Con Jean Rhys se completa el mapa de las grandes escritoras de la primera mitad del siglo XX. Carson McCullers, Dorothy Parker e incluso Djuna Barnes ya fueron descubiertas y reconocidas hace tiempo, pero Rhys aguarda en un archipiélago de difícil acceso, a la sombra de los continentes de Virginia Woolf y Marguerite Duras. Tal y como fue su vida, tránsito por habitaciones alquiladas en pisos baratos y paseo inseguro por calles oscuras. Pese a todo, su obra permanece inalterable, como un edificio invencible construido desde el interior. Pocas autoras han expuesto sus acontecimientos personales a través de la ficción como Rhys. Adelantada en décadas, no practicaba la autobiografía, sino que fue capaz de fantasear con su vida cotidiana en varios niveles y enfrentarlos en el mismo texto. Los sentimientos más profundos y el retrato ácido, la frustración sexual y las descripciones hiperreales, ensoñación y lucidez angustiosas. Una mirada frenética, existencial antes del existencialismo, sobre sí misma y el mundo.
De estilo moderno, mezclaba distintas voces y tiempos en una sola narración, pero su ideario permanecía en el filo del romanticismo, entre el sufrimiento de las mujeres no emancipadas y el rechazo frontal de los esquemas tradicionales, un feminismo visceral pero inteligente. De ahí su apego a figuras inmediatamente anteriores a ella, como las hermanas Brönte y Emily Dickinson, cuya rebelión se expresó de forma extraña, marginal. Las primeras se encerraron en los grandes espacios abiertos, los páramos de una naturaleza incontrolable. La segunda se recluyó físicamente y creó poesía ultraterrenal en un complejo claustrofóbico. Como ellas, Rhys caminó sola en un viaje continuo por ciudades y continentes, sintiéndose extraña en todas partes, salvo en el universo interior de la escritura.
Las ocho novelas y el libro de memorias (inacabado) que dejó Jean Rhys son piezas minuciosas, cuidadas hasta el último detalle, de prosa en apariencia simple, pero con doble y triple fondo. Sus personajes son mujeres de existencias torturadas que luchan por conseguir la independencia económica, el amor o la estabilidad familiar, sin conseguir otra cosa que continuos sinsabores, rechazos y una pobreza descarnada, sin sentimentalismos, que hirió a la lectora de veintitantos años que era yo cuando la descubrí. Como Woolf, como Patricia Highsmith, Rhys fue alcohólica y tuvo una relación deprimente con su madre, pero hay más cosas en su vida que terminaron por aislarla del mundo, pese a su extraordinaria capacidad de observación y dotes para describir los detalles más delicados y terroríficos de la naturaleza, la vida en las ciudades, o expresar la soledad y el deseo de ser amada.
Dominica es la isla con la historia más peculiar de las Antillas. Fue la única que tuvo un Gobierno formado por los exesclavos negros al poco de la emancipación. Cuando Jean Rhys nació en 1890, quedaba poco tiempo para que pasase a ser de nuevo colonia británica. Tal y como la describe la autora en sus novelas, era un lugar exuberante y amenazador, con vegetación, fauna y clima extremos. Sus paisajes, entre la ensoñación y la pesadilla, marcaron para siempre a Rhys. Las maravillas del mar, las cascadas y los ríos enfrentados a la brutalidad de los volcanes, el desierto y una selva impenetrable, de verde fosforescente. Los insectos, enormes y amenazantes (hormigas soldado, cucarachas voladoras, los ciempiés… bichos que fascinaron y aterrorizaron a Rhys).
Los habitantes de la isla desarrollaban un modo de vida rural, con graves tensiones acumuladas entre los nativos caribes, la comunidad negra y los antiguos colonos franceses. El catolicismo, muy implantado en el territorio, y la lengua (se habla un dialecto mezcla de caribe y francés) y las tradiciones obeah chocaban contra las ideas puritanas de los británicos. La familia de Ella Gwendolen Rees Williams pertenecía a estos últimos. La rama materna descendía del dueño de una plantación que había tenido esclavos a su servicio. La madre de Rhys, criolla empobrecida y venida a menos, añoraba la época de esplendor de la finca y comparaba a sus hijos, especialmente a Ella —demasiado delgada, demasiado blanca—. con las fuertes y bellas niñas negras. Su infancia fue un continuo deseo de encajar en un mundo que la rechazaba, no solo en lo familiar, sino en la comunidad. Los vecinos, ya fuesen nativos, negros o colonos, no la querían, a causa del pasado de su abuelo, y Rhys quiso abandonar cuanto antes Dominica para encontrar otro lugar donde no ser juzgada constantemente.
Una tía abuela la recibió en Londres a los diecisiete años. Enseguida supo que el frío y los ingleses iban a ser menos hospitalarios aún. Fue rechazada en la escuela de teatro por su acento y se enroló en una compañía de music hall ambulante como chica de coro. Recorrió el país bailando en teatros de mala muerte, actuó como extra en varias películas, se hizo amante de un notable bróker de la City y al poco tiempo abandonó Inglaterra para probar suerte en el París de entreguerras. Probó cafés, bares, alcohol, otros amantes… pero no logró encontrar un sitio donde afirmarse como la gran escritora que era. Por casualidad, sus textos llegaron a manos de Ford Madox Ford, quien le sugirió el cambio de nombre y publicó su primer libro en 1927, La orilla izquierda y otras historias, cuentos sobre los artistas y los aspirantes a la vida bohemia de París, escritos con la marca de la casa: gente sola, casi siempre mujeres, contra un mundo sórdido.
La crítica de entreguerras recibe con benevolencia sus cuatro novelas cortas, que son las máscaras de su vida explicada a través de una literatura sobria, sin efectismos, por eso aún más emotiva. Las protagonistas de Cuarteto (1929), Después de dejar al Sr. McKenzie (1931), Viaje a la oscuridad (1934) y Buenos días, medianoche (1939) son cuatro dolorosos enfoques de Jean Rhys en una lucha desesperada por conseguir la dignidad frente a los hombres (el planteamiento que hace de las relaciones amorosas y de los usos del sexo y el dinero son demasiado avanzados para esa época el siglo XX) y las mujeres (temas adelantados a su tiempo como el de la mujer que envejece y el consiguiente rechazo social, el de la mujer sin recursos, el de la mujer que tiene que abortar o dar al hijo en adopción o el del alcoholismo femenino son brutales en la sencillez con que los plantea).
Tras tres matrimonios fracasados y una carrera literaria muy poco favorecida, Rhys dejó la literatura a finales de los años cuarenta. No sería hasta casi veinte años después que, otra vez de casualidad, alguien la buscó por los derechos de Buenos días, medianoche (con toda seguridad, una de las novelas más desgarradas y terribles del siglo XX) para una emisión radiofónica en la BBC. Rhys vivía en Inglaterra y llevaba años trabajando en un nuevo libro. Por fin, en 1966, se publicó su última novela: Ancho mar de los Sargazos. Esta vez, el mundo entero quedó asombrado con una historia que era, de nuevo, la de Jean Rhys y la expiación personal con la que se castigó dura y excesivamente por el pasado de su familia. Pero ahora se había transmutado en un fantasma: un personaje de la novela de Charlotte Brönte, Jane Eyre, que no dice una sola palabra. Rhys da voz a la primera esposa de Mr. Rochester, esa presencia amenazadora que está encerrada en el ático de la mansión Fairfax y que termina por destruir la hacienda y casi acaba con su marido. La mujer isleña con la que el protagonista se habría casado para lograr una dote, (la avaricia y las leyes puritanas: era hijo segundo y no heredaba un centavo de la fortuna familiar). Rhys no solo es capaz de convertir a ese personaje fantasma que merodea por la novela de Brönte en un ser humano con una historia extraordinaria de espíritus y venganzas, en la que también escuchamos la versión del joven marido y entendemos esta extraña relación, sino que consigue algo inaudito: que la novela sea una obra maestra a partir de otra obra maestra. Y que las lectoras no podamos volver a leer Jane Eyre con los mismos ojos: quizá la primera esposa de Rochester, la mujer pálida recluida en una habitación, no era una pobre loca con ataques de furia y ninfomanía, sino el resultado de un lento proceso de alienación de la política poscolonial y las fuerzas del nuevo orden capitalista. La obra de Jean Rhys permanece sólida ante las tormentas y el fuego.
Podemos puntualizar:
Los primeros esclavos que se emanciparon y formaron gobierno fueron haitianos.
Los indios Caribes de Dominica tienen su propia autonomía y gobierno, porque viven en una zona no penetrada, sin tensiones.
En Dominica se hablan dos lenguas criollas, no una.
Los últimos colonos llegaron en el XVIII. Después ya no quedaba sitio para nuevas plantaciones, y los europeos que llegaban (pocos) eran simplemente inmigrantes.
Es una isla con una historia tan parecida a otras colonias de Francia o Inglaterra. Ahora, con cada vez menos población, es fascinante, un viaje en el tiempo.
Enhorabuena por el artículo.
Hola, no encuentro ocho novelas de Jean Rhys sino sólo cinco y varios volúmenes de historias cortas (o sea, cuentos), ¿aparte de Ancho mar de los sargazos, Buenos días, medianoche, Cuarteto, Después de dejar al sr. Mackenzie y Viaje a la oscuridad (que están recopiladas en España en dos volúmenes de bolsillo), cuáles serían las otras tres?