(Viene de la primera parte)
Sobre el comportamiento sexual de las chicas hay poca información. Hubo relaciones lésbicas dentro de aquel grupo, sin duda, pero se mantuvieron con más discreción. Luis Antonio de Villena cuenta que lo que sí había era mucha «mariliendre», chicas que se especializaron en llevarse homosexuales a la cama. «Recuerdo una muy fea, con amplias caderas y generosos pechos que causó estragos entre la comunidad gay. Se aprovechaba de aquellos muchachitos que se encontraban deprimidos por algún desengaño amoroso para, con la excusa de darles consuelo, terminar metiéndolos en su cama. Y como yo digo: lo difícil es lo de antes, pero cuando dos están ya entre las sábanas todo puede ocurrir. Una de las mayores hazañas de aquella mariliendre fue la paja que discretamente le hizo a un amigo mío en la barra de un conocido bar, rodeados de gente».
Borja Casani apunta que «las drogas influyeron mucho en los comportamientos sexuales. En los bares se iba en parejas al baño para esnifar una raya. Y una vez allí —en algunos casos— surgía con facilidad un contacto íntimo». «Los índices de promiscuidad se elevaron mucho en aquellos años —añade Casani—. Había personas que podían tener cuatro o cinco rollos en una noche. Recuerdo a algunos componentes de la redacción de la revista (La Luna de Madrid) que, como quien ahora baja a la calle a fumar un cigarro, me decían por la tarde, con todo el desparpajo del mundo: “salgo un momento a que me hagan una mamada y vuelvo en seguida para terminar la página que estoy maquetando”». Se refiere Borja Casani a personas que acudían a baños públicos, saunas o a ciertos cines (como fue el Carretas en la calle del mismo nombre) donde en cualquier momento del día se podía obtener un servicio sexual gratuito, generalmente de tipo homosexual.
Una persona que vivió intensamente aquellos años, y que hoy —casado y con hijos—prefiere mantener el anonimato, nos responde por correo electrónico: «La vía más rápida —muchas veces utilizando las drogas como combustible— que teníamos entonces para llegar a la felicidad era la promiscuidad sexual sin reparar en el género de tu efímera pareja. Sin ataduras, sin complejos, sin culpabilidad, sin prejuicios. Todo estaba permitido. Fue una gran fiesta».
Como cantaba Santiago Auserón, vocalista de Radio Futura, uno de los pocos grupos musicales de la época con buenas letras, en «El nadador»: «Puede que mi alma sea un frasco vacío, pero mi cuerpo es un río».
Jugadores destacados
Nadie pone en duda que el gran héroe (mártir por cómo terminó) de aquellos años, el que llevó más lejos —sin importarle las consecuencias— su libertad, fue Eduardo Haro Ibars. Hijo del periodista Eduardo Haro Tecglen (director entonces de la revista Triunfo), poeta, articulista y escritor, muy influido por la Beat Generation (Kerouac, Ginsberg y Burroughs principalmente) —gracias a su amistad con Mariano Antolín Rato, traductor al castellano de los citados autores— y por los intelectuales que capitaneados por el escritor Paul Bowles se refugiaron a partir de los años 50 en Tánger, ciudad en la que vivió su primera juventud, experimentó con las drogas (todas) y el sexo, siendo el principal abanderado en España de la pansexualidad. Murió a causa del sida en 1988.
Otro de los chicos que marcó la escena madrileña de finales de los 70 fue el actor Will More. Procedente de una buena familia, se convirtió en el patrón de belleza masculina que se impuso en la noche madrileña. Su delgadez y el aspecto casi enfermizo con que apareció en Arrebato (la película de Iván Zulueta que se estrenó en 1979), de los que hacía gala en la noche madrileña, fue imitado por muchos, por ellos y por ellas. «Era un chico muy guapo», dice Luis Antonio de Villena, y «presumía de que no tenía problema de dinero porque cuando le hacía falta le bastaba con prostituirse —al máximo nivel—. Llegó a contar que uno de sus amantes lo había llevado de viaje a Egipto».
Antonio Gastón, arquitecto y algo mayor que el resto de integrantes del grupo, fue el mejor anfitrión de la noche de Madrid. Su bar, El Sol, que abrió en 1979 en la calle Jardines n.º 3, fue parada inexcusable y punto de encuentro preferido en el continuo desplazarse de bar en bar. En Creímos que también era mentira (Caballo de Troya, 2012), una novela póstuma y claramente autobiográfica de Elena Figueras, su compañera, se relata la relación entre dos personas, Ana, la protagonista, y Antonio (que tiene una «sala de fiestas y conciertos» llamada El Sol), su pareja. Antonio es bisexual:
Los triángulos entre Antonio, Manolo y Ana se convirtieron en algo habitual. No llegaron a la penetración pero pasaban muchas mañanas besándose y haciendo sexo con toda naturalidad. (Pág. 182).
Lo pasaba fenomenal en El Sol, conocía a gente que no debía de trabajar pues pasaban allí toda la noche. No estaba sola ni un segundo porque la comunicación entre unos y otros era constante. Pero a veces, en mitad de la noche, echaba en falta a Antonio. Desaparecía. (…) Sabía que estaría con algún chico joven, invitándole a porros, seduciéndolo. Por un lado a Ana le daban celos, celos dolorosos, como los que sentiría cualquiera, porque la relación abierta que ella y Antonio tenían no era en verdad su elección, ella habría preferido tener una relación de dos. También porque eran situaciones en su caso públicas. Todos los días en el mismo escenario que era El Sol y Antonio dueño y anfitrión. Todos prestaban atención a Antonio, porque era el dueño, invitaba a copas, hacía cosas excéntricas.
Otros nombres importantes son los de Félix Rotaeta y Eusebio Poncela (actores), Alberto García-Alix (fotógrafo), Fabio de Miguel, alias Fanny Mcnamara, (artista multidisciplinar) y Fernando Vijande (galerista). Todos ellos se relacionaron con el grupo del que estamos hablando de forma prolongada y casi todas las noches se les veía en los locales antes mencionados. También hubo algunos que vivieron solo de forma breve aquel ambiente. Personas que quisieron enterarse, experimentar y conocer qué estaba pasando, pero que una vez sabido en qué consistía volvieron a su vida más o menos normal. Uno de estos breves trasnochadores fue el filósofo y escritor Fernando Savater.
En la pág. 72 de Madrid ha muerto (Planeta ,1999), novela de Luis Antonio de Villena en la que se mezclan los personajes ficticios con los reales, se puede leer:
La fiesta de Molina Foix fue de las de whisky y charla. Recuerdo allí a Juan Benet y a Savater, al que —hasta poco antes— se le veía a menudo por los bares de moda, con camisas de colorines chillones. Ahora —decían— Savater, que había sido filósofo anarquista y lúdico, se había retirado de su etapa —corta— de parrandeo a causa de una novia posesiva y joven. (…) Sonriendo casi siempre con su generosa boca, en aquellos bares modernos y mixtos, nunca andaba de divo (aunque era mucho más glamuroso que aquellos jóvenes rebeldes) pese a que su inevitable aire de empollón le concediera sesgo de moderación y razón a su pretendido despendole, al que se decía que Villena le llevó, como cicerone, metiéndole en catacumbas gays y garitos rockeros… ¿Probó? ¿No probó? Se admiten apuestas. ¿Tuvo Savater amores perversos por fugaces que fueran, en esa época en la que, como muchos de nosotros, creyó que la noche y la felicidad se parecían? (…) ¿Qué coño importará que Savater hubiera hecho, allí o aquí, lo que le diera la gana, como debe ser, aunque nos empeñemos en coaccionarlo? Que haya sido feliz, solo eso resultaría importante. Lo que buscamos todos.
Curiosamente, catorce años después, en la pág. 283 de Mira por dónde (Taurus, 2003), su autobiografía, Fernando Savater, haciendo de paso una descripción muy acertada del ambiente, escribía:
Dicen que si uno vivió los 80 y los recuerda es que no los vivió del todo. Yo me acuerdo de ellos, pero confusamente: es el único periodo de mi vida en que he sido noctámbulo, algo que se aviene mal con mis gustos y mi ciclo metabólico. La excitación en antros de iluminación estroboscópica y mobiliario de terciopelo ajado, las camisas fosforescentes por cuyas aberturas se vislumbraba la carne oscurecida, el ruido sin furia, la rutina del demasiado alcohol, el deambular de un lugar a otro en busca del momento perfecto a la hora precisa, las sonrisas muy próximas de dientes blanquísimos que acababan en la lengua del beso, las casas abiertas de los desconocidos remotos amigos de nuestros conocidos en cuyos dormitorios entrábamos y salíamos sin pedir permiso pero nunca indemnes, los humos y las pastillas, la blanca rayita para esnifar que una risotada a destiempo desperdigaba por el paisaje, la música permanente, las figuras que uno perdía y reencontraba diez veces en la misma noche, los intentos de decir al oído una frase ingeniosa o picante a pesar del estruendo y de la lengua trabada por la bebida, los lavabos llenos de emociones en los que se iba a comerciar y a fornicar con mucha más frecuencia que a evacuar la vejiga, los chicos muy guapos y muy zalameros, el sida que rondaba por todas partes y se metía por todas partes sin que aún supiéramos su nombre, mientras elegía sus víctimas al tuntún.
Pasé mis noches de movida con Luis Antonio de Villena, que conocía todos los lugares y era familiar de todos los habitantes de la noche. Yo salía entonces de eso que suele llamarse con circunspección algo cursi un «desengaño» amoroso y creo que estaba hecho un auténtico pelmazo, a la vez melancólico y salido, cada vez más salido cuanto más melancólico y vuelta a empezar. Pero tú me soportaste con santa resignación de epicúreo, Luis, siempre perfecto compañero. Anda, tómate una copa en mi nombre donde quieras, hermano, porque si no me equivoco aún sigues de ronda: se acabó la movida pero tú eres un perpetuum mobile. Bebe en mi nombre y dale un beso a cualquiera al pasar, Luis, que yo ya no salgo de noche.
Preguntado al respecto, Luis Antonio de Villena se limitó, con sonrisa pícara y levantando las cejas, a encogerse de hombros.
Influencias
He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles.
Quienes permitieron ser penetrados por el ano por virtuosos motociclistas, y gritaron con alegría.
Quienes chuparon y fueron chupados por aquellos serafines humanos, los marineros, caricias del amor Atlántico y Caribeño.
Quienes eyacularon en la mañana en la tarde en jardines de rosas y en el pasto de parques públicos y cementerios esparciendo su semen libremente a quienquiera que llegara.
Fragmento de Aullido (Howl), poema de Allen Ginsberg publicado en 1955.
Cuando pregunté a los entrevistados por las influencias culturales que podían haber servido de motor al fenómeno que analizamos, me encontré con la sabia opinión de Juan Carlos de Laiglesia: «Como te empeñes en intelectualizar el análisis del asunto, corres el riesgo de desfigurar lo que ocurrió quitando lo que de divertido, alegre y espontáneo tuvo aquella vivencia. Necesitábamos comunicarnos y para ello utilizamos todas las formas posibles. Eso es todo». En opinión de Borja Casani, «se trató de una generación mayoritariamente ágrafa. Muchos decían que habían leído los libros de la Beat Generation, pero muy pocos lo habían hecho realmente». Pero negar toda influencia cultural sería faltar a la verdad. «Las imágenes —las fotos y las películas— que venían de otras capitales como Londres y Nueva York, y que nos llegaban a través de las publicaciones de Barcelona, fueron muy importantes para la estética del grupo».
El fin de la fiesta
El 30 de julio de 1985 el actor Rock Hudson hizo público que padecía la enfermedad del sida. Aquel anuncio cayó como una bomba entre los que en Madrid habían, hasta ese momento, practicado el sexo con alegría y sin freno. Los rumores circularon con rapidez y la falta de conocimiento contribuyó a que el miedo se metiera en las cabezas y terminara influyendo en las relaciones. Se publicó, por ejemplo, que un simple beso podía contagiar la enfermedad y hasta los contactos más inocentes dejaron de hacerse. Por si acaso, se pensaba.
Ese fue el final del oasis sexual de Madrid. Luego hubo muertes y sufrimiento, pero yo quería hablar solo de placer, alegría y diversión.
Fuentes
El escritor Luis Antonio de Villena tiene abundante obra poética, ensayística y narrativa. Ha recibido numerosos premios literarios entre los que destacan el Nacional de la Crítica (1981), el Azorín de novela (1995) y el Sonrisa Vertical de novela erótica (1999).
El periodista Juan Carlos de Laiglesia fue subdirector de La Luna de Madrid y director de Man. Ha participado en diferentes publicaciones como Primera Línea, Sur Exprés o Night y ha escrito dos libros (Por derecho, una biografía de Alejandro Sanz, y Ángeles de neón, sobre la Movida). Actualmente es el coordinador de Elpulso.es.
El periodista Borja Casani fue fundador y director de La Luna de Madrid y Sur Exprés, editor de Arena Internacional del Arte, director de El Europeo y director, junto a Alberto García-Alix, de la colección literaria «Los libros del cuervo». En la actualidad dirige la Galería Moriarty y El estado mental, (emisora de radio y revista).
Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído de J. Benito Fernández (Anagrama, 2005).
Madrid ha muerto de Luis Antonio de Villena (Planeta, 1999).
Los días de la noche de Luis Antonio de Villena (Seix Barral, 2005).
Malditos de Luis Antonio de Villena (Bruguera, 2010).
Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad de José Ribas (RBA, 2007).
100 españoles y el sexo de David Barba (Plaza & Janés, 2009).
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