Lo bueno de las vidas ajenas es que pueden leerse como a cada cual le venga en gana. En clave de thriller, enfocando solo los pasajes más vistosos; en modo hagiográfico, eludiendo los incordios sombríos, e incluso en calve metafórica, como si las vidas, al apagarse, estuvieran obligadas a encerrar alguna lección. Es lo que decía, muy resuelto, Oscar Wilde: «Todos llevamos el cielo y el infierno dentro». Se trata de escoger entre ambos y ponerse a hilar.
Pero hay algunas vidas, muy pocas, a las que es imposible ponerles las bridas del relato ajeno. Biografías tan salvajes, tan indómitas, que se escurren al tratar de malearlas. La de Oriana Fallaci es una de ellas. Quizá la más indomable.
A estas alturas, quince años después de su muerte, su biografía ha generado casi tanta literatura como la que ella misma tecleó en la Olivetti. Hay hasta un telefilme (L’Oriana, de Marco Turco) que intentó atrapar su existencia en fotogramas como una heroína trágica, y que erró hasta en señalar quién fue su verdadero gran amor. El bocado es goloso, reconozcámoslo: la periodista más conocida de la historia, a la que no doblegaron ni Gadafi, ni Jomeini, ni Kissinger ni Xiaoping. La mujer que cambió el periodismo para siempre, la de la proverbial agresividad, tenía también una fragilidad interior que no solo se intuía en sus libros: se adhería a ellos. En sus cuarenta y dos kilos y su metro cincuenta y tres cabía mucho más dolor del que mostraba.
Quien se acerca —o lo intenta— a ella, la Oriana más privada, se topa con un muro en forma de pósit. Lo tenía pegado en la puerta de su casa de Nueva York, durante los últimos años de su vida: «Go away», decía. Ordenaba, más bien. Fallaci odiaba a los biógrafos casi tanto como a los traductores, y siempre rechazó que alguien que no fuera ella escribiera su historia, su novela en la que todo sería cierto. «El que se somete va al infierno», decía. Y pocas cosas le hacían sentirse más sometida, más doblegada, que mostrarse vulnerable, expuesta y legible. De esa contradicción entre lo exterior y lo interior nace la metáfora que más cerca está de condensarla, dicha por su hermana Paola: Oriana es como un libro abierto, pero escrito en chino.
Guerra es el término que, por motivos evidentes, la acompaña siempre, como un subtítulo. Ajustado, pero incompleto: el duelo la define mejor. La construye. El duelo entendido como el original del latín medieval duellum, combate entre dos. Oriana contra el poder, Oriana contra la guerra, Oriana contra Nueva York, Oriana contra su dolor… y, finalmente, Oriana contra la propia Oriana. Su historia como una sucesión de duelos.
El primero le procuró otro nombre: Emilia, su nombre de batalla cuando colaboraba en la Resistencia italiana en plena Segunda Guerra Mundial. Su padre la educó como un soldado, y ella fue una niña que transportaba bombas partisanas camufladas en lechugas en la Florencia ocupada. «El mundo está lleno de piedras, no tardarás en darte cuenta», le avisaba su madre. Y no tardó.
La rebeldía contra el poder era una tradición familiar, y muy pronto, en la adolescencia, Oriana incorporó otro ideal que la perseguiría y obsesionaría hasta el final de sus días: el valor. «Cada cosa que hacía, veía y oía la medía con esos parámetros: incluso el amor», contaría después. Empezó fascinada de un héroe, un soldado británico que su padre escondió en casa disfrazado de ferroviario. Aunque no habló directamente de él, en Penélope en la guerra utilizó su personaje y lo calificó como el primer amor de la protagonista, que acabó cuando el soldado abandonó Florencia para cruzar la línea del frente. Fue su siguiente duelo: «Ese día mi infancia concluyó de golpe, concluyeron mis catorce años, mi capacidad de perdonar».
No fue ese soldado, sino esa idea del heroísmo lo que forjó a Oriana. Lo vio en él, el muchacho rubio que murió antes de que liberaran la ciudad, y también en el cruce de un San Bernardo y un border collie: Buck, el perro de La llamada de lo salvaje, de Jack London. «Buck fue para mí una lección de guerra, de guerrilla, de vida. Y, como tal, guio mi adolescencia, la época dorada, que me llevó a ser lo que espero y trato de ser: una mujer desobediente, que no tolera la imposición, sea cual sea. Otros tuvieron héroes más importantes. El mío fue un perro», contó, como recoge Cristina de Stefano en La corresponsal.
Los siguientes años los marcaron las lecturas, el deseo de ser escritor —no escritora, escritor— y la conciencia de su pobreza familiar. Se forjó su mal carácter, ese rugido rabioso, y su ardiente y urgente deseo ya no de Buck, sino de un Jack London. Alguien aventurero, viajado, que escribiera igual de ciencia ficción que de sociología. Que defendiera físicamente la libertad. Y no lo encontraba. Pasó los primeros años de su juventud comparando a los hombres con sus héroes, rechazándolos porque no se parecían en nada a ellos: «Fue como un larguísimo inverno en el que esperé en vano un poco de calor», escribió.
El calor tardó, pero terminó llegando… para abrasarla. Llegó cuando Oriana Fallaci ya era famosa, una periodista con colmillo y juventud que ultimaba su primer libro, Los siete pecados capitales de Hollywood. Ella, una autora a quien prologaba Orson Welles, se inauguró en el amor por las malas, con el corresponsal Alfredo Pieroni. Cuesta reconocer en el relato de aquella historia a la indomable periodista elevada a leyenda. Soñaba con abandonarlo todo por él, le tejía jerséis, le mendigaba amor. Se humilló y anuló ante un hombre que se limitó a esconderla, a renegar de ella sin dignarse a responder ni una sola de sus cartas; que se instaló en el engaño como algo rutinario. «Ya no tengo ganas de ser buena en lo que hago. Tú eres muy bueno y eso me gusta», le decía. Duró dos años, pero no fue una relación: fue un monólogo. Por primera —y quizá única— vez en su vida Oriana fue totalmente vulnerable, y lo pagó muy caro. Perdió un hijo, la pasión por lo que hacía y estuvo al borde de quitarse la vida. Ganó, eso sí, un artículo: «la».
Cuando, después de una ingesta masiva de somníferos, tras quedar reducida —por dentro— a un amasijo de escombros, un aborto y mil humillaciones, Oriana Fallaci resurgió, ya no era Oriana: era «la Fallaci». Una mujer de treinta y tres años que resolvió que escribir era la única forma de seguir con vida. Volvió de Teherán, y tecleó un artículo rabioso sobre los rumores de divorcio del sah: «Su historia de amor ha terminado. Puede que ni siquiera existiera». El duelo lo zanjó con Penélope en la guerra, escrito para enterrar a Alfredo, para ajustar cuentas. La protagonista tarda todo el libro, pero acaba aceptándolo: «La atormentaban pensamientos de ira, de orgullo herido: el cansancio de quien descubre que le han robado los sentimientos y, a la vez, la miseria de quien ha invertido su capital de afecto en una empresa destinada al fracaso». Nunca la quiso, pero el duelo le dejó una lección: «Solo me hizo intuir que amar significa comparecer con las muñecas esposadas».
Se mudó a Estados Unidos y empezó lo que llamó la época de glaciación. Se entregó durante años al sexo fugaz, a cultivar «la ruindad como si fuera una virtud». Huía por las mañanas de las camas ajenas, de famosos y desconocidos. No quería ya héroes o admirados, se hizo abstemia sentimental y radicalmente cínica. Como le confesó a un amigo en una carta, a veces fingía estar enamorada: «Pero los pobrecitos no tardan en darse cuenta y se ofenden. ¡¿Es culpa mía?! Es como el whisky: lo bebo por educación. No logro saborearlo. Si lo saboreo me hace daño. El hecho es que enamorarse hace daño y yo no quiero estar mal». Aprendió a no ser dulce para que no la devoraran, revalidó su compromiso con no perdonar. Jamás.
El siguiente duelo se lo encontró en batalla, en 1967, cuando el mundo estaba a punto de cambiar para siempre. Llegó a Saigón y conoció a su Vietnam: François Pelou, corresponsal de la Agence France-Presse. Acabó la glaciación y empezó otro duelo, el más importante. Porque Pelou no solo era un héroe a sus ojos, también era alguien con quien discutir del heroísmo. «Este hombre es el descubrimiento humano más bonito que he hecho de adulta», confesaría. Él era inmune a las fanfarronadas de ella y sorteó sin esfuerzo las murallas de su carácter brusco. Eran dos corresponsales de guerra incapaces de acostumbrarse a la muerte, en duelo compartido, pero no equilibrado. Porque Oriana quería más del héroe: un hijo, una alianza, una vida común. Y Pelou pasó casi diez años negándoselo. Era católico y no creía en el divorcio, jamás abandonaría a su mujer y a su hijo. Se quisieron en ese quebranto, pero en los poemas en francés que ella le escribía empezó a intuirse el final: «No funciona, no es lógico. / Hay que decidir si estás conmigo o si soy solo un postre».
Oriana publicó Nada y así sea casi como un diálogo con Pelou. Todo estaba ahí: Saigón, el heroísmo, el duelo, el oficio común. También su fragilidad encolerizada. En 1973, Fallaci se hartó de ser vulnerable, querida, pero siempre a la espera. Pelou había sido su paradigma de un hombre, pero iba a dejar de serlo. En Madrid, le pidió por última vez que abandonara a su mujer. Él se negó. Al día siguiente Oriana Fallaci envió todas las cartas de amor que se habían intercambiado a la mujer de Pelou. No volvió a verlo ni a hablar con él. Pero algo dejó escrito: «A veces me habría gustado que alguien me ayudara. Soy una mujer muy solitaria. Incluso cuando me quieren, los hombres compiten siempre en cierta forma conmigo. Puede que sea difícil querer a una mujer como yo, una mujer que no suscita ternura, pese a que está sedienta de ella. A veces me siento como si debiera justificarme u ocultar mi éxito para obtener algo más valioso que el simple éxito». Intentó escribir una novela para enterrarlo, pero esta vez fue incapaz.
Su duelo siguiente fue el más exitoso y también el más inmortal. El prestigio que le otorgó la cobertura de la guerra de Vietnam le permitió alumbrar lo más parecido a un hijo que tuvo: Fallaci interviews… No eran meras conversaciones, eran duelos con los poderosos. En ellas desplegaba un modus operandi antagónico a su operar sentimental: estudio obsesivo del personaje, preguntas impertinentes, teatralidad. La joven que empezó alquilando una voluminosa grabadora para entrevistar a Ingrid Bergman creó una nueva forma de preguntar, de hacer, de encarar, que acabaría estudiándose en las universidades.
Con esos galones fue a entrevistar al activista y poeta Alexandros Panagoulis. Mientras ella estaba en Vietnam, él había hecho estallar una bomba para matar a Georgios Papadopoulos, el líder de la Dictadura de los coroneles. Él ya la admiraba cuando entró en su casa. Ella vio en él el héroe que siempre había estado en el centro de su imaginario, y se enamoró…, pero de otra forma. «Al verlo pensé: Dios mío, aquí estamos. Sucedió, sucede», dijo. No fue una relación pasional, ni en extremo sexual, pero sí fue rotunda. Y fiera, plagada de peleas homéricas en las que ninguno cedía nunca. «Alekos era yo, en hombre». Con los años, ella descubrió que una cosa era amar al héroe, y otra convivir con él; con las secuelas de las torturas, con la infelicidad retadora y obsesiva. Vivieron separados, juntos, ella involucrada en los poemas de él y él tratando —y logrando— modificar Carta a un niño que nunca nació, probablemente la obra sobre el dolor más devastadora de Oriana.
No lo llamó el «amor de su vida» nunca. No hasta que él murió. «En mi vida había dos personas que me importaban más que mi propia vida: mi hombre y mi madre. Y los dos murieron, uno detrás de otro, en ochos meses. Y ahora que esa doble cadena ha caído, no sé qué hacer con mi libertad. Soy como el desierto de Arabia».
Rota y desértica, Oriana Fallaci se decidió a enterrar a Alekos en un sepulcro de palabras. Se encerró en un pasillo, lo más parecido a la celda de él en Boiati, y escribió seiscientas páginas. «La gente me ve como una de esas viudas hindúes que queman el cadáver de su marido», decía. Un hombre era la historia de un héroe, Alexandros Panagoulis, antes de ella, con ella y su leyenda posterior. Pero, ahí, a plena vista, escondía algo más. En su título. Ponía fin a un duelo anterior… el de Pelou.
En La corresponsal, François Pelou admite que entendió el recado. «Siempre he pensado que Oriana quiso vengarse de mí con ese título, que el mismo constituye una suerte de revancha. Como si hubiera querido decirme: “¿Ves? Este sí que es un hombre”».
Fallaci nunca quiso volver a hablar con él. Ni siquiera cuando, décadas después, encaró su penúltimo duelo. Había pasado un amor, un epílogo, con el joven sargento Paolo Nespoli. Era 1992 y el cáncer estaba arrasándola. Pelou le mandó una carta y ella se la devolvió, con el sobre abierto, pero sin una palabra. Ella no perdonaba. Sencillamente cambiaba de duelo: «La relación del cáncer es una relación bélica, entre dos enemigos que tratan de destruirse, como en la guerra. Él me quiere matar y yo lo quiero matar».
Ya sabemos cómo acaba la historia: él la mata. El duelo acaba, pero donde ella quiso: en Florencia, con las campanas del campanario de Giotto tañendo alegremente, como una mueca burlona. La misma mueca que, años atrás, hizo después de sobrevivir al intento de suicidio en un hotel londinense, aún en las brumas de un mal amor. Escribió una guía sobre el arte de vivir en un hotel, y colocó en él uno de sus mandamientos: «No te suicides en el hotel: se irritan mucho».
De ese duelo sí salió vencedora. Murió en casa, con el cielo y el infierno dentro.
Fantástico artículo. Simplemente , enhorabuena.
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