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Doppelgänger: el horroroso trance de encontrarse con uno mismo

Doppelgänger
How They Met Themselves, de Dante Gabriel Rossetti (1864). DP.

En 1796, el escritor Johann Paul Friedrich Richter, más conocido como Jean Paul, publicó una comedia gótica de título rocambolesco: Bodegón de frutas, flores y espinas o vida conyugal, muerte y nuevas nupcias del abogado de pobres F. St. Siebenkäs. La obra alcanzó cierta notoriedad mediante el escándalo, pues algunos vieron en el texto una casi blasfema reinterpretación del mito cristiano de la resurrección. El protagonista del relato, aconsejado por un amigo que es su doble idéntico, decide fingir su propio fallecimiento para comenzar una nueva vida desde cero. Los lectores y hasta los estudiosos de la literatura germana decidieron ignorar lo engorroso del título y pasaron a referirse a la obra simplemente como Siebenkäs

La novela introdujo en la lengua alemana dos neologismos inventados por el propio Jean Paul. El primero, doppelgänger, se refería a una comida donde el plato principal y el segundo eran servidos al mismo tiempo. Esta acepción no tuvo demasiado éxito. El segundo neologismo era casi idéntico, doppeltgänger (nótese la «t» intercalada) y, como el propio Jean Paul aclaraba en una nota al pie de la primera edición, denominaba a un sosias, un individuo que mantenía un inexplicable parecido físico con otro hasta el punto de ser indistinguibles. Esta acepción sí cuajó, aunque, como sucedió con el kilométrico título de la propia novela, el público decidió adoptar la palabra a su manera. En el uso popular, doppeltgänger (con t) perdió su significado en favor de doppelgänger (sin t), que dejó de referirse a una forma particular de servicio culinario y pasó a designar al doble idéntico de un individuo. El único que respetó los neologismos de Jean Paul fue otro famosísimo escritor gótico, E. T. A. Hoffmann, uno de cuyos relatos se tituló «Die Doppeltgänger» (con t). Pero nadie más decidió conservar la t. Y la verdad es que Jean Paul sería presa del estupor al ver que hoy se usa como equivalente de doble idéntico lo que para él era poco más que un sinónimo de «tapas». 

La palabra doppelgänger —que a oídos españoles suena más o menos como «dópelguena»— ha entrado en el vocabulario habitual de diversos idiomas para denotar al doble idéntico de una persona, pero sin mayores connotaciones. Cualquiera puede decir: «He visto a mi doppelgänger en el supermercado» y sentirse tranquilo, si bien un poco asombrado. Pero antes de eso fue uno de tantos términos que la literatura gótica del siglo XIX empleó para redefinir miedos tan viejos como la propia humanidad. Uno de esos miedos era el de encontrarse con la copia perfecta de uno mismo. Porque, empleando términos contemporáneos, es un fallo en Matrix. Verse a uno mismo, o a la copia perfecta de uno mismo, es una aberración de las leyes universales tal como eran entendidas en otras épocas. Una persona no podía existir por duplicado sin la intervención de poderes ocultos o, por qué no, malignos. Y esto se debía al carácter indivisible de la unión entre individuo y alma. 

En el mundo anterior a la Ilustración, y desde tiempos muy antiguos, el carácter dual del ser humano fue considerado una verdad evidente por sí misma. No era más que la inevitable traslación de todos aquellos principios y leyes que se desprendían de la observación de la naturaleza. En el mundo natural existen los objetos visibles y tangibles, pero también las fuerzas invisibles que los mueven. El ser humano estaba también dividido en dos mitades: el cuerpo material y el alma. La dualidad entre cuerpo y alma era entendida y aceptada como un fenómeno connatural a la existencia. Solo la muerte podía separar cuerpo y alma; el primero se descomponía, la segunda viajaba a otro plano de existencia o transmigraba mediante la reencarnación.

Cosa distinta era la duplicidad, la posibilidad de que un individuo pudiera desdoblarse en dos individuos idénticos, una anomalía aterradora. En todas las corrientes religiosas, el individuo es algo más que carne y hueso. Está animado por un espíritu propio que es la esencia de uno mismo, la sustancia etérea que contiene el yo. Al igual que hoy consideramos intransferibles las huellas dactilares o la impronta del ADN, en otras épocas se consideraba intransferible el alma. No podían existir dos almas idénticas. Ni siquiera los mellizos aparentemente idénticos compartían alma, sino que eran individuos completamente independientes. Así pues, en caso de aparecer repentinamente el doble de uno mismo, solo cabía concluir que ese doble no poseía un alma. Pero ¿cómo es posible que estuviese vivo sin un alma? En el mundo precientífico, la única respuesta posible era suponer que el individuo duplicado, o bien no estaba vivo en el sentido material, o bien no estaba animado por un alma convencional, sino por fuerzas o espíritus misteriosos. 

La noción del «otro yo desprovisto de alma» es, en realidad, un trasunto del miedo a la propia muerte. Es el mismo a la desaparición del yo que se esconde detrás de otros mitos terroríficos tradicionales como vampiros, zombis, hombres lobo, etc. Todas estas figuras encarnan el pánico ante el momento en que el yo es arrastrado hacia un estado de insignificancia en el que la voluntad es aminorada o incluso eliminada. Dicho de otro modo: la pérdida de control que supone la transformación en un monstruo es la representación material de la pérdida definitiva de control; esto es, la muerte. Pero en las transformaciones tradicionales del vampirismo o el vudú existe una posibilidad de redención, ya que la posesión del alma por fuerzas ajenas es un estado reversible. Una medicina, un ritual o un exorcismo pueden limpiar el alma de influencias externas y permitir que el yo reclame el dominio de su propia voluntad. Eso equivale a un retorno a la vida. 

Otros personajes del terror tradicional, como los fantasmas, no pueden retornar a la vida porque no han experimentado una transformación, sino que han efectuado una transición definitiva al mundo de los muertos. El espectro de un fallecido es el alma que ha quedado desprovista de un cuerpo. Pero aquí tampoco hay duplicidad, pues el espectro no puede existir por sí solo mientras continúe viva la persona que posee esa alma. Sin embargo, la imaginación popular y su retoño, la imaginación literaria, se recrean en la posibilidad de la completa anomalía: ¿Qué ocurriría si uno viese a su propio fantasma?

La contemplación del propio doppelgänger es un caso particular en las mitologías que giran en torno al miedo a la destrucción o la pérdida del yo. El protagonista de este tipo de historias no se ha transformado ni ha experimentado una transición como la muerte, sino que sigue vivo y en perfecto dominio de su voluntad. Simplemente está contemplando a un duplicado de sí mismo. Un doble que, no cabe otra opción, pertenece a otra dimensión. Tiene el mismo aspecto que el original, pero es distinto en esencia porque está regido por una fuerza que no es el alma verdadera. ¿Quién lo maneja, y con qué propósito? Esto depende de la mitología concreta. El doppelgänger puede ser inocuo; en los países nórdicos se contaban historias sobre dobles sobrenaturales que aparecían en un lugar minutos antes de que llegase la persona a quien se esperaba. Estos dobles provocaban considerable confusión cuando, al presentarse el individuo auténtico, los testigos le aseguraban que llevaba ya un rato allí, comportándose con total normalidad. En este caso, el doppelgänger es una representación de la paradoja temporal que algunos sospechaban que estaba detrás de fenómenos psicológicos tan vívidos como el déjà vu. Cuando alguien experimenta la intensa sensación de haber vivido ya un episodio presente, puede deberse a que un duplicado lo vivió antes que él. 

La paradoja temporal es incluso más refinada en el caso de Goethe. Un día, mientras cabalgaba, se cruzó con un hombre idéntico a él, también montado a caballo, aunque vestido de manera diferente: un traje gris con ornamentos dorados. Ocho años después volvió a cruzarse con su doble, pero esta vez era él mismo quien vestía el traje gris con ornamentos dorados, mientras que el doble llevaba las ropas de su yo más joven. Una bella anécdota sobrenatural que quizá ni él mismo creía (al contrario que Guy de Maupassant quien, ya afectado por problemas psicológicos, aseguraba que su doppelgänger le había dictado relatos enteros). Hoy, la ciencia ficción expresaría estos fenómenos en términos de pliegues espaciotemporales. Como la bilocación de lord Byron, que no se contempló a sí mismo, pero supo que muchas personas atestiguaban su presencia en la corte inglesa mientras, en realidad, él estaba en el extranjero, convaleciente de una enfermedad tropical. Cuando llegaron a sus oídos las extrañas historias sobre su doppelgänger, lord Byron se limitó a decir: «Espero que mi otro yo se comporte como un gentleman». El desdoblamiento del yo y la pérdida de la identidad fueron, en cualquier caso, temas característicos del terror decimonónico. El ejemplo paradigmático es El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde, pero hay otras muchas muestras. En su relato «La sombra», Hans Christian Andersen narraba la desasosegante historia de un hombre cuya sombra empieza a desarrollar una personalidad propia hasta el punto de terminar sustituyéndolo por completo. 

Las carambolas temporales eran la cara menos amenazante del folclore, pero era más habitual que la aparición del doppelgänger fuese la señal de que iban a suceder acontecimientos desgraciados. Ya en la Antigüedad, la imagen dúplice de uno mismo era canalizadora de visiones sobre el futuro y los espejos, ventanas a otro mundo en el que existía una imagen duplicada y aparentemente inmaterial —pues no podía ser tocada, solo el espejo podía ser tocado—, una herramienta de adivinación. La imagen del espejo podía actuar como mensajera. Con el paso del tiempo, las adivinaciones se transformaron en invocaciones diabólicas que suelen terminar torciéndose porque, en la imaginación popular, el atrevimiento fáustico de asomarse a otra dimensión trae necesariamente más cosas malas que buenas. Varias tradiciones convirtieron al doppelgänger en un profeta de la desgracia y, sobre todo, de la muerte. Existen leyendas muy célebres sobre la naturaleza fatídica de la aparición del doppelgänger. La emperatriz de Rusia, Catalina la Grande, murió por causa de un derrame cerebral cuando se disponía a tomar un baño. La historia que circulaba tras su muerte, y que muchos creían, decía que semanas atrás una doble de Catalina se había sentado en el trono mientras la auténtica emperatriz dormía y había sido atendida por los sirvientes, que no habían notado nada fuera de lo normal. Cuando la verdadera emperatriz se levantó y supo de lo ocurrido, ordenó disparar contra su réplica espectral. Eso no bastó para contrarrestar el anuncio de su muerte. Es larga la lista de personalidades históricas que, según terceros o incluso según su propio testimonio, vieron a sus doppelgänger como supuesto anuncio de su propia muerte. Abraham Lincoln, antes de ser elegido presidente de Estados Unidos, vio en el espejo no un reflejo de su figura, sino dos, y, al modo de Cayo Mario, lo interpretó como el anuncio de que gobernaría durante dos mandatos. El escritor Percy B. Shelley, esposo de Mary Shelley, aseguraba no mucho antes de morir que había visto a su doble, y que este le había dicho: «¿Por cuánto tiempo pretendes estar satisfecho?». Otro ejemplo célebre, sucedido en el siglo XVII, es el del escritor Izaak Walton, quien estaba de viaje en París mientras su esposa embarazada reposaba en Londres. Walton vio a la doble de su esposa sosteniendo a un niño muerto en brazos. Muy afectado, hasta el punto de que sus amistades parisinas temían por su salud mental, Walton envió un mensajero a Inglaterra; este retornó con las noticias de que su mujer había sufrido un aborto natural y se encontraba muy enferma.

Todos estos mitos y leyendas se apoyan en la noción intuitiva de que la copia es blasfema o, usando términos más actuales, contradice el orden natural de las cosas. Incluso la ficción moderna ha adoptado este tópico y el inquietante momento en que alguien se encuentra con su doble perfecto ha sido empleado con gran habilidad en películas y series de televisión. Lo cual demuestra que los viejos miedos nunca mueren del todo; nuestra visión del mundo ha cambiado, pero no nuestro cableado interno, propenso a interpretar lo que vemos no como lo que es, sino como lo que podría significar su presencia. Un tigre no es un tigre, sino algo que puede atacarnos. Un trueno no es un trueno, sino la señal de que ocurren fenómenos que escapan a nuestro control. Y el doble perfecto de uno mismo… ¿Qué sentiría usted si, mientras sube las escaleras sin mayores preocupaciones, se encontrase de repente con su doppelgänger saliendo de la que —o eso creía usted— es su propia casa? Por eso funciona la ficción. No importa cuánto aprendamos sobre el mundo; los viejos miedos funcionan con mecanismos propios. Y no hay nada más aterrador que, parafraseando a Nietzsche, uno mire a la imagen de uno mismo, y que esa imagen le devuelva la mirada.

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9 Comments

  1. La palabra alemana sonaría ‘dopelguenga’, no tanto ‘dopelguena’.

    Buen articulo.

  2. Maestro Ciruela

    «Y no hay nada más aterrador que, parafraseando a Nietzsche, uno mire a la imagen de uno mismo, y que esa imagen le devuelva la mirada».
    Mientras, añado yo, suena de fondo «Doppelgänger» por «The Antlers». Apoteósico.

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  5. El tema del doppelgänger de lord Byron está tratado en la novela «Las puertas de Anubis» de Tim Powers.

  6. Constantino

    Una lástima que no haya aprovechado la oportunidad para aproximarse a las hipótesis de los universos paralelos y la interpretación de Hugh Everett (así como la variedad de escenarios estéticos plasmados por el séptimo arte a propósito de la variante de Schwarzschild y los gemelos perversos).

  7. Creo que lo más aterrador de un encuentro así sería intuir que, tal vez, el dopplegänger eres tú.

  8. Carlos

    Y la novela «El Doble» de Dostoievski? Como es que nadie dice nada?

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