Cuando se pone el sol sobre Florencia, la ciudad se quita la máscara y recupera su faz. Los turistas vuelven al crucero atracado en Livorno o se refugian en sus hoteles, agotados por el paseo y los plantones; es la hora en la que los florentinos se reúnen en cualquier plaza para tomar un Aperol con la apericena antes de regresar a casa. Los estudiantes universitarios, en su mayoría erasmus, guardan cola en la acera de All’antico Vinagio —si no hace demasiado frío o demasiado calor— para comprar uno de sus inabordables bocadillos, o se acercan al Yellow a probar la pasta más fresca de la Toscana.
A veces, las brumas del Arno cubren la noche hasta más allá de la madrugada porque el río sabe que las piedras necesitan silencio y se apresta a velarlo. La ciudad ha crecido en derredor, más allá de las murallas derribadas, pero su corazón se ha preservado: ningún edificio del centro histórico supera en altura la cúpula levantada por Brunelleschi, no se han derruido casonas para ensanchar las callejuelas y todavía se puede pasear de puente a puente girando a derecha o izquierda para acercarse a la Santa Croce, cruzar el patio de los Uffizi y llegar a la Signoria o caminar hasta Santa María Novella y deambular por el barrio.
Es fácil sumergirse en los escenarios de épocas pasadas si se entornan los párpados, tan fácil como completar el círculo que habitaron los artistas de la memorable estética posmedieval que la elevó a los altares. Florencia tuvo su tiempo más glorioso en el siglo XV, pero no ha dejado de ser la ciudad preciosa elegida por las musas renacentistas, aquella en la que confluyeron personas y personajes, religiones y filosofías, todos los ingredientes que compusieron el dulce cóctel del que bebieron el resto de los europeos durante varios siglos.
Era, como tantas otras, una república independiente, una ciudad-Estado que vivía de la artesanía de los paños y de su comercialización. Sus gentes se agrupaban en gremios que controlaban las materias primas, la producción y las ventas; cada maestro regentaba una bottega con sus ayudantes y aprendices.
La actividad industrial generó la riqueza que la colocó, durante la Baja Edad Media, en el grupo de capitales punteras junto a Génova, Venecia, Milán, Roma o Nápoles. Un consejo de notables se encargaba de frenar cualquier intentona de dictado unipersonal, aunque el poder fuera ejercido de facto por los linajes más enriquecidos. Las rivalidades con otras repúblicas —y dentro de ella misma entre las diferentes familias— estuvieron a la orden del día hasta que los Médici se erigieron en dominantes por un tiempo.
En 1439, el emperador de Bizancio, Juan VIII Paleólogo, visitó Florencia con la excusa de hermanar la ortodoxia cristiana con la romana —y, de paso, recabar apoyos para frenar a los turcos— haciéndose acompañar de una corte de humanistas. La legación bizantina, tan lujosa e impactante, fue recibida con todos los honores por Cosme de Médici, que quiso dejar constancia de tan magno acontecimiento encargando a Benozzo Gozzoli que pintara un mural alusivo en su palazzo. Nada evitó que los otomanos tomaran Constantinopla en 1453 y que los constantinopolitanos que pudieron huir lo hicieran hacia el occidente, instalándose allí donde encontraron las condiciones favorables para hacerlo.
Florencia se benefició de la llegada de unas élites intelectuales que traían de nuevo la antigua filosofía griega, la sabiduría oriental, los dioses de las mitologías arrumbadas por el catolicismo y algunas formas artísticas olvidadas o anatematizadas por la religiosidad del medievo occidental que las culpaba de paganismo. Los florentinos se abrieron al recuerdo de lo que habían sido sus raíces, esas que ahora les venían de vuelta revitalizadas con la savia de otras culturas. Se subieron al carro con diligencia, proclives como eran a abrir sus mentes a lo nuevo y a todo aquello que les serviría para ponerse a la cabeza de lo sublime; adelantaron por esa banda a otros núcleos de poder de la península italiana. Florencia se convirtió en la cabeza de un pelotón que exportaba sapiencia y prestaba artistas a los demás. En cuestiones de belleza, los florentinos tomaron la batuta.
Siguiendo las enseñanzas de los migrantes recolocados, se fundó la Academia Platónica, a la que acudían los hijos de las familias con posibles y en la que Marsilio Ficino, Poliziano y otros abanderados descifraban las teorías que conjugaban el amor a la naturaleza con el amor a Dios y el paganismo con el cristianismo. En las puestas en común de aquella escuela se hacían conjeturas sobre el mundo ideal en el que habitaban la perfección, la armonía, el equilibrio y el amor; los pupilos a los que tutelaban se devanaban los sesos con esos conceptos inmateriales y buscaban la manera de reflejarlos en el espacio terrenal de sus lienzos. El mito de la caverna de Platón se fusionó con la religión para dar a luz una nueva filosofía, el neoplatonismo, que se instaló en las mentes y dirigió las manos de una nueva generación de artistas.
La riqueza económica propició las artes por puro esnobismo: los Médici no fueron los únicos, pero sí los más importantes mecenas de los talleres en los que trabajaban los maestros y sus garzoni; había encargos para todos: palacios e iglesias que ornamentar, obras efímeras con las que celebrar los carnavales, las bodas de los acaudalados o los acuerdos políticos con otras ciudades. En ese ambiente tenían abiertas sus tiendas de decoración, entre otros, Masaccio, Andrea del Castagno, Paolo Uccello, Fra Angélico o Fra Filippo Lippi, pintores que se codeaban con los curtidores, carniceros y pescadores de las paradas del Ponte Vecchio o con los bataneros y tintoreros instalados en el borgo Oltrarno, al otro lado del río. Todos los oficios tenían cabida en tan próspero momento.
Mariano di Vanni Filipepi era uno de esos artesanos, un curtidor de pieles que tenía su negocio en el barrio de Santa María Novella, muy cerca de la iglesia de San Salvatore de Ognissanti y de la casa de los Vespucci, una familia enriquecida con el comercio de piedras preciosas. Mariano tuvo cuatro hijos, el menor de los cuales, Alessandro, fue, desde su nacimiento en 1445, un niño de salud comprometida. Giovanni, el mayor, que era apodado «Botticello», se dedicaba a las finanzas y quizá al comercio de vinos, mientras que el segundo, Antonio, dorador de oficio, pudo colocar a Sandro como aprendiz en la tienda de Fra Filippo Lippi, en 1464.
Así fue como nació para el arte el conocido como Sandro Botticelli, un chico dotado para el dibujo que se movía por la ciudad con sus amigos —entre los que se encontraban el propio Poliziano, Marco Vespucci y los nietos de Cosme de Médici, Lorenzo y Giuliano— y era asiduo de las reuniones en la Academia Platónica.
En el taller de Fra Filippo Lippi se realizaban trabajos de temática religiosa en los que participaba el joven Botticelli. Las pinturas requerían del estudio de los textos sagrados tanto como del dominio de las técnicas y del acierto en la elección de los colores; el proceso de aprendizaje llevaba su tiempo. Pero el maestro falleció y Sandro comenzó entonces a frecuentar al anciano orfebre Verrocchio, que tenía entre sus meritorios a un apuesto y pinturero Leonardo da Vinci.
Botticelli había ingresado en la Compagnia di San Luca, la cofradía de pintores desde la que se reclamaba la consideración del oficio como de arte mayor, y en 1470 abrió su propio taller como maestro. Su buen hacer y una estética más fina que la de sus contemporáneos le aseguraban los encargos que recibía de los Strozzi, Rucellai, Pitti y otras adineradas sagas florentinas.
Un año antes, su amigo Marco Vespucci se había casado con Simonetta Cattaneo, hija del genovés Gaspare Cattaneo y de Violante Spinola, un bellezón de estirpe adinerada; la familia se había visto obligada a exiliarse y se había instalado en Piombino. El apaño de la boda con Marco lo hicieron Violante y Piero, el padre de Marco, y los esponsales se celebraron en Génova cuando ambos contrayentes tenían dieciséis años.
Los recién casados se acomodaron en el palacio de los Vespucci bajo la protección del abuelo, que andaba entonces empeñado en preparar el panteón familiar en la cercana iglesia de Ognissanti. Amerigo Vespucci, como todos los que se lo podían permitir, había pagado la construcción de una capilla dedicada a la Virgen de la Misericordia, cuya decoración encargó, en 1472, a los hermanos Ghirlandaio, y en la que apareció por primera vez la imagen de Simonetta, casi de refilón, bajo el manto protector de la virgen, en el lado de las mujeres, muy cerca de la abuela.
Según las crónicas de la época, el matrimonio no funcionaba a pesar de que la belleza de la esposa se hizo muy popular entre los amigos de Marco, que lo acusaban de andar más interesado en chicos que en chicas. Simonetta era, además, una mujer desenvuelta gracias a su inteligencia despierta y a que su rango social le había proporcionado cierta instrucción. Su nodriza había viajado con ella a Florencia y se percataba de la inapetencia del esposo y, algo alcahueta e interesada, no dudaba en estimular a la niña de sus ojos a vivir su vida como le placiera. La moral de la época, que no había sufrido todavía los embates del Concilio de Trento, era bastante laxa en cuestiones de amoríos y, en esas tesituras, Simonetta no se conformó con lo que tenía en casa.
Se cuenta que Giuliano de Médici, el hermano menor de Lorenzo «el Magnífico», se enamoró perdidamente de ella y que la esposa de este, Clarisa Orsini, la acogió en su círculo presentándola en la sociedad que ellos frecuentaban. Botticelli era amigo de Giuliano y protegido de los Médici, para quienes realizaba encargos cada vez más frecuentes; conocía a Simonetta desde la boda con su amigo y también eran vecinos. La literatura romántica ha querido imaginar un enamoramiento súbito y ha dado por supuesto que el pintor se quedó colgado de la que se convertiría en su musa. Los datos que se conocen avalarían una historia que parece indiscutible pero que, a lo mejor, no lo fue tanto.
En 1475 Giuliano le pidió que pintase el estandarte que iba a lucir en un torneo, conocido como «la Giostra», que se celebraba en la plaza de la Santa Croce y con la que se divertían los muchachos nobles. Simonetta posó para Botticelli, que la imaginó como Palas Atenea —la Minerva romana, la diosa de la guerra, de la sabiduría y de la justicia—, una declaración de principios que formaba parte de la revolución del pensamiento artístico de la segunda mitad del siglo XV. La mitología griega fue la excusa para poner en tierra el ideal de belleza neoplatónico: Simonetta era la mujer cuyos rasgos encarnaban una nueva visión armónica y equilibrada, muy alejada de las madonnas rubicundas que representaban el papel de madres en despecho de cualquier otro atributo. La diosa simbolizaba lo femenino más allá de la referencia a la maternidad y ella era la personificación de las enseñanzas de la Academia, la que había hecho carne las teorías neoplatónicas.
Otros pintores la requirieron como modelo: Piero di Cosimo la representó como Cleopatra y como Procris, pero fue Botticelli el que la consagró como «la sin igual». Ella posaba en ocasiones para él y él la convirtió en su insignia, en el sello inconfundible de su estilo como han hecho otros artistas a lo largo de la historia. ¿No reconoceríamos también un Picasso, un Modigliani o un Botero una vez que han definido sus prototipos de mujer?
Simonetta falleció de tuberculosis en abril de 1476, a los veintitrés años de edad, pero su imagen, tantas veces dibujada, siguió protagonizando la obra de Botticelli. Dos años más tarde, en 1478, murió Giuliano de Médici en una conjura promovida por los Pazzi a la que Lorenzo sí sobrevivió. Detrás de esa conspiración pudo estar el papa Sixto IV y las luchas de poder entre ciudades; la tensión se relajó gracias a la diplomacia, y Botticelli fue enviado a Roma para colaborar en la pintura de la Cappella Magna Palazzi Apostolici (Capilla Sixtina) junto a otros pintores florentinos. De vuelta a su ciudad recibió el encargo de decorar unas salas del palacio de la Signoria junto a Ghirlandaio, Perugino y otros pintores. Y ya no paró. Trabajo no le faltaría.
Durante esos años su pintura para palacios y cassoni (cuadros de dormitorio) se centró en temas mitológicos en los que utilizaba las imágenes de su musa y su amigo ya fallecidos (Venus y Marte, 1483-1484). Era el momento de plenitud del pintor que había aceptado el encargo de Pierfrancesco de Médici para decorar la Villa di Castelo. Botticelli se decidió una vez más por la mitología y, tomando el tema de la obra de Ovidio y de su mentor Poliziano, se atrevió a pintar a Venus (Simonetta) desnuda en un lienzo y a la primavera consagrada en otro, ambos con una fidelidad extraordinaria a sus ideales neoplatónicos de belleza.
Vivía en casa de su padre, del que se ocupó hasta que este falleció y empezó a frecuentar las prédicas de un dominico, Girolamo Savonarola, que disparaba contra los placeres y las corruptelas de este mundo. Su taller trabajaba a pleno rendimiento para atender los encargos, pero su pintura se fue decantando hacia temas religiosos cuyos protagonistas conservaban la delicadeza y la finura que lo caracterizaba. Su mente cambió. Llegó a quemar algunas de sus obras en la hoguera de las vanidades que Savonarola organizó en la plaza de la Signoria, la misma en la que sería ajusticiado tiempo después.
Botticelli, que había permanecido soltero, empezó a dar muestras de desequilibrio mental cuando el siglo llegaba a su fin y a vivir de cualquier manera aun cuando su hermano Simone, el tercero de ellos, le procuraba cuidados. La historia ha transmitido la imagen de un hombre influenciable, tímido y emocionalmente dependiente que quedó prendado de un amor imposible, pero cabe que le ocurriera como a otros artistas y que a una salud delicada se sumara el envenenamiento progresivo con albayalde u otros minerales de los que se utilizaban a diario en los talleres y que tanto afectarían al cerebro.
Murió en 1510 casi en el olvido. Su obra quedó eclipsada por nuevas generaciones de pintores hasta que, a principios del siglo XIX, algunos autores de formación neoclásica, pero impulsores del Romanticismo, rescataron al artista y al hombre y dieron pábulo a una leyenda que se repite: que sus huesos descansan a los pies de su amada en la capilla de San Pedro de Alcántara de la iglesia de Ognissanti. Pero Simonetta no está en ningún sitio, sus restos no han sido encontrados, o eso afirman los profesores eméritos que se prestan voluntarios a explicar cada una de las maravillas que contiene un templo lleno de historia, en el barrio de Santa María Novella, cerca del puente de la Trinidad.
Sin embargo, cuando el sol se pone sobre Florencia, la Hora cubre con su manto el cuerpo desnudo de Venus y le peina los cabellos arremolinados por el viento. Simonetta debe descansar en su sala de los Uffizi hasta que amanezca un nuevo día.
Antico vinaio! Y otra cosa Laura, por Florencia somos más de negroni que de campari.
¡Es verdad! Gracias por el apunte. Lo que yo daría ahora por tomar aunque fuera un vaso de agua en una ciudad maravillosa y sin turistas, deambular o recorrer sus callejuelas…
¡Ay, Laura! Apúntame en la lista de los enamorados de Simonetta, aunque sea en el último puesto de la cola y de los primeros en la de admiradores de tus artículos.
¡Qué bonitas palabras! ¿Quién podría permanecer incólume ante la finura y la magia de esa representación? Muchas gracias.