En el último capítulo de la magnífica primera temporada de True Detective, Marty y Rust, magullados pero felices —o al menos tan felices como pueden aspirar a serlo unos polis cincuentones a los que la vida ha tratado a baquetazos— se escabullen del hospital donde Rust todavía convalece y pasean bajo el firmamento estrellado del bayou de Luisiana. Rust recuerda otro cielo nocturno, el de Alaska, al igual que a mí me vienen a la memoria los de aquella travesía inolvidable del Sinaí. Marty se asombra, quizás se sobrecoge un poco —como nos sobrecogíamos nosotros, bajo aquel saco de dormir que nos protegía del frío del desierto—, cuando repara en la inmensa negrura que cubre la bóveda celeste, contra la cual poco pueden las estrellas que tachonan el cielo. «Es una vieja historia», comenta Rust. «Luz contra oscuridad».
Luz contra oscuridad. Me pregunto si el veterano poli era consciente de hasta qué punto tenía razón. Las islas de claridad que brillan en la noche parecen escasas, en comparación con el manto de negrura que las rodea. Y sin embargo, hay cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia. Y el universo contiene unos cien mil millones de galaxias, cada una de las cuales, millón arriba, millón abajo, aportan al cosmos tantos astros como la nuestra. Cada una de esas diez mil billones de estrellas brilla con la furia de un gigantesco reactor de fusión, emitiendo fotones (luz) y neutrinos en cantidades ingentes. La masa de cualquiera de esas estrellas se cuenta en miles de billones de billones de kilogramos. En ellas se van amontonando, en sucesivas capas de cebolla sideral, los elementos que componen la parte visible de nuestro universo. Protones y neutrones que se unen para formar hidrógeno y helio, más tarde litio y berilio y así sucesivamente hasta llegar al hierro, el elemento más estable que existe. Algunas de esas estrellas, mucho más pesadas que el sol, se convierten en supernovas al morir, creando en su agonía los elementos más pesados (incluyendo los radioactivos uranio y torio), que abundan en los pedazos de roca llamados planetas que, a menudo, orbitan en torno a ellas.
En el tercer planeta que gira en torno a cierta mediocre estrella de cierta galaxia corriente, en una esquina cualquiera del universo, habita una especie de monos locos y lampiños que nunca han dejado de preguntarse por esa vieja historia de luz y oscuridad. En los últimos años, estos curiosos animales han desarrollado cierta capacidad de interpretar el cosmos, un método que les permite elaborar teorías sobre el origen y la naturaleza de las cosas y contrastarlas con observaciones. Los monos locos y lampiños han producido así una subespecie de monos todavía más lampiños y locos llamados físicos.
Estos físicos han sido capaces de medir la masa que contienen las galaxias que los rodean. Han sido, de hecho, capaces de medirla de dos formas diferentes. Por una parte, suman toda la masa luminosa que registran con sus telescopios. Por otra, son capaces de estimar la masa de las galaxias fijándose en los efectos que la gravitación produce en ellas. La misma fuerza que tumba las manzanas del árbol de Newton hace que las constelaciones dancen un complejo tango, cuyas evoluciones dependen de la masa total involucrada en el sistema.
Así que los astrofísicos cuentan estrellas y las multiplican por billones de billones de kilogramos que pesa de promedio cada una de ellas, añaden el gas y el polvo interestelar, y comparan el resultado con los cálculos relativistas que arrojan la masa total de esas galaxias, inferidas a partir de sus trayectorias y velocidades relativas. Los dos números deberían ser iguales dentro del error de medida, o al menos bastante similares. Pero no lo son. La masa luminosa resulta ser una pequeña fracción de la que albergan las galaxias. De hecho, todos los átomos del universo juntos no alcanzan el 5 % de la energía total almacenada en este. El 73 % restante se distribuye entre dos tipos de oscuridad. Casi un 22 % se lo lleva la llamada «materia oscura», constituida, creemos, por partículas que reaccionan muy débilmente con los átomos ordinarios, esto es, una especie de neutrinos pesados a los que llamamos WIMP (siglas de Weak Interactive Massive Particles). El resto (63 %) es «energía oscura», una misteriosa fuerza que se opone a la gravedad y hace que la expansión del universo se esté acelerando.
De una y otra sabemos muy poco. Los WIMP podrían ser partículas supersimétricas, llamadas así porque, en la calenturienta mente de los físicos, aparecen cuando las partículas ordinarias se reflejan en cierto espejo cósmico. Cuando un electrón se mira en dicho espejo, ve un s-electrón, idéntico en todo a él, menos en cierta propiedad mecánico-cuántica que llamamos espín. Los electrones tienen un espín semientero (de valor 1/2) que, entre otras cosas, les impide amontonarse en las órbitas atómicas que describen en torno a los núcleos de los elementos. Los s-electrones, en cambio, tienen un espín entero y se comportarían como los cuantos de luz o fotones. Pero nadie ha visto nunca un s-electrón, ni un fotino (el compañero supersimétrico del fotón, que a su vez se comportaría como un electrón), ni, a decir verdad, ninguna partícula supersimétrica. Esto no es sorprendente, ya que el espejo en el que la materia y la materia supersimétrica se contemplaban una a otra se le rompió a la divinidad en los primeros instantes del universo (hay que disculparle; por aquel entonces Dios era poco más que una bebé y por tanto bastante torpe). Los físicos describen el desaguisado con una frase políticamente correcta: «rotura espontánea de simetría».
Roto el espejo, casi todas las partículas supersimétricas se desintegran de inmediato (trece mil ochocientos millones de años más tarde, un ejército de físicos de partículas está tratando de resucitarlas en el gigantesco Large Hadron Collider, LHC, del CERN). Pero hay una, la más ligera, que no tiene a quién desintegrarse y, si la teoría es correcta, anda todavía suelta por ahí. Sueltas, deberíamos decir, porque son muy numerosas, hay unas seis de ellas por cada átomo del universo. Eso sí, como los neutrinos, los WIMP pasan de todo. Su probabilidad de reaccionar con la materia ordinaria es ridículamente pequeña y por eso, a pesar de que llenan, literalmente, el cosmos, aún no hemos conseguido detectarlos.
De la energía oscura sabemos todavía menos. Necesitamos que exista para explicarnos las extrañas (y bastante recientes) observaciones conforme a las cuales el universo se está expandiendo mucho más rápidamente de lo que nos esperábamos. Dicho sea de paso, aunque la Tierra no es plana, el cosmos sí parece serlo. Los cosmólogos no son capaces de medir una curvatura global, no hay horizonte cósmico. La consecuencia de este inquietante hecho, por cierto, es que no habrá un big crunch que destruya el universo en un big bang invertido. O, dicho de otra manera, nuestro cosmos no permite un ciclo continuo de expansión-contracción. Si la posibilidad le asustaba, relájese. Nada de finales agitados, con el tiempo corriendo hacia atrás, los muertos levantándose de sus tumbas y descumpliendo años camino de la infancia y el no-ser que precede a la concepción, nada de chorros de materia precipitándose hacia un voraz agujero negro que se trague el cosmos igual que lo parió. El final que nos aguarda es bastante más tranquilo, una aburrida muerte térmica, en un universo en el que todo se va deteniendo poco a poco, hasta que al final, nada se mueve. La última estrella se apaga, el último neutrino se detiene y el último ángel bate por última vez sus alas. Después, frío y silencio.
Pero para que eso ocurra, falta bastante todavía. Y hasta entonces, para entretenerse, los monos locos y lampiños intentan detectar la materia oscura, esos WIMP supersimétricos que andan por todas partes y nadie ve.
Para ello, los físicos construyen detectores ultrasensibles, capaces de registrar la diminuta huella que los huidizos WIMP dejarían si, por fin, se decidieran a reaccionar con la materia. Entre las varias técnicas experimentales posibles, la última moda es el uso de gases nobles (xenón, argón y neón), casi siempre en estado líquido. El principio es sencillo y elegante. El detector se sitúa en un laboratorio subterráneo (Canfranc en España, Gran Sasso en Italia, SNOWLAB en Canada, entre otros) que a su vez forma parte del planeta Tierra, el cual se pasea en la noria del Sol. En su viaje, la Tierra atraviesa el espacio lleno de WIMP y el efecto, visto desde Canfranc, es el de un viento de materia oscura que atraviesa nuestros detectores.
¿Qué ocurre si uno de esos animales reacciona con el gas noble que le ofrecemos como blanco? Paradójicamente, se produce luz. La reacción deposita una pequeña cantidad de energía en el gas y este centellea como respuesta, emitiendo fotones ultravioleta que podemos registrar con nuestros sensores. Así que es la luz, literalmente, la que nos permite detectar la oscuridad que nos rodea.
A menudo, cuando hablo de mi oficio me suelen preguntar para qué sirve demostrar que el neutrino es su propia antipartícula, o encontrar los WIMP. Es una pregunta a la que se puede contestar alegando que la tecnología que desarrollamos para nuestros experimentos se multiplica siempre, como los panes y peces bíblicos, en aplicaciones prácticas. Los ejemplos son incontables y podríamos citar los rayos X, el transistor, la penicilina, el láser y sus infinitas aplicaciones, o la Web, por poner unos pocos ejemplos.
Pero la verdadera respuesta no es esa. Al igual que Marty y Rust, los físicos de partículas no peleamos contra la oscuridad por un salario, o una patente. Lo hacemos porque creemos que la naturaleza misma del ser humano está en esa lucha. El monstruo al que se enfrentan los héroes de True Detective no es sino la encarnación misma de la ignorancia y la superstición, siempre presentes desde que el primer hombre miró al cielo y deseó dejar de ser una bestia, siempre agazapadas en las esquinas de la incultura, el fanatismo y la intolerancia, siempre dispuestas a destruir las endebles islas de luz que llamamos civilización. La ciencia a la que me dedico, imperfecta y magullada como ese par de detectives, es también, como Luke Skywalker, la que nos defiende del lado oscuro de nuestra propia naturaleza.
Quizás por eso no sea extraño que en tiempos de oscuridad, como los que vivimos, la ciencia sea un blanco fácil. Cuesta poco alegar que no vale la pena, ni el esfuerzo, ni el dinero, andar buscando esos WIMP que nada quieren saber de nosotros. Pero ignorarlos es como ignorar a los millones de ciudadanos que la barbarie ha abocado a la miseria. No los vemos, pero están ahí y cuentan.
Por eso mi oficio, como el de Marty y Rust, me parece sagrado. Por eso también me emocionó tanto la línea final con que cierra la temporada. «Al principio», dice Rust, «había solo oscuridad. Pero ahora, si quieres saberlo, creo que la luz está ganando».
Maravilloso.
Todo el universo que contemplamos es una ilusión, es un gigantesco holograma, mira el vídeo https://youtu.be/qA3ibYYNLhg
Es un breve resumen del libro Trilogia Krysthos de Marianna Escribano está en Amazon la versión kindle, allí está muy bien explicado,
Un abrazo y cuídate.
Simplemente estupendo, y hasta intelegible para un ciudadano de a pie, que ya es decir bastante. Y no entiendo a aquellos que afirman que la ciencia sería una nueva religión, pero ¿qué religión puede prometer solo angustias, oscuridad y frío? Hasta prueba contraria continuaremos a esperar lo mejor, y por esto algunos rezan y otros esperan sin que se note. Pero me gustaria saber qué sucede con esos agujeros negros que continúan a engullir material. Por lo visto a un cierto momento tendrán que explotar formando monstruos todavía más grandes, pero ¿qué pasa con el Tiempo y el Espacio que han comprimido? A menudo las galaxias las encuentro tan semejantes a nuestros frutos cotidianos, con un centro duro, las semillas en continuo crecimiento y alrededor la materia-pulpa, ya listas para crear nueva vida. Gracias por la excelente lectura.
A mi modo de ver la religion se creo para dar Esperanza , la ciencia es para encontrar la verdad …
Fantástico artículo.
Qué gusto da leer ciencia de buena pluma y espíritu divulgador.
Una pregunta quiero hacer sobre los fotones (al fin y al cabo la luz)
Si el fotón no tiene masa; por qué no puede escapar de los agujeros negros?
Hermoso artículo.
Y debo aclarar que lo que dicen al final de TRUE DETECTIVE el creador y guionista (Nick Pizzolato) reconoció haberlo tomado TAL CUAL del final del nº 8 de TOP TEN de Alan Moore y Gene Ha.
Gracias Nacho, iba a decir lo mismo. Nadie de acuerda del pobre Alan.
Los seres humanos del planeta Tierra vivimos según experimentamos. La vida es un experimento. Todas las religiones son un INVENTO. El miedo y los temores hacen que nos apoyemos en algo más seguro que nuestra propia existencia. La materia oscura es vida también. El universo tiene vida. Todo lo que descubramos en el exterior es pura vida. A ver…
la ciencia no se trata de creer, sin embargo aquí mismo dice textualmente que los físicos creen en cosas que no ven. También dice que los científicos
no trabajan por el dinero, fama, premios no, es por la búsqueda de la verdad… La ciencia no es religión, supuestamente. Pero a mí me suenan bastante similares.
Y por qué?? Pues porque ambas son creaciones humanas, igual de falsas, inperfectas, corruptas y a la vez puras. Una intensamente diferencia es que la religión es básicamente lo mismo que era hace miles de años, y sin embargo sigue vigente y enseñando muchas cosas, mientras que la ciencia de hace miles de años era poco menos que un mal chiste. Piensen un poco en eso antes de reírse tanto de la pobre religión. Un saludo.