La historia que quiero contar aquí empezó un día de los años noventa del siglo pasado, en una librería de viejo de unos peruanos, que, establecida en principio del lado de la calle Mayor, se había venido a instalar en la calle Ferraz, justo enfrente de donde vivíamos, y seguimos viviendo. Esos libreros, que terminaron marchándose, pues nuestro barrio no es muy literario, no sé qué ha sido de ellos. Sabían bastante de su oficio, tenían mucho 98 y bastante 27, mucho libro de política, y sobre todo mucha literatura hispanoamericana. Algunas cosas buenas les compré. Otras no pude. Pero si hablo de esa librería es porque un buen día caí ahí sobre un álbum de tapa gris, con el obelisco de Alberto Prebisch dibujado en cubierta, y cuyo título rezaba Buenos Aires 1936. Lo abrí, y debo confesar que no me sonaba de nada el nombre del fotógrafo, que por lo demás no figuraba en cubierta: Horacio Coppola, firmante de lo que en portada se designaba como Visión fotográfica, con evidente referencia a la Nueva Visión. Algo sí sabía en cambio sobre los dos prologuistas del volumen, Prebisch, martinfierrista, y autor del Obelisco, e Ignacio B. Anzoátegui, pero lo que sabía sobre este último no era demasiado bueno: que había pertenecido al raro ejército de los latinoamericanos que se habían adherido a la rebelión franquista, y había ejercido incluso de falangista en su Argentina natal, y pronunciado aquí en Madrid muchas conferencias de ese signo, y publicado varios libros.
El libro me dejó literalmente fascinado, emocionado, mudo. Un descubrimiento mayúsculo. «El Man Ray argentino», me dije. Compré el libro, que me costó las siete mil quinientas pesetas en que estaba marcado, o tal vez me lo bajaron un poco. En varios lugares de él, un sello en tinta roja indicaba que había sido propiedad de Luis Doporto, que ahora sé que es Luis Doporto Marchori, geógrafo, republicano y futuro exiliado en Brasil. En casa me deleité ante los nocturnos porteños, ante los anuncios luminosos, ante las visiones de la ciudad colonial, ante aquellas otras en que se veía surgir otro Buenos Aires, el de los rascacielos déco. Leí los textos. El de Prebisch, que cita a su amigo Le Corbusier y que elogia grandemente las fotos de Coppola, a las que califica de magistrales, y que habla de las distintas zonas evocadas, el centro norteamericanizado, el Barrio Norte «afrancesado y suficiente», «el hoy subalternizado barrio Sur», y «el arrabal lindero de la pampa» con «el último almacén plantado a los cuatro vientos en una esquina de desolación sobrerrealista». En contra de mis prevenciones, el de Anzoátegui lo encontré francamente bueno, y en el fondo mejor que el otro. Todavía no era época de San Google, pero consultando aquí y allá, fui dando sobre algún dato más sobre Coppola, entre otros, que había estudiado en la Bauhaus, que se había casado con su condiscípula alemana Grete Stern y que ambos vivían en Buenos Aires.
En 1995, supe que el IVAM preparaba una retrospectiva de Grete Stern. Me prometí ir a visitarla de cara a reseñarla en ABC, en cuyo suplemento cultural sabatino escribía regularmente. De repente surgió algo inesperado, y me encontré nombrado director del museo valenciano. Ya no reseñé la exposición, sino que el catálogo fue uno de los primeros con prólogo institucional mío. La fotógrafa se encontraba ya muy enferma, y no pudo viajar. En su lugar acudió a la inauguración la hija del matrimonio, Silvia Coppola. Le dije: «He heredado esta exposición, y estoy feliz por ello. Pero ahora te voy a dar una noticia, y es que el año que viene, ya dentro de mi programación, habrá una exposición de tu papá».
Unos meses después, con José Vicente Monzó, el conservador de fotografía de la pinacoteca valenciana, que había sido el comisario de la muestra de Grete Stern, y al que le pedí que hiciera otro tanto con Coppola, estuve visitando a este último en su apartamento próximo a la Costanera y a la Torre de los Ingleses. Me cautivaron el apartamento, el personaje, las fotografías que nos enseñó, la biblioteca y archivo que entrevimos. Encantadora, además, su segunda mujer, Raquel Peralta Ramos. Me divirtió que, cuando le comenté que algunas fotos suyas de los años treinta tenían un aire a lo Ródchenko, me dijera que no sabía de quién le hablaba; sobre todo porque, al paso, en un rincón de la biblioteca, había entrevisto una monografía sobre el ruso.
Un año después, se inauguró la muestra prometida. Raquel y Horacio Coppola estuvieron en Valencia, acompañados por Silvia, que fallecería unos años después. Él encantó a todo el mundo. Fue su último viaje a Europa, y su primera exposición relevante fuera de Argentina. A partir de las dos exposiciones del IVAM, la de Grete y la de Horacio, ambos comenzaron a ser conocidos; fuera de Argentina, antes solo sabían algo de ellos los especialistas en la Bauhaus, y por sus trabajos de aquel tiempo. Lo expusieron galeristas como el madrileño Guillermo de Osma o el londinense Michael Hoppen, y en el mismo Madrid tendrían lugar nuevas retrospectivas en Telefónica, y en el Círculo de Bellas Artes. La muestra barcelonesa del CCCB sobre Borges y Buenos Aires la vertebraban imágenes de su amigo Coppola. Se sucedieron también las exposiciones de Grete, sobre todo de sus Sueños. Todo ello culminó con la organización, en 2015, tres años después de la muerte de él, de una muestra conjunta de ambos en el MoMA de Nueva York. Para el museógrafo que fui durante una década, que nos anticipáramos en veinte años a aquello constituyó un motivo de orgullo. Algo después, volví a sentir lo mismo cuando Tarsila do Amaral, a la que había expuesto en la Fundación Juan March, arribó ella también al museo neoyorquino. Curioso que estos genios lo fueran los tres durante un periodo relativamente corto, pero intensísimo, de sus respectivas trayectorias. Misterios de la vida, y del arte.
Unos años más tarde, estuve trabajando en una monografía coppoliana que llegué a tener muy avanzada, pero que finalmente quedó, por razones que no vienen al caso, en mero proyecto. Para prepararla, pasé una decena de días en Buenos Aires. Jorge Mara, que ya se ocupaba de las cosas tanto de Grete como de Horacio, me ayudó enormemente. Entre otras cosas, a conseguir que el fotógrafo me recibiera todos los días de la semana, excepto uno que dediqué a La Plata, ciudad que él también había fotografiado, y que yo no conocía. Las conversaciones con él fueron estupendas. Me dejó revolver su biblioteca, de la cual fueron emergiendo Borges dedicados, Martín Fierro completa, el primer libro de Álvaro Cunqueiro con dedicatoria autógrafa a Grete, pero no del poeta gallego, sino de un abogado comunista argentino, Norberto Frontini, del que también aparecieron cartas narrando sus andanzas galaicas en compañía de Seoane, o sus visitas barcelonesas a Miró, Josep Maria Sert y otros de ADLAN y GATEPAC.
Las primeras fotos de Coppola, nacido en 1906 como benjamín de una familia ítaloargentina, tienen que ver con las del mayor de sus cinco hermanos, Armando, nacido en 1886. Pero muy pronto se acentúan los rasgos de extrema modernidad, así en vistas de la escalera de la casa paterna, o de la calle desde un balcón, o de muebles como receptáculos de escuadras, cartabones y máscaras venecianas, que componen bodegones (Mundo propio) de aire casi metafísico. A ese experimentalismo rudimentario le seguirá un trabajo sobre las decoraciones de los carros de caballos porteños, publicado en la gran revista Sur, de Victoria Ocampo, donde también publicó fotos, ya muy Nueva Visión, de rincones urbanos deliberadamente prosaístas. Próximo a los martinfierristas, circa 1927 se había convertido en el flâneur con cámara de la ciudad. Compañero suyo en muchas de esas caminatas fue Borges, en cuya monografía de 1930 sobre Evaristo Carriego aparecen dos instantáneas suyas. Fue así configurándose un corpus de imágenes que, más que con Man Ray, vistas en bloque, casi tendrían más que ver con Atget. En 1929 había sido uno de los fundadores del Cineclub porteño, del que conservaba los libros de actas, y en 1930, de la revista Clave de Sol.
En 1931 tuvo lugar el primer viaje de Coppola a Europa. Al siguiente, volvió para matricularse en la Bauhaus, entonces en Dessau, y en su fase final. Hay quien podría creer que aprendió a fotografiar su ciudad natal tras aprender el idioma de la modernidad en aquella escuela. De que lo perfeccionó no cabe la menor duda, pero por mi parte pienso que en realidad llegó allá ya con la mirada moderna que denotan Esto es Buenos Aires y otras de sus fotos porteñas de los años iniciales, y que la Bauhaus no hizo sino consolidarlo en posiciones ya adoptadas antes.
Tras la llegada al poder de los nazis, que cerrarían la Bauhaus, uno de los focos de lo que ellos llamaban «arte degenerado», la pareja se exilió primero en París, y luego en Londres. En la capital francesa él colaboró en Cahiers d’Art y en el libro de su director, Christian Zervos, sobre arte mesopotámico, e hizo retratos, entre otros de Chagall. En la británica, fotografió parques, puentes, gasómetros, tiendas, flea markets, parados, mendigos… En cada una de ellas, realizó un documental.
En 1935, los Coppola abandonaron definitivamente una Europa cada vez menos habitable, poniendo rumbo a Buenos Aires. Al poco de llegar, celebraron una exposición conjunta en los locales de Sur, reseñada por Jorge Romero Brest en las páginas de la propia revista.
Solo recientemente se han conocido algunas obras realizadas por Coppola durante las escalas de sus dos viajes de ida y vuelta a Europa. Destacan las de un Río de Janeiro en que se mezclan palmeras y rascacielos. Algunas de ellas están tomadas en la rúa Paysandú, una de las más bonitas de la cidade maravilhosa y yo diría que del planeta. Se les suman algunos retratos del gran poeta Manuel Bandeira delante de su casita.
1936 es el año en que todo lo acumulado por Coppola a lo largo de los casi diez años precedentes cristaliza en la absoluta obra maestra que es Buenos Aires 1936, publicado por la Municipalidad de la capital. Coppola, en algunos ejemplares, probablemente los que le correspondieron, le puso a la cubierta una preciosa faja, un fotomontaje de pretextos urbanos acordes con el subtítulo del volumen: Visión fotográfica. Luego se hizo una segunda edición, mucho más moderna por fuera: cubierta con una foto aérea en que se reconoce el obelisco, con algunas fotos metidas en la cuadrícula urbana y en las letras silueteadas que componen el nombre de la ciudad, desapareciendo la fecha, y encuadernación en espiral, muy de moda entonces. El mismo año, la construcción del obelisco fue objeto de otro documental coppoliano. En 1937, el fotógrafo contribuyó con no pocas instantáneas a un segundo libro municipal, en cierto modo complemento del anterior, la Historia de la calle Corrientes, del martinfierrista Leopoldo Marechal, en el que van también fotografías y documentos históricos.
Horacio Coppola es el gran fotógrafo de Buenos Aires. La fotografió cuando todavía conservaba mucho de su encanto ochocentista, y a la vez se estaba convirtiendo a pasos agigantados en una metrópolis moderna, en un proceso parecido al que paralelamente sufrían México y São Paulo. Nunca he dejado de subrayar, en ese sentido, que no se lo puede ver solo como el cronista de los rascacielos déco, que entonces crecían como las setas tras la lluvia, y el más conocido de los cuales sería el Kavanagh. Es también el cantor de las esquinas rosadas borgianas, de los barrios del sur, de la geometría movediza de los toldos de las pequeñas tiendas, de las azoteas con veletas, de un mirador criollo, de los patios, del Parque Lezama, de la Catedral, del Cabildo, de la avenida de Mayo y sus cafés, de Florida, del Colón, del Barrio Norte… Es el fotógrafo ante una de cuyas visiones urbanas más conocidas, la del charco al fondo del cual brillan los adoquines, y en que se refleja una sencilla arquitectura coronada con tiestos con aspidistras, exclamó Borges: «¡Esto es Buenos Aires!», título que enseguida adoptó su autor. Es el fotógrafo de la transición porteña, a veces casi demasiado didáctico, como cuando busca el ángulo de la apacible y arbolada calle Arroyo, esquina a Esmeralda, donde la tranquilidad antañona la rompe un chaflán funcionalista casi berlinés. En otra instantánea las dos torres blancas neoclásicas de la iglesia de Montserrat se superponen a un ministerio de estilo internacional también blanco. Y luego están los tranvías abarrotados; los grandes anuncios pintorescos; las tres chimeneas de un paquebote en la Dársena Norte, asomando al fondo sobre los tejados, tan lejos del primer plano que tardamos en descubrirlos; los escaparates, tema este muy atgetiano; la Diagonal Norte desde una terraza, en una de las imágenes que suscitaron aquel comentario mío sobre Ródchenko… Y están los hipódromos, las estaciones, y ese autobús saliéndose ya casi de la cuadrícula, y desde luego de lo urbano, en esa imagen titulada Avenida del Trabajo al 4000 esquina Laguna.
Absolutamente magistrales sus nocturnos porteños, algo posteriores a los parisienses de Brassaï, pero que aguantan perfectamente la comparación con ellos. Tanto en el libro de 1936 como en el de Corrientes, el argentino sabe captar la inmensidad inhumana de la metrópolis, uno de cuyos inquilinos entonces, Antoine de Saint-Exupéry, que no se sintió nunca demasiado a gusto en ella, dijo inmejorablemente, en las correspondientes páginas de su novela Vol de nuit, el «lado colmena». Siempre pienso en el aviador-narrador de destino a la postre trágico cuando vuelvo a enfrentarme a la que tal vez sea la más conocida de esas visiones, aquella en que Corrientes, precisamente, avenida más que calle, traza un pasillo de luz en la noche de la gran ciudad. Luego están sus cines. En Corrientes al 3000, muy al oeste, retiene su atención la gran sombra de una farola colgante. Monzó rescató para la muestra del IVAM una fotografía que dormía hasta entonces entre los contactos, y que terminaría siendo su cartel: la del haiga avanzando por la misma calle. Luego están los neones. El City Bar, y enfrente los haigas brillando negros en lo oscuro. Carteles en la noche, anunciando fuegos artificiales en el río y bailes populares. Otros, políticos estos, más gritones. La Recova del Bajo. El puerto, del lado del Correo Central, y al fondo los centenares de ventanas iluminadas de las torres: de nuevo Saint-Ex. Un tugurio de La Boca, iluminado y tentador. Otro antro de la misma zona, a la hora del crepúsculo, con las farolas tendidas de un lado al otro de la calle, ya encendidas, como en un Magritte. Y, por último, en el eterno sur, el Café Victoria, que se alza sobre un suelo de adoquines brillantes de lluvia, imagen que estos últimos años se ha reproducido mucho: como un perfecto resumen de una cierta poética porteña.
Acabo de referirme a la Boca del Riachuelo. En ese barrio tan oxidado y literario, Coppola tomó fotografías diurnas también excelentes. Coetáneas de las visiones portuarias de su malogrado amigo Alfredo Guttero, con el que también paseó mucho por la ciudad, y sobre cuya pintura muchos años después escribiría. Coetáneas también de la producción de la Escuela de la Boca, de humildes y maravillosos pequeños maestros, con mucho de metafísico, cuya producción puede contemplarse ahí mismo, en el Museo Benito Quinquela Martín, pintor algo más pomposo, pero que tampoco está tan mal.
De 1939 es el tercer y último libro municipal de Coppola, solo que en este caso el municipio editor es el de La Plata, la capital de la provincia: La Plata a su fundador. A Coppola se suman en él otros fotógrafos de su generación. Entre todos, y él el que más, aciertan a captar la esencia de esa ciudad tranquila y ordenada: las diagonales, las calles arboladas, la catedral neogótica inacabada, el gran parque, el Museo de Ciencias Naturales… Ciudad de poetas, también, entre los que destacan el postsimbolista y suicida Francisco López Merino, el amigo de Borges, y Marcos Fingerit, exquisito impresor y editor de obra propia y ajena. En todo eso pensé el día que estuve en La Plata, tras los pasos de Coppola.
En Cómo se imprime un libro (1937), escueta publicación de propaganda de la Imprenta López, se unen los talentos de Grete Stern y de Coppola —que pronto iban a separarse—, del pintor y grafista italiano Attilio Rossi, del editor Gonzalo Losada, de Guillermo de Torre y del citado impresor. Exiliados europeos todos. Rossi dedicó uno de los números de aquel mismo año de su revista milanesa, Campo Grafico, al trabajo de Horacio y Grete. Cómo se imprime un libro ha sido, en 2018, el punto de partida de una exposición de la coruñesa Fundación Luis Seoane, que luego viajó a Madrid, a la sede central del Cervantes.
Un misterio: aunque Coppola siguió fotografiando y publicando, y aunque haya cosas importantes en su producción tardía —sus libros forties de tema prehispánico, sus visiones de las esculturas del brasileño Aleijadinho en Congonhas do Campo, su homenaje cubista a Juan Gris, su visión de una máquina de escribir, sus retratos de Noemí Gerstein o de Alejandra Pizarnik, sus tentativas con el color—, o en su acción —por ejemplo, al frente del grupo Imagema—, nada de lo posterior a 1939 es del mismo nivel que lo precedente. Misterios, insisto, de la vida y el arte.
Un último apunte: Patrick Modiano hablándome con entusiasmo, en París, en casa de Bernard Minoret, circa 1995, de un viejo fotolibro sobre Buenos Aires a partir del cual había contemplado la posibilidad de escribir una novela porteña. No se acordaba del nombre del autor. La novela quedó en estado de proyecto, porque había decidido que solo podría haberlo escrito yendo. Por lo que me contó, estoy convencido de que el libro era Buenos Aires 1936. Pero cualquiera sabe.
UN ARTICULO UN POCO MENTIROSO, NO SE PUEDE CREER QUE EL GRAN EXPERTO «JUAN MANUEL BONET» EN LOS AÑOS 90 DEL SIGLO XX, COMO EL MISMO AFIRMA AL PRINCIPIO, NO CONOCIERA TODAVIA A «HORACIO COPPOLA» NI SU GRAN LIBRO «BUENOS AIRES 1936»