Están ocultas y nadie habla de ellas. No salen en las conversaciones, pero a solas pensamos en ellas. Fantaseamos con ellas. Nos arrebatan el corazón y nos provocan cosquillas en la entrepierna. Son las parafilias: los mordiscos, los azotes y todo tipo de juegos sexuales, desde el acto físico a los comportamientos seductores. A algunas hoy las englobamos en el término BDSM (Bondage, Disciplina y Dominación, Sumisión y Sadismo y Masoquismo), hablamos en voz baja de las orgías, pero siempre como algo perverso que tiene el dulce toque de lo prohibido. Y, sin embargo, siempre han estado ahí. Algunos escritores las pusieron por escrito —alguno las probó— y las cubrieron de lirismo, creando incluso obras sublimes de la literatura. Porque están en nuestra vida y nuestra cultura popular. Y no nos equivoquemos: no vamos a escapar de ellas.
La pasión por la sangre ha dado nombre a una extraña parafilia: la hematofilia, que consiste en cierto fetichismo vampírico, la obsesión por ver, lamer y chupar esta emulsión de glóbulos rojos, una práctica que puede estar incluida en ciertos juegos sexuales. Pequeños mordiscos que causan heriditas y que para algunos son tan excitantes que les causan un placer inmenso. En términos médicos se denomina síndrome de Reinfeld. No se trata, por supuesto, de recrear una orgía sangrante, pero sí pellizcar, cortar y luego absorber. Y no, tampoco es una práctica de este siglo XXI en el que no sabemos qué inventar. La hematofilia procede de una de las épocas más sensuales de la historia europea: el siglo XVIII, ávido de todo tipo de experiencias. Así lo explica el filósofo francés Yves Michaud, quien fuera director de la Escuela Nacional de Bellas Artes en Francia en los años noventa: en unos años en los cuales en Versalles olía mal porque no había cuartos de baño, en una era en la que aún no habían nacido las casas de moda ni de perfumes, el placer más lujurioso, ahora que Dios había muerto —Nietzsche e ilustrados dixit—, era experimentar. Lo que fuera.
No es de extrañar que fuera en esta centuria cuando comenzara la moda vampírica en la literatura. Olvídense de los asuntos de marketing recientes que solo nos han mostrado a vampiros de medio pelo. En el siglo VXVIII es cuando se publican en la Europa oriental, extendiéndose después a Alemania con el Romanticismo y el movimiento Sturm und Drang, las primeras obras con personajes vampíricos. En todas ellas, como sucede en el poema Lenore (1773), de Gottfried August Bürger, hallamos el retrato de una amada que espera a su prometido y cuando este regresa no es para una cita muy normal, sino para acudir al cementerio y deleitarse entre cadáveres. Es una relación espectral, muy ligada a las danzas de la muerte, donde la cuestión es extasiarse en un arrebatado encuentro en el que, oh, Dios, haya carne sobre carne, fluido sobre fluido y sangre. O, al menos, esa puede ser la interpretación del lector hematofílico.
Algunas décadas más tarde es cuando vamos a encontrar por primera vez el mito del vampiro chupasangres como actividad parafílica. La cuestión fantasmal deja paso a la pura cuestión sensual. Ya no se trata de imaginar, ni de escudarse en la muerte, ahora se trata de hedonismo de los sentidos. Así es como nace el vampiro, un personaje con forma humana —ya no será un esqueleto danzante— al que le gusta morder y chupar a su amada y a ella le gusta que la chupen. Siempre por la noche y a hurtadillas, que provoca más misterio y tensión y suena como algo más prohibido. Así, un best seller brutal de la época fue Varney el Vampiro (1845) también conocido como El festín de la sangre (y con eso nos lo dice todo). Está ambientada en el siglo XVIII —de nuevo, regreso a la época erotizada— y su autor es desconocido, pero llegó a tirar doscientas veinte entregas periódicamente entre 1845 y 1847 en la Inglaterra victoriana. Su protagonista era un aristócrata que también tenía esa doble cualidad de vampirizar mujeres. Otra vez esa seductora mezcla entre el lujo y el gustazo. En una época tan conservadora como la de la reina Victoria, una muestra de que los instintos se disparaban por algún lado y aunque todo el mundo quisiera, solo las clases altas podían (y aún pueden). El goce al alcance de unos pocos.
Más transgresora es la famosa Carmilla, de Sheridan Le Fanu (1873), cuyo mito ha llegado hasta nuestros días. De hecho, el director de cine Roger Vadim —sí, el que también estuvo casado con Brigitte Bardot, Catherine Deneuve y Jane Fonda, con lo que algo potente tenía que tener— rodó en 1960 Morir de placer, basada en este libro. En la historia de Carmilla es la primera vez que aparece, al menos en la cultura popular que conocemos hoy, una mujer vampira. Y, además, no seduce a un hombre, sino a otra mujer, por lo que también inaugura el vampirismo lésbico. La otra es la aristócrata Laura, una jovencita —muy inocente, sí— que vive con su padre en un castillo, pero a la que no le importa que acuda esta Carmilla, de la que se ha hecho «amiga», a morderle un poquito. Eso es lo que ella sueña cada noche, cómo dos agujas se clavan en su cuello. Y no le disgusta, aunque también le aterra. Es el doble juego de este fetichismo: lo que puede dar miedo porque está inmerso en lo «paranormal», y a la vez causar placer. Laura y Carmilla, las hematofílicas.
Al finalizar el siglo XIX es cuando se publica la obra que nos ha dejado para siempre jamás la imagen del vampiro: Drácula. Escrita por Bram Stoker y también en era victoriana —hay que darle las gracias, quizá, a reinado tan extenso y mojigato— ahí tenemos a ese cazador de vírgenes pálidas al que le encanta someterlas. Y ellas tampoco pueden desprenderse de él. A Drácula después nos lo han contado de múltiples maneras, incluso como una historia de amor con banda sonora original de Annie Lennox, pero en la novela lo que prima es la seducción y el dejarse llevar por lo que, en un principio, nos puede aterrar. Es sexo, no es cursilería de frase barata. Stoker lo que hizo fue crear el personaje del tipo —o tipa— que te hace daño —daño buscado—, pero al que vas a acudir una y otra vez porque ya sabes a dónde te eleva. Y no, no estamos hablando de sumisión o malos tratos. Tortura era la que sí buscaba el verdadero Drácula: el señor conde Vlad Tepes, más conocido como el Empalador por esa técnica tan poco ortodoxa de matar a sus enemigos introduciéndoles un palo por el recto. Si hay que citar a un hematófilo popular sin duda sería este rumano del siglo XV. Vlad no hincaba los dientes, pero sus salas de empalamiento debían de ser un chorreo continuo de sangre con el que el conde disfrutaría a destajo. Claro está que en este caso el placer no era nada recíproco. Un egoísta.
Como vemos, el vampirismo fetichista, esa parafilia perversa, está inscrito en nuestra cultura popular desde hace siglos. A ella hay otra muy ligada que, a pesar de ser también parte del imaginario colectivo, ha estado terriblemente denostada y aún se la esconde en rincones oscuros. Santa madre Iglesia que todo lo miras con malos ojos: el sadismo y el masoquismo, traducido hoy en prácticas como el BDSM o Bondage. O también: me gusta que me azoten o azotar como actividad absolutamente placentera (el que piense en zurrar para hacer daño al otro porque sí que vaya dejando de leer este artículo).
Quien da nombre a este sustantivo es otro personaje del siglo XVIII: el marqués de Sade, de cuya muerte se cumplió el doscientos aniversario en diciembre del año pasado. Vuelta al siglo de la sensualidad, agitado por una revolución. Habría que analizar alguna vez el punto erótico de estos movimientos, que son una lucha contra el poder establecido, y poder es igual a dominación y eso… Ya sabemos a dónde nos vuelve a llevar.
Sade fue, no olvidemos, un racionalista y un moralista, como buen escritor de su tiempo. A todo había que encontrarle una razón y de ahí que se debatiera entre el vicio y la virtud, el bien y el mal y qué nos lleva a una cosa u a la otra. Y el lector puede hallar como conclusión la dualidad y que, al final, sí, el vicio es el que nos hace libres. Pero, ¿es el vicio el mal? Ahí que responda la Iglesia, que lleva siglos con el mismo discurso.
Justine o los infortunios de la virtud fue escrita en 1787 y ya el título nos da la clave: lo virtuoso no te traerá más que desgracias. Sade parece decirnos que el hombre es malo y corrupto y por eso la pobre Justine no cae más que en el vicio una y otra vez. Pero si despojamos al libro de todo afán moralista —vamos a quitarnos de encima a Rousseau y pongamos a Voltaire— es una muestra de que hay ciertas prácticas que no tendrían por qué tacharse de inmorales, sino que, simplemente, son. Vaya puñetazo a la religión de entonces y a las estructuras sociales. Luego eso sí, Sade, como buen moralista, redime a Justine, aunque sea después de la muerte. Más acentuada queda esta cuestión en Ciento veinte días de Sodoma, donde está toda su teoría del libertinaje: orgías, parafilias con todo tipo de objetos e incluso necrofilia. Hasta seiscientas formas de gozar se cuentan en este librito que Sade escribió mientras estaba preso en La Bastilla en 1785. Por algún sitio tendrían que salir los instintos del escritor. Que seremos alma, pero también somos cuerpo y el marqués supo bien reflejar cómo podemos darle alegría.
Los protagonistas de Sade son cuatro hombres poderosos —volvemos otra vez al «libertinaje» de clase— y eso lo supo apreciar bien Pier Paolo Pasolini para su película Saló o los ciento veinte días de Sodoma, donde, pese al sexo, lo que hay es un fuerte alegato político: las personas con poder lo que pretenden siempre es humillar y oprimir al débil. Es un juego perverso en el que solo una parte disfruta. Y ese no busca placer, sino infligir dolor.
A comienzos del XX fueron tres mujeres las que mejor mostraron nuestras parafilias sexuales: Anaïs Nin, Anne Desclos y Colette. La troika del sexo, que llegó para dar un puñetazo en la mesa y entonar el canto de la libertad sexual. Las mujeres también tenemos una mente sucia. Zorreamos con ellos y con ellas, y nos gustan muchas más cosas que la posición de la procreación, escribieron en sus novelas (no sin sufrir la censura y llegar después de dos hombres como Henry Miller y Charles Bukowski). El siglo de las guerras había dado paso también a una estrechez de miras. La sensualidad de épocas anteriores se había abortado. Y a la mujer aún le quedaban muchas batallas por delante.
En 1901 irrumpió con fuerza Claudine en la escuela, de Colette. Ay, la petite Claudine, esa colegiala que tenía más deseos que sus padres y abuelos juntos. La pubertad en estado puro que ríete tú ahora de los mangas japoneses. Y estaba contado por una mujer, que no tuvo reparos, a partir de otros tres libros (Claudine en París, Claudine casada y Claudine se va) en reflejar la bisexualidad —esas profesoras que seducían a alumnas— y la pasión más efervescente. Hay que indicar que no fue Colette la que firmó los libros sino su marido, el crítico musical Henry Gauthier-Villars, alias Willy. Estrategia comercial, dijo el buen hombre, pero eso también escondía lo puritano —y machista— de una sociedad donde el placer femenino estaba supeditado a las neuronas masculinas.
En Delta de Venus, que Nin escribió durante los años cuarenta (no se publicó hasta los setenta), se detallan numerosos encuentros sexuales y se apunta a una teoría: cómo vive la mujer su sexualidad, de modo diferente al de los hombres. Es considerado un libro feminista, con todas las interpretaciones que pueda tener esta etiqueta. Pero solo hay que leer unas líneas más arriba para observar que quienes habían tratado nuestros deseos sexuales, nuestras locuras y libertad de instintos hasta la fecha habían sido escritores. Y no, muchachos, las orgías y el placer también son nuestros.
Y si no que se lo digan a la protagonista de Historia de O, de Anne Desclos, considerada la primera novela que trata el BDSM, y además, desde una óptica femenina. Fue publicada en 1954 (en España no llegaría hasta 1977, por aquello del nacionalcatolicismo franquista) y provocó una convulsión en las esferas intelectuales. Porque no olvidemos: la intelectualidad era patriarcal con todos esos Sartre y compañía. Y los azotes, las ataduras y el sexo en grupo podrían considerarse bien vistos si no era la mujer la que los pedía (o fantaseaba con ellos).
Las parafilias siguen estando hoy en el cajón más oculto. Sí, también en nuestra sociedad occidental. Pero no os engañéis: están ahí latentes, como lo han estado siempre. Y vosotros y yo lo sabemos: nos gustan.
La primera foto es del Dracula de Coppola.
La diferencia fundamental es que a día de hoy, mientras seamos adultos y todo quede en la voluntad de disfrutar de todos los partícipes, al 90% de la gente le importa un comino las filas ajenas. Y creo que eso es una gran cosa.
Por favor, la bso de Drácula es de Wojciech Kilar, muy buena por cierto. Lo de Annie Lenox supongo que sería para a ver si con esa canción se vendían más discos.
Nadie habla de esto, estuve buscando mucho acerca de esta parafilia.
Hace unos años empecé a tener una percepción distinta sobre la sangre, y este año estos pensamientos se intensificaron al punto en el que me corto para ingerir mi propia sangre. Me trae placer, me satisface y me causa euforia. Mi amigo me suplica que deje de hacer esto, pero no puedo ni quiero, significaría volver a mi estado de miseria e infelicidad.