A veces, cuando pensamos en la evolución de las especies mediante selección natural, podemos olvidar que las especies no se limitan a evolucionar en competición con otras. De hecho, la colaboración ha tenido un papel más importante. Y esa colaboración puede producirse entre seres vivos que, a primera vista, jamás pensaríamos que están tan estrechamente relacionados como para haber evolucionado juntos durante decenas de millones de años. Un ejemplo tan bello como estrambótico es el matrimonio entre los perezosos que habitan los árboles y las algas que habitan el agua.
Y no, no es una relación basada en que los perezosos se acerquen a un río y se coman las algas que hay en él. La evolución natural puede tomar caminos mucho más retorcidos y misteriosos que escapan a la intuición. Los seres humanos estamos acostumbrados a concebir la relación amistosa entre especies como algo similar a la que nosotros mantenemos con ciertos animales o plantas. Y muchas veces así es: nos maravilla saber que las hormigas cultivan hongos y crían manadas de pulgones para su propio beneficio, pero en realidad son mecanismos que conocemos bien porque nosotros también somos agricultores y ganaderos. De hecho, somos muy hábiles seleccionando criaturas y haciéndolas evolucionar para que cumplan propósitos determinados. Un chiste visual en torno a la evolución de los cánidos muestra a un lobo observando a un grupo de humanos prehistóricos mientras piensa: «No creo que pase nada malo por acercarme a ellos para ver si me dan algo de comida». Decenas de miles años después, vemos al lobo transformado en un caniche con lacito.
El perro, el gato y muchos otros animales han pasado milenios evolucionando de acuerdo a las necesidades de los grupos humanos. Algunos animales, tras ser domesticados, se han convertido en especies nuevas creadas por nosotros. En estos casos de selección artificial podemos señalar con precisión el origen y la intencionalidad, pues nosotros fuimos los seleccionadores. No nos sorprende que perros y gatos sean cariñosos, o que vacas y ovejas sean mansas y obedientes, pues fuimos nosotros quienes los hicimos evolucionar en esa dirección. Lo mismo ha sucedido con las frutas y hortalizas que cultivamos, que cada vez han sido más grandes, sabrosas y ajustadas a nuestros gustos.
La selección natural, por el contrario, carece de una mente pensante capaz de decidir qué dirección ha de seguir la evolución de cada especie. Es verdad que cuando hablamos de evolución por selección natural solemos usar un lenguaje que sugiere intencionalidad, pero lo hacemos porque es el lenguaje que mejor explica cómo funciona, no porque pensemos que tal intencionalidad existe. Sabemos que lo que «dirige» la evolución es el inconsciente resultado de un proceso numérico: la mayor probabilidad de reproducción de unos individuos frente a otros. Pero hay especies que han evolucionado juntas a lo largo de millones de años manteniendo una relación de conveniencia más sorprendente que la de los humanos con aquellos animales que hemos ido remodelando según nuestros intereses. Tanto, que puede producir una irreal pero hipnótica ilusión de verdadera intencionalidad.
Es el caso de los perezosos verdes. Todos conocemos al llamado oso perezoso, ese simpático animal de sonrisa perenne, pariente del oso hormiguero y del armadillo, que vive colgado de los árboles y se mueve con gran lentitud. Por genética, el pelaje de todas las variedades de perezosos es de un color marrón claro que en ocasiones puede tender al gris. Sin embargo, existen perezosos cuyo pelaje es verde, lo cual les proporciona un magnífico camuflaje al ayudarlos a confundirse con la hojarasca de los árboles, cosa particularmente útil frente al ataque de aves rapaces o depredadores capaces de trepar. El color verde es una indudable ventaja evolutiva que ciertas variedades de perezosos adquirieron hace muchísimo tiempo, pero no es una ventaja innata, pese a que han conseguido mantenerla durante decenas de millones de años.
Los perezosos verdes nacen con el pelaje pardo como dicta su ADN. Semanas después del nacimiento, heredan el color verde de sus madres. Este peculiar fenómeno se debe a un espectacular caso de simbiosis evolutiva entre el perezoso y el alga microscópica Trichophilus welckeri, que habita en su pelo y es la responsable de teñirlo. Las crías de perezoso heredan el verde de sus madres no por vía genética, sino por «contagio». Esto sugiere varias preguntas. La primera: ¿cómo demonios se las arregla un alga para vivir en la piel de un mamífero arborícola? Obviamente, los perezosos habitan zonas húmedas, pero no tan húmedas para que las algas sobrevivan fuera del agua. El truco está en que los pelos del perezoso no son lisos, sino que tienen grietas que ayudan a capturar y conservar las gotas de lluvia. Dicho de otro modo: el pelaje del perezoso ha evolucionado hasta especializarse en la conservación de suficiente humedad como para permitir que la Trichophilus sobreviva lejos de ríos y lagos. Lo más llamativo es que también el alga ha evolucionado junto al perezoso. Se sabe porque no se ha encontrado esta alga en otro entorno que no sea la piel de este animal, y parece que solo existe como organismo simbionte. Esto indica que ambas especies llevan millones de años viviendo juntas y que el alga antecesora de la Trichophilus ya no existe. El origen de esa simbiosis, sin embargo, no es tan extraño como su funcionamiento. Los perezosos, de necesitarlo, son unos nadadores decentes. Y aún mejores nadadores fueron sus antepasados, perezosos de mayor tamaño que frecuentaban ríos, lagos y mares, donde empezaron a relacionarse con los microscópicos vegetales acuáticos.
El alga del perezoso, pues, podría llevar toda su existencia como especie evolucionando junto a su huésped. Y el perezoso no solo se beneficia por el camuflaje, sino también porque parece capaz de absorber nutrientes del alga por vía cutánea. Los perezosos se clasifican en dos grandes grupos según el número de dedos que tienen en cada garra: los didáctilos y los tridáctilos. Estos dos grupos también difieren en su dieta: los didáctilos son omnívoros, y los tridáctilos estrictamente herbívoros, pero en ambos casos las hojas de los árboles constituyen la base de la alimentación. Pues bien, a igual peso, el alga aporta a sus huéspedes el mismo porcentaje de proteínas y carbohidratos que su follaje predilecto, pero más del triple de materias grasas.
Otra consecuencia de la presencia del alga es que origina un pobladísimo ecosistema en el pelaje del mamífero. En todos los animales grandes existen ecosistemas cutáneos invisibles, incluso sobre la piel de los seres humanos, pese a nuestra tendencia a lavarnos de continuo. Pero la piel del perezoso es, en sí misma, como una pequeña jungla. Al igual que sucede en ámbitos acuáticos, el alga conlleva la presencia de diminutos artrópodos que se alimentan de ella. Hay que sumar los típicos parásitos que se alimentan de la piel o la sangre del propio perezoso, que también son abundantes: en una ocasión se encontraron casi mil diminutos escarabajos viviendo sobre un solo individuo. Todo un trepidante microcosmos de criaturas que se alimentan del perezoso o del alga. Pero ¿de qué se alimenta el alga?
Como cualquier vegetal, necesita un buen fertilizante para sobrevivir. Y un buen fertilizante contiene mucho nitrógeno que proviene de la descomposición de materia orgánica. Los seres humanos lo sabemos bien porque, tradicionalmente, en nuestros cultivos hemos empleado excrementos animales como abono de calidad. Pero no, el perezoso no se frota con su propio excremento para fertilizar el vegetal acuático que lo tiñe de verde. Eso podría arruinar la humedad del pelaje, además de que un exceso de nitrógeno sería contraproducente. El ecosistema de su piel no toleraría una gran cantidad de excremento, lo cual, entre otros motivos obvios relacionados con las infecciones, iría en perjuicio del propio animal.
La manera en que el perezoso fertiliza su pelaje es bastante más rebuscada y está relacionada con una variedad de polillas que, como la propia alga, también se caracteriza por habitar únicamente en la piel de este mamífero. La polilla parece ser responsable de la extrañísima costumbre que los perezosos verdes practican a despecho de su propia seguridad: bajar de los árboles para defecar. El animal, con su característica lentitud, desciende por el tronco, cava un pequeño hoyo, deposita sus excrementos y después los cubre con una capa superficial de tierra. Al finalizar este procedimiento, vuelve a ascender trabajosamente hasta la relativa seguridad de las ramas.
A primera vista, semejante ceremonial no parece tener ningún sentido evolutivo en un animal que es tan vulnerable cuando está en el suelo. De hecho, en las variedades más proclives a esta costumbre, más de la mitad de las muertes son debidas al ataque de los depredadores durante la trabajosa defecación. Y esta no es la única desventaja. El acto de bajar del árbol, cavar el hoyito y después volver a subir supone un tremendo desgaste energético, pues el perezoso despilfarra nada menos que una décima parte de sus calorías diarias en el inexplicable empeño de defecar en tierra. Entonces, ¿por qué lo hace? Un animal cuyo principal mecanismo de defensa es vivir en los árboles debería, según la lógica, limitarse a dejar que el excremento caiga. Así, el perezoso ahorraría energía y, desde luego, viviría más años sin ser cazado. Pero debe de existir una ventaja evolutiva que ha favorecido que esta costumbre se mantenga.
La respuesta reside en la necesidad de asegurar la reproducción de las polillas que conviven con él. Ellas depositan sus huevos en los excrementos que hay en tierra, y allí crecen sus larvas. Por ello, el perezoso se preocupa de que sus deposiciones no caigan en cualquier sitio. Y las polillas, cuando terminan de poner los huevos y regresan al pelaje del perezoso, están manchadas de excremento rico en nitrógeno, el potente fertilizante para las algas verdes, pero en pequeñas cantidades que no sobrecargan al vegetal ni perjudican al perezoso. Como ganancia extra, la descomposición de las polillas muertas entre el pelaje también produce nitrógeno. Evolutivamente, pues, el perezoso verde ha equilibrado el delicadísimo balance entre jugarse la vida durante la defecación y obtener los beneficios del camuflaje proporcionado por el alga.
Esta simbiosis es tan antigua que los protagonistas, aun teniendo la capacidad de escribir crónicas históricas, no serían capaces de recordar su origen. Cuando el perezoso verde se separó de otras variedades aún no existían los seres humanos y faltaban centenares de miles de siglos —de siglos— para la aparición del Homo habilis. Ciertamente, la selección artificial que practicamos los seres humanos es poderosa y muy eficaz, pero ni el ingeniero más imaginativo podría haber diseñado una simbiosis tan enrevesada como la de un diminuto vegetal acuático que abandonó el agua para vivir sobre un animal arborícola capaz de defecar jugándose la vida con tal de que su pequeña amiguita verde pueda sobrevivir. La vieja frase, por muy metafórica y repetida, no deja de ser cierta: la naturaleza es sabia. Y en la naturaleza el amor puede ser extravagante, pero nunca es ciego.
Maravilloso artículo. Literalmente te deja de boca abierta. En ocasiones como esta tengo la sensación de que negando la existencia de Dios en realidad estamos yendo en contra del principio de Ockham, de que la explicación más sencilla suele ser la más probable.
Espectacular. Gracias.
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Por el tema, tan curioso como fascinante y por cómo está contado, da para relato de ciencia ficción.
Enhorabuena.