el NY de las revistas. Breslin se jactaba de no ser un buen lector ―«una vez leí una novela de Balzac, tardé dos años en terminarla», decía―, pero cuando se sentaba delante de la máquina de escribir era capaz de hilvanar palabras hasta componer una melodía casi perfecta. El periodismo era para él sencillo: «Se trata de informar, y eso consiste en tener dos pies. De modo que lo único que puedes enseñar a la gente es cómo subir escaleras, porque no hay crónicas en el primer piso, todo aquello que buscas está cuatro, cinco pisos más arriba». Por eso nunca aprendió a conducir; en NY bastaba con caminar y coger el metro, donde viajaban las historias de la gente que luego aparecían en sus textos y que le granjearon el Pulitzer en 1986.
Aquella mañana en la sede de la revista Felker le dijo a Breslin: «Deberías presentarte como candidato a la alcaldía. Y luego escribir una crónica relacionada con eso, o quizás varias crónicas». Breslin se lo tomó a coña pero la idea siguió dando vueltas en su cabeza. Lejos de allí, Mailer fantaseaba con lo mismo ante su círculo de amigos en su elegante apartamento de Brooklyn Heights. Más por la curiosidad del hipotético espectáculo que por puro interés cívico, ellos le animaron. Y entonces surgen los intermediarios, los dimes y diretes de esa pequeña burbuja cohabitada por políticos, periodistas y élites intelectuales hasta que Mailer y Breslin se cruzan un par de llamadas telefónicas y un par de tragos: «Vamos a hacerlo», convienen; «the Hell with it!».
El cinco de mayo de 1969 Felker tiene su reportaje, el primero de muchos hasta el día de las primarias demócratas, el 17 de junio. En la portada de New York aparece una fotografía de Breslin y Norman, abrazados como dos buenos amigos sobre un titular en letras gigantes y premonitorias: «Mailer-Breslin Seriously?». En el interior el propio Breslin explica el porqué de una candidatura cuyo primer reto era ser tomada en serio; y advierte: «Me presento para ganar». En un principio, todo iba a ser al revés. Mailer optaría al puesto de presidente del Consejo Municipal de NY y Breslin a la alcaldía. Sin embargo, Joe Flaherty, uno de los estrategas de la campaña acabó por invertir con buen tino el orden: «No podemos poner a un ganador del National Book Award como simple concejal», dijo.
En cualquier caso allí estaban dos de los mejores escritores de NY compartiendo ticket electoral con el objetivo puesto en hacerse con las riendas de la ciudad. Mailer sacaría a pasear su don de gentes, su encanto en las fiestas de la buena sociedad que frecuentaba y ante la legión de fans todavía encandilados tras el éxito de Los ejércitos de la noche. Breslin jugaría la parte racional, la que hablaría a la clase trabajadora a la que tan bien conocía y que sufría a diario el enorme declive de la urbe bajo la administración de John V. Lindsay. El lema era sencillo y resultaba un disparo directo a línea de flotación de toda corrección política: No more Bullshit! («¡No más chorradas!»). El programa era, por decirlo de alguna forma, ecléctico, como lo eran los candidatos. Mailer se reconocía como un «conservador de izquierdas» y a lo largo de las siete semanas que duró la campaña diría: «Podríamos mantener una discusión extraordinaria sobre el significado de los principios conservadores. Muchos que se consideran conservadores son reaccionarios de derechas, que es algo completamente distinto».
Como resumiría The New York Times muchos años después a propósito de la desaparición de Mailer, se trataba quizás del escritor más grande desde Winston Churchill en buscar una elección a un cargo. Lo cierto es que más allá de la sorpresa inicial, la cobertura de la campaña quedó prácticamente en manos de las cabeceras más izquierdistas, con The Village Voice y la propia New York a la cabeza, amén de una cohorte de televisiones y periódicos extranjeros que se empeñaron en comunicar al resto del mundo libre aquella aventura quijotesca. Uno de los testigos fue el nobel británico V. S. Naipaul, que por entonces trabajaba como periodista y escribió un largo reportaje titulado «Nueva York con Norman Mailer». Dice Naipaul sobre aquel Quijote: «No perdió su don para frasear que hacía que muchos comentarios suyos parecieran epigramas. “El anonimato genera aburrimiento”. “La delincuencia irá en aumento mientras sea la actividad más interesante”». Y también una frase que parece dicha para hoy: «Harán falta cada vez más policías para mantener en el poder a gobiernos cada vez peores».
Los mensajes de los candidatos eran directos como los lemas impresos en chapas y pasquines, «Los otros tíos son una broma». Ambos atacaron a sus rivales, políticos profesionales, casi sin nombrarlos. Y Mailer repetía: «La diferencia entre los otros candidatos y yo es que yo no soy bueno y puedo probarlo». Estos golpes de sinceridad enloquecían a sus seguidores de la misma forma que un programa lleno de «ideas estupendas», en opinión de Naipaul. Nueva York era, según Mailer y Breslin, una ciudad que solo podía salvarse con imaginación. Moribunda y alienada, su única esperanza era una reorganización política completa dotando de más poder de autogestión, social y económica a los barrios, que eran a fin de cuentas donde residía la gente. Se declararía un domingo sin tráfico al mes ―«Happy Sunday»―, para devolver la ciudad a sus habitantes y, por supuesto, Manhattan quedaría exenta de circulación rodada. Un monorraíl rodearía la ciudad, habría bicicletas públicas gratuitas y gran parte de los fondos irían a programas educativos y sanitarios, como el reparto de metadona a los heroinómanos. Y la propuesta estrella: emancipar Nueva York convirtiéndola en el estado número 51.º de EE. UU. Hay que decir que la pretensión del dúo no era nueva. En 1861, en plena guerra civil americana, su alcalde Fernando Wood ya lo había propuesto con la intención de dejar a la urbe fuera de la contienda. En 2003, la idea fue lanzada sin éxito por el entonces miembro del Consejo Municipal, Peter Vallone. Hace unos años, Bill de Blasio se hizo con la alcaldía con un programa semejante al de Mailer-Breslin. Dejó fuera, claro, lo de convertir NY en ciudad-estado, algo que habría hecho humedecerse, por ejemplo, a Francisco Vázquez, el otrora regidor de A Coruña.
En un determinado momento un periodista preguntó a Mailer si creía posible que el gobernador de Nueva York consintiera la segregación de la ciudad. «Todos sabemos qué rompe un matrimonio desgraciado: un abogado judío listo. Yo sostengo que soy el abogado judío más listo de la ciudad», espetó Mailer.
Naipaul describe aquella campaña como si de la gira de un grupo de rock se tratase. Cinco semanas de actos y baños de multitudes sin orden ni concierto en los que Mailer era una estrella que se creía su papel. Breslin diría después que desde el primer momento sospechó lo peor: que Mailer iba en serio. También pronto se dio cuenta de que estaba haciendo campaña política con Ezra Pound; «no con el poeta, sino con el loco». Porque Mailer no podía evitar que el Mailer que también habitaba su interior hiciera aparición. En un acto celebrado en el Brooklyn College, el Pulitzer exhortaba a la creación de aulas multiétnicas pues en su opinión sería bueno para la formación de los estudiantes. De repente, uno de ellos se levantó y le dijo que el año anterior habían tenido muchos problemas con la nieve y que nadie del Ayuntamiento había venido a limpiar las calles. Le preguntó qué haría él, Mailer, ante un inconveniente semejante. El genio interrumpió su discurso: «Caballero ―dijo― derretiría la nieve meando sobre ella». También estaban sus fantasmas. A pocos días de las votaciones, el equipo organizó un acto en el Village Gate. Mailer se emborrachó y sacó a pastar su lengua viperina insultando a los presentes. Se organizó una buena y esa vez sí acudió toda la prensa neoyorkina. La nota en The New York Times hizo un daño irreparable a la campaña.
La primera en advertir lo que se venía encima fue la propia esposa de Breslin, que se enteró de la aventura de su marido cuando ya no había vuelta atrás. Con el secreto circulando ya en los mentideros políticos de la ciudad, especialmente en las páginas de The Village Voice, y mientras le pasaba llamadas telefónicas a su esposo. «Esto es un chiste» le dijo. También amenazó con echarlo de casa si seguía con esa locura. No lo hizo pero le dio la primera advertencia: «Cállate cuando hables con la prensa». Si iba a ir en una candidatura, la prensa, él mismo y los que Breslin creía sus amigos, ya no lo eran. De eso se daría cuenta en las semanas de campaña. Estaba comenzando a ver el otro lado de su propio mundo. Porque en el fondo los portavoces del statu quo pasaron pronto del asombro ante el desembarco del dúo a la hostilidad por el daño que haría en las propias filas demócratas, las de los profesionales.
El final, como dijimos, fue el esperable. Mailer logró 41 000 votos (un 5%) que lo dejaron el cuarto de cinco candidatos. Breslin corrió una suerte semejante ocupando la quinta posición de seis aspirantes inscritos (75 000 votos, un 11%). El ambiente en la sede de la campaña era la noche de la elección, según Naipaul, de entre satisfacción y alivio. «Mailer habló apasionadamente en defensa de los desfavorecidos. Pero su mejor público fue siempre la clase media, la gente culta, los bohemios, los que lo respetaban y admiraban». La dura realidad era que una encuesta había determinado que la mitad de los electores no tenían ni la menor idea de quién era Mailer, una celebridad, y mucho menos Breslin. Mailer achacó parte de su derrota a que se había convertido en una persona aburrida, «un político».
El candidato demócrata fue finalmente Mario Procaccino ―los votos de Mailer fueron los que lo separaron de Hernán Badillo, uno de los primeros líderes hispanos―, que acabaría perdiendo la elección contra Lindsay.
Breslin solo se lamentó de dos cosas. Haber sacado más votos que Charles B. Rangel, único candidato negro, y sobre todo, «haber participado en un proceso que obliga por ley a mantener los bares cerrados».
Creo que Mailer no sólo fue cocinero en el ejército. También estuvo tras las líneas japonesas. Además, a diferencia de otros conspicuos yanquis, no se escaqueó del conflicto (Clinton en Vietnam), sino que se presentó voluntario.
Algún especialista podrá corregirme si yerro.
No hay cuidado. Estamos hasta el copete de machístas en Patriarcada que los excrete con regularidad y que siempre los protege, los privilegia y les abre puertas que estan bien cerradas a las mugeres, y los gays bien demonizados. Sin fijarse de ironía los mimados se cuentan muy «Self made men.»