Todo empezó como en una moderna película de espías: con el hallazgo de una nota manuscrita rota en cuarenta pedazos y desechada en una papelera. La nota originó un escándalo que tuvo en vilo a Francia durante años. No fue el primer gran escándalo periodístico de la era moderna, pero sí el más relevante y el que mejor puso de manifiesto, entre otras cosas, el enorme poder que estaba adquiriendo la prensa libre en las naciones occidentales. Para bien y para mal. A finales del siglo XIX, cuando no existían internet ni las «redes sociales» cibernéticas, el escándalo dividió a los franceses y convirtió el debate público en un intercambio de manipulaciones, calumnias, insultos, amenazas, atentados y disturbios.
La nota que terminaría desatando el caos era una carta sin firmar en la que un francés anónimo, presumiblemente un oficial del ejército, enumeraba los secretos militares que estaba dispuesto a vender a los alemanes, viejos enemigos de la nación francesa. El agregado militar de la embajada alemana en París, Maximilian von Schwartzkoppen, recibió la nota, la leyó y después la rompió en pequeños pedazos que tiró en la papelera de su despacho, creyendo que nunca más oiría hablar de ella. Tardaría pocos meses en descubrir la enormidad de su error. En 1894, cuando la nota fue descubierta, en Francia dolía aún una humillante herida de 1870, año en que la breve guerra franco-prusiana terminó con la sonora derrota francesa y la cesión de varios territorios (como Alsacia, que se convertiría en el epicentro del posterior escándalo). Tras la derrota, entre los franceses se instauró una atmósfera de revanchismo que, veinticuatro años después, no había disminuido un ápice. Así, franceses y alemanes estaban ahora en paz, pero llevaban dos décadas sumidos en una tensa guerra fría que en Francia se caracterizaba por los arrebatos nacionalistas y xenófobos, la desconfianza hacia todo lo alemán y la paranoia sobre la posible existencia de espías y traidores.
La paranoia resultaría no estar demasiado alejada de la realidad, pese a que los alemanes afirmaban no estar interesados en espiar a los franceses. El embajador germano en París, el solemne y carismático conde George Herbert Münster, había prometido que ninguno de los diplomáticos que trabajaban para él intentaría organizar una red de espionaje. La garantía personal de Münster venía avalada por sus años como respetado embajador alemán en Londres, y por su aparentemente inquebrantable sentido de la honorabilidad. Además, en un gesto de confianza hacia el gobierno de París, el embajador contrataba a personal francés para las tareas de mantenimiento cotidiano; entre esas tareas, la de limpieza. Así, Münster pretendía demostrar que la embajada no tenía nada que esconder. Y es posible que fuese sincero, pero, queriéndolo él o no, sus promesas de juego limpio iban a terminar en el cubo de la basura, nunca mejor dicho.
En el Ministerio de la Guerra francés existía un servicio que, bajo el anodino título «Departamento de Estadística», era en realidad una primeriza agencia de contrainteligencia destinada, sobre todo, a intentar vigilar a posibles espías alemanes. La agencia llevaba menos de diez años en marcha y no había conseguido gran cosa. Su director, el teniente coronel Jean Conrtad Sandherr, carecía de la imaginación suficiente como para organizar el contraespionaje nacional. Además, se había convertido en un hombre enfermo que, distraído por sus males, no conseguía ejercer la suficiente autoridad entre sus sobordinados.
En una de las estancias del «Departamento de Estadística» descansaban bolsas de basura repletas de papeles desechados por la embajada alemana. Habían sido recopiladas por una de las limpiadoras francesas que trabajaban en la embajada, una mujer de cuarenta años de edad llamada Marie Bastian, proletaria, analfabeta y de aspecto inofensivo; el director del contraespionaje, en un alarde de falta de elegancia, la describió como «una mujer vulgar, estúpida y completamente iletrada». Marie Bastian era el prototipo de madre de familia de clase baja que trabaja para sobrevivir e intenta no meterse en problemas. Los alemanes nunca llegaron a sospechar que, cada vez que Bastian vaciaba las papeleras de los despachos importantes de la embajada, guardaba el contenido y se lo entregaba a un contacto del Ministerio de la Guerra.
Las bolsas que periódicamente entregaba Marie Bastian iban acumulándose en el «Departamento de Estadística» sin que nadie se molestase siquiera en abrirlas. El coronel Sandherr, al enterarse de que en las oficinas había material potencialmente valioso como fuente de información sobre el ancestral enemigo, ordenó que se analizase el contenido. Ninguno de sus subordinados le hizo caso, lo que da buena idea de lo desorganizada que estaba todavía la contrainteligencia francesa. Tuvo que ser otro oficial quien, intrigado, se asegurase de que las bolsas fuesen por fin examinadas. Así fueron encontrados los cuarenta pedazos del papel que, una vez reconstruido, se haría famoso entre los franceses con el simple nombre de le bordereau, «la nota», sin más adjetivos. En el futuro cercano, ningún francés necesitaría aclarar durante una conversación a qué bordereau se estaba refiriendo. En Francia, solamente habría una nota de la que hablar.
La paranoia se transformó en locura generalizada cuando se supo que la nota encontrada por la limpiadora madame Bastian procedía de un traidor que estaba filtrando secretos militares al país más odiado. ¿Quién era el traidor? Lo único que se podía deducir de la nota era que su autor debía de ser un militar de alto rango que tenía acceso a informaciones del Estado Mayor; probablemente un oficial de artillería, pues sobre la artillería giraban varios de los secretos militares que ponía en venta. En el ejército había varios candidatos que pudiesen encajar en ese retrato robot, así que la búsqueda se antojaba difícil y trabajosa. El ministerio y el alto mando militar, sin embargo, decidieron que no les convenía perder tiempo y recursos buscando al culpable. Era más sencillo encontrar un cabeza de turco, con lo que se evitaría una posible investigación a fondo muy incómoda en la que pudiesen quedar expuestas las torpezas del sistema de contrainteligencia (ya por entonces, el Ministerio de la Guerra había sido pasto de numerosas críticas en los periódicos por su inoperancia en diversos asuntos).
La cúpula militar señaló como presunto autor de la nota al oficial de artillería Alfred Dreyfus, de treinta y cinco años de edad, elegido como principal sospechoso más por sus características personales que por el peso de las evidencias. Dreyfus fue detenido, chantajeado, presionado y maltratado, pero nunca quiso admitir los cargos. Después fue sometido a consejo de guerra sin más pruebas que los peritajes de tres «expertos» en grafología, quienes aseguraban que la letra del bordereau coincidía con la de Dreyfus (aunque no era así) y un expediente de presuntas informaciones inculpatorias que nadie más conocía, pues el tribunal mantuvo lo bajo secreto de sumario, oculto a los ojos de la prensa y el público. Dreyfus fue condenado a cadena perpetua —la pena de muerte había sido abolida— y expulsado del ejército. Durante la humillante degradación militar de Dreyfus, una ceremonia similar a las que vemos en el cine, se le arrancaron los galones e insignias del uniforme, y se le desposeyó de su sable, que fue partido por la mitad. En aquel instante de supuesta vergüenza, un altivo Dreyfus se limitó a decir en voz alta para que lo pudiesen oír todos los soldados presentes: «Estáis degradando a un hombre inocente. ¡Viva Francia! ¡Viva el ejército!».
Alfred Dreyfus fue trasladado al complejo penal de la isla del Diablo, un archipiélago de tres pequeños islotes en la lejana Guayana francesa. Era el mismo penal tropical en que sería ambientada la famosa novela carcelaria Papillon y su correspondiente adaptación cinematográfica de 1973, protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman. En la isla del Diablo, Dreyfus fue aislado de los demás presos, obligado a malvivir en una insalubre cabaña, vigilado veinticuatro horas al día, padeciendo malnutrición, bebiendo agua estancada que le producía incapacitantes disenterías, y enfermando de malaria. Intentar escapar del archipiélago parecía una locura. Para alcanzar la costa sudamericana, un fugitivo debería atravesar nadando once kilómetros de aguas traicioneras repletas de tiburones. Allí, Dreyfus pasaría varios años sin recibir noticias de Francia, y por lo tanto ignorando que su condena terminaría convirtiéndose en el asunto central de la política de su país.
La elección de Dreyfus como cabeza de turco fue astuta. Su figura despertó los prejuicios de una buena parte de la población francesa que, en un principio, lo aceptó como culpable. Para empezar, Dreyfus era alsaciano. La Alsacia que Francia había perdido en la guerra había sido antes alemana, así que muchos alsacianos habían nacido como franceses pero tenían orígenes étnicos alemanes. Era el caso de Dreyfus, aunque este no tenía motivos para ser fiel a Alemania. De niño había sido testigo de la guerra franco-prusiana y, cuando Francia perdió el territorio, había tenido que huir de Alsacia junto con su familia. De hecho, pese a la posición adinerada de su familia, Dreuyfus había entrar en el ejército para demostrar su patriotismo. Podía tener raíces germánicas, pero se consideraba francés y nada más que francés. Además, y esto era quizá el elemento definitorio que lo convertía en perfecta cabeza de turco, Dreyfus era judío, lo cual despertaba un prejuicio entonces muy extendido en Francia como en toda Europa: el antisemitismo. Por si fuese poco, Dreyfus podía ser acusado sin que le surgieran defensores en el ejército, pues apenas tenía amigos entre los militares. Alfred Dreyfus era un hombre de carácter altivo y orgulloso, poco dado a la socialización. Casado y fiel a su mujer, no salía a beber o jugar a las cartas con otros militares. Nadie en su entorno podía decir sinceramente que tenía motivos para sospechar que Dreyfus era innoble. Sin embargo, provenía de una familia rica y esto despertaba envidias entre los oficiales que dependían de sus respectivos sueldos; esto, sumado a su antipatía, hacía que no fuese muy apreciado.
Con Dreyfus languideciendo al otro lado del Atlántico, en la lejana Sudamérica, el escándalo de espionaje pareció resuelto. La opinión pública francesa había decidido creer en su culpabilidad. Solo una minoría albergaba dudas. Desde antes del consejo de guerra, el hermano mayor de Alfred, Mathieu Dreyfus, había peleado por demostrar su inocencia. Se había entrevistado con oficiales de la contrainteligencia, había contratado abogados, y todo sin resultado. No desfallecía, pero se encontraba con un muro de ocultaciones y hasta amenazas de que, si no dejaba de molestar, se arriesgaba a ser arrestado y juzgado como cómplice. En un momento bajo, Mathieu llegó a recurrir a los servicios de un vidente, quien le dijo que su hermano había sido condenado con ayuda de «un informe secreto» fraudulento. Ya fuese por casualidad o por obra de alguna filtración, la información del vidente se ajustaba a la realidad.
Con el transcurso de los meses empezaron a abrirse algunas grietas. Las inconsistencias del proceso, el carácter arbitrario de los peritajes grafológicos que habían condenado a Dreyfus y la ausencia de otras pruebas de peso conocidas empezaron a atraer la atención de algunos individuos, incluidos algunos militares que intentaron ahondar más en el asunto. El comandante Georges Picquart, nuevo director del «Departamento de Estadística», empezó a revisar documentación relacionada e hizo descubrimientos muy delicados. Para empezar, supo de la existencia del expediente secreto que había ayudado a decidir el destino de Dreyfus en el consejo de guerra, y pidió examinarlo, cosa que le permitía su nueva posición como jefe de la contrainteligencia. Anodadado, Picquart comprobó que en el expediente secreto no había ninguna prueba digna de tal nombre. Entre las «evidencias» contra Dreyfus se hallaba correspondencia entre Maximilian von Schwartzkoppen y el teniente italiano Alessandro Panizzardi, con quien mantenía una relación homosexual clandestina. En aquellas cartas, ambos hablaban de un tal «D.» a quien calificaban como un canalla; los acusadores del tribunal habían decidido que esa inicial se refería a Dreyfus, sin importar que el propio von Schwartzkoppen desmentía que conociese a Dreyfus o que hubiese tenido contacto alguno con él. La afirmación de von Schwartzkoppen fue desdeñada por los militares franceses como una mentira más de los malvados alemanes, pero von Schwartzkoppen continuó insistiendo (sin efecto) y volvió a afirmarlo en sus memorias, escritas varias décadas después.
Cada nuevo hallazgo iba despertando dudas en Picquart. Por otras vías llegó a sus manos un mensaje manuscrito en un pequeño papel azul que se haría famoso con el nombre petit bleu. Picquart se dio cuenta de que la caligrafía del petit bleu era idéntica a la del bordereau que había condenado a Dreyfus. Y el autor del petit bleu no era Dreyfus, sino el oficial Ferdinand Walsin-Esterhazy. Este hallazgo, el descubrimiento de quien parecía ser el auténtico culpable de la venta de secretos a Alemania, dejó conmocionado a Picquart. Supo que había encontrado la prueba con la que dejar en ridículo al ejército del que él mismo formaba parte, y al servicio de contrainteligencia del que ahora era director. Sin saber qué hacer, habló de estos hallazgos a algunos amigos militares, quienes le aconsejaron callarse y no seguir con una investigación que costarle la carrera y, en el peor de los casos, una acusación de traición. Al final, Picquart decidió no arredrarse, y llevó toda la información reunida a sus superiores del Estado Mayor.
Su decisión fue honrada pero, en efecto, tuvo consecuencias negativas. Es verdad que Esterhazy fue sometido a consejo de guerra por el evidente parecido de su letra con la del bordereau. Se hicieron públicos algunos antecedentes escandalosos que incluían antiguos insultos al ejército y a Francia, proferidos ante testigos en varias de sus numerosas borracheras. También se supo de sus enormes deudas de juego; las apreturas económicas eran un posible motivo para vender secretos a una potencia extranjera. Pese a todo esto, la cúpula militar no estaba dispuesta a considerar una admisión de error en la condena a Dreyfus. Así, el tribunal militar absolvió a Esterhazy, a quien una multitud clamorosa esperó a las puertas del tribunal, para vitorearlo como a un héroe. En cuanto a Picquart, su carrera se fue al garete, tal y como le habían advertido sus amigos. Primero fue destituido como director de la contrainteligencia y enviado a un escuadrón de francotiradores en Túnez, una especie de seudojubilación con deshonor. Después fue acusado de haber falsificado el petit bleu, la carta que había servido para acusar a Esterhazy. Así, como premio por sus esfuerzos para desvelar la verdad y hacer justicia, Picquart tuvo que sentarse ante un consejo de guerra. Fue expulsado del ejército (o, más bien, obligado a dimitir).
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Picquart fue rehabilitado, aupado a general de brigada y a ministro de la guerra. El caso D fue el trampolín político que empleó para saltarse todo el escalafón. Revise sus apuntes.
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