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‘Der Chef ist tot’. Sí, pero ¿dónde?

Dos soldados estadounidenses escriben grafitis sobre la pared de la habitación donde nació Adolf Hitler
Dos soldados estadounidenses escriben grafitis sobre la pared de la habitación donde nació Adolf Hitler después de conquistar Braunau, Austria, en febrero de 1945. Fotografía: Getty.

Sobre las dos de la tarde del día 16 de agosto de 1977, Ginger Alden se revolvió entre las sábanas de la cama gigantesca que compartía con su prometido, al que no encontró tumbado, como esperaba. Se levantó y se dirigió al baño en busca de su chico, que tenía por costumbre encerrarse allí a leer cuando no podía conciliar el sueño. Al abrir la puerta se topó con una escena patética: el rey del rock yacía en el suelo, con los pantalones del pijama dorado bajados hasta los tobillos, delante del trono —en sentido real y no literario— y con el culo en pompa. El gran Elvis había muerto de un apretón. De materia dura, no blanda.

El esfuerzo por dar a luz un zurullo seco de difícil tránsito fue la puntilla que necesitaba un corazón, ya sobrecargado, para romperse. Los dolores emocionales, el sobrepeso y las adicciones medicamentosas que aquejaban al cantante tuvieron tan turbador punto final, tan tragicómico o tan cómico, según se prefiera.

¿Puede un grande morir como mi vecino Pepe, el panadero, que sufrió el mismo destino, pero en camiseta sport? Pues sí, ocurre. La diferencia está en la película que se montan sus deudos, porque lo de Pepe no tuvo más trascendencia que el impacto de lo repentino en su viuda, que venía de pasear al perrito, y que solo acertó a decir ante el cadáver caliente que no tenía nada negro que ponerse para el tanatorio. Las reacciones humanas son imprevisibles en los momentos más insospechados.

La mafia de Memphis había de sostener el mito por pura supervivencia económica y porque el populacho necesita alimentar sus leyendas con heroicidades alejadas de la vulgaridad de lo mortal. Un zurullo era del todo impensable, así es que la épica hizo su entrada, reinó en el funeral e instaló a «The Pelvis» definitivamente en la cúspide de la música posclásica con una fábula a la medida de los dioses. 

Y, como quedaba corto lo de morirse, ser enterrado y subir a los cielos de los nostálgicos, enseguida hicieron su aparición las oscuras conspiraciones y las vueltas de tuerca, esos intrusos que aprovechan los huecos de lo inexplicable y que no aceptan la simplicidad de algunos acontecimientos para, de paso, sacar pasta del asunto. Ellos montaron secretamente a un Elvis embotado y embobecido en un Boeing 747 que aterrizó en la Argentina del general Videla y al que por el camino le mudaron la identidad a John Burrows, convirtiéndolo tras cartón en un yanqui que llegó a viejito en la zona oeste de la capital bonaerense. Elvis no habría muerto cuando dijeron que había muerto o, mejor dicho, el muerto de agosto habría sido el personaje, no la persona que lo habitaba.

Muertos supervivientes

Figuras como el Cid, Anastasia Románova o Michael Jackson han permanecido vivas una vez fallecidas oficialmente y han alimentado a los creyentes con teorías y fantasías animadas muy entretenidas. Que me perdonen Marx y su eximia divulgadora Marta Harnecker, pero el «materialismo histórico» y la economía no explican del todo los superferolíticos, quizá espurios y siempre misteriosos intereses que hay detrás de esas supuestas supervivencias, algunas de las cuales acabaron también en la Argentina: la más controvertida tiene como protagonista nada menos que a Adolf Hitler y las elucubraciones sobre su muerte/vida que siguen dando tanto de sí setenta y cinco años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial.

El líder nazi falleció oficialmente el 30 de abril de 1945, sobre las 15.30 h, en su saloncito privado del Führerbunker; murió de suicidio por ingesta de ácido prúsico (cianuro), reforzado inmediatamente por un disparo de pistola en la sien o en el cielo de la boca, imposible saberlo con exactitud.

Las teorías que no comparten la narración oficial de los hechos se agrupan en torno al convencimiento de que siguió vivo en Argentina, a donde huyó el mismo día 30 de abril, el 1 de mayo o quizá unos días antes, en avión y/o submarino, con escalas en España o sin ellas, con destino abortado a Japón o directo a Sudamérica; ninguna lo sitúa, por cierto, en Hawái o, puestos a rizar, en los Altos del Golán. El Cono Sur se pobló de nazis huidos y el Führer habría sido uno más entre ellos.

Las hipótesis son tan variadas como el número de autores que han desmenuzado los interrogantes no resueltos de lo que pasó; cada uno extrae una conclusión diferente, aunque casi todas tienen el común denominador de un retiro idílico en la Patagonia luego de unas estancias en Bariloche y Córdoba. La suerte que corriera el adalid del nazismo no podía ser la de un mortal cualquiera: ponía en juego el orden mundial, el peso y la importancia de los diferentes países en la escena internacional y el prestigio —la testosterona— de los dirigentes políticos de las naciones vencedoras que no fueron capaces de mostrar ni una prueba de su muerte. No cabía un cierre simplificado.

Dar por muerto al muerto y ya está es cosa sencilla cuando se trata de comunes cuyas vidas planas no interesan más que a sus allegados, pero los grandes requieren de algo más apocalíptico, máxime si se trata de líderes —da igual de qué rama— cuyas hazañas los sitúan en un plano superior y están destinadas a dejar boquiabiertos al resto de los humanos. La realidad, por escabrosa e increíble que sea, vende menos que una ficción bien tejida, como enseñan en primero de Periodismo, escuelas de cinematografía y talleres de escritura; por ello, la muerte del canciller del III Reich y el enigma sobre sus restos tiene hoy tanta literatura repartida en dos versiones totalmente divergentes.

La versión oficial (Ich habe Hitler verbrannt)

Basada en las exhaustivas investigaciones del barón Hugh Trevor-Roper, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Oxford, a quien la inteligencia militar británica comisionó para que documentara el final del líder nazi tras la rendición de Alemania el 8 de mayo de 1945. Sus pesquisas fueron publicadas en 1947 bajo el título Los últimos días de Hitler.

Otros autores han reconstruido lo que ocurrió en el búnker de la Cancillería del Reich de Berlín: cabe destacar La muerte de Hitler de Victoria Robbins (1996) y los textos del historiador alemán Joachim Fest que, junto con los recuerdos de Traudl Junge, secretaria de Hitler, sirvieron de base a Bernd Eichinger para escribir el guion de El hundimiento (Der Untergang), la película dirigida por Oliver Hirschbiegel en 2004 que pone en imágenes lo que se vivió bajo tierra los últimos diez días del mes de abril de 1945.

Cada testigo tuvo su propia visión, pero hay en todas ellas elementos coincidentes que se pueden resumir en pocas líneas: Hitler y sus fieles, algunos altos mandos militares, su prometida Eva Braun, sus secretarias, cocineras, asistentes, guardianes, soldados y un par de perros (pastores alemanes) se refugiaron en el Führerbunker cuando la cosa se fue poniendo muy fea. Era un complejo antiaéreo constituido por túneles y estancias que tenían sus propios servicios de generación de luz, comunicaciones, etc.

Las tropas soviéticas habían cercado la capital alemana, que bombardeaban día y noche. Hitler había ordenado que se destruyeran todas las infraestructuras de la ciudad —puentes, torres de comunicación, etc.— para impedir el avance de los enemigos, pero, como muchas otras órdenes que dictó en esos últimos días de mando, esta no se cumplió.

El Führer apareció por última vez en público el 20 de abril, día de su cumpleaños, para condecorar a los soldados que formaban un triste batallón de adolescentes y ancianos, recursos terminales de reclutamiento. Los diez días siguientes los pasó protegido del fuego enemigo en esa estructura cerrada, reuniéndose con sus generales, dictando sentencias de muerte a los que consideraba traidores y recibiendo noticias del exterior que le filtraban o desoía, siempre convencido de que había grandes posibilidades de victoria sobre los aliados y especialmente sobre los comunistas.

Mientras el resto de los habitantes del refugio se distraía bebiendo, jugando a las cartas, charlando, etc., Hitler y sus capitostes pasaban el tiempo en la sala de mapas donde pergeñaban estrategias, recibían cables y los enviaban y trataban, en fin, de darle un giro copernicano a una realidad de la que no participaban. Nada parecía quebrantar la fe de los encerrados mientras en otros lugares algunos jerarcas nazis intentaban negociar o acercarse a las posiciones de los aliados buscando una salida medianamente digna a una situación que se evidenciaba perdida.

La noticia de la muerte de Mussolini y de Clara Petacci el 28 de abril a manos de los partisanos y la imagen de ambos colgados como un par de bacalaos secos en una gasolinera de Milán debieron de ser la espita que le condujo a la «solución final». Sin inmutarse, dictó dos testamentos, el personal y el político, se casó in extremis con Eva Braun el día 29 y el 30 comió con sus secretarias, retirándose después a sus aposentos, donde llevó a cabo el supremo y último acto: el suicidio, la única opción que su patológico narcisismo le permitía, es decir, la disposición definitiva de su vida. Y lo hizo sin miedo, porque la ausencia de miedo es uno de los signos más visibles de los psicópatas, paradójica expresión del miedo insuperable que en realidad les anida, como describió la psiquiatra alemana Alice Miller en sus estudios sobre el dictador (y los pequeños dictadores).

El control extremo sobre su persona llegaría más allá: había ordenado que su cadáver y el de Eva Braun fueran incinerados para evitar su exhibición como trofeo por parte de los comunistas, y así se hizo. Fueron sacados al exterior, rociados con el queroseno que se pudo extraer de unos carros de combate y quemados, pero la combustión al aire libre no consumió los cuerpos como se esperaba y quedaron restos que acabarían enterrados en el hueco que había producido una granada o un obús. 

Las órdenes de Stalin eran tajantes, lo quería vivo o muerto. Los soldados soviéticos buscaron durante varias jornadas en los alrededores del búnker hasta que encontraron unos trozos de mandíbula y de cráneo que identificaron como los de Hitler y que llevaron —más ofrenda que trofeo— al líder comunista.

Las peripecias que han sufrido esas piezas, su filiación, la asistencia forzada de la ayudante del dentista de Hitler y las contradicciones de los testigos en una época en la que no se contaba con los medios actuales de identificación han puesto de manifiesto, para muchos autores, que existen lagunas, hechos inexplicables y zonas oscuras que esconden una realidad bien diferente: que todo fue una patraña para convencer al mundo de que Hitler había muerto mientras se largaba con su recién esposa en busca de una segunda existencia en Japón o en el Cono Sur o donde quiera que encontraran un refugio seguro.

Las suposiciones (Der Führer blieb am Leben)

Los defensores de la supervivencia de Hitler más allá del cerco de Berlín son muchos y muy entregados a la causa. El periodista argentino Abel Basti y el escritor peruano Eric Frattini, entre otros, han investigado los documentos, las declaraciones de los testigos, las noticias de prensa y un largo etcétera de recursos que, una vez contrastados, los llevan a concluir que los Hitler se hicieron pasar por muertos para el mundo, pero no estaban muertos, que estaban tomando mate, lereleré.

El argumento básico y primigenio es que no hay cadáver. Parece irrefutable y de ahí parten el resto de las consideraciones. Lo que aconteció o no, verdad o mentira, es una de las tramas más complejas que imaginarse pueda, porque si Hitler consiguió huir y lo de la inmolación fue un montaje, hay que quitarse el sombrero ante quien o quienes consiguieron urdir, con todo lujo de detalles, una hazaña semejante. Y no es fácil de desentrañar.

Pongámonos en el papel de creyentes y cuestionemos el suicidio del Führer, lo que equivale a montar un rompecabezas en el que faltan muchas piezas. Las declaraciones de los testigos que sirvieron de base para la reconstrucción oficial de los hechos se hicieron, en muchos casos, bajo tortura, sin olvidar que los interrogadores, aun perteneciendo al mismo bando de los aliados, formaban dos grupos enfrentados por el dominio político del planeta: de un lado, estadounidenses y británicos, y, del otro, los rusos; los intereses opuestos de las tres potencias, recelosas entre sí, sentarían posteriormente las bases de lo que se conoce como Guerra Fría. 

Stalin tenía el convencimiento de que los otros iban a proteger en última instancia a los jerarcas nazis para beneficiarse de la tecnología puntera que les permitiría ser superiores a los soviéticos, y de ahí el empeño del dictador en asegurarse de la muerte del Führer, que descabezaría la potente maquinaria bajo su mando.

Después de la caída de Berlín y de la rendición incondicional de Alemania había mucha prisa por enjuiciar y condenar a los nazis capturados en el proceso de Núremberg. Por eso los aliados aceptaron el rápido informe de Trevor-Roper cuyas conclusiones se basaban tanto en testimonios reales como en apreciaciones de gentes que dijeron que les dijeron, aunque no vieron. No encontraban a Hitler y el juicio tenía que dar comienzo, con él o sin él.

Nadie vio al líder pegarse un tiro y los tres ayudantes que entraron a la salita después de escuchar una detonación describieron tres escenas diferentes: que si sien derecha, que si sien izquierda, que si en el paladar, que si junto al cadáver de Eva, que si separados. Transportados los cuerpos al exterior, fueron rociados con la gasolina, pero la tierra era arenosa y se tragó el poco combustible que habían podido recoger. ¿Es casualidad que ardieran los rostros mientras que otras partes del cuerpo quedaron medianamente visibles? Por otro lado, si los soviéticos encontraron los restos en el hueco dejado por una bomba, hay que recordar que nadie conocía el refugio del Führer y que los jardines de la Cancillería, con los árboles intactos, no presentaban ningún signo de destrucción cuando llegaron los rusos.

La estrategia para huir se pudo hilvanar tan bien porque se contaba con varios puntos muy definidos: la existencia de dobles, de medios aéreos y marinos de lo más puntero en tecnología, el asesinato implacable —para hacer desaparecer los testigos— de los que iban colaborando en el plan a medida que cumplían su cometido y la desinformación mutua de todos los que participaban en el proyecto (cada uno conocía su función y no la de los otros). 

A ello habría que añadir la entrega de la reina para evitar el jaque mate: el más fiel de los fieles, Goebbels, debía morir y ser encontrado al lado del supuesto cadáver de Hitler, lo que certificaría que estaban todos juntos. Él, su esposa y sus seis hijos, todos muertos, sí fueron hallados en el Führerbunker.

Los dobles jugaron un papel fundamental; se reconocieron hasta seis que se utilizaron en muchas ocasiones, sobre todo en las que solo había que saludar. Algunos de los habitantes del búnker en el mes de abril de 1945 hablaron de un Hitler repentinamente envejecido, con temblores de Parkinson, con dificultades de dicción, que madrugaba y que se tomó unas cuantas copas de cava para celebrar su matrimonio; sin embargo, otros afirmaron haber visto al líder —que era vegetariano y abstemio y jamás se levantaba temprano— en plena forma a primeros de mes. El papel de los últimos días habría sido interpretado por un sosia narcotizado que conocía de antemano su final y que tenía las orejas más grandes que don Adolfo, como se desprende de la comparativa de unas fotos. Además, llevaba los calcetines remendados, algo impensable en un atildado ególatra.

Berlín estaba impracticable por el asedio de los rusos, pero, detrás de la Puerta de Brandeburgo, no lejos del refugio secreto, se abría —se abre— una gran arteria, conocida como Avenida Bajo Los Tilos (Unter den Linden), que Hitler había mandado despejar de árboles para convertirla en pista de aterrizaje y despegue. Contaba con helicópteros e hidroaviones capaces de despegar de las aguas del cercano río Havel; también con los poderosos Ju 290, lo último en aeronaves, aptos para volar de un continente a otro sin repostar, así como los Unterseeboot (U-Boote), los potentes submarinos construidos con mentalidad alemana. Medios no le faltaban, y fieles pilotos tampoco. 

El plan de huida se llevaría a cabo según una escaleta estrictamente organizada. Ahora bien, ¿escaparon en avión o en submarino? Se cree que la piloto Hanna Reitsch transportó a la pareja desde Berlín hasta Austria, donde tomarían el Ju 290 que los llevaría a Barcelona por el norte de Italia para evitar a los cazas franceses. España, neutral en la guerra, habría sido, sin embargo, cómplice de la escapada. De Barcelona habrían ido a La Graña (Pontevedra), donde les esperaba el U-Boot que los llevaría a Argentina. Otras hipótesis desvían el avión hasta Noruega, donde habrían embarcado rumbo al sur.

En los meses de julio y agosto de 1945 llegaron varios submarinos, entre ellos el U-530 y el U-977, a las costas argentinas. Allí desembarcaron tripulantes y, supuestamente, oro y divisas con las que mantener a los nazis huidos y, de paso, pagar el acogimiento de las ratas al gobierno de la nación. Se cree que los Hitler pudieron desembarcar en Puerto Madryn, en el puerto de Mar del Plata o frente a San Clemente del Tuyú e instalarse posteriormente en la hacienda San Ramón, cerca de Bariloche, donde permanecerían un tiempo hasta que se trasladaron definitivamente a la residencia Inalco —a orillas del lago Nahuel Huapi, en la Patagonia, un territorio tremendo y prácticamente inhabitado— cuya construcción guarda gran semejanza con Berghof, su casa de descanso en los Alpes. 

Y poco más, porque su rastro se evaporaría como un líquido de baja densidad: si vivía, ya no era nadie.

Dónde y de qué murió, si no lo hizo en el búnker, es un misterio sin resolver. Resulta curioso que el famoso cazador de nazis Simon Wiesenthal no lo tuviera en sus objetivos, y lo cierto es que ni las potencias vencedoras, ni los servicios secretos, ni los aviesos periodistas en busca del documento definitivo han conseguido esclarecer cuál fue el final de un acomplejado niño austríaco que, viendo frustradas sus aspiraciones de ser artista, decidió comerse el mundo. 

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4 Comments

  1. E.Roberto

    No me atraen las biografías de criminales retorcidos, pero en El Joven Hitler del dos mil diecinueve o veinte afirman que su madre era hija de un hermano del padre, o sea sobrina de este y… ¿se puede decir prima del monstruo que nos incumbe además de madre? Si es cierto sería una consanguineidad bastante aguda y sospechosa que tal vez explique la psicopatía y desprecio por los demás que lo caracterizaba, aun siendo todavía un pibe. (Para sacar “hierro”, como dicen los españoles, a este tema truculento afirmo que en Argentina no pudo haber llegado porque en esos tiempos éramos todos carnívoros sin excepción. Ahora no tanto ) Gracias por el excelente artícuo.

  2. Jairo

    En el History Chanel pasan todavía una serie documental, Persiguiendo a Hitler, donde unos americanos sin nada qué hacer y mucho dinero, suguen todas esas pistas que se mencionan en este texto. No llegan a nada, claro. Lo mismo que cuando invierten mucho dinero y tecnología de punta para buscar a Pie grande.

    Siempre han habido y habrán ese tipo de historias. Al mariscal Ney lo vieron en Estados Unidos, a Carlos Gardel cantando deformado por el fuego en Medellín, a Amelia Earhart en alguna isla de la Polinesia, a Ettore Majorana en Venezuela…

    Escelente texto, Gracias.

  3. Puntoycoma

    Sobre la huida o no del super ario mostachudo, recomiendo para pasar el rato leyendo «Berkut» de Joseph Heywood.

  4. Sí, seguro. Y ningún gobierno del mundo jamás nos ha mentido nunca en nada, no… Especialmente los líderes del mundo libre, paladines de la justicia y la democracia que son 100% transparentes en cuestiones de política militar y siempre pero siempre dicen la verdad… Con la corrupción que hay en el mundo, en éstas cuestiones de tan alto perfil le creo más a Giorgio Tsoukalos que a un político. Con lo corrupto que es todo, con las chanchulladas que hacen, fingir una muerte es cosa de rutina para ésta «gente». Pero lo hacen por nuestro bien, obvio.

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