La historia está plagada de abundantes casos de «ventilación» pública de papeles confidenciales, de los que ponen en verdaderos aprietos a gobiernos poderosos, mucho antes de Wikileaks. No se puede decir que la memoria haya tratado bien a estos personajes que un buen día, por motivos diversos, deciden convertirse en traidores, agentes dobles, chaqueteros y vendepatrias. El mayor y más escabroso ejemplo en la inapreciable historia de España tuvo un protagonista de altos vuelos: nada menos que Antonio Pérez, secretario de Felipe II.
Antonio era hijo de Gonzalo Pérez, eficiente secretario de Estado del emperador Carlos V y a la sazón clérigo, por lo que tocó guardar las preceptivas apariencias y pasarle por sobrino. Gonzalo preparó a conciencia su carrera para convertirlo en un administrador capaz y un político sin escrúpulos. Fue educado en las mejores universidades de la época (Salamanca, Lovaina, Padua…), aprendiendo de su padre los entresijos de la burocracia de la corte. El muchacho era inteligente y retorcido, y dominaba como nadie el arte de la diplomacia, así que cuando el viejo secretario falleció en 1566, dejaba un sucesor bien adiestrado, una auténtica máquina de intrigar. Sin embargo, Felipe II era un rey patológicamente desconfiado y, siguiendo el consejo que le diera su señor padre Carlos en su «Instrucción secreta» —no poner todos los huevos en el mismo cesto—, dividió las secretarías de Estado en dos. Antonio tuvo que conformarse con los asuntos del norte; Francia, Alemania y Flandes. De cualquier manera, para un recién llegado de veintisiete años no estaba nada mal. Pero antes de entrar en materia, es esencial saber qué cosa maravillosa era esta de secretario de Estado.
Para gobernar su hipertrofiado imperio, los Habsburgo se apoyaban en la estructura de Consejos heredada de los Reyes Católicos, modernizada y ampliada para cubrir las necesidades de tantos reinos tan dispares. El papeleo que generaba un gobierno tan extenso era ingente, siendo imposible para un hombre solo llevar el despacho de los asuntos al día. Cada carta podía tardar meses en llegar al rey desde la otra punta del mundo, demorándose otro tanto una respuesta en ocasiones ya obsoleta. Aquí entra al rescate el secretario: hombre de confianza, su cometido era leer y clasificar toda la correspondencia que llegaba a la corte, presentándola al monarca. Una vez este decidía a qué Consejo tocaba tratar el tema, el secretario se personaba con las instrucciones pertinentes. Cuando terminaban las deliberaciones (en España podían ser extraordinariamente largas), volvía al rey con las recomendaciones del Consejo para que tomara una decisión final, que se despachaba de vuelta. Este intrincado proceso podría haber paralizado la monarquía si no hubiera sido por la figura del secretario, que no era un simple burócrata, ya que trataba asuntos directamente con el rey, pero tampoco llegaba a ser un ministro, puesto que no podía tomar decisiones por sí mismo.
Muchas eran las dificultades inherentes al cargo: había que ganarse la confianza de un rey reacio a delegar, mientras que no ser de origen noble y ocupar un puesto tan importante comportaba la hostilidad potencial de toda la aristocracia cortesana. Un buen secretario debía saber realizar un trabajo altamente delicado mientras se labraba toda una red clientelar, otorgando favores y forjándose un colchón de influencias por si el viento soplaba en contra. Antonio Pérez se mostró como un auténtico maestro en ambas suertes. Su buen criterio y su dominio de los asuntos de gobierno, unidos a una gran habilidad para mostrarse servil y melifluo, fueron la combinación correcta para camelarse a un rey receloso, a quien no gustaban mucho los caracteres fuertes. Pronto toda la corte se dio cuenta de que aquel astuto individuo era una apetitosa vía para obtener la atención de Felipe II, por lo que Pérez logró amasar una enorme fortuna con la venta de prebendas. De la cual hacía gran ostentación, viviendo a todo tren en su casa de Madrid o su mansión en las afueras, donde sus amistades se daban a todo tipo de lujos.
Pero en este ambiente cortesano también introdujo una dimensión política que hasta entonces había permanecido algo adormecida, pues en cuanto Felipe barruntaba que un subordinado se tomaba libertades en este campo, le daba la patada. Aun así, había dos facciones en la corte española, enfrentadas no tanto por cuestiones de política exterior como por intereses personales. Una era la «tradicionalista», representada por el duque de Alba y el inquisidor general, que a grandes rasgos era partidaria de aplastar a los rebeldes holandeses por la fuerza de las armas, por lo que modernamente se les considera los halcones, o los «conservadores». La otra la encabezaba don Ruy Gómez da Silva, príncipe de Éboli, favorito portugués del monarca que proponía una paz con las provincias rebeldes y por ello los ebolistas han pasado a la historia como pacifistas o «liberales». En realidad, la paz que ansiaban los ebolistas debía servir para una invasión de Inglaterra, como defendía el marqués de Los Vélez, militar experimentado. Por contra, Alba se inclinaba a mantener unas relaciones amistosas con los anglosajones. La cuestión es que Alba y Éboli irremediablemente chocaban en todos los asuntos de Estado. Antonio Pérez había sido ebolista desde siempre y con su ascenso se convirtió en un importante personaje de esta facción.
En 1573 se producirán muchos movimientos de piezas. La muerte de Ruy Gómez dejó descabezado su partido, así que todas las miradas se posaron sobre la pujante estrella del momento, el influyente Antonio Pérez. Incluida la inquietante figura de la viuda de Éboli, doña Ana Mendoza de la Cerda, más conocida por su polémico parche en el ojo. Esta mujer es uno de los personajes más atrayentes de la época; no solo pertenecía a la alta aristocracia, sino que era la mujer más exótica, entrometida y excéntrica del momento. Que estuviera situada en el epicentro de los terremotos políticos del XVI le da un plus de fascinación que ha derivado en abundante literatura, imaginación romántica y diversas interpretaciones condicionadas por ideologías modernas. Lo cierto es que, examinada detenidamente, Ana Mendoza resultaba bastante insufrible. Su ambición desmesurada no iba más allá que la de influir en todos los personajes y acontecimientos que pudiera. Era bastante aficionada a los números teatrales, como el que protagonizó tras el fallecimiento de su esposo, ingresando en un convento que abandonó meses después —para alivio de santa Teresa, harta de ella—. Teniendo en cuenta que el rey ya la tenía calada y la había puesto en cuarentena, Antonio era un candidato irresistible.
Esta curiosa comunión de intereses entre arribistas amorales funcionó a la perfección y los dos intrigantes pasaron a liderar el partido ebolista, abriendo un fructífero negociete de filtrado de documentos secretos de Estado. La leyenda popular los sitúa también como amantes, pero no existe ninguna prueba; sí parece evidente que su interés mutuo era acumular poder e influencia. Felipe no estaba ciego ante los manejos de su secretario, puesto que poco antes de la defunción del príncipe de Éboli decidió ampliar la secretaría de Estado incorporando al modesto y eficiente clérigo don Mateo Vázquez de Leca, que se convirtió en la némesis de la pareja.
Hacia finales de 1576 se estaba cociendo algo muy gordo en los Países Bajos españoles. Tras la muerte del gobernador Requesens, los tercios se amotinaron por falta de paga y estalló una rebelión general. El hombre que escogió Felipe como nuevo gobernador fue su hermanastro, el prestigioso general don Juan de Austria. Este, no sin cierto recelo, pues mantenía una tensa relación con Felipe y pensaba que el cargo era un regalo envenenado, partió a su nuevo destino junto con su secretario, Escobedo. Don Juan era un bastardo reconocido del emperador, un joven militar que había obtenido resonantes victorias en la rebelión de las Alpujarras y en Lepanto. Tenía un alto concepto de sí mismo y pensaba que estaba llamado a hazañas mayores, cuyo origen le vedaba. Escobedo era un antiguo compañero de facultad de Antonio Pérez e igualmente bien preparado, aunque mucho más brusco. Así que el rey se lo quitó de encima asignándoselo a su hermano, con el cometido oculto de hacer de informante desde Flandes. Porque como viene siendo una constante, Felipe no se fiaba.
Aquí empieza el resbaladizo camino de Pérez al pozo. Don Juan era ebolista y su acción de gobierno estaba orientada a firmar una paz con los rebeldes mientras prepararía una invasión de Inglaterra, destinada a liberar a María Estuardo de su prisión. El plan culminaría con una boda con la escocesa para ser rey consorte de una Inglaterra católica. Estas maquinaciones suponían adoptar una política independiente, pero no subversiva, puesto que eran leales a la corona. Sin embargo, Antonio Pérez mantuvo un doble juego en la correspondencia con Escobedo: con conocimiento del rey, les ponía trampas para comprobar su fidelidad, mientras que seleccionaba las respuestas que mostraba a Felipe, haciendo parecer una conspiración lo que no eran más que ambiciones personales. Así acabó convenciendo al monarca de que su hermanastro pensaba traicionarle. Pero había una pieza suelta en el rompecabezas: Escobedo se plantó en Madrid en 1578 para hacer valer sus puntos de vista ante Felipe. Había que evitar a toda costa que sus maniobras vieran la luz, así que Pérez solicitó al monarca que empleara la «vía reservada» para deshacerse de tan molesto personaje. Se desconoce qué llevó al secretario a entregarse a un juego tan peligroso; quizá la necesidad de aparecer como imprescindible a ojos de Felipe II, toda vez que su excesiva influencia despertaba suspicacias. El caso es que con la aprobación regia encargó el asesinato de Escobedo, una chapuza hispánica: primero trataron de envenenarlo sin éxito, y para cuando la familia de Escobedo pedía una investigación y los rumores señalaban a Antonio Pérez, tres espadachines lo ensartaron en un callejón. Pérez trató de borrar sus huellas, pero no lo consiguió del todo; a pesar de la conveniente muerte de los asesinos, el continuo filtrado de papeles confidenciales hacía imposible atar todos los cabos. Finalmente, Vázquez le denunció ante el rey, que se vio en un brete por su mala cabeza.
La propaganda anglofrancesa ha presentado siempre a Felipe II como encarnación del mal; poco menos que un fanático religioso que mandaba impunemente a la gente a la muerte. Por supuesto, aparece como el estereotipo de español de la época; un señor barbudo, austero y altivo que se pasa el día rezando cuando no tira de espada. Y no era así, o no del todo. Felipe II era, además de desconfiado, un rey inteligente y con una capacidad de trabajo extraordinaria. Plenamente consciente de sus deberes, estaba convencido de que, si el bien de la monarquía lo requería, podía usar la opción de eliminar «indeseables» sin necesidad de juicio y todos esos molestos requisitos legales. Este concepto absolutista del poder, si bien compartido por muchos monarcas europeos, no era ni mucho menos aceptado por todo el mundo en el XVI, como por ejemplo la escuela de Salamanca (encabezada por fray Luis de León), así que no era un recurso que se pudiera emplear alegremente. Para más inri, Felipe era un católico piadoso, así que cada asesinato de Estado le provocaba grandes remordimientos.
Se comprende que se resistiera a encausar a Antonio Pérez, pues en el fondo había dado el visto bueno al crimen y no tenía la conciencia tranquila. Motivo suficiente para que no quisiera que saliera a la luz su implicación, pero no único, porque sabía también que Antonio guardaba un buen puñado de documentos comprometedores. Además, el secretario estaba ocupándose de un tema muy delicado —con la habitual intromisión de la Mendoza— como era la anexión de Portugal y le necesitaba. Pero a don Juan le dio por morirse de tifus, y cuando sus papeles llegaron a España en 1579, el rey descubrió el engaño de Antonio; don Juan era inocente y se había cargado a Escobedo por nada.
La noche del 28 de julio de 1579, después de haber estado despachando asuntos con él, el rey ordenó detener a Antonio Pérez. Una hora más tarde, la princesa de Éboli era detenida también, inicio de su reclusión de por vida en su palacio de Pastrana. Esta acción simultánea ha dado pábulo a la supuesta historia de amor por la que monarca y secretario competirían por la misma mujer, que queda preciosa pero no es más que una patraña; parece probable que Felipe fuera amante de la Mendoza e incluso padre de su hijo Rodrigo, pero en cualquier caso en 1579 aquella sería una historia muy vieja, pues el rey mantenía a la princesa bien lejos de su presencia. Es mucho más factible pensar que Felipe II sabía de la implicación de la duquesa de Pastrana en el tráfico de secretos de Estado y se sintiera traicionado por ambos pájaros.
Pero Antonio seguía teniendo papeles en su poder y tocarle podría ser contraproducente. Así que el detenido se movía libremente por Madrid y dirigía asuntos de Estado desde la prisión mientras los partidarios de Escobedo trataban de empapelarlo. En 1585 consiguieron que se le juzgara por corrupción y tráfico de secretos de Estado, pero el homicidio seguía en el aire. En 1590 el propio Felipe, presionado por la opinión pública, y viendo que era vox populi que había consentido el crimen (cosa que el propio Pérez se encargó de airear), le abrió un proceso por asesinato y lo puso en manos de la Inquisición. Tras torturarle para que confesara cuáles eran los pecados de Escobedo, Pérez acabó reconociendo que no los había.
Por fin tenía el rey las manos libres para proceder a eliminar legalmente a su traicionero exsecretario, cosa que este percibió al instante. Con la ayuda de su mujer Juana Coello, se fugó de la cárcel y buscó refugio en Aragón, de donde era originaria su familia. Lugar escogido con toda la intención, puesto que se trataba de una especie de Suecia rústica del momento, donde la larga mano de la justicia real no podía llegar. Este territorio era un dolor de cabeza para Felipe II por su posición estratégica al ladito de Francia y por la nula capacidad de gobierno efectivo que le dejaban sus estrictas constituciones y el cerrilismo con que la nobleza local las defendía. Aragón era un anacronismo medieval en el que los nobles tenían sus privilegios señoriales totalmente blindados —esto, y no otra cosa, sostenían los fueros— hasta el punto de que podían dar garrote vil a sus vasallos impunemente si querían. Por supuesto, el rey no podía modificar nada, y de hecho muchos aragoneses jamás habían visto un funcionario de la corona. Sus territorios eran intocables y su colaboración con la monarquía, dudosa y condicionada.
Una de las máximas expresiones de esta situación era el cargo de justicia de Aragón. Se trataba de un juez local cuyas decisiones estaban al margen de la jurisdicción real. Cualquier reo podía ponerse en manos del justicia y automáticamente era intocable hasta que este dictaminase la sentencia. No hay que ser ingeniero aeronáutico para darse cuenta de que tal cargo existía para la protección exclusiva del privilegio nobiliar, y se prestaba a todo tipo de corruptelas (la familia de los Lanuza monopolizaba el cargo desde hacía un siglo). No en vano a Aragón se le llamaba la «cárcel de la libertad» ya que acogía a todo tipo de prófugos de la justicia regia. Incluido Pérez, por supuesto, del que dice la leyenda que al llegar besó el suelo al grito de «Aragón, Aragón».
En otras ocasiones, Felipe II había jugado al tira y afloja legalista con los estamentos aragoneses, pero ahora era urgente ponerle las manos encima a Antonio, antes de que escapara a Francia con vaya usted a saber qué secretos de Estado. Los ánimos estaban revueltos por asuntos como el nombramiento de un virrey castellano (el marqués de Almenara) y el control del estratégico condado de Ribagorza; solo faltaba Pérez agitando los ánimos contra la corona. El reo vivía en casa del justicia y cenaba con él mientras se desarrollaba el lentísimo y parcialísimo proceso que acabaría seguramente con su absolución. Así que el rey optó por una finta legal, y puso el caso en manos de un tribunal cuya jurisdicción estaba más allá de cualquier otro: el de la Inquisición. El confesor real fray Diego de Chaves fabricó una ridícula prueba contra Antonio Pérez tergiversando hasta donde le pudo la vergüenza, pero suficiente como para acusarle. El virrey trasladó a Antonio a la cárcel de la Inquisición, momento en que la baja nobleza zaragozana aprovechó para rebelarse contra el rey y «defender las libertades de Aragón», linchando al odiado Almenara y rescatando al prisionero.
La paciencia de Felipe se agotó aquí. Un ejército de doce mil hombres al mando de Alonso de Vargas cruzó la frontera del reino y dado que el apoyo a los rebeldes era escaso —a nadie fuera de la nobleza local se le había perdido nada en el asunto, ni ninguno de los otros dos territorios de la Corona de Aragón movió un dedo—, llegó sin oposición a Zaragoza, donde sofocó la revuelta, degolló al justicia y detuvo a los principales implicados. Esta acción sirvió para limar la figura del justicia sometiéndola al control real. Sin embargo, como el rey temía, Pérez consiguió escapar al Beárn y ponerse al servicio de Francia, pero Enrique de Navarra lo acogió fríamente. La carrera de Antonio en el extranjero no fue precisamente muy lucida; trató también de servir en la corte inglesa, pero con un currículum tan sospechoso nadie quiso poner en sus manos más secretos de Estado. Fue más útil como promotor de la famosa leyenda negra, y murió en la miseria en París en 1611 sin que le llegase el perdón de la corona. Y colorín colorado, Roma no paga a traidores, el mal nunca compensa al criminal y… no, es broma. Para moralina estamos, a estas alturas de la película.
«Aragón era un anacronismo medieval en el que los nobles tenían sus privilegios señoriales totalmente blindados —esto, y no otra cosa, sostenían los fueros—» Seguro que no era así en ningún otro territorio -Castilla, por ejemplo-, puras democracias y gobiernos populares ;)
El justicia era el contrapeso en Aragon del poder real y cualquier ciudadano aragones (ojo que hablar de ciudadano en esa epoca , da igual de que territorio hablamos, no significa todo el mundo ) tenia el derecho (o sea que figura en el fuero) a manifestacion que significa que lo proteje el Justicia y manda este que en un tribunal ajeno al rey dirima el conflicto . Felipe ii como rey de Aragon tiene que cumplir esto y como no le convenia se lo salta a la torera y se monta lo que se monta y el pobre justicia novato paga el pato , Un articulo que va por el lado simplon de las unicas alteraciones que hubo en la peninsula durante el reinadobde Felipe ii
Ya están los maños llorando
Más o menos por la misma épocas Inglaterra se consolidaba el poder central a sangre y fuego llegando Isabel I incluso al regicidio en las carnes de su prima. Aquí con las paletadas de siempre, que perdieran hoy en día, pues enjuagues varios. Un imperio iba hacia arriba y el otro empezó a declinar. Y hasta hoy. Pero la leyenda negra es española. Tócate los huevos.
Decir que Aragón era entonces un anacronismo medieval no solo es simplista sino que es completamente erróneo. Lo que caracteriza el medievo es precisamente el poder absoluto de los reyes. Sin embargo en Aragón el poder del monarca se diluía pues debía contar con el apoyo de los nobles. El juramento de los nobles aragoneses ante el Rey incluía la expresión «Nos que solos valemos tanto como Vos y juntos más que Vos…» Esa frase resume claramente como debía ser el gobierno del Rey en Aragón, consensuado con los nobles. Naturalmente que había caciquismo, y es cierto que los Lanuza monopolizaban el puesto de Justicia. A Felipe II le vino como anillo al dedo esta crisis. Se acababa de morir el Justicia, Lanuza el Viejo, y había heredado el puesto su hijo, Lanuza el Joven, que carecía de la experiencia y los contactos de su padre. Felipe II aprovechó la oportunidad, invadió Aragón, los nobles abandonaron a su suerte al pardillo del Justicia, Antonio Pérez huyó, Felipe II decapitó al Justicia, no lo degolló, recortó los fueros y centralizó el poder. Antonio Pérez desde Francia siguió intrigando contra España e instigó una invasión francesa que fue rechazada en el valle de Tena, en el Pirineo español.
Disculpe, pero me parece que se equivoca de época, el absolutismo no llega como forma de gobierno a Europa hasta la edad moderna a través de Reyes franceses, siendo el Rey Sol el paradigma. En la edad media los reyes debían siempre apoyarse en los nobles, muchos de los cuales tenían más poder efectivo que ellos mismos, la manera de hacerlo podía ser a través de las Cortes o simplemente apoyando a otro candidato a Rey mas propicio a sus intereses.
El caso de Aragón en la península en esa época era uno de los pocos reductos del poder de la nobleza frente al rey y por tanto comenzaba a ser una posición anacrónica con respecto a los nuevosovimientos de concentración de poder en la figura regia.
Recordemos que hasta que no llega a España el señor Borbón, no se llega a un absolutismo real con la abolición de TODOS los fueros.
Está usted disculpado, faltaría más, y tiene algo de razón, no toda, je, je. El Absolutismo como definición de forma de gobierno se aplica por primera vez al Rey Sol, cierto. Pero los primeros reyes francos, los primeros reyes leoneses, navarros, aragoneses, castellanos, ejercían sobre sus pequeños reinos iniciales, geográficamente poco más que un condado, un poder absoluto. Y fue la expansión geográfica de esos reinos lo que obligó a sus reyes a delegar cierto poder en los nobles, nobles que también ejercían un poder absoluto en sus dominios. Nobles que fueron liquidados, exterminados, purgados y que perdieron todos sus derechos en multitud de revueltas sofocadas por los reyes cuándo veían sus privilegios amenazados. Ocurrió en el siglo X, en el Xi y ocurrió en el XIX y en el XX. Un Reino, un Estado no puede sobrevivir sin un poder central fuerte. Desde la Campana de Huesca a los 100.000 hijos de San Luis. Carlos I, que no era Borbón, liquidó a los Comuneros, y neutralizó a la nobleza de Castilla. Felipe II, que no era Borbón, acabó con los fueros de Aragón. Los dos reinos fundadores de España. Excepto Fernando VII cualquier rey Borbón era menos absolutista que los Austria o los Trastámara. El «señor Borbón» de la última línea sobraba.