Al fallecer Felipe V en 1746 sumido en la más completa locura, subió al trono su segundo hijo, que reinaría como Fernando VI. En aquellos momentos la España heredada por los Borbones no pasaba un buen momento, pues llevaba más de cuarenta años seguidos en guerra y estaba en suspensión de pagos. El debut del absolutismo reformista francés no podía haber sido más deprimente; a pesar de los esfuerzos realizados, el país seguía empobrecido, atrasado y dominado por una aristocracia que se resistía furiosamente a perder sus privilegios. Los planes de modernización apenas habían arañado la superficie de esta compleja maraña de intereses creados, y los recursos hábilmente obtenidos por ministros como Patiño se habían dilapidado en las guerras dinásticas italianas de la reina Isabel de Farnesio, firme candidata al título de personaje más inquietante de la historia de España.
No parecía que Fernando tuviera los mimbres necesarios para enderezar el rumbo de la nave: enfermizo, tímido e introvertido, no había recibido precisamente una esmerada educación —pues se suponía que reinaría su difunto hermano Luis— y no era por tanto demasiado capaz para la cosa política. Al ser hijo de María Luisa de Saboya, primera esposa del Felipe V, la Parmesana lo veía con malos ojos. Heredero del material genético de un padre con graves problemas mentales, desarrolló pronto una obsesión insana con la idea de morir repentinamente. La Farnesio le buscó un matrimonio-alianza con Bárbara de Braganza, destinado a castigar a Francia. Con la cara destrozada por la viruela, se cuenta que su propio padre, Juan V de Portugal, comentó que «solo sentía hubiese de salir del reino cosa tan fea». Esta pareja iba a dirigir el mayor imperio transoceánico de la época.
El reinado de Fernando ha sido tradicionalmente ignorado por la historiografía española, si alguien se pregunta el porqué, mejor que responda el ilustre Menéndez y Pelayo:
La parte más oscura de nuestra historia desde el siglo XVI, acá… de modesta prosperidad y reposada economía, en que todo fue mediano y nada pasó de lo ordinario ni rayó en lo heroico: siendo el mayor elogio de tiempos como aquellos decir que no tienen historia…
Así escribe la historia el nacionalismo, a cachiporrazos; si no hay sangre, banderas y glorias imperiales, no hay relato. Desde luego, la característica principal del periodo fue la ausencia de guerras; una rareza que le permitió a la exhausta España un gran respiro. También había una serie de motivos de optimismo. En primer lugar, el rey tenía su ramalazo autoritario borbónico, y lo primero que hizo fue mandar a su madrastra Isabel a un «retiro dorado» en La Granja de San Ildefonso, del que no salió. Desde allí la incombustible siguió intrigando hasta el final por asegurar el patrimonio de sus hijos, pero lejos de la esfera de las grandes decisiones. Por otra parte, la reina resultó ser una muchacha inteligente y culta, convirtiéndose en inseparable compañera de Fernando; que Bárbara no albergara grandes ambiciones supuso un cambio en la política nacional, para alivio generalizado. Y, sobre todo, Fernando se dejó aconsejar por sus ministros, auténticos artífices del breve intervalo de bonanza para la monarquía.
Dos figuras principales van a destacar por encima de los demás, dos superfuncionarios ilustrados; uno era Zenón de Somodevilla, modesto hidalgo riojano al que Patiño encontró en la Marina y protegió hasta su encumbramiento en 1743: aquel año el ministro más conocido como el marqués de la Ensenada acumulaba nada menos que las secretarías de Hacienda, Guerra, Marina e Indias. Como le llamaba el padre Rávago, era «secretario de todo». Su figura no deja de ser controvertida, pues además de tener una personalidad bastante imponente y expansiva, sus programas de modernización van a ser muy atrevidos para la época, lo que le granjeó la enemistad de los estamentos tradicionales.
Su colega y rival fue José de Carvajal y Lancaster, recomendado por el propio Ensenada para llevar la Secretaría de Estado, los asuntos exteriores. Carvajal no era tan extrovertido y popular como Ensenada —de hecho, era austero, humilde y reservado—, pero era igualmente ilustrado; paradójicamente en este reinado fue el exceso de ministros capaces lo que traerá problemas. Para completar la españolización del gobierno, ambos acordaron promocionar como confesor real al jesuita padre Rávago. A diferencia de reinados anteriores, en esta ocasión tanto el monarca como su gobierno eran nacionales y se preocuparían por los intereses propios más que por carísimas aventuras europeas que habían dejado el país destrozado.
La prioridad para Ensenada, teniendo en cuenta que España era un imperio ultramarino, era construir una Marina decente que otorgara independencia en política exterior a base de marcar músculo y garantizara una necesaria neutralidad: en 1751 la flota española se componía de dieciocho barcos de línea y diez auxiliares, mientras que la británica acumulaba las mareantes cifras de cien y ciento ochenta , respectivamente. Era como para echarse a llorar; el vasto imperio colonial español lo sostenía la flota francesa. Ensenada calculó un programa de rearme de sesenta de naves de línea y sesenta y cinco fragatas para hacerse respetar en Europa y aprovechar la guerra fría entre Inglaterra y Francia, así que se lanzó a la escalada bélica cual Ahmadineyyad tras un cacho de uranio.
Para todo esto se necesita mucha plata, así que Ensenada se arremangó, leyó muchos papelotes y estudió mucho sobre el sistema fiscal español, del que concluyó que «compónese esta [la estructura fiscal] de varios ramos, pareciendo que los más de ellos han sido inventados por los enemigos de la felicidad de esta monarquía». Efectivamente, los impuestos sobre el tabaco y las aduanas no rendían lo suficiente debido a la corrupción, y otros como las alcabalas y los millones eran esencialmente injustos, pues el importe a recaudar era decidido por las clases pudientes y lo pagaban los humildes. Lo peor es que gravaban el consumo de productos básicos, por lo que la mayor parte de la población, que además pagaba todo tipo de diezmos a sus señores, vivía en la miseria. La recolección de estas rentas provinciales se fiaba a agentes privados que se lucraban a manos llenas cometiendo fraude sistemático. Finalmente, los altísimos aranceles sobre el comercio de la plata lo único que fomentaban era la difusión del contrabando.
Ensenada introdujo orden en este caos, e inspirándose en las medidas de Patiño en Cataluña, parió una reforma fiscal basada en el sentido común: sustituir todos por un impuesto unificado sobre la renta y no sobre el consumo, y por tanto proporcional al patrimonio, que se pagaría sin atender a exenciones y prebendas. Para ponerlo en marcha era obligado conocer cómo estaba el reparto de la riqueza nacional, así que se realizó la prueba piloto de un catastro en Guadalajara. Ensenada tuvo que vencer una feroz resistencia de los estamentos tradicionales y esgrimir todas sus cifras en los morros del rey para sacar adelante su Proyecto de Única Contribución, de una modernidad sin precedentes. El catastro salió adelante en Castilla, se realizaron los cálculos y cuando estaba todo listo, sus enemigos consiguieron paralizar el proyecto en 1754.
Pero este plan era a largo plazo y se necesitaban ingresos inmediatos, así que Ensenada se aplicó fuerte. Las rentas provinciales pasaron a manos del Estado, por medio de la figura del Intendente, ahora enfocado en tareas fiscales. Se rebajó el impuesto de la plata y se metió la tijera en los gastos, sobre todo los de la Casa Real, que eran bastante escandalosos: un número abultado de criados y sirvientes reales, mecenazgo de las artes (Farinelli y Scarlatti vivían en la corte a todo trapo)… Los monarcas disponían incluso de una flotilla de quince barquitos, la escuadra del Tajo, que navegaba por el canal de Aranjuez para su divertimento. Por último, no menos importante para las finanzas reales era la paz internacional y el mantenimiento de la neutralidad. Con todas estas medidas, Fernando VI superó el déficit y acabó el reinado con trescientos millones de reales en el bolsillo, cantidad mayor de la que había dispuesto cualquier otro monarca español —según el embajador inglés—.
Pero una cosa es disponer del dinero para construir una flota, y otra es equiparse de lo necesario para su buen funcionamiento. El plan de Ensenada incluía abrir grandes astilleros en El Ferrol, Cádiz, Cartagena y La Habana; para ello necesitaba un equipo técnico de altura, así que mandó al ingeniero Jorge Juan a Inglaterra para estudiar sus técnicas de fabricación naval y reclutar a cuantos especialistas pudiera, enviándolos a España de tapadillo. Encargo que este espía industrial realizó eficientemente; unos cincuenta técnicos británicos empezaron a trabajar en el proyecto de rearme hispano. Parecida misión se le encargó a Antonio de Ulloa, pero en Francia. La mezcla de ingenieros ingleses y españoles y la indefinición entre adoptar el modelo de construcción anglosajón o francés arrojó desiguales resultados, pero todo avanzaba viento en popa.
La construcción naval era una industria compleja, y necesitaba de pertrechos de todo tipo, desde madera hasta brea y cáñamo, metal, cañones… además de ingentes cantidades de «capital humano». El estado de la marinería española era lamentable; dado el abandono de la flota comercial, cantera de la Marina de guerra, faltaban miles de oficiales y marineros aptos. En un país que carecía de una industria digna de tal nombre, el marqués de la Ensenada necesitaba por lo menos cuarenta mil personas para trabajar en los astilleros. La única solución parecía pasar por el problema de «los vagos».
En la España de la época, la vida para la población campesina era prácticamente insostenible, entre impuestos abusivos, miseria y régimen señorial. Muchos optaron por huir a las ciudades; pedir limosna no les mejoraba demasiado la existencia, pero les eximía de partirse el lomo sobre el arado. Por ello las ciudades españolas estaban plagadas de «vagos» (Madrid llegó a alcanzar el 40 %) que preferían la misma pobreza, pero sin tanto esfuerzo. Ensenada realizó varias levas de estos vagos y de convictos y los puso a trabajar forzosamente en las nuevas instalaciones de la Marina.
Es aquí donde se produjo el episodio chusco conocido como la Gran Redada o Prisión general de gitanos. Además del fuerte prejuicio racial, en su mayoría eran nómadas no sujetos a ningún régimen señorial, estando por ello en el punto de mira de las autoridades, que idearon distintos planes para su sedentarización. Cuando el marqués de la Ensenada accedió al poder había un proyecto para poner a gitanos errantes a trabajar en los astilleros. Miles de gitanos fueron detenidos y separados de sus familias. La operación terminó con cientos de recursos por detenciones erróneas mientras los responsables de los astilleros iban liberándolos porque no les eran útiles. En definitiva, un caos y una chapuza. Esta actitud poco humanitaria contrasta con las obras públicas emprendidas por el marqués de la Ensenada para mejorar las infraestructuras y «calidad de vida» de la población (y de futuras industrias): los caminos de Santander y Guadarrama, o el canal de Castilla son proyectos suyos.
Pero la orientación de la política interior chocaba con las ideas de Carvajal. Ensenada era partidario de abrir el monopolio gaditano permitiendo el comercio americano desde cualquier puerto peninsular, mientras que el secretario de Estado prefería centrarse en establecer industrias manufactureras para vender en las colonias, a pesar de que no disponía de personal para ello. No era la única fuente de fricción: la más grave giraba alrededor de los asuntos exteriores, siendo Ensenada partidario de la neutralidad profrancesa como contrapeso a la flota británica. Los ingleses acechaban el comercio americano y los españoles tenían algunos contenciosos con ellos, como la tala de madera de Campeche, la pesca en Terranova y sobre todo la cuestión de Gibraltar y de la colonia portuguesa de Sacramento, hoy Uruguay. En cuanto estallara la previsible guerra entre Francia e Inglaterra, el acercamiento a la primera era imperativo. Carvajal sin embargo deseaba una neutralidad estricta más próxima a Gran Bretaña. Entre ambos se fue desarrollando una rivalidad tanto política como personal, aglutinando alrededor de su persona dos facciones de adeptos que iban colocando aquí y allá en el eterno juego de la política.
A pesar de este conflicto entre los dos hombres fuertes del Estado, la recuperación económica y la carrera armamentística llevaban un buen ritmo, para alarma de Inglaterra. Su embajador, Benjamin Keene, era un individuo muy experto que conocía el país a la perfección y se movió hábilmente para contrarrestar los planes españoles. Para ello se sirvió de unas cuantas estratagemas y de las consecuencias de un grave problema diplomático que involucraba a la colonia de Sacramento. Esta le hacía un enorme daño económico a España, puesto que era utilizada por la alianza anglo-portuguesa como base para el contrabando por el río de la Plata, de donde accedían al metal que venía del Alto Perú. Se había intentado arreglar el asunto a guantazos sin resultados, pero en 1750 y apoyándose en las buenas relaciones con los lusos, Carvajal consiguió la firma del Tratado de Madrid por el que Portugal cedía Sacramento a cambio de unas posesiones españolas en las costas de Brasil.
El problema es que en dichas posesiones había siete misiones jesuíticas entre los guaraníes, y la cesión suponía el traslado forzoso a miles de kilómetros al sur de unos treinta mil indios. El elevado coste moral y humano despertó protestas en España, donde muchos pensaban que se había cedido demasiado. Para colmo, los portugueses se lo pensaron mejor y tampoco se mostraron muy partidarios de cumplir el pacto. Los jesuitas aceptaron el acuerdo a regañadientes, puesto que estaban señalados por los ilustrados y cualquier rebelión de los indios habría sido fatal para sus intereses. Los guaraníes mientras tanto se defendieron de las incursiones de los cazadores de esclavos del Brasil y de expediciones españolas y portuguesas, siendo derrotados y desplazados a sus nuevas tierras. Algunas amargas cartas de protesta de los jesuitas indianos fueron interceptadas y usadas como carnaza en la lucha política para demostrar una «traición». Ensenada se mostró públicamente en contra del Tratado, por lo que no solo se enfrentó a Carvajal, sino que quedó marcado por la oposición como amigo de los jesuitas.
Esta brecha fue bien explotada por Keene, que estaba perfectamente al corriente de los manejos de Ensenada, objetivo número uno de los ingleses. En 1754 falleció Carvajal mientras la flota española sumaba ya cuartenta y cinco navíos de línea; era el momento oportuno para actuar. Keene utilizó para la conspiración a algunos personajes secundarios. Uno de ellos era el duque de Huéscar, típico aristócrata hispano; todo ansias de poder y bastante poca idea de lo que hacer con él. El otro era Ricardo Wall, un diplomático y militar antijesuita de origen irlandés, que había hecho carrera en el ejército español y era íntimo de Huéscar. Ambos enemigos del ministro, así que se prestaron a denunciar al rey el plan secreto de Ensenada para armar una flota en La Habana y atacar los asentamientos ingleses en Belice, como prueba de la deslealtad del ministro. La copia de los documentos la proporcionó la embajada británica.
Fernando VI escuchó las acusaciones contra Ensenada, a saber: el ataque planeado contra los leñadores ingleses, haber pasado a su hermanastro Carlos de Nápoles las cartas de los misioneros (Carlos era una de las voces más contrarias al Tratado de Madrid) y alinearse con Francia y los jesuitas. En realidad, no era más que la plasmación de la conocida línea política de Ensenada, pero bastó para condenarle. Se firmó una orden de detención contra el gran hombre; salió de su casa escoltado y marchó al exilio en Granada. Sus partidarios fueron cayendo uno detrás de otro, incluyendo al padre Rávago.
El gabinete que sucedió a Ensenada destacaba por su mediocridad y su ortodoxia con la tradición, en la línea de reinados anteriores. Huéscar no tenía muchas ideas concretas, ni los secretarios que se nombraron la talla política suficiente. Se dedicaron a dejarse ir por la inercia, paralizando muchos de los proyectos reformistas, con lo que el Catastro y el desarrollo de la flota fueron por los derroteros de siempre; la ineptitud y la desidia. Ricardo Wall, secretario de Estado, adoptó una política neutral favorable a los intereses británicos y en Londres respiraron tranquilos. De esta manera tan sencilla, mediante una escandalosa operación de espionaje y complot, una potencia extranjera hizo caer el gobierno nacional más capacitado hasta la fecha. En muy mal momento, porque el rey no solo no era capaz de engendrar descendencia, sino que daba muestras patentes de su demencia.
En 1758 falleció Bárbara de Braganza, lo que supuso un quebranto para el reino (en su testamento transfirió una importante cantidad de dinero a Portugal) y especialmente para el rey. Este trauma agudizó su melancolía; Fernando se ponía agresivo y se negaba a comer, lavarse, cambiarse de ropa o cagar. Tampoco era capaz de tomar decisiones, lo que en un gobierno absolutista paralizaba la acción ejecutiva, sobre todo con un equipo de pelotas sin iniciativa al frente. Durante un año entero se sucedieron las escenas patéticas, con el rey intentando suicidarse y sufriendo de un atroz estreñimiento que los aterrorizados médicos trataban de paliar entre la lluvia de golpes y mordiscos que les propinaba Fernando. Cuando por fin conseguían darle algún purgante, se iba de vientre poniéndolo todo perdido, y no consentía que le cambiaran las sábanas. En 1759 y en un charco de caca, Fernando VI, el tercer rey Borbón, fallecía a los cuarenta y siete años de edad.
Al carecer de hijos, le sucedería Carlos III, a quien le faltó tiempo para venir corriendo desde Nápoles. Este monarca sí que ha pasado a la historia como un hombre capaz, ilustrado y reformista, rodeado de un halo de grandeza, aunque su hazaña más destacada haya consistido en ventilarse todo el dinero que recibió como herencia, irrumpiendo cual elefante en una cacharrería en la guerra franco-británica (que, como estaba cantado, acabó estallando en 1763). Un digno hijo de su madre, la Farnesio, que finalmente se salió con la suya y obtuvo el triunfo apoteósico que tanto deseaba. Pero esa es otra historia.
¡Gracias!