También los libros tienen su fetichismo. La bibliofilia puede alcanzar cotas de obsesión desmedida y letal. Los apasionados de los libros como oscuro objeto de deseo bien lo saben. Es lógico que entre aquellos que aman la posesión física de un libro se difundiera la leyenda del bibliófilo capaz de matar por un incunable. Tanto arraigó y tuvo tanta fama la historia del killer librero que, en los años veinte del pasado siglo, otro escritor dedicado por entero a los libros escribió La leyenda del librero asesino de Barcelona explicando cómo se había forjado aquel cuento macabro. Ramón Miquel y Planas, que así se llamaba el autor de dicha leyenda, removió papeles, archivos y bibliotecas varias con el fin de dilucidar la verdad que escondía la historia de Vicente, un antiguo fraile del monasterio de Poblet que regentaba una librería en la oscura y tortuosa calle del Call de la Ciudad Condal.
Vicente era un hombre «de rostro demacrado, de mirada turbia y reconcentrada; personaje de condición satánica y desconcertante como los que, en sus desvaríos, hacía revivir Hoffmann, el autor de los Cuentos fantásticos, bien conocidos (…) Tenía, nuestro hombre, treinta años, pero ya parecía viejo y rendido; alto de estatura, caminaba con la cabeza gacha, como un anciano. Tenía el pelo blanco y muy largo, las manos fuertes y nervudas, secas y llenas de arrugas, e iba miserablemente vestido, con ropa siempre andrajosa». La descripción gótica que nos muestra Miquel y Planas hace presagiar lo peor. Según se contaba, fue un acaudalado estudiante de la Universidad de Cervera el que abrió el apetito asesino del librero Vicente. Todo fue a causa de un ejemplar de los Furs de València (los Fueros de Valencia), que estaba en posesión de otro librero de la calle del Call. Creía Vicente que estaba haciendo un trato inmejorable con la adquisición del ejemplar, pero este ya lo había comprado su competidor, Patxot.
Al cabo de unos días, el estudiante apareció muerto en su habitación del Hostal d’en Sol, y la librería del desdichado Patxot se incendió. Fue el principio de una serie de doce asesinatos que tenían un denominador común: la obsesión bibliófila.
Luego la narración se encamina hacia el floreciente género policiaco y una inspección rutinaria pone a los investigadores tras la pista de los asesinatos. No supone un gran spoiler desvelar que la historia acaba mal para nuestro siniestro librero. Juzgado y sentenciado a muerte, «Fray Vicente, ya vuelto en sí, escuchó su suerte sin conmoverse y pareciendo, incluso, más calmado y tranquilo. Alguien le dio a entender que todavía podía obtener, tal vez, el perdón si lo pedía al Santo Padre. Mas él no quiso saber nada y solicitó insistentemente que su biblioteca fuese confiada al cuidado de la persona de España que fuese reputada mejor conocedora de libros».
Miquel y Planas, de esta manera, daba fe del tenebroso relato buscando, además, las fuentes de la leyenda. Evidentemente, la narración se enmarcaba en una tradición romántica. Estaba Hoffmann y sus Cuentos fantásticos. El escritor barcelonés buscó en las fuentes. Las primeras noticias de las andanzas del antiguo fraile las encontró en el número del 23 de octubre de 1836 de la Gazette des Tribunaux. La historia se publicó anónima y bajo la apariencia de crónica fidedigna de un corresponsal en tierras españolas. Pronto Miquel y Planas elaboró la teoría que parece más plausible. En 1827, el escritor y bibliófilo francés Charles Nodier —miembro de la Academia Francesa y bibliotecario del Arsenal, de París— viajó a Barcelona con su mujer e hija. La familia se hospedó en el Hotel de las Cuatro Naciones, situado en la Rambla. Por aquel entonces, la ciudad vivía uno de sus periodos más turbulentos y violentos, con las típicas quemas de conventos y persecución de religiosos, y no era fácil encontrar a viajeros ocasionales como Nodier. En cualquier caso, el inveterado bibliófilo se paseó por las calles del casco viejo y por sus míticas librerías en busca de alguna rareza que llevarse a los ojos. Parece ser que no hubo suerte. «La decepción de Nodier tuvo que ser muy viva, teniendo en cuenta las ilusiones que se había podido hacer respecto a las riquezas bibliográficas de nuestro país. Precisamente el año anterior, en 1826, Vicente Salvà, librero de Valencia, emigrado y establecido en Londres, acababa de darse a conocer con la primera publicación de un catálogo de los libros españoles antiguos que tenía a la venta. Este catálogo, verdaderamente tentador, tanto por el número como por las circunstancias de los libros que figuraban en él (manuscritos, incunables, ediciones góticas y de los siglos XVI a XVIII, impresiones raras y preciosas), tuvo que llegar a manos del bibliófilo parisiense, que, además de regentar una de las principales bibliotecas de París, era el redactor más destacado de Bulletin du Bibliophile».
Sería en este catálogo donde Nodier habría sabido de la existencia de la joya bibliográfica de los Furs de València, libro que le serviría de macguffin avant-la-lettre de su falsa crónica. Apunta Miquel y Planas que aquellas imágenes de una ciudad convulsa y anticlerical habrían inspirado el personaje del exmonje, con resonancias de El monje de Matthew G. Lewis. Además, habría que añadir la moda Hoffmann, un escritor muy imitado en la Francia de la época: «La habilidosa combinación de estos tres factores dio por resultado la aparición, en el mundo de la bibliofilia, del famoso Fray Vicente, exmonje de Poblet establecido como librero bajo las Voltes dels Encants en Barcelona y convertido en asesino por la exaltación funesta de su amor a los libros. Aquel endiablado incunable de los Furs de València fue el que finalmente le llevó a incendiar la tienda de un competidor suyo y a tener que rendir cuentas de todo a la justicia, que se vería obligada a llevar al patíbulo, sin remisión, al impenitente criminal. Esta es la historia; famosa “historia”, por cierto, cuyo carácter fabuloso o legendario iba a tardar mucho en ser descubierto». Así es, pues antes de ser descubierta se imprimió en un buen número de periódicos europeos y fueron varios los escritores que se interesaron por el librero asesino. En 1870, Jules Janin escribió su propia versión y, unos años antes, un joven Gustave Flaubert se atrevió con la historia. La novelita de Flaubert debe entenderse como el ejercicio de estilo de un bachiller de catorce años literariamente inquieto. De hecho, la conservó inédita mientras vivió y solo se publicó después de su muerte. En su Bibliomanie, el librero pasa a llamarse Giacomo, pero mantiene intacto su fetichismo. Escribe el barbilampiño Flaubert: «Este hombre no había hablado nunca con nadie más que con los libreros de viejo y los chamarileros; era taciturno y soñador, sombrío y triste; no tenía más que una idea, un amor, una pasión: los libros; y este amor, esta pasión, lo quemaba interiormente, le consumían sus días, le devoraban su existencia».
Esa pasión por los libros, ese fetichismo sensual y mortal, tenía además otra característica sorprendente y muy ilustrativa de su obsesión: al librero no le interesaba lo más mínimo la lectura, ese vicio entregado al placer desnudo e inmediato. Puramente carnal.
Sin llegar a este extremo, el culto a los libros da historias reales que parecen ficción. Para muestra, el caso de Stansilas Goose: https://www.milenio.com/cultura/el-espectro-que-robaba-libros-de-un-monasterio-frances
“Me temo que mi irrefrenable pasión por los libros nubló mi conciencia. Estaban ahí abandonados, cubiertos de polvo y desechos de palomas. Sentí que ya no los consultaban y que ya no le importaban a nadie. También sentí la fuerte emoción de la aventura y sentía la adrenalina de poder ser descubierto”.