Nuestro nombre, el nombre que nos dan nuestros padres, es el primer punto de apoyo que tenemos, el primer «anclaje» de nuestra identidad, en palabras de Ricœur. Con el nombre y los apellidos se nos asigna un lugar en la «novela familiar», que diría Freud. Buena parte de nuestra vida mental, especialmente durante los primeros años, está protagonizada por la pugna entre dos impulsos contrapuestos: el deseo de adaptarnos a ese rol que nos han asignado y el de rebelarnos contra él. En este tira y afloja, se va forjando nuestra identidad.
Por supuesto, no siempre es así. Hay padres o madres que no reconocen a sus hijos o que desaparecen antes de que el niño o la niña pueda hacerse cargo de su propia historia, dejándolos tan perdidos como un personaje en busca de autor. La infancia de Francisco Umbral, por ejemplo, estuvo marcada por la ausencia de su padre. A falta de un «autor» sólido, Umbral (seudónimo de Francisco Alejandro Pérez Martínez) se pasó la vida escribiéndose. No en vano, sobre su obra se ha dicho que es «el autorretrato más largo de la historia de la literatura española». Por su parte, Fernando Pessoa, creador de heterónimos por excelencia, esbozó el primero tras una serie de pérdidas (su padre falleció cuando el escritor tenía cinco años y poco después lo haría su hermano pequeño). Chevalier de Pas, en cuyo nombre escribía cartas que iban dirigidas a sí mismo, inauguró una larga lista de heterónimos (hasta ciento treinta, según algunos expertos). Recordemos que un heterónimo no es solo un nombre ligado a un estilo literario particular —lo que se conoce como «seudónimo»—, sino una identidad ficticia a la que un autor atribuye, además, una biografía propia —a veces con fecha de nacimiento y defunción—, unos rasgos de personalidad específicos o una determinada visión del mundo. Se ha dicho que Pessoa creó a sus heterónimos para ahorrarse «el esfuerzo y la incomodidad de vivir». Y es en parte cierto. Se podría pensar que el portugués prefirió vivir por cuenta ajena a hacerlo por cuenta propia. No obstante, a través de Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro y un largo etcétera, Pessoa encontró también la manera de vivir muchas vidas en una. Parafraseando a Álvaro de Campos, gracias a todos ellos se las ingenió para «sentir todo de todas las maneras, vivir todo desde todos los lados…».
Jorge Semprún pasó también parte de su existencia viviendo a través de distintos alias, pero en vez de hacerlo sobre el papel, como ocurría en el caso de Pessoa, él lo hizo en la vida real. Federico Sánchez, Juan Larrea o Rafael Artigas fueron algunos de los nombres que utilizó durante sus años de militancia en el Partido Comunista. Como afirma su biógrafa Soledad Fox Maura, Semprún fue un «profesional de la clandestinidad, (…) una persona que tuvo muchas vidas, muy distintas y en muchos compartimentos». El escritor interiorizó estas identidades hasta el punto de que cuando se dispuso a narrar sus vivencias más íntimas, optó por recurrir a ellas. Así, para contar su expulsión del Partido Comunista Español, escribió Autobiografía de Federico Sánchez. En el libro se proponía mantener un diálogo crítico con su yo de aquella época, pero, más que un examen de conciencia, una reflexión sobre las distintas capas que nos componen o sobre los entresijos de la memoria, la «autobiografía» es un ajuste de cuentas con Santiago Carrillo —como más tarde haría con Alfonso Guerra en Federico Sánchez se despide de ustedes—.
Más interés literario tiene el relato de su terrible experiencia en Buchenwald. Si Pessoa repartió la carga de su existencia entre distintos heterónimos, Semprún hizo cargar a su alter ego Juan Larrea con el peso de su muerte. Como cuenta el escritor en La escritura o la vida, «Larrea se suicidó, muerto en mi lugar, algunos años más tarde, en las páginas de La montaña blanca». A Semprún solo le era posible recordar por persona interpuesta. Así, por boca de Larrea, dice: «He pensado que mi recuerdo más personal, el menos compartido… el que me hace ser lo que soy (…) que me separa incluso, sin dejar de identificarme, de la especie humana (…) es el recuerdo vivo, nauseabundo, del olor del horno crematorio: insulso, repugnante… el olor a carne quemada sobre la colina del Ettersberg». En este olor está condensado el horror de una vivencia para la que, sin duda, no hay palabras. El protagonista de La montaña blanca nunca pudo olvidarlo. De hecho, el día antes de adentrarse en las aguas del Sena lo tenía más presente que nunca. Tal vez ese suicidio en la ficción salvó al escritor de uno en la vida real, como ocurrió en el caso de Jean Améry, Paul Celan y, probablemente, Primo Levi.
La elección del nombre de Juan Larrea como alias no es casual: Larrea fue un poeta español que vivió en el exilio y adoptó el francés como primera lengua. Se dice que el francés era para el poeta como una segunda piel, y lo mismo podría decirse de Semprún, que también pasó unos cuantos años exiliado y publicó la mayor parte de su obra en dicho idioma. Algunos heterónimos de Pessoa escribían también en otras lenguas (en inglés y francés). Y Romain Gary, uno de los escritores que fue más lejos en cuestión de heterónimos, interpuso igualmente varios idiomas de distancia con respecto a su lengua materna. Nacido en Vilna en la época en que la ciudad pertenecía al Imperio ruso, Gary, seudónimo de Roman Kacew, escribió todas sus novelas en francés y en inglés. Solía, además, encargarse de las traducciones de sus propias obras, inventando seudónimos para sus supuestos traductores. Este tránsito entre idiomas pone de manifiesto la constante necesidad de mudar de piel que tenía el escritor; no en vano, traducir es sinónimo de convertir, de mudar. En Pseudo, libro que firmó con el seudónimo de Émile Ajar, Gary reconoce que es un lingüista nato —hablaba seis idiomas— y que encontró en otras lenguas la forma de alejarse de sí mismo: «Incluso empecé a aprender suajili porque pensaba que era lo más lejos que podía llegar. Estudié y sudé, pero era inútil. Podía entender lo que era incluso en suajili». Exageraba, claro, pero, como suele ocurrir con Gary, en sus mentiras hay mucha más verdad de lo que parece a simple vista.
Buena parte de la obra de Gary puede leerse como un intento de reescribir su infancia, en especial, todo lo relacionado con su padre. El escritor contó en su autobiografía, La promesa del alba, que apenas lo conoció, pues abandonó a su madre poco después de que él naciera. La biografía que escribió David Bellos sobre el autor cuenta una historia muy distinta. Según Bellos, su padre vivió con ellos hasta que Gary cumplió los once años, aunque, al parecer, tenía también otra familia. Su madre tampoco fue una actriz de éxito, como contó el escritor, y ni siquiera se llamaba Nina, sino Mina, un nombre judío. Gary siempre trató de diluir su «judeidad» diciendo que era medio judío, medio tártaro. Como cabía esperar, la parte judía que aceptaba le venía por parte de madre; de la mitad paterna, siempre renegó. Sin embargo, más tarde no le pareció contradictorio asegurar que un testigo fiable —ni más ni menos que una especie de «portero o recepcionista» de las cámaras de gas (sic)— le había contado que su padre había muerto en una de ellas, o, mejor dicho, en las inmediaciones, pues según este testigo ocular había muerto de miedo cuando estaba a punto de llegar a la entrada. Para Bellos, lo más probable es que el padre de Gary fuera ejecutado de un disparo en las afueras de Vilna.
Pero más que las «inexactitudes» en las que incurrió al hablar sobre su vida, al escritor no le perdonaron que ganara el Goncourt dos veces, cosa que el galardón prohíbe. Como es sabido, cayó en la tentación de dotar de realidad a su alter ego Émile Ajar, que firmaba la novela con la que se alzó con el premio por segunda vez, haciendo que el hijo de su prima, un tal Paul Pavlowitch, se hiciera pasar por Ajar. Gary solo pretendía recuperar el prestigio literario que creía perdido, pero, como todo lo que rodea al escritor, la historia se fue enredando hasta adquirir tintes novelescos. La prensa sentía curiosidad por Ajar y Gary cometió el error de permitir que una fotografía de Pavlowitch apareciera en la solapa de sus novelas. Era cuestión de tiempo que alguien lo reconociese y se descubriese que había una relación de parentesco entre los dos. Para jugar al despiste, y enredar aún más el entuerto, Ajar/Gary publicó el mencionado Pseudo, una especie de confesión en la que el narrador —supuestamente Pavlowitch— reconocía que era un enfermo mental. Curiosamente, el libro calmó la curiosidad de los periodistas, que lo creyeron a pies juntillas. La genial maniobra de Gary no se desvelaría hasta después de su muerte, con la publicación a título póstumo de Vida y muerte de Émile Ajar, que causó un gran revuelo en el mundillo literario francés. Philip Roth solía comparar el trabajo del escritor con el del ventrílocuo: «Su arte consiste en estar presente y ausente; es más él mismo al ser simultáneamente otro, ninguno de los cuales “es” una vez ha bajado el telón». Visto desde este ángulo, no tiene mucho sentido que al establishment literario le ofendiera que Gary fingiera ser otro, que considerasen a Émile Ajar una estafa literaria. El juego de espejos, ese teatro de marionetas, es consustancial a la literatura. Lo único que el escritor hizo fue llevar ese juego hasta las últimas consecuencias.
De todas las vidas que vivió Romain Gary, y fueron muchas (fue aviador, héroe de la Resistencia, Cónsul de Francia en Los Ángeles, director de cine, guionista, actor…), ninguna fue tan intensa como la de escritor. Pese a ello, a los sesenta y seis años, esa vida que le había abierto la puerta a tantas otras ya no le bastó. Se ha hablado mucho sobre las razones que llevaron a Gary al suicidio. Su esposa, la conocida actriz Jean Seberg, se había suicidado once meses antes; pero, en la nota que dejó escrita para la prensa, el escritor aseguró que no había ningún vínculo con su muerte. Tampoco debemos culpar a la depresión que padecía, pues según dijo siempre le había acompañado y era el pozo de donde había extraído todas sus obras. Para entender por qué tomó la decisión de quitarse de en medio, el propio escritor nos remitió a la última frase de su última novela: «Al fin me he expresado por completo».
A Gary le pasó lo peor que le puede pasar a un escritor: creyó que había terminado de escribirse. La sensación que dejó en sus lectores fue, en cambio, muy distinta. Por muchas veces que leamos sus libros, por más que nos leamos toda su bibliografía de cabo a rabo, siempre nos queda la impresión de que no hemos terminado de leerle, no porque le gustara jugar al gato y al ratón con los lectores —que también—, sino porque se pasó la vida jugando al escondite consigo mismo. Algo parecido ocurre con Semprún. Su escritura parece ser presa de una especie de fuerza centrífuga que la obliga a alejarse del centro de lo que pretende narrar. Las digresiones laberínticas son típicas de todos sus libros, que orbitan constantemente a su alrededor, pero quedándose siempre en el borde, a una distancia prudencial de su «verdadero yo».
Su historia, y la de tantos otros de los que, por cuestiones de espacio, no escribimos aquí, apunta al núcleo de la literatura, pero también a un aspecto central del ser humano. Antonio Orejudo vio en el artificio literario el germen de la falsedad y de la impostura, y tenía razón. La ficción es un recurso clave para nuestra supervivencia mental. Todos recurrimos a ella en mayor o menor medida para contar nuestra historia, a los demás y a nosotros mismos. La única diferencia es que, como dice Philip Roth ampliando a Pessoa, el escritor es un fingidor profesional y deja constancia de sus «fingimientos» por escrito. Nos pasamos la vida siendo otros —en mayor o menor grado, de forma más o menos intermitente—. En ese sentido, todos somos agentes dobles, no solo el profesional de la clandestinidad Jorge Semprún.
Muchas personas decidimos darle a la pluma el día que descubrimos que jamás seríamos otra cosa que lo que somos a ojos de los demás…
Magnífico artículo.