(Viene de la primera parte)
La cúpula militar se había enrocado en la culpabilidad de Alfred Dreyfus para no tener que admitir que todo el asunto había consistido en un cúmulo de manipulaciones y mentiras. Pero ya era tarde para barrerlo todo bajo la alfombra, y ni siquiera la defenestración de Picquart sirvió para contener el escándalo. Se habían hecho evidentes las inconsistencias y contradicciones del proceso judicial a Dreyfus. Esto provocó un serio cisma en la opinión pública, la misma que hasta entonces había aceptado mayoritariamente la culpabilidad del oficial alsaciano. Poco antes, la campaña de Mathieu Dreyfus en favor de su hermano había sufrido una indiferencia general, pero ahora cobraba repentina importancia el movimiento de los dreyfusards o «dreyfusistas», formado por muchos que habían empezado a creer en la inocencia del militar encarcelado. Como reacción, quienes todavía se empeñaban en su culpabilidad empezaron a ser conocidos como antidreyfusards o «antidreyfusistas». Toda Francia quedó cautiva del debate, y casi no se hablaba de otra cosa. Tanto era así, que l’affaire Dreyfus («el caso Dreyfus») empezó a ser conocido sencillamente como l’affaire («el caso»). Sin necesidad de añadir el apellido, todo el mundo sabía de qué caso se estaba hablando, pues solamente había un caso sobre el que discutir en Francia.
Esto sería difícil de entender sin el complicado contexto de la política francesa de la época. El volcán político que supuso el caso Dreyfus no se debía sencillamente a las opiniones enfrentadas sobre la culpabilidad de un oficial de artillería. Es verdad que el revuelo mediático sobre los detalles del proceso a Dreyfus se convirtió en el primer «juicio paralelo» multitudinario de la historia de la prensa, pero la discusión iba mucho más allá. Aunque Alfred Dreyfus era el símbolo central del debate nacional, realmente se enfrentaban dos visiones contrapuestas de Francia que se enfrentaban en casi todo, desde la relación entre los distintos poderes y la influencia del ejército hasta los límites de la libertad de expresión individual y de la libertad de prensa. Por lo general, los sectores progresistas caían en el lado dreyfusista y defendían una República laica sin injerencias de los militares o la Iglesia. Los dreyfusistas entendían que el futuro de la República estaba ligado al futuro de Dreyfus no porque Dreyfus hubiese sido un personaje poderoso o influyente, que nunca lo había sido, sino porque su condena demostraba que el ejército podía salirse con la suya frente a los poderes civiles, sorteando los procedimientos que conforman el esqueleto de una democracia.
Los sectores más conservadores que solían caer del lado antidreyfusista eran nacionalistas y católicos. Añoraban una Francia imperial caracterizada por una monarquía militarizada. Para esos sectores derechistas, la condena de un alsaciano judío era satisfactoria porque parecía confirmar sus prejuicios xenófobos y étnicos. Además, pensaban, si el ejército reconocía su error su imagen quedaría gravemente trastocada. La derecha nacionalista consideraba al ejército una parte fundamental del esplendor de Francia, así que el ejército no podía ser puesto en duda. Era la propia República y su gobierno los que debían ser puestos en duda por haber defendido a un espía criminal. El trasfondo político estaba implícito en el acalorado debate público más centrado en los infinitos detalles de las investigaciones y los procesos judiciales.
La prensa jugó un papel fundamental en el estallido de la virulenta discusión pública entre estos dos bandos cada vez más irreconciliables. Casi todos los periódicos franceses seguían alguna ideología política, y muchos apenas sobrepasaban la categoría de panfletos. La opinión vencía a la información, pero lo que de verdad imperaba era el juego sucio periodístico. Periódicos de ambos bandos publicaban diatribas emocionales y exaltadas, e intentaban desacreditar a las voces opinantes del bando contrario. En esta tormenta periodística adquirió particular importancia el mundo intelectual y artístico, que había quedado dividido como la propia sociedad francesa. Entre los dreyfusistas más célebres estuvieron los escritores Marcel Proust, Anatole France y Guillaume Apollinaire, el científico Henri Poincaré, el pintor Claude Monet, y la por entonces actriz más famosa del mundo, Sarah Bernhardt. En general, los intelectuales, científicos y artistas solían inclinarse por el lado dreyfusista, pero también los hubo que adoptaron la actitud contraria, como los pintores Pierre August Renoir y Edgar Degas. Estos son solo algunos de los nombres más conocidos, pero rara era la figura pública que no albergase opinión sobre el caso.
Pero el dreyfusard más insigne, el hombre que realmente lo cambió todo fue, por descontado, Émile Zola. Con un único artículo, Zola supo, mejor que cualquiera de las demás figuras públicas de su tiempo, captar el espíritu de la disputa y poner todo un país patas arriba hasta forzar un cambio que tan solo un día antes había parecido impensable.
Émile Zola era el escritor contemporáneo más respetado de Francia cuando decidió jugarse su posición y hasta su libertad en pos de lo que consideraba una causa justa. De paso, sentó uno de los hitos fundamentales, si acaso no el más fundamental, en la historia de la prensa escrita. Su fama se había labrado con las novelas, pero en su juventud había sido periodista más por necesidad que por vocación (aunque su posterior literatura de ficción conservaría un fuerte anclaje en la realidad social). En el punto álgido del caso Dreyfus, sin embargo, la pulsión periodística de Zola retornó de la manera más espectacular. Se inmiscuyó de lleno en l’affaire hasta el punto de convertirse en un segundo protagonista. Tenía por entonces cincuenta y ocho años de edad y ninguna necesidad de complicarse la vida. Gozaba de prestigio literario internacional y había ganado dinero suficiente como para no preocuparse nunca más por su situación económica. Vivía a veinticinco kilómetros de París, en la pintoresca Médan, donde habitaba una recoleta y agradable mansión en la que recibía a grandes nombres de la esfera cultural francesa, muchos de los cuales se contaban entre sus amigos.
El caso Dreyfus pudo más que toda esa comodidad. Cuando Alfred Dreyfus llevaba tres años languideciendo en la Guayana, Zola decidió dar un golpe sobre la mesa. El 13 de enero de 1898, Francia entera fue sacudida por la portada del diario socialista parisino L’Aurore, enteramente ocupada por una extensa «Carta al presidente de la República, por Émile Zola». Lo primero captaba la atención era el espectacular titular, impreso en letras casi tan grandes como las del propio nombre del periódico: J’Accuse…!
El escritor más famoso del país se dejó de literatura y se limitó a componer una afiladísima exposición de las tropelías que los militares tribunales habían estado cometiendo en los procesos a Dreyfus, Esterhazy y Picquart. No solo denunciaba una conspiración para desviar la causa de la justicia sino que, al terminar su relato y como prometía el sonoro título, señalaba con nombres y apellidos a los militares y peritos judiciales a quienes consideraba responsables directos de las manipulaciones, amén de señalar a algunos periódicos que habían participado en la posterior campaña de desinformación. Así terminaba el texto:
Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam [militar aficionado a la grafología y responsable de la primera acusación a Dreyfus, n. del R.] de haber sido el diabólico perpetrador del error judicial, quiero creer que inconsciente, y de haber defendido su nefasta obra durante tres años con las maquinaciones más absurdas y descabelladas.
Yo acuso al general Mercier [ministro de la Guerra, n. del R.] de ser cómplice, al menos por debilidad mental, de una de las mayores injusticias del siglo.
Yo acuso al general Billot de haber tenido en sus manos pruebas de la inocencia de Dreyfus y haberlas sofocado, de ser culpable de este crimen de lesa humanidad y lesa justicia, con el fin de salvar al comprometido Estado Mayor.
Yo acuso al general de Boisdeffre y al general Gonse de ser cómplices de ese mismo crimen, el uno sin duda por su pasión clerical, el otro quizá por ese espíritu corporativista que hizo inexpugnables a los oficiales del consejo de guerra.
Yo acuso al general de Pellieux y al comandante Ravary de haber conducido una investigación perversa, entiéndase una investigación de la más monstruosa parcialidad, de la que tenemos, en el informe del segundo, un imperecedero monumento de ingenua audacia.
Yo acuso a los tres expertos en grafología, señores Belhomme, Varinard y Couard, de haber escrito informes mentirosos y fraudulentos, salvo que un examen médico declare que los tres padecen alguna enfermedad de la visión y el juicio.
Yo acuso a los oficiales del Ministerio de Guerra de haber mantenido en la prensa, particularmente en los diarios L’Éclair y L’Écho de París, una campaña abominable para desinformar al público y ocultar sus propias culpas.
Yo acuso finalmente al primer consejo de guerra de haber violado el derecho, al condenar a un acusado con una prueba que se mantuvo en secreto, y acuso al segundo consejo de guerra de haber ocultado esa ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver a sabiendas a un culpable.
Al proclamar estas acusaciones, no ignoro que me someto a los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castigan los delitos de difamación. Y voluntariamente me expongo a ello.
En cuanto a la gente a la que acuso, no los conozco, nunca les he visto en persona, no albergo resentimiento ni odio hacia ellos. Para mí son solo entidades, espíritus del mal social. Y lo que aquí hago es solamente una manera revolucionaria de acelerar la explosión de la verdad y la justicia.
El impacto del «¡Yo acuso!» en la opinión pública fue tremendo. Aquel día, L’Aurore decuplicó su tirada habitual de treinta mil ejemplares hasta los trescientos mil, y no hubo rincón de Francia en el que el nombre de Zola no circulase de boca en boca. A diferencia de otros muchos ataques vertidos contra unos y otros en la prensa, Zola sostenía sus acusaciones finales con un relato propio de un fiscal, pero el propio escritor sabía que se garantizaba una visita al banquillo de un tribunal cuando aquellos a quienes señalaba lo denunciasen por calumnias. Como hemos visto, en el propio texto recordaba bajo qué artículos concretos se lo podía denunciar. Y esa era precisamente la intención de Zola. Pensaba que, de terminar él mismo ante un tribunal, su renombre convertiría el caso Dreyfus en un asunto de interés internacional. Ambas cosas sucedieron. Zola fue acusado de calumnias y se inició un juicio en el que se enfrentaba a la máxima condena por calumnia (un año de cárcel y tres mil francos de multa), además de a peligros físicos, pues al acudir al tribunal, Zola tenía que enfrentarse a una multitud furiosa que lo acusaba de traidor. Con todo, tal y como él había previsto, su procesamiento sirvió para que el caso Dreyfus empezase a aparecer en los periódicos extranjeros.
(Continúa aquí)
Muy buenos artículos
Yo creo que no. Wikipedia y poco más. Arendt realizó una interpretación bastante mejor que ésta. No es lo mejor de E. J. Rodríguez. Nos tenía acostumbrados a otro nivel.
¿Pero de qué interpretación habla, hombre, si esto es un mero recuento de los hechos? Viene aquí haciéndose el listillo, queriendo comparar Los Orígenes del Totalitarismo con un artículo de divulgación y sólo queda como un cretino.