En la novela Misery, cuando el escritor Paul Sheldon pierde la tecla «e» de su máquina de escribir, empieza torturarse con el recuerdo de las perrerías que su secuestradora Annie Wilkes le ha hecho. Se regodea en el espanto, reviviendo el horror del hacha seccionando su hueso, de cada tortura. A la vez se pregunta por qué a diferencia de otras víctimas él es capaz de recordar todo, punto por punto. Por qué no sufre una amnesia selectiva, un black out que le borre esos sucesos dramáticos. «Porque los escritores lo recuerdan todo, Paul, especialmente las heridas», acaba diciéndose a sí mismo. «Desnuda a un escritor, señala sus cicatrices y te contará la historia de cada una de ellas, incluyendo las más pequeñas».
Hace algunos años que Bob Pop (Madrid, 1971) se sienta en el sofá de Leit Motiv y, con una insólita mezcla de honestidad y acidez, muestra alguna de sus heridas. El afán no es exhibidor, ni siquiera lastimoso: allí, en prime time, están sus cicatrices al servicio de una reflexión que pretende ir más allá de él, apelando a cualquiera que, magullado o no, sea capaz de calzarse zapatos de otra talla.
Cuando le propusieron convertir parte de aquella sección en una serie sobre su vida le pareció una locura. Aunque ya había coqueteado por escrito con lo autobiográfico en la novela Mansos, la idea debió despertarle el mismo recelo que debe estar masticando usted ahora mismo: menuda exhibición. Contar a pequeñas píldoras sucesos vividos requiere valentía. Pero ensamblarlas, hacerlas rimar sin caer en el folletín, ficcionarse a uno mismo… es casi un juego de suma cero. Porque en general, no valemos gran cosa como narradores cuando lo que contamos nos atañe: o bien nos sepultamos en filtros para salir favorecidos, o se nos va la mano y acabamos reducidos a un rosario de desgracias de las que no tenemos culpa.
El equilibrio no es imposible, pero sí delicadísimo. La misma línea que separa el erotismo de la pornografía, el drama del melodrama, es la que delimita dónde está Bob Pop y dónde Roberto Enríquez. Quizá no lo articuló así, pero cuando finalmente aceptó rodar Maricón Perdido lo que estaba haciendo era aceptar contarle a mundo de dónde sale ese alter ego de palíndromo doble que le ha hecho famoso. Para un desnudo frontal de cicatrices no basta con la valentía. Ya nos figuramos que ser un niño maricón, gordo y gafotas en el extrarradio de la España de los ochenta no fue ningún camino de rosas. Tampoco encarar un diagnóstico de esclerosis múltiple. Lo que hace falta para conectar esos dos puntos, esas heridas, es una alquimia especial, una aleación de ternura, dureza, sin trazas de autoconmiseración ni de regodeo, que se cimiente sobre una máxima inamovible: no somos lo peor que nos ha pasado.
Viendo Maricón Perdido esa idea restalla desde el primer momento: Bob Pop es mucho más que lo peor que le ha pasado. Quizás no lo ha dicho tan a las claras, pero no aceptó ficcionarse para hacer una recolección de sus dramas. Están ahí, violentamente visibles, descarnados incluso, pero no para ajustar cuentas con nadie que no sea él mismo. En ese paseo por su vida se explora desde ángulos nada agradecidos, donde el protagonista —interpretado en las diferentes etapas por Gabriel Sánchez y Carlos González— va, desordenadamente, contándonos cómo se fabricó su particular Ziggy Stardust. No fue solo a base de golpes, también lo cincelaron la complicidad y el refugio de un abuelo interpretado por la calidez mayúscula de Miguel Rellán; la incondicionalidad de una amiga que Alba Flores convierte en caricia. En ese mosaico de quién fue, de cómo llegó a serlo, no se desdeña nada, es una zarzuela de mariscos: lo mismo le impactó la lectura elevada de Truman Capote, Oscar Wilde, su adorada Belén Gopegui, que Los Pecos o Gloria Fuertes. El propio Almodóvar le aconsejó que Maricón Perdido, por encima de todo, debía tener su voz. Y así es como suena Bob Pop: como una sinfonía de libros, canciones y barrios que, enumerados, podrían desafinar. Pero entrelazadas componen una partitura honesta, sin maquillar, de quien se ha decidido a ir más allá de sus heridas. El humor, el surrealismo y un jugueteo socarrón entre metáfora y realidad son más que artificios: son su universo. Un cabaret petardo y conmovedor.
Es en la relación con la madre donde la serie crece hacia ese algo más. Interpretada por una inconmensurable Candela Peña, la conexión maternofilial se escribe con idénticas dosis de plata y plomo. Colorida pero incisiva. No hay brocha gorda en el retrato, por mucho que la hilarante comicidad del personaje pueda despistar: Bob Pop se da cuenta de que el humor, ese bálsamo salvador para quien sufre, a veces también deja víctimas colaterales. La exploración del chiste autoparódico es uno de los momentos más sobrecogedores y delicados de la serie, porque demuestra que aún siendo showrunner de uno mismo es posible ser consciente de la caricatura. Y enmendarla.
Y, además, expone a las claras una de las mayores virtudes de la producción: recordarnos que la nostalgia es una trampa. En estos tiempos de idealización del pasado cada vez más inmediato, de dulcificación de tiempos pretéritos teóricamente más felices, Maricón Perdido rechaza frontalmente los edulcorantes. Y no es solo porque adulteren el sabor: es porque lo impostan. Tampoco se asuste, no hay sermón a la vista. Después de la serie podrá usted seguir aferrándose a esa mentira cochina de que «cualquier tiempo pasado fue mejor» con veinte uñas, si así lo desea. Eso sí: le será complicado obviar esa cuenta pendiente que aún arrastramos y que implica tomar conciencia de por qué, para algunos colectivos, el pasado no está alfombrado de cosas mejores. Al contrario: el pasado es un lugar peor y no hacemos ningún favor pintarrajeándolo con nostalgias tramposas.
A pesar de todo, Bob Pop lo mira de frente. Al pasado en sí, y al Roberto que las pasó canutas por allí. Decía Joan Didion que uno madura cuando es capaz de sentarse con su yo de hace veinte años y hacer las paces, caerse bien a pesar de todo. Maricón Perdido tiene mucho de eso. Sin nostalgias fofas ni crescendos dramáticos. Un viaje que entremezcla fantasía, vodevil, biografía, ficción y supervivencia. Que rinde homenaje a pequeñas y grandes cosas, sin escatimar la carcajada.
A Bob Pop no le hacía falta esa «e» del teclado de Paul Sheldon para escribir, y apropiarse, de lo que fue un insulto: «Maricón». Cuando estuvo «Perdido» la necesitó, pero el secuestro ya acabó. Se ha encontrado en sus cicatrices, como concluía el autor de Misery: «Es bueno tener un poco de talento si quieres ser escritor, pero el único requisito auténtico es la habilidad para recordar la historia de cada cicatriz… El arte consiste en la persistencia de la memoria». Afortunadamente, Maricón Perdido es un jaque mate a la nostalgia. Y a la amnesia selectiva.
Maricón Perdido, serie exclusiva de TNT, se estrena el viernes 18 de junio a las 22:00 horas.
No sé si veré la serie. Solo comentar que está estupendamente escrita la crítica. Gran trabajo.