Raymond Chandler no escribe novela negra. Escribe novela literaria con un crimen a resolver. Parece lo mismo, pero no lo es. Eso es lo que defiende, con maestría y sentido del humor, en El simple arte de matar, un pequeño ensayo sobre qué es la novela negra, o sobre lo que no debería serlo.
Para empezar, la novela negra está en su mejor y en su peor momento: siempre. Porque nunca pasa de moda y cada vez más son historias sofisticadas, capaces de entretener a cualquiera. Todo el mundo quiere leer una buena novela de detectives, con crímenes perfectos, elegantes y distinguidos, bonitos, con gente guapa. Chandler se ríe, se ríe con gusto, porque es para reírse, pero también para llorar. Cuando empieza a diferenciar entre los relatos detectivescos que sirven y los que no sirven, los que parten de la ingenuidad de los policías o son historias realmente verosímiles, se defiende con este ingenio: «No existen formas de arte vitales e importantes; solo existe el arte, y hay bien poco. […] A decir verdad, a mí tampoco me gusta mucho eso [que haya dos clases de novela negra: la buena y la mala]. En mis momentos menos pomposos, yo también escribo relatos de detectives, y toda esta inmortalidad significa que hay demasiada competencia. Ni siquiera Einstein llegaría muy lejos si todos los años se publicaran trescientos tratados de física superior y hubiera varios miles más rondando por ahí, en excelentes condiciones y siendo leídos».
No, está bromeando: no es tan importante que haya muchos, como que los muchos que haya sean de dudosa calidad. La novela negra tiene un público fiel y acapara la atención de un amplísimo abanico de lectores. Por una parte, los amantes del género. Por otra, los que buscan evadirse. Dorothy Slayers diferenciaba entre los dos subgéneros: literatura de evasión y literatura de expresión. Con la primera, según ella, no lograba alcanzar las cotas altas que con la segunda sí, la literatura literaria. En cambio, Raymond Chandler no entiende de separaciones. Dice: «No hay temas aburridos, solo mentes aburridas. Todo el que lee se evade de algo, escapando hacia lo que hay detrás de la página impresa […] Solo digo que todo lo que se lea por placer es evasión, ya sea griego, matemáticas, astronomía, Benedetto Croce o el Diario del hombre olvidado. Si dijera otra cosa sería un esnob intelectual y un principante en el arte de vivir». Es evidente que no se encuentra cómodo con esta clasificación, que deja fuera de juego a los escritores de novela negra. ¿Por qué la novela negra es menos novela y se considera de evasión, como si la buena literatura no cumpliera —entre otras tantas— las mismas funciones? Es para enfadarse, pero se enfada de mentira.
¿Cómo hay que hacer para que tu novela negra no sea menos, peor? Eso deberían preguntarse los que la escriben, pero están más preocupados por los diálogos, por los daiquiris, por los vestidos de Vogue y los perfumes caros y empalagosos. No se preguntan qué pasa por la mente del criminal antes de cometer el crimen, ni contemplan la psicología de los personajes: lo que quieren es ¡entretenerse!, no complicarse la existencia. Nos venden que sí, que es una historia de lógica, seducción y deducción —cito a Chandler—, pero no es más que la construcción de un rompecabezas para niños. Se parte de unas piezas grandes, el despiste de un policía torpe, y se cuenta con algunas concesiones: la primera y más importante, la del lector. Eso es lo que provoca tantísima producción de novela negra, de ahí que haya tantísimas sagas de detectives con los que el lector —que no lee para deleitarse, sino para evadirse, o eso le han hecho creer— se acaba encariñando. La pregunta mágica al librero: pero, ¿engancha o no engancha?
Aunque no todo van a ser pegas: Chandler habla de un escritor que «devolvió el asesinato a la clase de personas que lo cometen por alguna razón, no solo para proporcionar un cadáver. […] Tenía estilo, pero su público no lo sabía, porque estaba en un lenguaje que se suponía capaz de tales refinamientos. […] Todo idioma comienza con el lenguaje hablado, y concretamente con el habla de la gente común, pero, cuando se desarrolla hasta el punto de convertirse en un medio literario, solo es habla común en apariencia». Está hablando de Dashiell Hammett, el hombre que consiguió que la novela de detectives enorgulleciera a los escritores del género como Raymond Chandler. Hay algo fundamental que no se tiene en cuenta cuando se habla de novela negra, cuando los lectores-que-se-evaden leen novela negra: que el crimen no es lujoso, no lleva vestido Vogue ni perfume caro; el criminal no lleva un clavel en la solapa del esmoquin, ni la víctima es una joven virginal, un ángel —o no siempre—. La novela negra se ha alejado de la calle y de la suciedad, y por eso se ha convertido en lo que se ha convertido y desagradaba a Chandler. Hay quien dice que Hammet «no escribía verdaderas historias policíacas, sino simples crónicas de la vida dura en las calles». Como si fuera muy diferente, como si se tratara de dos mundos distintos. ¿Qué pasa con el lector que no quiere pensar en las razones que llevan a una persona a matar a otra? Que «no quiere que se le recuerde que el asesinato es un acto de infinita crueldad» y necesita los daiquiris helados, los hoteles de cinco estrellas y toda la parafernalia que hoy en día envuelve a la novela negra.
No acaba aquí: otro de los rasgos que parecen determinar que una novela es negra, además del detective y el crimen, es el papel de la mujer florero. Sí, parece que si no hay chica no es una buena historia: necesitamos, como siempre, una dosis de sexo. ¿Y qué necesita el que se evade o el que defiende la novela negra como literatura de entretenimiento y no seria? Etiquetas, cuantas más, mejor. Así, le han querido dar una vuelta más: han inventado el femicrime. ¿Que es un nombre absurdo? Ya lo sé, no lo he puesto yo.
El femicrime puede ser dos cosas, porque cuando uno se inventa una palabra le puede dar el significado que quiera: o bien es novela negra escrita por mujeres, o bien novela negra cuya protagonista es una mujer.
Anna Maria Villalonga, una de las mayores representantes de la novela negra, dice: «En la literatura negra de mujeres hay crímenes de todo tipo, como los casos con que topa la forense Scarpetta de Patricia Cornwell o los de Sue Grafton, pero en general a las mujeres les interesa más el mecanismo que lleva a alguien a matar o a ser las víctimas, saber por qué se produce esa violencia y no tanto el detalle de cómo; se busca más el factor psicológico y humano y la reina de eso es Patricia Highsmith, con sus novelas de atmósfera y personajes tan retorcidos como Ripley».
Hasta aquí, todo bien. Anna Maria Villalonga es una mujer que escribe novela negra y reflexiona sobre novela negra y contagia novela negra: lo hace no como mujer, sino como escritora. Es interesante ver cómo la novela negra de mujeres es minuciosa y no necesita de tantas luces y artificios. Entonces, ¿qué te pasa?, diréis. Que cuando intento documentarme sobre el femicrime, ese nombre inventado con tantos significados como uno quiera, la publicidad que han elegido para acompañar el artículo es de compresas. Eso me pasa.