El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras.
Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes, 1977.
Abrazo
El abrazo es la primera palabra del tango argentino, el espacio —físico, simbólico, ritual— que posibilita el diálogo. Los cuerpos de la pareja se entrelazan en la simetría que se reinventa y se renueva a cada paso. Tuve que aprender a reconocer y descifrar cada músculo, su posición, acción y reacción. Una mano rodea la cintura, a la altura de la última costilla, para percibir la tensión del abdominal oblicuo, el leve movimiento del hombro, la rotación de cadera que inyecta tensión en las piernas y las recorre hasta los tobillos y los pies. Una mano en la espalda, debajo del omoplato, para detectar la contracción de los músculos de la espalda, o en el brazo (pulgar en el bíceps, índice en el tríceps). Las otras dos manos se rozan: recogen la energía compartida y la dosifican, la distribuyen y la expanden. Cada tango es un abrazo, es un diálogo, es una lengua. El cuerpo es su gramática; la música, su sintaxis; la piel, su pragmática.
El abrazo transfigura los cuerpos, los funde a la vez que cada uno preserva y defiende su eje, figuración de todos los cuerpos posibles. Venas, respiración, sudor, saliva. El abrazo es oído: para bailar tango hay que saber escuchar, me decía mi maestro.
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La piel de la milonga / es como un sentimiento / que enciende, que prolonga / el dulce amor del viento. / El viento ríe y llora, / la envuelve entre sus brazos, / la ronda, la enamora, / la lleva hasta el confín.
«Milonga en el viento», letra y música de Eladia Blázquez.
Milonga
Si el abrazo es el espacio simbólico del tango, la milonga es su escenario material. La ritualidad codificada de las milongas, desde Buenos Aires hasta Barcelona, pasando por Seúl o Roma, prolonga la continuidad dialógica del baile. La pista en el centro, mesas y sillas alrededor, las parejas que bailan siguiendo el sentido de las agujas del reloj (las principiantes en los bordes exteriores, las avanzadas en el centro), el cabeceo —el leve movimiento de la cabeza, acompañado por una silenciosa invitación en la mirada— es la pregunta; la mano tendida es la respuesta. La conversación, tan íntima y cómplice, se plasma en una tanda de cuatro tangos, con los cuerpos abrazados que se mueven mientras son observados, ajenos a la mirada externa, autorrepresentan la memoria de pasos y figuras, que es memoria de una tradición musical y social.
«Acaso lo que más me impresione en esas parejas es el aislamiento del entorno, el ensimismamiento visible, sensible», escribe el novelista y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky en su Milongas. Con él fui al Salón Canning, una de las milongas más antiguas de Buenos Aires, bailamos y hablamos y escuchamos. La propia circularidad de la milonga, visible en la disposición de pista y mesas, en la alternancia ritual de tandas y cortinas (los intervalos musicales entre tandas), convierte el espacio en liminal: el cuerpo es uno y dos a la vez, ritualizado en el doble rol de actor y espectador. Me gusta mirar los pies, la forma en que las suelas se deslizan, la presión controlada en el piso. Es mi primera intuición de lectura.
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Primero hay que saber sufrir, / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento.
«Naranjo en flor», letra de Homero Expósito, música de Virgilio Expósito.
Caminata
El tango se baila caminando. Caminando abrazados, quiero decir. Primero hay que anclar y controlar el eje del cuerpo propio, después entregarlo al otro y acoger el suyo, después disociar tronco y cadera, y al fin andar, juntos. El movimiento es especular, a cada invitación le corresponde una respuesta, libre de ser cada vez distinta y nueva. La historia del tango es la historia de un viaje en constante expansión, un viaje de ida y vuelta, del barrio hacia el mundo y del mundo hacia el barrio: «El viajero que huye / tarde o temprano / detiene su andar», cantaba Gardel. El compás marca las pausas de la caminata, reitera que el baile no es huida, sino búsqueda de la relación. Porque la historia del tango es también la historia de un diálogo entre el baile y el cine —memorable, por citar solo una, la escena de Esencia de mujer con Al Pacino y Gabrielle Anwar bailando «Por una cabeza»— y la literatura —pensemos en los tangos de Borges con música de Piazzolla— y la moda y el arte —imaginemos el fileteado porteño—. Y es la historia de un contagio: en el Campeonato Mundial de Baile de Tango, que se celebra cada año en Buenos Aires desde 2003, en la doble modalidad de tango pista y tango escenario compiten parejas de entre treinta y cinco y cuarenta países. El tango se baila caminando. Y viajando.
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Lo hiciste o no lo hiciste / lo haces o no lo haces. / Excusas y más excusas placer dolor verdad. / Qué verdad es esa.
La belleza del marido, Anne Carson.
Figura
Los nombres de las figuras del baile desvelan el destino de los cuerpos y pautan los tiempos del diálogo: el contacto entre las manos inicia el movimiento y abre su temporalidad suspendida. Lo haces o no lo haces. Me sigues o no me sigues. Y allí, en esta suspensión, se negocia la verdad de cada tango.
El ocho involucra, de forma especular, los pies de ambos bailarines, mientras dibujan infinitos en el suelo. Los giros proporcionan el cambio de perspectiva, la inversión del punto de vista que modifica el rumbo de la conversación. El gancho —las piernas que se entrelazan con la rapidez y la delicadeza de un disparo— es un punto y a parte. La sacada coloca los dos puntos para una explicación, te desplazo y me reubico, me desplazas y te reubicas. La volcada es su reflejo, los cuerpos pierden el eje individual y durante segundos construyen un eje compartido, unidos por los torsos. Y luego los adornos y la fantasía del boleo añaden excusas y más excusas, placer, dolor: verdad.
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Alegría de escribir. / Poder de eternizar. / Venganza de una mano mortal.
«La alegría de escribir», Wislawa Szymborska.
Zapato
Bailar tango es escribir. La pluma es un calzado con suela de cromo, el cuero fino que permite flexibilidad y control a la hora de deslizar los pies. Porque el zapato de tango es más que un accesorio: es la posibilidad de equilibrio, la búsqueda del eje. Es la puntuación que inicia y cierra el ritual del baile. Al llegar a la milonga, el gesto de quitarte el zapato de calle y ponerte el de baile es la señal codificada que confirma el acceso al espacio escénico. Los colores, los materiales y el diseño del calzado son indicios que sugieren familiaridad, experiencia o iniciación. El calzado calla, para, acelera. Pregunta, contesta, escucha. Objeto y sujeto del baile, se convierte en metonimia del cuerpo danzante: «El símbolo es la unidad última de la estructura específica en un contexto ritual», escribió el antropólogo Victor Turner en su ensayo seminal El proceso ritual. El calzado es ese símbolo.
Recuerdo, con el aura de solemnidad que adquieren las memorias muchas veces reconstruidas y narradas, el día en que elegí mis primeros zapatos Comme il Faut: en la tienda de Buenos Aires tuve que pedir cita para que me recibieran. La asesora —así se presentó— me preguntó qué tipo de sandalia estaba buscando, si me interesaba un modelo específico, qué materiales, qué colores. Me quedé esperando en un sofá de terciopelo rojo, rodeada de espejos. La asesora volvió con cajas y cajas de zapatos: los sacaba de las bolsas de seda, me mostraba los detalles, la flexibilidad de la suela, la estabilidad en la zona del metatarso. Todavía los tengo, son de gamuza y raso y con ellos sigo escribiendo ochos en el suelo.
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«El tango fue, sobre todo la milonga, un símbolo de felicidad. De suponer que esto sea eterno, creo que hay algo en el alma argentina, algo salvado por esos humildes, y a veces anónimos, compositores de las orillas, algo que volverá. Es decir, creo, en suma, que estudiar el tango no es inútil, es estudiar las diversas vicisitudes del alma argentina», le dijo Borges al tango.
Bailar tango es un diálogo. Es ese baile que acabas de leer, con citas como preguntas y pasos como respuestas. Es cada diálogo de dos cuerpos abrazados, caminando, en una milonga.
Y tú, ¿qué le dirías al tango?
Gran artículo!
Gracias por escribirlo :)
Hermoso artículo, señora. Se lo agradezco en nombre de la nostalgia por esta, nuestra música. Me permita solamente dos pataleos: como se deduce de sus experiencias, usted (vos sos) es porteña, encima con el apellido tano. Pero por ahí me equivoco y pido disculpas, pero si fuera así, el final del artículo tendría que haber sido, Y vos ¿qué le dirías al tango? La otra es que cuando se habla de tangos, y no solo en este artículo, los “conventillos” no se nombran. Tal vez sea por mis años, pero fueron una realidad, un modo social de convivir y de bailar el tango. Le agradezco por la excelente lectura y por la divagación inducida siguiente.
La piba se abandona indefensa, casi dormida, en la mejilla de su hombre. El tango es un abrazo tibio que termina en sus omóplatos mientras Las Madreselvas en Flor la rodea de ilusiones, y mi corazón se vuelve un pedazo de aquel purrete que los vio bailar, con esos cuerpos entregados al sueño de los pasos, pantalones y polleras que enmarcaban cuerpos altos, morenos, ojos cerrados entregados y olvidados en los patios de conventiyos proletarios… “Vieja pared, de mi arrabal tu sombra fue mi compañera…”