«Sufrí el ataque de una gaviota el pasado 16 de mayo. Primero pasó rozándome. Luego me sobrevoló. Me golpeó dos veces. Defecó en mi cabeza».
El testimonio, referido en una carta al director de un periódico catalán, tiene tintes apocalípticos que harían bizquear de placer al mismísimo Pedro Piqueras. El espectador asiste anonadado al retrato de un abusón de los cielos, de un perdonavidas emplumado, un camorrista patiamarillo. Oh, Lord Jesus, ¡que alguien haga algo! Un macarra de la cabriola, un robabocatas, un… Antes de seguir con esto, debería advertir de algo.
Esa gaviota era yo.
Estas cosas mejor decirlas así. A vuelapluma. Sí, fui yo, y qué. Haciendo, por otra parte, lo que cualquiera de vosotros habría hecho si, como yo y por azares del destino, hubierais tenido la hermosa oportunidad de veros convertidos en gaviota. En una jodida y asquerosa gaviota.
Es curioso. Pocas cosas hay más fáciles que dibujar una gaviota. La gaviota dibujada es así, sencilla, apenas dos trazos curvilíneos que se encuentran en un centro impreciso, una eme de McDonald’s flotando en el cielo y ya lo tenemos: es un ejemplar de Larus michahellis, no hay duda. Y sin embargo, la gaviota de carne y hueso que uno encuentra en las ciudades costeras es una cosa más compleja, más difícil de ver. Ojos redondos y amarillos, como de cocodrilo, porte de constante amenaza, andares de suficiencia y un pico terminado en gancho, con una mancha roja que nos hace pensar en el resto colgandero de alguna presa mal digerida.
Vamos, que estamos más guapas de lejos. Volando, a poder ser, y sin armar jaleo.
Al no disponer de depredadores naturales en la mayoría de áreas urbanas, ejemplares como la patiamarilla podemos señorearnos por balcones y tejados como quien pasea por su jardín. Se estima que solo en la península ibérica convivimos cerca de un millón de ejemplares de hasta cuatro especies distintas. Aun así, a juzgar por el repelús que despertamos, uno diría que acabamos de llegar.
Podríamos hablar aquí de incongruencia simbólica. O de hipocresía, por ser más claros. Una situación donde el retrato, el símbolo, dista mucho de cómo el objeto es percibido en realidad. Caso parecido ocurre con nuestras primas palomas. En inglés, incluso, existen dos vocablos para referirse a ellas: dove y pigeon. Si bien científicamente ambos términos tienen idéntico significado, existen matices separadores. Dove connota a esa paloma blanca y aseada, símbolo de la paz, con rama de olivo en el pico y todo el kit. Es decir, la paloma volando, la paloma ideal, la paloma figurativa. Pigeon, en cambio, es la paloma de un martes por la mañana comiendo migas en la mesa de tu terraza. La paloma gris y fea y coja, siempre coja, la paloma que camina, la que se caga en tu coche, la paloma real.
Con esto en mente, no deja de ser gracioso que una empresa de cosméticos que defiende «la belleza real» se haga llamar —oh, ironía— Dove.
Pero he venido a hablar de mi libro. Somos, las gaviotas, seres maltratados por una continua lente reductora; distorsionadas a fuerza de alejarnos hasta vernos convertidas en apenas un punto en el horizonte. Ornamentos celestes, flácidos motivos paisajísticos, cuando no directamente una especie de amable fenómeno atmosférico que grazna suave. Es sabido el mal vicio que tienen los hombres de fabular y hacer simbología barata con todo aquello que no alcanzan a comprender.
Pensemos por un momento en Treplev. En la obra de Chéjov La gaviota (1896), el joven escritor Konstantin Gavrilovich Treplev, perseguido por su atormentada vocación creadora, presenta a Nina una gaviota muerta como obsequio. Cosas que se hacen por amor. La aspirante a actriz le devuelve una mirada desconcertada. «Sé que es un símbolo», responde ella, «solo que, perdone, ¡no comprendo cuál!». Y Treplev zanja: «Pronto, del mismo modo, me mataré yo».
La gaviota no vuelve a aparecer hasta el final de la obra, ya disecada, en manos de un autor rival, Boris Trigorin. A diferencia de Treplev, Trigorin (trasunto del propio Chéjov) es un dramaturgo que goza ya de un cierto reconocimiento. Tal vez por andar demasiado cansado a estas alturas de su vida, o demasiado distraído, el caso es que Trigorin es incapaz de recordar cómo ha llegado el animal disecado hasta sus manos.
La gaviota, resobado ideal de libertad, representa aquí la creación. El duende, el magín, la vena artística, que en uno de los personajes se apaga, en otro se acartona, y en la tercera, Nina, acaba por enloquecerla. Claro ejemplo de instrumentalización avícola. Gaviota-concepto, gaviota abstracta al servicio de los personajes humanos y sus volubles estados de ánimo.
Después de que el estreno de La gaviota en el teatro Aleksandrinski de San Petersburgo fuera un sonado fracaso, Chéjov aseguró que no volvería a escribir más, pero resultó ser mentira.
Más plácido fue el vuelo de Hitchcock. Hubieron de pasar casi siete décadas para que fuéramos elevadas a una categoría más real, más corpórea, gran pantalla mediante.
Se dice que el padre del suspense se inspiró en un suceso real que había tenido lugar dos años antes sobre la población californiana de Santa Cruz —las aves, se supo más tarde, estaban infectadas por un alga venenosa que las abocaba a una conducta errabunda—, pero lo cierto es que The Birds (1963) está basada en la novela homónima de la inglesa Daphne du Maurie, escrita una década antes.
En 1968, en una entrevista durante The Dick Cavett Show, Hitchcock declaró que, entre los tres mil doscientos pájaros amaestrados que se usaron durante el rodaje, las gaviotas resultaron ser las más perversas de todas. Hasta aquí, todo bien.
El cartel promocional mostraba, en una esquina, una cita del director: «Posiblemente, la película más terrorífica que haya hecho nunca». Sin duda uno de los elementos más perturbadores radica en el hecho de que en ningún momento de la película se nos llega a explicar por qué los pájaros atacan Bodega Bay. Hay una escena en el diner donde las conjeturas se solapan una tras otra, pero ninguna prevalece.
Slavoj Žižek dice que los pájaros representan el conflicto edípico entre la madre de Mitch y la joven Melanie Daniels, la intrusa. Las aves serían entonces una fuerza incestuosa en estado puro, es decir, las «manifestaciones explosivas del superego materno tratando de prevenir la interacción sexual». Obviamente.
Pero dado que —siempre según la versión del guionista Evan Hunter— esa clase de simbolismos no despertaban un especial interés en el director, y sin menospreciar el hecho de que Žižek está como una espléndida regadera, hemos de entender que las aves enfurecidas encarnan, sencillamente, las fuerzas incontrolables de la naturaleza. Los pájaros son el rostro de una catástrofe natural, no más intencionado que un tornado o un volcán en erupción, que plantea restaurar el equilibrio perdido en la histórica contienda entre hombres y bestias. En mi calidad de gaviota profesional, debo decir que la escena final la encuentro especialmente acertada y redonda. Recordemos que el inicio del film tiene lugar en una pajarería, espantoso tugurio donde los hombres deambulan libres y las aves permanecen en jaulas. Es refrescante, de vez en cuando, una subversión de los roles.
Pese a todo (¡gran asterisco!), la gaviota no deja de ser aquí un objeto. Los protagonistas siguen siendo humanos, y el rol narrativo de los pájaros, por más que la película se llame Los pájaros, se ve reducido al de resistencia antagónica.
¿Dónde queda entonces la visibilidad de las gaviotas protagonistas? ¿Dónde están nuestras heroínas aladas? Más que para el hombre, como escribe Hobbes, a mí me parece que el hombre es un lobo para las historias, que todas devora y todas reclama. Claro que, si lo más parecido a una solución deseada tiene que ser Juan Salvador Gaviota (1970), tal vez ya esté bien así. Tampoco Juan Salvador Gaviota trata, en el fondo, de gaviotas.
Los símbolos importan porque están cargados de significados invisibles, imágenes subterráneas que viajan más allá del objeto representado. En ocasiones, incluso, se diría que demasiado allá. En el caso que nos ocupa, nunca falta quien cree que el logo del Partido Popular es una de las nuestras, cuando en realidad, y según palabras del propio diseñador Fernando Martínez Vidal, se trata de un charrán. (Las gaviotas, como todo el mundo sabe, somos anarquistas). En estas palabras defendía el autor la identidad original de su imagotipo:
No es una gaviota. La gaviota es un ave carroñera que vuela bajo y va comiendo basura. En cualquier vertedero las hay a miles. En uno de Madrid hay censadas más de diez mil. En cambio, un charrán es un ave marina que vuela alto.
Patiamarillas, comunes, argénteas, ojiblancas o australes. Las gaviotas somos todas unas hijas de puta. No hace falta azucararlo, y no se le cae a una el plumaje por decirlo. Basta con escribir «gaviota» en la barra del buscador para que se le llene a una la pantalla de simpáticos titulares: «Seagulls keep couple hostage in their own home for six days by attacking them every time they leave house», «Hungry seagulls turning to cannibalism», «Why seagulls are acting loud, rowdy and drunk», etcétera. Todo esto solo en el último mes.
No hay que olvidar que, para muchos, ver a una gaviota devorando viva a una paloma en mitad de las Ramblas es uno de los pocos espectáculos de violencia explícita a los que uno puede acceder —¡y gratis!— en una ciudad hoy día, del mismo modo que un neón en la carretera te recuerda que más allá del porno también se folla. «Mundo apantallado busca experiencia carnal». De alguna manera, nosotras te damos eso. Nuestro método lo exportamos en forma de plasta en las calvas de todo dios, en forma de robar helados a los guiris, de engullir toda la basura que vuestros hijos dejan en el patio del cole. En forma de mal, en forma de guerra. Somos uno de los últimos remanentes urbanos de esa vida primitiva y auténtica que anhelas de vez en cuando, cada vez más a menudo. Es por eso que nuestra historia no precisa de símbolos ni sofisticaciones. Solo de acción. Somos gaviotas. Y clamamos, en un graznido unívoco, venganza.