Una delegación de obreros de una fábrica de tractores de los Urales visita el Kremlin. Iósif Stalin los recibe en su despacho, y les anima a superar los objetivos del plan quinquenal. Los obreros se retiran contentos de haber hablado con el líder de la Unión Soviética.
Una vez se han ido, Stalin tiene ganas de fumar un poco, pero no encuentra su pipa. Inmediatamente coge el teléfono y llama a Lavrentiy Beria, el jefe del NKVD, la policía secreta.
—Camarada Laverntiy, la delegación de obreros de la fábrica de tractores de los Urales han estado en mi despacho y se han llevado mi pipa.
—Me ocupo de esto inmediatamente, camarada secretario general.
Stalin cuelga el teléfono, y se dedica a revisar documentos y leer informes. Decide enviar algo de vuelta a un ministerio, así que abre un cajón para buscar una sólida grapadora soviética. Para su sorpresa, su pipa está ahí, en el cajón. Nadie la había tocado. Llama de nuevo a Beria:
—Camarada Laverntiy, no te preocupes por la delegación obreros de la fábrica de tractores de los Urales. Ya he encontrado mi pipa.
—Qué lástima —contesta Beria— Tras interrogarles un rato, todos ellos confesaron haber robado la pipa y ser enemigos de la revolución hace apenas diez minutos.
Este viejo chiste de humor soviético (probablemente) no parte de una anécdota real, pero su mensaje implícito es más que conocido: en un régimen totalitario el Estado a menudo ejerce sus poderes represivos de forma indiscriminada. Entre 1937 y 1938 el NKVD detuvo a 1 548 366 personas, ejecutando a 681 692 de ellas. Muchos expertos han indicado que probablemente estos datos son incompletos, al no incluir a todos los «afortunados» que fueron deportados a Siberia y cambios posteriores en los archivos del KGB.
Es fácil caer en la tentación de pensar que esta clase de violencia política a gran escala es fruto de la irracionalidad de los dirigentes que la llevan a cabo. Los dictadores, corrompidos por el poder absoluto, se lanzan a ejecutar traidores reales o imaginarios simplemente porque creen que pueden hacerlo. Ciertamente, ha habido dictadores muy chiflados con ideologías alegremente homicidas y otros que eran simplemente unos sádicos. Stalin probablemente combinaba ambas cosas. Eso no quiere decir, sin embargo, que las matanzas, detenciones, deportaciones, torturas y demás barbaridades se hagan de forma completamente aleatoria. La represión, si se hace «bien», tiene una sólida lógica interna.
Empecemos por una idea sencilla: un dictador tiene como principal objetivo mantenerse en el cargo. Esta es la principal prioridad de cualquier líder de un régimen autoritario y sus dirigentes. Sean unos simples cleptócratas intentando robar todo lo posible de las arcas públicas o fanáticos neostalinistas llevando el comunismo a las masas, cualquier tiranuelo de medio pelo quiere seguir mandando. No necesariamente porque teman ser ejecutados si su Gobierno cae (aunque en el club internacional de dictadores estoy seguro que todos se acuerdan de Mussolini o Gadafi), sino porque sencillamente mandando se vive muy bien.
El segundo elemento a considerar es que no importa lo salvaje que sea un dictador, este se mantiene en el cargo en gran medida gracias a la resignación de la mayoría de sus ciudadanos/súbditos. Un régimen autoritario puede reprimir manifestaciones, a disidentes y demás sin demasiado problema por un tiempo indefinido, siempre que estas manifestaciones y muestras de rebeldía se mantengan a niveles manejables para las fuerzas de seguridad. El Estado, al fin y al cabo, tiene tanques, soldados con armas automáticas, hordas de policías y artillería pesada; siempre que las masas de ciudadanos enfurecidos sean relativamente pequeñas y a los soldados no les tiemble el pulso podrán mantener el control.
La idea, entonces, es simple: mantener el control a base de evitar que una protesta crezca. La cuestión es, claro está, que el coste de ser un Estado realmente totalitario que es capaz de vigilar a todos sus ciudadanos las veinticuatro horas del día es prohibitivo hasta el punto de ser inviable. Por añadidura, es muy difícil para un dictador saber quiénes son sus amigos y quiénes potenciales conspiradores. En una dictadura todo el mundo tiene un incentivo extraordinariamente fuerte para ocultar sus preferencias reales, mostrando mucho más entusiasmo por la revolución o los valores tradicionales del que realmente merecen. Dado que todo el mundo sabe que protestar abiertamente es mala idea, los ciudadanos casi siempre fingirán estar contentos.
Los ciudadanos de a pie saben que cuando cada mañana juran fidelidad al líder en la fábrica ellos no son los únicos que están mintiendo como bellacos. También saben que si protestan en solitario su esperanza de vida es patéticamente corta: si dan un paso al frente y nadie les sigue, el aparato represivo del Estado les dará un paliza personalizada inmediatamente. El descontento puede que sea más o menos generalizado, pero nadie tiene demasiados incentivos en dar el primer paso contra el régimen, so pena de quedarse solo.
¿Cuándo vemos manifestaciones contra dictaduras, entonces? Cuando hablamos de regímenes autoritarios uno de los elementos más sorprendentes es cómo largos periodos de estabilidad y conformismo ciudadano pueden verse súbitamente alterados por grandes explosiones sociales. Las dictaduras de la Primavera Árabe habían permanecido incontestadas durante décadas, a pesar del atraso económico y la corrupción generalizada. En cuestión de semanas, sin embargo, decenas de miles de manifestantes salían a la calle y derribaban a esos gobiernos. ¿Por qué?
Cuando los ciudadanos de una dictadura ocultan preferencias, no todos son igual de tímidos. Algunos ciudadanos, ya sea porque son más valientes, ya sea porque tienen creencias políticas más fuertes, ya sea porque son bastante tontos, no necesitan el apoyo de nadie o casi nadie para lanzarse a protestar. A poco que algo les ponga de mal humor alzarán la voz. La mayoría de estos valientes acaba mal (pobrecillos), pero hay veces que se las arreglan para no estar solos.
Supongamos que son estudiantes universitarios, y llevan tiempo discutiendo esto con sus amigos. Cuando hablan de política, todo el mundo en su entorno parece estar en contra del Gobierno, así que su percepción del apoyo real del régimen (o del grado de resignación de la población) es mucho más generoso con los potenciales rebeldes. Quizá los descontentos son todos miembros de la misma congregación religiosa y están convencidos de que todos los creyentes están igual de ofendidos por el secularismo del régimen. O quizás todos los miembros del grupo están en el mismo clan en World of Warcraft, y ahí les han llegado nociones de democracia participativa de otros países. En todos estos casos el potencial insurrecto cree que está menos solo de lo que realmente está, por un lado, y que tiene un grupo de gente detrás que le seguirá, en teoría, cuando salga a la calle con una pancarta.
Es en estos casos cuando las cosas se complican. Un ciudadano de bien que vive tranquilo ocultando sus preferencias mirará para otro lado cuando la policía pegue una paliza a un clérigo desarrapado que habla sobre derribar al Gobierno de infieles. Si en vez de a un clérigo el ciudadano ve a doscientos tipos protestando quizá se lo tome más en serio. Si este ciudadano, además, es bastante religioso y realmente está hasta las narices de que las mujeres salgan a la calle sin cubrirse de pies a cabeza, quizás estará tentado de unirse a la protesta —el riesgo que le toque precisamente a él acabar en la cárcel, a fin de cuentas, es mucho menor en una multitud—.
Este nuevo manifestante puede ser un caso aislado, o puede no serlo; dependiendo del grado de descontento y la respuesta estatal, una manifestación puede atraer más gente o no. La cuestión, sin embargo, es que cualquier protesta, por pequeña que sea, puede generar un efecto de bola de nieve, a poco que gente cabreada pero que hasta entonces había ocultado sus ideas decida «salir del armario» y unirse a la protesta.
El principio de una revolución, entonces, puede ser algo casi completamente aleatorio. En Túnez el detonante de la Primavera Árabe fue Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante en una pequeña ciudad en el interior del país. Una policía decidió confiscarle el carro de venta el 17 de diciembre del 2010, tras insultarle y abofetearle. Humillado, Bouazizi fue a la comisaría, se roció de gasolina y se prendió fuego.
Este gesto de desesperación ante la arbitrariedad policial fue el detonante de protestas pidiendo justicia para la familia de Bouazizi. Las autoridades respondieron con violencia, generando una oleada de indignación en la ciudad: todo el mundo conocía el caso, todo el mundo hablaba de ello, y todo el mundo sabía que era hora de salir a la calle. Otros suicidios en otros lugares de Túnez tuvieron un fuerte eco; la muerte de un manifestante una semana después solo agravó la indignación. Menos de un mes después, medio Túnez estaba protestando en la calle, y la policía y las fuerzas de seguridad decidieron que habían tenido bastante de disparar sobre civiles. El ejército forzó la salida del presidente Ben Ali.
Años antes, en Rumania, la lógica de la ocultación de preferencias fue aún más evidente. Nicolae Ceaușescu, presidente del país y líder de la peor dictadura comunista de Europa del este, acababa de responder a protestas y disturbios en Timisoara matando a varios miles de manifestantes. Las protestas allí habían empezado por los intentos del Gobierno de desahuciar a un pastor húngaro, para degenerar en una protesta antigubernamental.
Reprimidas las manifestaciones, Ceaușescu decidió dar un discurso televisado el 21 de diciembre en Bucarest en la plaza de la Revolución, ante una multitud de partidarios enfervorecidos. La idea, en principio, era dar una imagen de fuerza y apoyo popular al régimen, con decenas de miles de buenos comunistas loando las glorias del dictador. Fue un horrible fallo de cálculo. A los pocos minutos de empezar el discurso, un grupo de gente dentro de la multitud empezó a abuchear y silbar al dictador. Con la plaza llena, la policía no pudo o supo llegar hasta los agitadores; según Ceaușescu seguía hablando, más y más gente se sumó a los abucheos. Una parte del público empezó a cantar «Timisoara, Timisoara». El dictador intentó hacer callar a la multitud, alzando su mano derecha y anunciando un aumento del salario mínimo. La reacción de la multitud fue un grito unánime de rechazo, ante la mirada entre el terror y la incomprensión del tirano, televisada a todo Rumania.
La emisión fue cortada inmediatamente después, pero era ya demasiado tarde. La rebelión estalló en Bucarest y se extendió por todo el país al día siguiente. El ejército entendió rápidamente que no podría reprimir las protestas sin fusilar a medio país, y abandonó al dictador. Tras una huida en helicóptero, Nicolae Ceaușescu fue detenido y ejecutado junto con su mujer el día de Navidad.
Obviamente, un dictador mínimamente decente es consciente de que esto sucede. Saben que aunque todo el mundo parece quererles mucho y les aplaude todos los discursos, la mayoría están mintiendo como bellacos. Saben también que, aunque la mayoría de ciudadanos sospecha que todo el mundo está ocultando lo mucho que detesta al régimen, tampoco están dispuestos a jugarse el cuello protestando. Cuando reprimen, por lo tanto, lo hacen respondiendo a esta ocultación de preferencias.
El primer paso, especialmente en dictaduras salidas de revoluciones, es purgar el partido. Las guerras internas entre camaradas revolucionarios una vez conquistado el poder son algo que vemos en casi todas partes, pero la batalla a menudo va bastante más allá de simples envidias. Los líderes del nuevo régimen saben que un porcentaje no trivial de los miembros del partido les odian secretamente, sea porque quieren ocupar su cargo, sea porque ellos están en la revolución porque toca, y los ideales del movimiento son algo secundario. Una depuración indiscriminada de potenciales traidores tiene la virtud de sacarse de encima posibles competidores, y además da una señal muy clara y decidida a la población de que el dictador no está para bromas: no importa tu historial revolucionario, el régimen te fusilará igual a poco que te quejes.
Incluso en regímenes no salidos de revoluciones, la lógica de reprimir indiscriminadamente al llegar al poder es parecida. Los dictadores quieren dar una señal muy clara sobre los límites tolerables de disidencia, y quieren hacerlo antes de que nadie tenga la oportunidad de organizarse. El grado de salvajismo dependerá mucho del apoyo percibido del régimen, tanto de la población en general como de grupos de interés clave, y de la percepción de amenaza que los líderes sientan. El objetivo es, en todo caso, aumentar el coste subjetivo de revelar preferencias para la población, así como el riesgo derivado de organizarse. Los primeros años de cualquier dictadura siempre acostumbran a ser los más duros.
Una vez consolidado el régimen y establecidas las reglas del juego, los dictadores acostumbran a ofrecer algunas recompensas para complementar tanta represión. Ningún tirano puede sobrevivir sin tener a las fuerzas de seguridad de su lado, así que el primer paso suele ser regar de dinero a los militares. Esto puede hacerse directamente, comprándoles tanques y juguetes nuevos, o indirectamente, dándoles poder político o económico. No es extraño en muchos regímenes dictatoriales que las fuerzas armadas controlen una parte significativa del PIB con empresas públicas o negocios variados (Pakistán y Egipto son casos muy claros); si los generales ganan dinero, siempre van a tener menos ganas de deponer al presidente.
Más allá de los militares, la mayoría de regímenes autoritarios también se toman bastantes molestias en conseguir la lealtad de las élites económicas. En los casos en que la revolución no incluía fusilar en masa a capitalistas, esto normalmente se consigue mediante la creación de oligopolios: grandes grupos empresariales, a menudo exportadores de materias primas, que son protegidos y subvencionados por el Estado a cambio de apoyar el régimen. La Rusia de Putin es un ejemplo reciente de este modelo, pero es algo que también vimos en la España franquista no hace demasiados años. Muchas dictaduras crean instituciones «representativas» para atraer el apoyo de élites económicas y darles voz. Este es el motivo por el cual muchos regímenes autoritarios se «disfrazan» de pseudodemocracias, creando parlamentos e instituciones representativas de pega.
Las dictaduras comunistas, por supuesto, no favorecen a la vieja oligarquía empresarial —lo que hacen es crear una nueva burocracia de partido que acaba por acumular rentas casi con el mismo entusiasmo—. El partido se convierte en la nueva élite, y es quien recibe prebendas del régimen.
El intercambio tácito de los dictadores con la población es conocido: paz social a cambio de bienes públicos. En las dictaduras con acceso a recursos naturales, el intercambio habitual es no pagar impuestos y servicios públicos subvencionados a cambio de estabilidad; Arabia Saudí es el ejemplo clásico. El principal problema a resolver en estos casos es qué porcentaje de la riqueza puede ser distribuida; si las élites económicas o el ejército creen que el tirano les está dando poco dinero el golpe de Estado no acostumbra a tardar. En Estados con estructuras administrativas débiles, donde el Gobierno tiene problemas acumulando y distribuyendo rentas, incluso la buena voluntad del dictador puede no bastar: si el Gobierno de Nigeria no es ni siquiera capaz de gastar dinero de forma eficiente, veremos rebeliones e intentonas golpistas de todos modos.
En aquellos países sin diamantes, petróleo o gas natural, el tirano debe generar los bienes públicos mediante crecimiento económico. Esto, no hace falta decirlo, es bastante más complicado, y requiere gobernantes más o menos competentes que pueden generar suficiente prosperidad como para que la población esté dispuesta a resignarse sin fusilar demasiados disidentes. China lleva casi tres décadas con esta estrategia; el riesgo, en este caso, es que el régimen tenga la tentación de anteponer crecimiento a corto plazo para sobrevivir a crecimiento a largo. La posible burbuja de crédito en China es un ejemplo de que no es tarea fácil.
Los regalos y prebendas, no hace falta decirlo, no suelen ser suficientes para mantener la paz social. Los dictadores deben repartir galletas de vez en cuando. La estrategia en tiempos de paz acostumbra a tener dos componentes principales: asegurarse de que nadie crea que hablar de política en público es una buena idea y romper cualquier estructura asociativa que pueda generar protestas colectivas.
Esto implica represaliar con cierta energía pero sin pasarse a los disidentes, estableciendo unas reglas más o menos claras sobre los límites aceptables de protesta. Quejarse sobre condiciones laborales o corrupción, por ejemplo, acostumbra a ser tolerado; cuestionar la legitimidad del régimen no. Si se hace bien, el recuerdo de anteriores represiones bastará para generar suficiente apatía. En dictaduras especialmente longevas, las autoridades acometerán oleadas represivas cada cierto tiempo un poco más indiscriminadas para recordar a todo el mundo que en este país aún se fusila, pero nunca con la ferocidad de épocas pasadas.
Para evitar que la gente hable y se organice demasiado, la inmensa mayoría de dictaduras son totalmente hostiles a los derechos civiles o a cualquier cosa que implique hablar en público. La libertad de asociación siempre está extraordinariamente restringida, y la religiosa muy limitada. La clave es limitar la capacidad de acción colectiva de la población, evitando las revoluciones «bola de nieve» ya comentadas.
Esta restricción, por cierto, ahora también acostumbra a incluir las redes sociales: Twitter, Facebook y demás son plataformas excelentes para hablar con gente que piensa como tú y empezar a tener ideas raras sobre democracia. Cuando la CIA se dedica a crear redes sociales para países con regímenes autoritarios no lo hace por capricho. Tras la experiencia egipcia, todo dictador de medio pelo va a torpedear internet ante el mínimo signo de disidencia o protestas.
La combinación de estos tres elementos para mantenerse en el poder (patronazgo, represión, coartar libertades civiles) explican también cómo acaba un régimen autoritario. Los tiranos que se han mantenido en el cargo mediante la represión tienden a acabar mal; su caída es a menudo violenta, brutal y desagradable. A menudo el régimen cae porque los militares se cansan de fusilar a gente; incluso el más salvaje de los generales no puede pedir a sus reclutas que disparen sobre civiles eternamente.
Los dictadores que mantuvieron el orden mediante compra de lealtades y represión de derechos civiles, pero sin violencia en masa (esto es, la España de Franco una vez pasados los primeros años de la dictadura), a menudo tienen la opción de una salida pactada del poder. Los acuerdos con la oposición son viables si las élites creen que el coste de mantenerse en el poder excede el de tener que renunciar a parte de sus rentas en una democracia. Esto es especialmente importante en países pequeños con economías relativamente dependientes del exterior: el mayor acceso a mercados derivado de ser un régimen político presentable acostumbra a compensar la pérdida de rentas, así que abandonar el autoritarismo acaba por ser una buena idea.
La idea básica, en todo caso, es bastante simple: los dictadores son políticos a menudo racionales, y acostumbran a actuar en consecuencia. Quizás son malvados, quizás son cleptócratas, pero cuando actúan lo hacen por buenos motivos (para ellos). La violencia política a gran escala es algo terrible, pero no es necesariamente irracional.
Muy buen artículo, como siempre señor Senserrich. Recientemente he leído un libro que profundiza en estos temas, en las relaciones que debe mantener el dictador con las clases que lo mantienen en el poder, llamado «El manual del dictador: Por qué la mala conducta es casi siempre buena política», muy buena lectura de verano, aunque acabas desazonado viendo que esas dictaduras dificilmente desaparecerán, y que los culpables en gran medida somos nosotros mismos.