La piscina encerraba un argumento alternativo muy goloso en el tópico del novelista que sufre un bloqueo de inspiración y pasa el día holgazaneando y fantaseando entre chapuzones y baños de sol, cerca o no de la costa Azul, hasta que un intruso rompe el sopor del verano y detona la acción. Así supo verlo François Ozon en su entretenido y juguetón thriller, Swimming Pool (2003), que trasladó el protagonismo a dos actrices excelentes, Charlotte Rampling y Ludivine Segnier. Era un thriller no policiaco, y conviene observar que en la película de Deray la policía no asoma la cabeza hasta el último tramo, para introducir en la intriga de trasfondo psicológico el imprescindible principio de realidad. Es un recurso habitual en el cine francés, como se ve en Ascensor para el cadalso (1957) y en A pleno sol (1960), mostrar que la ley no pierde la pista de quienes la transgreden. El asesino caerá tarde o temprano. Si se captura al homicida o si logra zafarse de la ley dependerá del clima social en que se ruede y estrene la película.
Exactamente lo contrario del principio de realidad es lo que aporta en A Bigger Splash (Cegados por el sol) el comisario interpretado por Corrado Guzzanti, un actor de teatro muy conocido y apreciado en Italia como cómico, criticado con dureza en Italia con acusaciones de terminar el drama en clave de farsa. Según ha explicado Luca Guadagnino, la película fue un encargo de productores que solo aceptó una vez consiguió hacer suyo el proyecto y encajar las diferentes piezas. Los cambios que introdujo en el guion coadaptado con David Kajganich son significativos, sin renunciar al cruce de parejas con tres adultos de pasado tumultuoso y una joven que observa críticamente los movimientos de cada uno. También conservó la profesión de Harry como productor musical, la insinuación incestuosa y la clave argumental del castigo pasado por el agua de una piscina de una villa plantada en una localización envidiable. El resto es puro Guadagnino, es decir, saturación de referencias y horror vacui en guion, dirección y puesta en escena.
El título evoca uno de los famosos cuadros del británico David Hockney —El gran chapuzón—, y es uno de los muchos detalles de su filmografía que delatan que filma para un público no tanto cosmopolita como globalizado, una audiencia que verá la película en el cine o por televisión y que decodificará sus claves con arreglo a una idea de lo que es el mundo actual y sus interrelaciones, dictada en general por los canales informativos de las grandes corporaciones. Guadagnino está considerado un director global arthouse, es decir, artístico pero orientado hacia una audiencia global, con un impacto muy particular entre el público estadounidense —seducido por lo que entiende como una exquisitez europea que es en realidad un sucedáneo del estilo de vida a la italiana—. En Italia, el público no responde amablemente a sus propuestas y, a tenor de la cifra de espectadores, A Bigger Splash es la que menos les interesó. Seguro que una de las razones es cómo usa el drama de los refugiados, una crisis monumental para Italia; es como si un nuevo rico o un hombre de orígenes humildes volviera la espalda a la complejidad de su propio origen y adoptara todos los clichés institucionalizados por los estratos superiores y, al mismo tiempo, retrata de modo artificioso e inverosímil al grupito social que despierta su interés: la bohemian bourgeoisie anglosajona. Convierte la realidad de su país y los aspectos más candentes —como hizo en Call Me by Your Name con «el compromiso histórico»— en detalles decorativos y a los personajes italianos en subalternos, además de espectadores impotentes de un drama que quiere ser universal.
Según Guadagnino, el cuadro de Hockney resume simbólicamente su película: la quietud del escenario espléndido trastornada por el movimiento del nadador dentro del agua, al que observa desde el bordillo de la piscina un hombre rubio vestido con colores californianos. En realidad, se trata de una de tantas referencias cultas que la película intenta encajar sin llegar a armonizarlas en un conjunto convincente. Otra es la referencia a Stromboli, de Roberto Rossellini, por el contraste entre el perfil urbano de los personajes y la rudeza del paisaje preafricano. Así las cosas, y por armarse de filiaciones cultas italianas, lo mismo serviría mencionar La aventura, de Antonioni, sin añadir por eso más sentido.
La opción de Guadagnino no es el minimalismo de Deray-Carrière sino la saturación. Más es siempre más en este su segundo capítulo de la Trilogía del Amor, que arrancó con Yo soy el amor (2009) y terminó con la exitosa Call Me by Your Name (2017). Marianne (Tilda Swinton), estrella de rock convaleciente de una operación de garganta, descansa en una pequeña y remota isla italiana, Pantelleria, sita entre Palermo —de donde es originario Guadagnino— y la costa africana. Le acompaña su joven novio, Paul (Matthias Schonaerts), un fotógrafo documentalista que está superando un intento de suicidio y ha dejado el alcohol. Entre chapuzones y escarceos sexuales en la piscina y baños de barro en playas desiertas, la pareja no parece necesitar nada más que su propia compañía cuando anuncia su llegada Harry (Ralph Fiennes), productor musical y examante de Marianne, bajo la inesperada encarnación de padre de la jovencísima e impertinente Penélope. Guadagnino-Kajganich optan por lo explícito y la intensificación de lo que en La piscina era alusión, empezando por un Harry logorreico e hiperactivo que no solo se jacta de haber dirigido la carrera de Marianne, sino también de habérsela «cedido» a Paul y cree que puede recuperarla como quien prestó por una temporada una camisa o unos zapatos a un primo pobre. Su carpe diem es gozoso para el espectador por la trepidante interpretación de Fiennes —especialmente en su celebrado baile al son de «Emotional Rescue» de los Rolling Stones—, pero sus argumentos son vulgares por la cosificación de todas las personas que le rodean. Su crisis de la mediana edad no es alegre como la del Harry de Maurice Ronet, que andaba por la cuarentena en lugar de por la cincuentena, pues es el duelo de una juventud disuelta en la mediocridad de un presente patológico en demasiados aspectos. No deja de ser interesante, en este sentido, la crítica que la película desliza sobre el suicidio.
A Bigger Splash cuenta con varios elementos muy atractivos de entrada, empezando por la isla y su clima cambiante que metaforiza primero el apartamiento de la pareja y luego la tensión creciente entre los personajes. El trío de bohemian bourgeois sobrevive a sus respectivos quebrantos, según nos ilustran varios flash-backs, pero mientras Marianne y Paul buscan pasar página, Harry impone un frenesí de reconquista del tiempo pasado como si al volver con la cantante, su musa, su producto, pudiera retroceder décadas, todo ello bajo la burlona mirada de Penélope, que como un pequeño demonio tienta a Paul utilizando la información sobre sus adicciones e intento de suicidio traficada por el padre; a diferencia de la Penélope de Deray, ninfa melancólica y antimoderna, la de Guadagnino es activa y astuta y le atribuye un perfil de femme-fatale a base de mohínes, insinuantes miradas y flaquitos encantos que Dakota Johnson corona con una irritante vocecilla infantil. Los protagonistas viven nuestra realidad, es decir, esta entropía psíquica marcada por el estrés, la ansiedad y el miedo a la propia insuficiencia, es decir, al fracaso. Salvo Marianne, que está de vuelta de su pasado yo, el ambiente y la rivalidad entre los hombres están marcados por el culto al lucimiento, al que Paul ha renunciado; todo artista o creador ha de aspirar a la fama y a ese éxito histérico que procuran los conciertos multitudinarios donde triunfaban Marianne y Harry o los reportajes filmados en primera línea de fuego que se exhiben, premian y olvidan en plataformas y festivales prestigiosos.
Lo mejor de la película es el partido que saca de la oposición entre silencio y alboroto, entre la paz cómplice de la pareja y el vacío bullanguero de Harry. A los diez minutos de metraje, tras ver a la cantante y al fotógrafo dirigirse a la carrera en el jeep hacia el aeropuerto y la estrepitosa llegada de Harry, no cuesta imaginar a toda la aldea global pensando que Marianne sería una insensata si abandonara a Paul por Harry. Ella no viste de Courrèges sino de Dior —un fuerte contraste con la imagen híbrida a lo David Bowie de su caracterización como estrella rock— y también son de Dior las gafas de sol: las ya asequibles Vuarnet 06 de él y las DiorFuturist en edición limitada de Swinton. Sin olvidar las gafas al estilo de la Lolita nabokoviana —pocas alusiones más tediosamente obvias— de Dakota Johnson ni el coche con que Harry pierde el control por la peligrosa amabilidad de su copiloto. Detalles, sí, pero detalles que formaban parte de la promoción de la película. Me gustaría leer la mente de un jeque qatarí mientras ve esta película en un kilométrico televisor de plasma.
Aunque Guadagnino a veces demuestra conocer mal los resortes y trucos del deseo heterosexual o lo que podrían decirse los personajes más jóvenes, acierta al mostrar las escenas de sexo explícito entre los maduros Harry y Marianne como una expresión más de una relación agotada que opone a las discusiones que mantienen por las calles del pueblo mientras repiten viejas rutinas como ir de compras; Swinton y Fiennes dan algo más que credibilidad a un argumento que a fuerza de acumular ingredientes dramáticos se escora hacia el guiñol.
El amor o el deseo de unos personajes bohemian-bourgeois solo pueden representarse desde la honestidad radical o desde el humor. A ratos, cuando la cámara se demora en la pereza de Penélope y en sus coqueteos, se tiene la impresión de que estamos dedicando mucho interés a gentes que no lo merecen. Pero está bien trazada la oposición entre elementos de la naturaleza representados en el carácter de los protagonistas: Paul y Marianne son tierra —tumbados como lagartijas en un baño de barro, se preparan para sustituir los «miembros» perdidos, sea la voz o el apetito de vida; Harry es aire: cháchara, ruido, música y vínculos ligeros, mientras Penélope es una especie de ninfa buscando atraer a Paul cerca del agua—.
En La piscina no se expone el contexto político, mientras que Guadagnino sitúa la trama en el contexto de la crisis de los refugiados subsaharianos; esta realidad, conocida de cualquier espectador europeo que no haya estado en coma en los últimos diez años, la utiliza como coartada de un supuesto compromiso y una toma de conciencia políticos frente a la platea de espectadores informados —de ahí seguramente el pataleo de la prensa italiana— y como elemento activo del engranaje argumental, para justificar la resolución en falso del homicidio. Así, la llegada de refugiados a las costas de Pantelleria —muertos o en estado crítico o vagando por la isla para eludir la deportación— acapara la atención de los carabinieri, impidiendo dedicar recursos y tiempo a verificar si la muerte de Harry ha sido otra cosa que el ahogamiento accidental de un turista borracho. Cuando durante su excursión en busca de calas solitarias Paul y Penélope tropiezan con tres de ellos, se filma el fantasma de la violación grupal, que este hombre blanco, por no ser Tom Cruise, no podría evitar dada la superioridad numérica de los subsaharianos, en el gesto de recular de Penélope, tensión que Guadagnino resuelve con unos segundos de silencio durante los cuales los refugiados miran a la pareja como posible amenaza antes de proseguir su fuga. El encuentro no les merece ningún comentario; al contrario, Paul se confía a la hija de Harry sobre ese intento de suicidio que ella estuvo cotilleándole cuando esperaba seducirlo muy adolescentemente sacando a colación asuntos graves —depresión, intento de suicidio, desengaños, adicciones—, como si fuese solo una manera intensa de estar vivo. Naturalmente, el asunto clave es cómo el frágil autocontrol de Paul decide el desarrollo de la trama.
Esperamos que los personajes sean algo más que guapos. Incluso en el enfrentamiento entre Harry y Paul vemos que —al contrario que entre Harry-Ronet y JeanPaul-Delon— la hostilidad entre los hombres no favorece al primero, que no calla ni debajo del agua. Lo que Guadagnino nos ofrece no tiene mucho que ver con la reflexión y propuesta estéticas y argumentales de los clásicos italianos con que la prensa estadounidense suele relacionarlo; al contrario, con un diseño de producción muy atractivo y un contexto político cargado de posibilidades dramáticas, él nos entrega un retrato superficial de los conflictos del presente y un personaje —salvado por Fiennes— patético en el exhibicionismo de sus nostalgias. Seguramente, el deseo más intenso que A Bigger Splash despierta en los espectadores es gozar de unas vacaciones en alguna isla del Mediterráneo.
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Insufrible «tostón «, con intenciones de trascendencia. No simpatizas con los protagonistas,una panda de patéticos sinsustancia.