Hay ciertos lugarejos por los que uno pasaría sin más, sin clavar la vista en nada concreto. La campa de Kosovo Polje es uno de estos lugares en apariencia anodinos, situado a pocos kilómetros al norte de Pristina, la capital del territorio de Kosovo que hoy continúa enfrentando con animosidad a serbios y albanokosovares. ¿Qué vemos por estos alrededores? Campos yermos, algunos más verdecientes que otros, acotados si acaso por caminillos, vallas y cortas sobre el terreno. Aquí y allá se ven algunos racimos de casitas modestas. Unos alminares de cemento arrojan de fondo el humo de las fábricas circundantes.
La postal no resulta idílica ni tiene por qué serlo. Pero el enclave, más allá de la pobre pinturilla, es todo un escenario celeste y una inmortal alegoría terrena para el pueblo serbio. El 28 de junio de 1389, onomástica de san Vito, aconteció en este páramo la crucial batalla de Kosovo Polje entre los turcos otomanos del sultán Murat I y el gran ejército balcánico, liderado por el príncipe Lazar, titular de la Serbia del Morava. De ahí la extraña torre que, a modo de monolito fúnebre, evoca el martirio providencial de los serbios en este paraje. En otro punto del paisaje se detecta también un discreto y solitario cubículo. Señala la türbe de Murat el Divino, sucesor de Orhan I. Sus órganos, pero no su cuerpo, reposan en este pedazo de tierra, donde al cabo murió. Tanto el sultán como Lazar, que sería decapitado, murieron en esta significativa fecha, para unos hazañosa y heroica (los serbios), y olvidable para otros (los albanokosovares sobre todo).
No hay crónica histórica que se tercie, como corresponde a Kosovo Polje, que no acuda a un prólogo inmediatamente anterior. Desde mediados del siglo XIV el kral de la Gran Serbia, Esteban Dusan (el también emperador de los Rumelios y zar zristiano de Macedonia, como se autoproclamó con encantadora pomposidad), consiguió erigir un efímero imperio serbio basado en pequeños reinos y principados. Atraído por el hechizo dorado de Bizancio, murió en 1356 en el fallido asalto a sus famosas murallas. Su legado será triturado años más tarde por los otomanos de Murat en las severas batallas de Cernomen (1371), de Nis (1387) y, finalmente, de Kosovo Polje.
Los turcos otomanos venían desparramándose por los Balcanes desde años atrás en campañas de frontera. Los ríos, como el Danubio o el más lejano Maritsa, señalaban la marca. La tercera guerra civil bizantina entre Juan VI Cantacuceno y Juan V Paleólogo hizo que a partir de 1352, a petición expresa del Paleólogo, los turcos cruzaran los Dardanelos por la estratégica península de Galípoli para ayudarlo en su causa. Los historiadores coinciden en señalar este punto álgido para el devenir de Occidente: la entrada por vez primera de los turcos, acaudillados por Orhan I, desde Anatolia hacia Europa. En la guerra civil se impondrá Juan V, que reinará tristemente sobre Constantinopla, la devastada Tracia y algún que otro islote suelto sobre el mar Egeo. A partir de 1360 sus desvelos se orientan, precisamente, a contener a las mesnadas de turcos que iban ocupando el indomable espacio balcánico, primero con el propio Orhan y luego bajo la égida de su hijo Murat I (1360-1389). Los otomanos harán acopio de los terrenos conquistados, como será de hecho el caso de la región de Kosovo. Las tierras de frontera serán cedidas por el sultán a sus valerosos hombres en régimen de timares, en pago por sus servicios bélicos (los ulemas, sin embargo, establecerán que una quinta parte del botín obtenido le corresponderá al sultán así como la totalidad del terreno, según la prescripción del Corán). En esta tesitura, acosado por los turcos, Juan V se verá obligado a mancillar el cristianismo ortodoxo oriental al pedir asistencia a Roma, sugiriendo la unión ecuménica de las dos iglesias (incluso se convirtió al catolicismo a título personal). Al tanto que el limosnero de oro pedía protección, el gran Murat, prudente pero metódico, seguía dando fuelle a su campaña. Tomará Filipólis (actual Plovdiv) y Adrianópolis (Edirne) en 1361, ciudad a la que convertirá en capital otomana sobre los predios de Tracia.
El Campo de los Mirlos
A menudo nos excitan y entretienen las enredaderas bizantinas. Al aceptar Juan V el humillante vasallaje que le exigían los turcos, su hijo Andrónico IV depuso al padre y reinó por tres años. Pero en 1379, tras escapar de la prisión donde fue confinado, Juan V volvió a ocupar la milenaria poltrona de Bizancio. En su vuelta al trono —y de ahí el enredo— le sirvió de ayuda el mismísimo enemigo que lo cercaba minuciosamente: el sultán Murat. Los giros resultan asombrosos, si bien los griegos de Constantinopla, allá en la conjura del Bósforo y el Cuerno de Oro, parecían nacidos para asombrar y, a la par, para abismarse en mil y una abstracciones dentro y fuera de este vano mundo. Antes y después de la batalla de Kosovo Polje (incluso horas antes de la caída de Constantinopla en 1453), los bizantinos seguían enzarzados en cuitas teológicas que, a su vez, convivían con las disputas y los diversos pleitos sucesorios (durante la tercera guerra civil bizantina Juan VI Cantacuceno impulsará el hesicasmo, la búsqueda absoluta de la calma, que se convertirá en cuerpo doctrinal para la iglesia ortodoxa oriental). «A los griegos de Constantinopla solo les animaba el espíritu de la religión, y ese espíritu sólo producía animosidad y discordia», dirá Edward Gibbon.
Con estos precedentes se llegó al enfrentamiento en Kosovo Polje, el que a la postre será llamado por el célebre nombre del Campo de los Mirlos. En Tres cantos fúnebres por Kosovo, Ismail Kadaré imagina una escena en la que el sultán Murat escucha a su influyente bajá. Este le dirá a su señor que Europa es como una mula rebelde. De ella pendían tres penínsulas que eran como tres esquirlas que había que eliminar: la tierra de los Balcanes, Italia (Roma) y España, el país que el islam había recubierto de luminosidad y sabiduría. La escena transcurre en el diván del sultán, ante un mapa cartográfico de Europa. En 1389, tres años antes de Kosovo Polje, Murat seguía machacando la primera esquirla balcánica: destrozó a los búlgaros en Sofía y obligó, de paso, a un oneroso vasallaje al príncipe Lazar.
La noche del 27 al 28 de junio de 1389 transcurrió con una oscuridad indescifrable. Los muecines llamaban lóbregamente a la oración. A los hombres de Lazar (ciwn mil soldados), aquellas endechas les sonaban a nanas funerales. Los rapsodas cristianos, para animar a la tropa, harán sonar sus instrumentos en el preludio de la batalla. Los serbios tocarán el guslar, los valacos y bosnios sus flautines, los albaneses sus lahutas de una sola cuerda. A las claras del día, el colorido entre el ejército cristiano y los cincuenta mil soldados de Murat mostraba su absoluto contraste. La forma de ser de los contendientes se evidenciaba en la estética y en sus elegidos resoles. Los cristianos mostraban sus ropajes y su fanfarronería, rodeados de cruces, gallardetes, banderolas, trompetas, sagrados iconos y estandartes con águilas bicéfalas y monocéfalas. Los rapsodas amenizaban la demostración de fuerza del valor y del color. Todos en conjunto —serbios, bosnios, valacos y albaneses— invocaban a la Santa Serbia y a sus príncipes, a la Valaquia gloriosa y a sus valedores, a Bosnia como desconocedora de la muerte y a sus reyes, incluso a la Albania engendrada por un águila y a sus heroicos condes. Enfrente quedaba el sobrio y uniforme ejército de Murat, apagado como un inmenso pero triste cisco, sin apenas banderolas ni divisas, «sordo y anónimo como el barro», como escribe Kadaré.
Cuenta la leyenda serbia que la noche misma del 27 al 28 de junio, un ángel se presentó ante el príncipe Lazar. Le ofreció participar de una elección, que sería libre pero al cabo irreversible: un reino celestial o bien un reino terrenal sobre el precario jardín de los hombres mortales. Elegir el reino celestial implicaba sacrificar la sangre y abrazar la derrota en la tierra. La suerte de la batalla en Kosovo Polje nos dará la respuesta sobre la elección de Lazar. De ahí la comunión celeste del pueblo serbio con su sino trascendente. Durante más de seiscientos años —y más aún en situaciones de nacionalismo urgente— los serbios se han definido en su lengua como nebeski narod (la nación del pueblo elegido).
Ni siquiera las crónicas más fiables sobre el transcurso de la batalla resultan del todo claras. Se cree que al inicio del combate los turcos sufrieron una merma severa en su flanco izquierdo producido por el brío de la caballería serbia. La coalición cristiana logró atravesar también el flanco diestro del enemigo. Pero Murat concitó refuerzos, se reagrupó con diligencia e infligió al infiel la histórica derrota que aquí nos convoca desde el principio. El Campo de los Mirlos quedó abonado de cadáveres de hombres y de caballos destripados. Los cuerpos yacían exanguinados. Bajo este cuadro de pudrición, la elección del príncipe Lazar adquiría ya su dimensión sobrenatural. La redención por el martirio hará que la iglesia serbia considere este hecho histórico como el punto máximo de iluminación para el pueblo de Serbia.
Los detalles no acaban aquí. Antes, en el decurso de la batalla, parece ser que un caudillo serbio, Milos Obilic, haciéndose pasar por un desertor, consiguió acercarse hasta el sultán Murat. Le clavó una daga envenenada. Unas crónicas refieren que Obilic le dio muerte en la propia tienda del turco. Otras, que Murat vio la muerte a manos de Obilic, pero mientras cabalgaba sobre el gran sembradío de muertos que había arrojado su gran victoria. Obilic fue asesinado sin remisión, igual que el príncipe Lazar (también se especula que tanto Lazar como Murat murieron mientras guerreaban en la batalla). Sea como fuere, nada más enterarse de la muerte de su padre, el príncipe Beyazit acudió en persona a comprobarlo. Al poco llamó a su hermano, Yakub. De inmediato lo estranguló para asegurarse la sucesión en la dinastía. Beyazit I Yildirim (el Rayo), como será conocido, ordenó la degollina de miles de prisioneros cristianos. Para honrar al padre, como se anunció al inicio, ordenó que sus órganos reposasen en estas tierras. Al cabo se levantaría aquí la sobria türbe de Murat. Su cuerpo fue llevado a la devota Bursa, en Anatolia, donde moraban los padres de la cuna otomana: Osman y Orhan I, primeros Señores del Horizonte. Beyazit I (1389-1403) heredó de su progenitor una masa terrena de quinientos mil kilómetros cuadrados.
El sultán o su doble
De nuevo, Ismaíl Kadaré nos desliza en Tres cantos fúnebres por Kosovo el enigma del doble en la muerte del sultán Murat. Sugiere en su relato que, cuando los visires le aconsejaron que saliera de su tienda para arengar a sus hombres victoriosos, Murat, ya cansado, rehusó hacerlo y dijo: «Sacad a mi doble». Pudo ser que, ya bien en su propia tienda, ya cabalgando sobre el Campo de los Mirlos, a quien dio muerte Milos Obilic fuera el doble del sultán y no el real. La fantasía, mezclada con especulaciones y retazos de realidad no improbable, también sugiere que el sultán Murat murió por una conjura en el seno de sus propios hombres. De fondo se debatía la necesidad de si el imperio debía extenderse más hacia la tierra nutricia de Anatolia, o si debía continuar con sus guerras de frontera a través de los belicosos Balcanes, como al parecer era el deseo del asesinado Yakub.
Hay motivos para no ceder al irresistible aroma de la tentación. La muerte del sultán Murat —y no la de un posible doble— dio fin al gobernante turco que creó el cuerpo de jenízaros (yeniçeri, nueva tropa), que ostentó por primera vez el título de sultán para la venidera dinastía otomana (Osman y Orhan llevaron el título de Gazi), que dio base a la legislación a través de sus ulemas y que, paradójicamente, consiguió librar al campesinado balcánico de la asfixia del feudalismo cristiano. Fue, también, el último de los analfabetos dentro de la iniciática dinastía otomana. De ahí que firmara sus documentos mojando el pulgar y otros tres dedos sobre los documentos que aprobaba. Nació de tal modo la tugra, cuyo arte alcanzará en lo venidero una gran belleza caligráfica.
En el tiempo reciente, avinagrado por las horribles guerras en la antigua Yugoslavia (1991-1999), la redención celeste del pueblo de Serbia en Kosovo Polje ha dado pie a ciertas curiosidades y no pocos estrambotes. En 1924 nació en Belgrado el club de fútbol FK Obilic, en memoria del caudillo serbio que dio rienda suelta a la épica local y a las romanzas eslavas junto al Danubio. Es más antiguo, por tanto, que los poderosos y mortíferos rivales entre sí, el Partizán y el Estrella Roja. En vísperas de la matanza yugoslava, en 1989, el presidente serbio Slodoban Milosevic concitó en la campa de Kosovo Polje a un millón de hermanos étnicos con motivo del 600 aniversario de la batalla. Su arenga proserbia, propiciada por los ataques de la comunidad albanokosovar a la minoría ortodoxa, prendió en el campo de los mártires que hoy recuerda el monolito vertical que se alza en el entorno.
Pero, ¿qué son las fechas sino guiños de un irónico juego de azar? El 28 de junio de 2001, día de San Vito y nuevo aniversario de la redención en Kosovo Polje, el primer ministro de Serbia, Zoran Dindic, decidió entregar a Milosevic al Tribunal Penal de La Haya. Será asesinado dos años después por la mafia del llamado clan Zemún, que había mostrado su connivencia con los detritos del Estado desde el inicio de las guerras yugoslavas de los 90. Con todo, el de Dindic es ya otro martirio (y no precisamente celeste).
Las crónicas historiográficas más fiables son húngaras y hablan de una escaramuza en la que participaron los otomanos por un lado contra serbios… acompañados de albaneses, que eran también cristianos. Los húngaros querían ver qué venía por el sur para prepararse.
El mito tiene una fuente principal, los poemas épicos, pero no se puede desdeñar la interpretación romántica que se les dio desde que los recopiló y publicó en Viena Vuk Stefanović Karadzic. Esa interpretación va pareja al desarrollo de Serbia como estado moderno en el siglo XIX, pasando por alto que la tras la batalla las relaciones con los otomanos y la nobleza serbia fueron buenas. Una noble serbia, hija del déspota Đurađ Branković, Mara Branković se casó con Murad II. Es a finales del siglo XV cuando esa relación cambia, sin ser la batalla de 1389 relevante.
Se empieza tomando a Kadaré “maestro Ismail” como referente histórico y se acaba viendo a Pérez Reverte como experto en la guerra civil.
Por cierto, la novela del albanés se merece otra lectura por su parte… sin acritud se lo digo.
Beyazit siempre ha sido conocido en España como Bayaceto. Bayaceto el Rayo.