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Oasis de libertad sexual en el Madrid de finales de los años 70 (I)

Oasis de libertad sexual 1
Foto: Marcus Hansson. (CC)

Deberíamos tal vez confundir la libertad con el libertinaje, porque a lo mejor el libertinaje es parte de nuestra libertad, algo a lo que tenemos derecho. Yo no sé si el libertino —esto es, el que se plantea la existencia como algo válido en sí y digno de vivirse sin pensar en por qué estamos vivos— es bueno o malo, listo o tonto, pero sé que intenta gozar y no me parece mal. Me confieso hedonista irredento; tampoco intento hacer una bandera de ello ni le digo a nadie que o goza o lo mataré. Pero no quiero tener que ejercer mi derecho al placer como si fuera a la oficina, porque no me han gustado nunca las oficinas ni las cosas a horas fijas.

Extracto de «El hedonismo», artículo de Eduardo Haro Ibars.(Triunfo, n.º 886, 19 de enero de 1980)

Advertencia al lector/a:

Lo que viene a continuación no es un artículo sobre «la movida madrileña». Si usted quiere información sobre grupos musicales de nueva ola, sobre el uso y abuso de las drogas o acerca del cine de Almodóvar, acuda a su buscador de internet, introduzca el texto entrecomillado en la frase anterior y encontrará gran cantidad de videos, textos y fotos sobre dichos asuntos. Lo que se cuenta debajo de estas líneas es una historia muy diferente: cómo un grupo reducido de personas —una élite privilegiada— vivió en Madrid, durante el periodo comprendido entre 1977 y 1984, una experiencia de libertad sexual. Sobre este tema se ha escrito muy poco y gran parte de los protagonistas han fallecido (sida y sobredosis mayormente). Las entrevistas realizadas por el autor con dos periodistas y un escritor que vivieron de cerca los acontecimientos y el rastreo de biografías, memorias y alguna novela han permitido la elaboración de un relato aproximado de lo que realmente ocurrió. Toda la verdad, sobre todo si el asunto está relacionado con el sexo, es imposible de conocer.

En 1984 lo bueno ya se estaba acabando. En enero de ese año, en el número tres de la revista La Luna de Madrid, el periodista Moncho Alpuente publicó un artículo titulado «Madrid me mata» que levantaba acta de lo ocurrido hasta la fecha:

¿Qué pasó? En mayo de 1976 los madrileños recuperaron sus festividades locales y pasaron de nuevo a pasear sus ídolos. Fueron apareciendo, con las caras pálidas, las guedejas largas y las barbas canas y deshilachadas, unos madrileños que vestían la trenca monástica y la pana penitencial. Venían desencajados de larga vigilia y el cuerpo y la mente les pedían «marcha», mantra que sonaba casi blasfemo en los ascéticos labios de aquellos santos varones que descubrieron, de golpe, la droga, el sexo y el rock’n’roll con furor de conversos.

En las calles de Madrid toparon nuestros héroes con una vasca marginal que les miraban de reojo, les pasaba costo y se dejaba invitar en los nuevos templos paganos en los que corría desatado el decibelio y el alcohol.

El penene de Estética y el camello vallecano se miraron a los ojos y se enamoraron. En el Retiro, en la plaza del 2 de Mayo y en otros vertederos urbanos se rozaron, casi hasta hacerse daño, punkis y pintores de vanguardia, dibujantes de tebeos y hippies vendedores de ropa, exlegionarios grifotas y filósofos de la Complutense, travestis de San Ildefonso y estudiantes de Semiótica. 

Todo lo que ocurrió después de 1984, lo que recibió el ridículo nombre de «la movida», no fue más que ruido, negocio y política. Ah, y fotos, muchas fotos. El periodo que va de 1977 a 1984 se caracterizó en España, además de por los cambios sociales consecuencia de la recién estrenada democracia, por una eclosión cultural en Madrid y Barcelona. El ritmo de esa agitación no fue el mismo en las dos ciudades. La ciudad condal, quizás menos vigilada por la censura franquista por el hecho de estar en la periferia, arrancó con ventaja y ya contaba con publicaciones alternativas cuando se produjo el cambio de régimen político. Sirva de ejemplo que el primer número de la revista Ajoblanco se publicó en 1974. Este hecho marcó una diferencia. Cuando en Barcelona ya pasaban cosas, Madrid continuaba siendo una ciudad cerrada en lo que a cultura se refiere. En palabras de Borja Casani (primer director de la revista La Luna de Madrid) «Barcelona siempre tuvo a París mucho más cerca. Madrid, durante el franquismo, era una ciudad odiada por el resto del país. Se la veía como la residencia del aparato del Estado, cargada de serios y aburridos funcionarios. Madrid necesitaba una nueva forma de verse a sí misma. Esa necesidad actuó de motor para la transformación cultural. Y ese cambio comenzó a producirse a principios de los años 80».

La situación económica de España en aquellos años del comienzo de la Transición era muy preocupante: las exportaciones solo suponían el 45% de las importaciones; la inflación llegó al 44% a mediados del año 77 y el paro repuntó dramáticamente afectando principalmente a los jóvenes. «La crisis económica era entonces muy seria, como lo es actualmente —opina Borja Casani—, pero la actitud de la gente era diferente. Hace treinta y seis años estábamos en el comienzo de algo que para mí está terminando ahora. Los jóvenes de antes tenían ganas de luchar, de construir un país nuevo. Querían cambiar sus vidas. Hoy echo de menos aquella ambición».

En Madrid la nueva cultura se hizo esperar aunque paradójicamente la liberación sexual llegó antes y, a la postre, más lejos que en Barcelona. La Ley de Peligrosidad Social, que criminalizaba los actos homosexuales y consideraba «peligrosos sociales» a los toxicómanos, a los borrachos, a los que difundieran pornografía y a «los menores de veintiún años abandonados por la familia o rebeldes a ella, que se hallaren moralmente pervertidos», estuvo vigente hasta el año 1989, aunque previamente se eliminaron los artículos referentes a la homosexualidad (en 1979) y al escándalo público (en 1983). Es de destacar que esta norma convivió con la Constitución, que reconocía y protegía la igualdad de los españoles ante la ley (art. 14) y el derecho a la libertad de expresión (art. 20). En este contexto legal y social llegaron a España las revistas y el cine porno. Los españoles se dieron cuenta de que no sabían nada o casi nada de erotismo y los consultorios sexuales se pusieron de moda en todo tipo de publicaciones periódicas. Lo que popularmente se llamó «el destape» fue un fenómeno que analizado con la perspectiva que da el tiempo tuvo mucho de ordinario, soez y grosero, y poco que ver con la libertad. Pero en el Madrid de aquellos años y gracias a la confluencia de diversos factores que analizaremos más adelante se produjo un episodio casi mágico de auténtica liberación sexual en el que participó un grupo de no más de trescientas personas, según algunos de sus integrantes.

Por qué en Barcelona no y en Madrid sí

Pepe Ribas, fundador de la revista Ajoblanco y uno de los impulsores de la contracultura barcelonesa de los años 70 y 80, comentaba en el libro 100 españoles y el sexo (Plaza & Janés, 2009) de David Barba:

Mi sexualidad no era para nada hedonista. Había poco placer, el miedo, el desconocimiento, el temor al cuerpo, son contrarios al bienestar y al disfrute.

(…)

Existe la idea de que en la Barcelona de los años 70 se follaba mucho, pero no es cierto. Las famosas orgías de la época no eran más que fiestas espontaneas. Lo que ocurre es que al final uno te la chupaba, la otra se desnudaba, la de más allá enseñaba las tetas… Ocurría de una manera espontánea, como un ritual más teatral que erótico. Pero a la hora de consumar el sexo, la culpabilidad y la moral judeocristiana salían siempre a la luz. El policía de la mente se encargaba de desbaratar cualquier situación erótica. 

(…)

Fue en mis viajes a Madrid, una ciudad mucho más liberada que Barcelona, donde me encontré con gente de mi edad con la que pude practicar una sexualidad desprejuiciada.

El libro de memorias del propio Pepe Ribas, Los 70 a destajo (RBA, 2007), no ofrece una visión diferente sobre el sexo en la Barcelona de la época. Las fuentes entrevistadas (el escritor Luis Antonio de Villena y el periodista Juan Carlos de Laiglesia) coinciden en señalar al nacionalismo catalán —que ocupó con rapidez el espacio dejado por el franquismo— y a la burguesía barcelonesa como los causantes de dicha dificultad para gozar del sexo libre sin prejuicios ni culpabilidad. 

«En Barcelona había más dinero que en Madrid —dice Borja Casani—. También hay que considerar que la burguesía catalana que controlaba esos fondos era en su gran mayoría antifranquista. Si a esto unimos la tradición editora de la Ciudad Condal, se entiende que las primeras revistas contraculturales (Ajoblanco y  STAR) y los primeros cómics underground (El Víbora y El Rrollo Enmascarado) surgieran allí antes que aquí. Pero en el tema del sexo puede que el hecho de que Madrid fuera una ciudad a la que llegaban a estudiar muchos jóvenes de otras ciudades —con la libertad que eso da—, permitiera unas relaciones más abiertas. Barcelona, para eso, siempre fue más pueblo». También se apunta que los que intentaron poner en marcha el experimento sexual en Barcelona (Nazario, Ocaña o el propio Pepe Ribas) tenían más que ver con la progresía, los movimientos gais organizados y los partidos de izquierdas que con la modernidad. En Madrid se pudo ver con claridad que ser moderno era muy diferente de ser progre y que los movimientos homosexuales en muchos casos censuraron el pansexualismo (sexo sin etiquetas) y el hedonismo con que se vivió aquella explosión de libertad.

«En Madrid —como apunta Sabino Méndez (músico, escritor de Barcelona) en un documental de TVE sobre los años 80— los gais estaban mezclados con el resto, no se apartaron en guetos como en otras ciudades. Esos homosexuales organizaban las mejores fiestas y aquello hacía que Madrid fuera muy divertido». Borja Casani añade que el PCE veía con malos ojos aquello. Juan Carlos de Laiglesia diferencia los objetivos de los progres y de los partidos de izquierdas de lo que movía a los jóvenes modernos: «Los primeros querían cambiar la sociedad y alcanzar el poder; los segundos divertirse».

¿Qué ocurrió en Madrid en los últimos años 70?

Principalmente, que un grupo de jóvenes se echó a la calle. Comenzaron a acudir casi a diario a los mismos locales de copas y se miraron. El alcohol y los primeros porros ayudaron a que de las miradas se pasara a las palabras y de estas al contacto físico. Los locales —no todos— cerraban a las tres de la madrugada y entonces se solía terminar la noche en la casa de alguien. En aquellos pisos se continuaba bebiendo —en algunos casos esnifando la última raya— y se formaban parejas que se perdían por los dormitorios que estaban situados al final del pasillo. Juan Carlos de Laiglesia recuerda aquellas noches como si fueran escenas de una larga y siempre divertida comedia de enredo, y afirma que el sexo que practicó entonces fue el más limpio y sano de su vida, llegando a utilizar la expresión «libertinaje limpio» —que no es necesariamente un oxímoron— para caracterizar lo vivido. Juan Carlos pide que se haga constar la alegría con que se comunicaron, en todos los sentidos posibles, aquellos jóvenes entre los que él se encontraba.

Los sitios para ver y ser visto eran pocos (El Sol, La Bobia, Rock-ola, los drugstores de Velázquez y Fuencarral y algún otro que tuvo fama efímera) y el personal se movía de forma mecánica de un local a otro, con lo que a lo largo de una noche se encontraban numerosas veces. Se generó un grupo cerrado y dentro de él una especie de endogamia. 

En 1999 la editorial Planeta publicó Madrid ha muerto, de Luis Antonio de Villena, la única novela relevante que se ha escrito sobre aquel oasis sexual. El protagonista de este libro, Rafa Antúnez, de veintidós años, acaba de llegar a Madrid en 1980 para terminar la carrera de Filosofía, pero su verdadera intención es escribir una novela.

Porque en esa época lo que yo más quería era conocer gente, moverme, comérmelo todo. ¿Se comprende? Porque mi novela —que era mi vida— tendría que nutrirse de mi voracidad. De mi capacidad de ser feliz. De mi deseo, auténtico, de abolir fronteras. Y creo —y ahí pudo estar lo mejor— que no tenía prioridades. Follar me importaba tanto como beber o escribir o meterme sustancias nuevas, caminar nuevas sendas, digo, para ver cómo era la vida y a qué llamamos realidad, y quién estaba en un plano y quiénes en otro… Quizás a mí me gustasen más (lo tengo hoy muy claro) los tipos duros, me atraían más que la pléyade de hadas vagamente neoyorquinas que volaban por Madrid, como preciosas y venenosillas libélulas. Pero en la cueva final —en el subterráneo del  garito— las libélulas y los gigantes terribles convivían y bebían, noche adentro, las mismas jarras de cerveza. Incluso —y no tan raramente— se acostaban en el mismo colchón. (Pág. 27).

Rafa Antúnez —en principio heterosexual— conoce chicos —«Dei» es el nombre de uno de ellos— con una sexualidad más abierta que la suya:

Aunque sabía que Dei había estado con otros chicos —y con tíos mayores—, supe siempre que también se lo montaba con pibas. Si a Dei le hubiesen preguntado si era marica, se hubiera echado a reír o fabricado  algún nuevo gesto displicente. ¡Qué coño importaba eso! No querría decirse marica ni gay (aunque a lo mejor esencialmente lo fuera) porque pensaba —como muchos chicos entonces— que las entreabiertas fronteras de los sexos no deberían cerrarse a nada, pues se abrían por sed de vida, y que en el tercer sexo o como le llamaran a aquello, qué más daba, solo se quedaban —paradójicamente—  quienes habían sido reprimidos —aunque ellos hablaran de liberación— desde otra óptica. Dei hoy día —me temo— sonaría a quimérico o a zumbado. Porque lo gay se ha vuelto una definición cerrada y la heterosexualidad una suerte de entidad apocada y claustral. (Pág. 154).

Un día Rafa conoce a Pedro y pasa una semana follando con él:

Me hice —sin saberlo— marica unos cuantos días. Me daba igual. Nunca ha vuelto a ocurrir, como dije. Pero si Pedrito volviese (un ribaldo como él, un destructor con la quilla de oro), seguramente yo también volvería a esa sexualidad de iguales que no ha sido la mía pero que siempre me ha rodeado y que he llegado a mirar, alguna vez, incluso con envidia de transgresión, pese a que cualquier sexualidad libre me ha parecido siempre tan natural e incluso más natural que estar con vida.

Luis Antonio de Villena, el autor de la novela, nos confirmó que esos chicos realmente existieron: «Algunos eran de buena familia y hoy son ingenieros, casados y con hijos. Otros procedían del lumpen proletario. Querían experimentar, probar cosas nuevas. Y se acercaban a nosotros con naturalidad». 

(Continúa aquí)

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