A principios de los noventa, como no existía Twitter, la gente se peleaba en la calle. Era una noble costumbre cultivada por la sociedad desde la misma infancia, porque por entonces todo patio de colegio era un cuadrilátero oficial para la gresca. Ocurría también que, siendo niño a principios de los noventa, solo existían dos bandos donde militar y por los que partirse la cara en el recreo: Nintendo o Sega. Dos compañías de videojuegos capaces de contagiar su rivalidad a sus propios usuarios preadolescentes. Existen pocas cosas más ridículas que millones de consumidores participando en una guerra empresarial, y probablemente una de ellas sea hacerlo en facciones lideradas por un fontanero italiano o un puercoespín azul. Pero la primera gran guerra de consolas tuvo lugar de ese modo, y la historia de ambos bandos se construyó sobre misioneros del siglo XVI, ludópatas portugueses, yakuzas aficionadas a las cartas cuquis, hoteles ideados para echar quiquis y soldados estadounidenses enganchados a las tragaperras durante la Segunda Guerra Mundial.
Nintendo
En 1549, el navarro san Francisco Javier se presentó por sorpresa en Japón junto a un montón de jesuitas con la idea de evangelizar a los exóticos asiáticos. Había llegado a tierras orientales utilizando un pasaporte portugués porque, tras ver cómo el cardenal Cisneros demolía el Reino de Navarra, el evangelizador opinaba que antes luso que de Castilla. Lo interesante es que aquel hombre desembarcó acompañado de una tripulación portuguesa que portaba algo más contagioso que la fe cristiana: una baraja de cartas. Entre sermón y sermón, los lusos no solo tuvieron la estupenda ocurrencia de enseñar a los japoneses a jugar con los naipes, sino también cómo hacerlo apostando dinero. Fue una idea cojonuda y, en cuestión de meses, medio país organizaba timbas ilegales en el sótano de casa mientras el gobierno japonés prohibía las barajas occidentales para evitar tanta apuesta desmadrada. Pero la recién establecida población ludópata no tardó en driblar el veto ideando la hanafuda, una baraja de cartas donde se sustituían los números occidentales por flora alegre e iconografía tradicional japonesa. Gracias a ello, en Japón se apañaron para continuar fundiéndose ahorros sobre tapetes hasta que, a mediados del siglo XIX, la ley condenó también los naipes locales.
En 1889, las prohibiciones gubernamentales comenzaron a evaporarse y un artesano llamado Fusajirō Yamauchi razonó que era buen momento para cultivar billetes. El hombre inauguró una tienda de cartas hanafuda en Kioto; bautizó la empresa como «Nintendo Koppai» y fabricó las cartas a mano a partir de la corteza de árboles autóctonos. Era un mercado de nicho, pero resultó fructífero por razones inesperadas: los miembros de la mafia japonesa, la Yakuza, estaban enganchados a las apuestas con naipes, y acumulaban las barajas de Nintendo como quien caza Pokémon. Ante la demanda, Yamauchi expandió un negocio que, como era tradición, heredarían sus descendientes. El fundador adoptó a su yerno, Sekiryo Kaneda, para colocarlo al frente de Nintendo en 1929. Kaneda se jubiló a principios de los años cincuenta tras nombrar jefazo supremo a Hiroshi Yamauchi, su nieto. Y este, al observar que la jugada de las cartas ya no resultaba lucrativa, decidió reinventar la firma. Durante los años posteriores, Nintendo tanteó otras líneas de negocio que también recurrían a las tradiciones milenarias del pueblo japonés: paquetitos de arroz instantáneo, juegos de mesa, un servicio de taxis o un insólito love hotel que el salaryman medio podía utilizar como discreto picadero. Todas aquellas iniciativas fracasaron hasta que, en los setenta, la compañía razonó que el futuro radicaba en cacharrear con circuitos. A partir de entonces, Nintendo gozó de éxito y fama lanzando al mercado pistolas electrónicas de juguete, máquinas extravagantes que medían la compatibilidad de una pareja o unas prehistóricas consolas denominadas Color TV-Game. A la altura de los ochenta, Nintendo había enganchado a medio planeta con las rudimentarias y encantadoras consolas portátiles Game & Watch, la recreativa Donkey Kong y una videoconsola de cartuchos intercambiables que parecía fruto de la magia arcana.
La conclusión lógica que extraemos de todo esto es que desembarcar con unos tahúres portugueses en el Japón feudal para explicar las bondades de Cristo puede provocar que, varios siglos más tarde, la gente acabe vitoreando a un fontanero italiano que aplasta cabezas de tortugas a pisotones.
Sega
En tiempos de guerra, ciertos negocios son trinchera. Irving Bromberg, su hijo Martin Bromley, y James L. Humpert lo sabían, y por eso mismo se aliaron en 1940 para montar Standard Games en Honolulu (Hawái): un negocio nacido con la intención de colocar tragaperras en las bases militares estadounidenses, e ideado cuando aquellos emprendedores, dos de los cuales curraban en el astillero de Pearl Harbor, intuyeron que las instalaciones del ejército estarían muy concurridas en un futuro inmediato por culpa de una trifulca conocida como Segunda Guerra Mundial. La empresa resultó rentable, pero, tras el conflicto bélico, sus fundadores optaron por cerrar el chiringuito y abrir otro similar bajo un nuevo nombre: Service Games. En los años cincuenta, el gobierno de Estados Unidos se puso serio y vetó los juegos de azar en cualquier instalación militar erigida sobre suelo estadounidense, dejando a la compañía en bragas. Pero Martin Bromley, que no era ajeno a los problemas con la ley, ideó una estratagema para evitar merendarse la montaña de tragaperras que apilaba en el almacén: estableció una sede de Service Games en Tokio y comenzó a instalar sus máquinas en los barracones estadounidenses plantados sobre tierras japonesas. Paseando sus cacharros de un lado a otro del mundo no solo salvó los trastos, sino que además expandió su franquicia hacia Corea del Sur, Filipinas, Vietnam, Inglaterra, Europa del Este y cualquier otro lugar en el extranjero con militares ociosos a tiro. En 1954, en una de aquellas tragaperras se estampó una palabra extraña, «Sega», nacida tras podarle sílabas a Service Games.
A partir de entonces, la estructura de la compañía hizo malabares para evitar la persecución gubernamental: Service Games se disolvió y resurgió como un par de nuevas empresas de pinta muy japonesa (Nihon Goraku Bussan y Nihon Kikai Seizō) y ambas se fusionaron con Rosen Enterprises, un negocio establecido en Japón, pero dirigido por un oficial del ejército aéreo estadounidense, para alumbrar una reluciente Sega Enterprises, Ltd. Aquella sería adquirida por Gulf and Western Industries y terminaría troceada en dos bandos, el estadounidense y el japonés, separados por un océano.
Entre medias, Sega comenzaría a importar cosas más divertidas que las tragaperras sacacuartos: pinballs, tocadiscos Rock-Ola y juegos de afinar puntería con una light gun. En cierto momento, en sus talleres de mantenimiento se pusieron creativos y ensamblaron Periscope, una maquinita que permitía guerrear desde un submarino. Un juguete totalmente mecánico, con enemigos de plástico y disparos simulados mediante hileras de bombillas que arrasó entre el público propiciando que la empresa virase hacia creaciones más lúdicas. Gracias a ello, Sega amasó fortuna en los setenta construyendo decenas de videojuegos para salones recreativos y se animó a fabricar consolas propias. A principios de los noventa, la empresa se ató una bandana a la cabeza y se arrojó en una misión kamikaze: enfrentarse a un titán llamado Nintendo que poseía el control total del sector.
La conclusión que podemos sacar de todo esto es que desplumar a soldados estadounidenses durante una guerra mundial puede provocar que, varios siglos más tarde, la gente glorifique a un puercoespín azul espídico que corretea por el monte vistiendo guantes y calzado deportivo.
Console Wars
El término console war se acuñó para referirse a las coloridas peleas, publicitarias y tecnológicas, que tenían lugar cuando dos o más compañías rivales presentaban nuevas consolas. Pero de entre todas las guerras de hardware y videojuegos acontecidas, la más notable y famosa fue la librada entre Nintendo y Sega, la que originó el propio concepto de console war.
Tener a un fontanero italiano bigotón como protagonista principal parece una ocurrencia más propia de una película porno de Ron Jeremy que de un videojuego familiar sobre vivir aventuras entre mundos fantásticos. Pero, por alguna razón, en Nintendo decidieron que dicha silueta era carne de mascota oficial. Shigeru Miyamoto diseñó el aspecto del personaje con un puñado de píxeles y forzado por las limitaciones tecnológicas: endosándole un bigote para no tener que dibujar una boca, calzándole gorra para evitar animar una cabellera y vistiéndolo con rojos y azules chillones para que destacara en la pantalla. Miyamoto otorgó al monigote nacionalidad italiana, residencia en Nueva York, oficio de fontanero y el nombre de un caballero a quien Nintendo debía dinero por los alquileres de un almacén: Mario. El nuevo héroe se estrenó como protagonista anónimo en Donkey Kong, ejerció de villano con nombre en Donkey Kong Jr. y presentó a su hermano Luigi en Mario Bros, tres máquinas recreativas que antecedieron su invasión de los hogares. En 1983, Nintendo lanzó en Japón una consola doméstica llamada Famicon (Family Computer) con pinta de nave espacial de juguete y ocho bits en su interior. Años más tarde, la remodeló en forma de caja grisácea para hacerla más formal, la rebautizó NES (Nintendo Entertainment System) y la exportó al resto del planeta junto a un nuevo juego del italiano neoyorquino: Super Mario Bros. El producto triunfó a lo bestia, convirtiendo la marca en religión y el nombre de la compañía en el término genérico con el que los caducos adultos se referían a las consolas, los «nintendos». En cuestión de años, la casa del fontanero controló casi por completo el ecosistema doméstico de los videojuegos.
Sega intentaba por entonces hacerse un hueco en el mercado. Pero tras presentar su propia línea de consolas, la serie SG-1000, y lanzar una máquina que parecía haber sido bautizada por Homer Simpson, la Master System, sus logros andaban muy lejos de la competencia. Además, en Nintendo ejercían un hermoso monopolio, con desarrolladoras de juegos y tiendas trabajando casi en exclusiva para ellos bajo la velada amenaza de perder contratos si tonteaban con el enemigo. En Sega confeccionaron una nueva máquina llamada Mega Drive, rebautizada Genesis en Norteamérica, que contenía el doble de bits que la NES, dieciséis. La presentaron con juegos protagonizados por fichajes famosos, gente como Michael Jackson o Joe Montana, y la publicitaron con un eslogan genial que se burlaba de la competencia: «Genesis does what Nintendon’t!». Pero no llegó a vender lo previsto, hasta que con el cambio de década la cosa se puso seria.
Los noventa fueron años confusos: la gente no sabía cómo asimilar la resaca ochentera, la ironía no se había inventado, la informática era considerada brujería, el punk ya no tenía sentido y el grunge no se aclaraba sobre si prefería ser antisistema o pedir unas pizzas y pasar de todo. Como consecuencia, la juventud andaba perdida, no sabía colocarse la visera de la gorra en la dirección correcta y solo se preocupaba por molar. Y esto último sería un factor importantísimo durante la guerra de las consolas. En 1990, Hayao Nakayama, presidente de la división japonesa de Sega y usuario de una cortinilla de pelo para cubrir la calva que avergonzaría a Donald Trump, asaltó en una playa hawaiana al agresivo publicista Tom Kalinske —un tipo que había revivido marcas como Barbie o Hot Wheels e inventado otras como He-Man— cuando el segundo se encontraba de vacaciones con su familia y lo convenció para dirigir el marketing del nuevo trasto de dieciséis bits. Kalinske elaboró un plan de batalla basado en reducir el precio de la consola, apuntar al público adolescente estadounidense y meterle muchísima caña a Nintendo en los anuncios. A ninguno de los ejecutivos japoneses les convenció dicha estrategia, pero, intuyendo que en Estados Unidos eran criaturas extrañas, le dieron barra libre y que fuese lo que Dios quisiera. El publicista también apostó por vender la consola junto a Sonic the Hedgehog, un videojuego protagonizado por la nueva mascota de Sega. Sonic había sido diseñado por Naoto Ōshima como un erizo que corría a toda leche, con pigmentación azul a juego con el logo de Sega, zapatos llamativos basados en el calzado de Michael Jackson y una actitud molona inspirada en la personalidad de un Bill Clinton sobre el que todavía no planeaban las coñitas con el «Despacho Oral».
El marketing fue brutal: Kalinske lanzó anuncios televisivos donde humillaban a los productos de Nintendo, anunció especificaciones técnicas imaginarias, como blast processing, que no significaban nada, pero lo molaban todo, y vendió que sus juegos eran más salvajes y violentos que los de su rival. También acosó a la cadena de comercios Walmart, reacia a vender su consola para evitar cabreos de Nintendo, rodeando sus tiendas con letreros publicitarios de Sega y abriendo locales en sus cercanías donde los niños jugaban gratis a la Mega Drive. Walmart acabó cediendo y la secuela de Sonic fue presentada en los centros comerciales por estrellas de la chavalada como Jonathan Taylor Thomas o el desaparecido Dustin Diamond, y la juventud absorbió la idea de que solo se podía ser guay en el bando de Sega. Era la artimaña perfecta para una época donde la MTV marcaba el ritmo y las bebidas de frutas se veían obligadas a estampar un «Radical» en la etiqueta para que los críos las ingiriesen. En Nintendo, a aquellas alturas tenían una consola más potente, la Super Nintendo, con juegos impecables y mucho mejor diseñados, pero la apisonadora publicitaria hizo que Sega los adelantase en el mercado estadounidense durante varias navidades. El terreno portátil era un caso aparte: la Game Boy de Nintendo fue un ladrillo de pantalla monocroma, pero machacó sin dificultades a la Game Gear de Sega, una portátil a todo color que se antojaba casi inútil por devorar pilas a velocidades absurdas. La guerra de las consolas se encrudeció durante meses en un mercado mucho mejor repartido. Nintendo recuperó el terreno con ingenios como un chip Super FX, que permitía juguetear con polígonos en tres dimensiones, o aventuras como Donkey Kong Country, que aparentaban más bits de los que eran posibles. Los padres de Mario Bros también hicieron algo que años atrás hubiese sido impensable: emitir anuncios desmadrados y sobrados de chulería que se reían de su competidora. Sega contraatacó pariendo aparatos loquísimos, el Mega-CD y el 32X, que era posible acoplar a la Mega Drive para obtener una máquina más potente, pero se les olvidó acompañar aquellos puzles tecnológicos de juegos dignos.
En 1995, Sega se presentó en la feria de videojuegos Electronic Entertainment Expo con una sonrisa en la cara y una nueva máquina bajo el brazo, la Sega Saturn. A Nintendo todavía le faltaban meses para lanzar su nueva consola y la única competencia a la vista era una compañía llamada Sony que traía un juguete propio, pese a no tener experiencia previa con videojuegos. Durante la presentación de Sega, Kalinske repasó las virtudes de su consola de nombre planetario y anunció su disponibilidad inmediata a un precio de venta de 399 dólares. A continuación, un miembro de Sony expuso las bondades de su firma antes de dar paso a su jefazo, Steve Race, para que hablara en detalle de la novedosa PlayStation. Race subió al estrado, soltó un «299 (dólares)» y se retiró entre aplausos de un público que ya intuía que en Sega paladeaban el sabor del barro.
Kalinske dejaría Sega en 1996 tras muchas desavenencias con la directiva japonesa. Sega abandonaría el desarrollo de videoconsolas tras encadenar los batacazos del Mega-CD, la 32X, Saturn y la futura Dreamcast. Desde entonces, solo programaría videojuegos para terceros, entre los que se encontraban aquellas Nintendo y Sony que fueron su competencia. Sonic protagonizaría numerosas aventuras que, salvo puntuales excepciones, decepcionarían por carecer del lustre de antaño. Nintendo continuaría a su bola, fabricando consolas insólitas que serían un fracaso (Virtual Boy y Wii U), un tropezón relativo (GameCube), un triunfo (Nintendo 64) o un éxito colosal (Wii, DS y Switch); Mario gozaría de nuevas entregas que redefinirían por completo la industria; y Sony se convertiría en una de las firmas más potentes del sector a nivel mundial.
La conclusión que podemos sacar de todo esto es que, en la guerra de las consolas, a veces no las ves venir. O que Sony does what Sega and Nintendon’t!
Landslide de emoushions y nostalgia.
Como señor de cuarenta y algún tacos no puedo sino suscribir cada párrafo.
Como usuario de consolas desde los ochenta y poseedor de prácticamente cualquier cacharro que alguna vez ha estado a la venta, debo decir que durante un breve lapso de tiempo la Genesis y algunos de sus juegos supusieron el zenith, el súmmum del entretenimiento videojueguil. Aunque con Nintendo también disfruté cual cerdo en lodazal.
Faltaria añadir «…y luego llegó Bill Gates y dijo `yo también`»
Ahora el cuadrilátero está tomado por Microsoft y Sony, en las graderías se lían a mamporros y vasos de cerveza en la cara furibundos y rosados xboxlovers contra los talibanes sonyers, mientras el siempre sorprendente tag team Mario-Luigi-LInk de Switch lía golpes a uno y a otro bando hasta que… bajan las luces y encienden fuegos…
HERE COMES A NEW CHALLENGER…!!!
Una atronadora salva de trompetas anuncian la llegada de la «John Cena» de las consolas, la sorprendente y prometedora Steam Deck que asoma sudorosa, concentrada, con miles de juegos a su haber desde ya, un hardware imponente y con la vista clavada en el royal rumble.
Xbox y Sony miran a Switch. Mario detiene su triple salto mortal hacia atrás desde la tercera cuerda y exclama, trémulo…»Mamma Mia…»
Nintendo SS: suena como una formación militar ;)