Nos desplazamos a Rota, al lado de la calle Felipe Benítez Reyes, para charlar precisamente con el escritor Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960), auténtico autor todoterreno, capaz no solo de desenvolverse con soltura en prácticamente cualquier género literario sino de ser un autor de culto a la vez que popular, con la idea en realidad de sonsacarle su pasado rockero, también para hablar de su Rota natal, invadida durante su infancia por la Marina norteamericana, así como sobre sus inicios como escritor y editor de revistas, sobre sus célebres amistades literarias, sobre sus filias y sus fobias en definitiva, sin contemplar que al final terminaríamos escuchando unas cuantas alocadas historias más propias de uno de sus libros de relatos que de la vida de alguien que vive en Rota al lado de una calle con su nombre y que atiende al nombre de Felipe Benítez Reyes, gran poeta, excelente narrador y mejor ser humano.
El haber nacido en Rota, ¿cuánto marca una vida?
Supongo que mucho… como el nacer en cualquier otra parte [risas]. Los que fuimos adolescentes aquí en la década de 1970 tuvimos sobre todo una vía fundamental de escape para las grisuras propias de la época: la música. Escuchábamos la que sonaba en la emisora de la base norteamericana, la American Forces Radio, que emitía noticieros cada hora, pero que durante el resto del tiempo ponía música norteamericana o británica, y sentarnos en corro los amigos a escucharla se convirtió en uno de nuestros rituales diarios, cuando salíamos del instituto. Teníamos nuestro club en un ala deshabitada de la casa de mis abuelos paternos. Los viernes y sábados poníamos unas bombillas rojas y verdes y bailábamos allí con las niñas de la pandilla. Los discos que ponían en la American Forces Radio eran los mismos que sonaban entonces como novedad en las emisoras de Estados Unidos y de Reino Unido. Muchos de esos discos tardaban meses o incluso años en llegar al mercado español —si es que llegaban—, por lo que teníamos la ventaja de escuchar lo último en tiempo real, digamos. En nuestra pandilla había un chaval que era hijo de norteamericano y de española, de modo que podía entrar en la base y comprar un disco recién llegado de Estados Unidos. Hacíamos entre todos una colecta, le dábamos el dinero y lo esperábamos en la puerta de la base como quien espera el advenimiento de un mesías. Llegamos a tener una buena colección comunal, en parte porque los soldados norteamericanos, cuando los destinaban a otro sitio, vendían los discos por nada y menos, o los regalaban. A los elepés que caían en nuestras manos terminábamos gastándoles el surco de tanto escucharlos.
De vez en cuando, también hacíamos excursiones en autobús a Jerez, a una tiendecita que se llamaba Suinve, y a Cádiz, a una que se llamaba Parodi. Íbamos todos juntos a comprar algún disco, el que pudiéramos permitirnos después de muchos días de ahorro. Te estoy hablando de cuando yo tenía trece o catorce años. El entusiasmo por la música nos llevó a montar un grupo de rock, y ahí es cuando empiezo a escribir. Lo primero que escribo son letras de canciones, en algo muy remotamente parecido al inglés, porque esa era nuestra tradición musical y cantar en español no se nos pasaba por la cabeza. Eso era cosa de Camilo Sesto y solo se lo tolerábamos a Miguel Ríos. Aparte de no tener ningún sentido, aquellas letras no tenían ninguna voluntad literaria, sino que las entendía como un mero complemento de la música que intentábamos componer con tres o cuatro acordes básicos, pero la primera vez que cojo un boli y me siento a escribir algo es, ya te digo, para hacer la letra de una canción.
La emisora de la base era para nosotros, en fin, como un tesoro en el aire. Tuvimos la suerte de poder acceder a una música que nos marcó para siempre, hasta el punto de que, aún hoy, lo que suelo escuchar es de aquella época.
¿Qué tipo de música escuchabais?
Siempre fui devoto de Jimi Hendrix, que ya había muerto, pero al que le dio tiempo a reinventar la manera de tocar la guitarra eléctrica. Me gustaba muchísimo, no sé, el disco en directo de Cream y el que los Allman Brothers grabaron en el Fillmore East. También lo que hacían Creedence Clearwater Revival, Deep Purple, Led Zeppelin, Jefferson Airplane, Savoy Brown, Animals o Grand Funk Railroad. O el glam rock de David Bowie, Mott the Hoople y T. Rex. Y cosas más macarrillas como Uriah Heep o Black Sabbath… Y suaves como James Taylor, Jim Croce, Carly Simon o Crosby, Stills, Nash & Young. En realidad, nos gustaba casi todo, porque todo era un descubrimiento. Por gustarnos, nos gustaba incluso el rock sinfónico, lo que no es poco decir. Fíjate si éramos eclécticos que a veces, por motivos de concienciación política, incluso escuchábamos a Quilapayún, y de milagro no nos explotaba la cabeza como a los marcianos de Tim Burton cuando sonaba aquella canción medio country y medio tirolesa de Slim Whitman.
La música era, en fin, nuestra vía para socializar, no solo a través de las reuniones diarias para escuchar los discos o la radio, sino también luego cuando formamos nuestro primer grupo, cuyo instrumental era muy pintoresco, porque si apenas teníamos dinero para comprar discos, imagínate para comprar instrumentos. Mi primera guitarra fue una española casi de juguete a la que le puse un cable de bombilla que conectaba simuladamente al transformador del Scalextric, y así me hacía la ilusión de que estaba enchufado a algo y que tocaba una eléctrica. El batería cortó por la mitad unos bombos de cartón del detergente Bilore y los forró con papel de pared pintado. El bajista solucionó lo suyo quitándole dos cuerdas a una guitarra flamenca.
Un poco más tarde sí llegamos a tener instrumentos de verdad. Mi primera guitarra eléctrica era japonesa y sonaba muy bien. Luego tuve una Höfner de caja que vendí porque se acoplaba mucho, y no sabes cómo me arrepiento, porque era una guitarra muy bonita, aunque para tocar blues o jazz en plan manouche, no para hacer el botarate con el amplificador a todo volumen. Yo lo que quería tener era una Fender Stratocaster, como Hendrix, pero entonces costaba unas treinta y cinco mil pesetas, cuando el salario base era de unas ocho mil pesetas. Ese sueño no lo cumplí hasta 1990, cuando compré una en Nueva York. Antes tuve una Gibson Les Paul de 1974, pero no acababa de entenderme con ella —porque las guitarras son como las personas— y la malvendí. Hoy la tiene el guitarrista de un grupo famoso.
Por aquel entonces, allá a mediados de la década de 1970, tocábamos en alguna fiestecilla de amigos, haciendo versiones tristemente irreconocibles de canciones que nos gustaban. Un poco como lo que hace Bob Dylan en directo, que no adivina uno qué canción está tocando aunque sea uno de esos clásicos suyos que todo el mundo se sabe de memoria, pero nuestra intención no era esa, claro está. Incluso si intentábamos tocar el riff de «Smoke on the Water» resultaba difícil identificarlo, lo que ya es decir [risas].
Muy a principios de los años noventa formé con otros amigos un grupo más serio. De hecho, por aquella época ganaba más dinero con la música que con la literatura, básicamente porque escribiendo no ganaba casi nada. Tocábamos los fines de semana en bares de Rota, Jerez de la Frontera, El Puerto de Santa María o Cádiz. Nos llamábamos Prim 14, que era la calle y el número de la casa donde teníamos el local de ensayo. Créeme si te digo que esos conciertos han sido las únicas veces en que he subido con ilusión a un escenario, porque luego, cuando he tenido que situarme a unos centímetros del suelo para actividades literarias, lo he hecho siempre con bastante incomodidad, supongo que porque ya no se trata en rigor de un escenario, sino de un púlpito, y allí, por hache o por be, acabas dando sermones.
Pero una aclaración: contado así todo esto, puede dar la impresión de que soy un buen guitarrista, pero nada más lejos por desgracia de la realidad. Creo tener buen toque para el blues, pero me falta técnica. Para tocar la guitarra medio bien hay que dedicarle media vida, y a mí me ha faltado tiempo, porque esa media vida decidí dedicarla a la escritura, que también se las trae.
La presencia de los militares norteamericanos en Rota ha estado siempre muy criticada, pero resulta indudable que económicamente dio vida al pueblo durante muchos años. ¿Qué opinión tienes ahora de aquella «invasión»?
Dejando aparte las cuestiones geopolíticas que determinaron aquello, a mí me vino estupendamente, por lo de la música. A muchos les dio un trabajo que los redimió de la precariedad o incluso de la pobreza. Y al pueblo en general le proporcionó una mentalidad cosmopolita que nunca está de más.
Hay quien se queja aún hoy de la presunta leyenda negra que arrastramos por culpa de la base: la droga, la prostitución, el contrabando… Por raro que parezca, hay negacionistas de eso. Pero la realidad de aquella época se encarga de hablar por sí misma. En Rota hubo entonces mucha vida nocturna, muchos clubs, mucha barra americana, mucha bronca cuando atracaba algún buque de la Sexta Flota y soltaban por el pueblo a miles de soldados veinteañeros que volvían de varios meses de navegación y llegaban con los bolsillos llenos de dólares. Eso atrajo al pueblo a muchísima gente. Los puestos de camarera, por ejemplo, empezaron a codiciarse, y vinieron muchachas de medio mundo para ocuparlos. Había coches enormes y deportivos. Cadillacs, Pontiacs, Triumphs, pandillas de moteros con choppers, discotecas que no cerraban ni siquiera los lunes… Todos los letreros que yo veía de camino del instituto, letreros de bares o de lavanderías, estaban en inglés ¡o incluso en chino! No tomábamos conciencia de que vivíamos en una anomalía hasta que salíamos del pueblo. Ibas, qué sé yo, a El Puerto de Santa María, que está aquí al lado, y pensabas: «Qué chicos son los coches aquí».
Y con respecto al tema de la prostitución, bueno, ahí entramos en el gran tabú local, porque hay gente que supone —no sé por qué— que eso implicaba a las mujeres del pueblo, lo que ni de lejos era así. Las que se dedicaban a eso venían muy mayoritariamente de fuera, con lo cual la honra municipal queda a salvo, como en una comedia del Siglo de Oro. Puedo contarte lo que vi: yo iba y volvía del instituto por una avenida que era la gran arteria de la vida nocturna, aunque también solía animarse por las tardes. Cuando llegaba la Sexta Flota, por ejemplo, se formaba una especie de guardia pretoriana de muchachas que esperaban a que salieran los soldados. Te hablo de un centenar de mujeres, venidas de toda la comarca, apostadas a lo largo de las dos aceras. Y eso pasaba a las seis de la tarde, cuando salíamos de clase, que era más o menos la hora en que tenía paseo la soldadesca. Aquello era, no sé, como estar dentro de una película de Fellini.
No sabría decirte, volviendo a tu primera pregunta, hasta qué punto aquello conformó algo mi visión de las cosas, pero intuyo que el haberme criado aquí fue beneficioso de una forma un tanto inconcreta, pero a la larga evidente, porque creo que a los de mi generación nos dio una amplitud de miras y unos estímulos que no estaban al alcance de casi nadie en el tardofranquismo. Incluso en detalles pequeños: nuestro deporte no era el fútbol, sino el béisbol, y casi todos los sábados jugábamos un partido contra un equipo de chavales de nuestra edad que eran hijos de militares destinados en la base. Para nosotros no era extraño ver a una persona de raza negra o asiática, por ejemplo. Rota tuvo siempre ese aire de puerto fronterizo abierto a la convivencia de razas y procedencias. Como curiosidad, te diré que tengo un primo en Suecia, hijo de un tío mío y de una muchacha de Estocolmo que se parecía muchísimo a Anita Ekberg y que pasó una temporada aquí en el pueblo, aunque el enamoramiento no duró mucho y ella volvió a su tierra. En el documental Rota ‘N’ Roll, de Vanesa Benítez, se plasma muy bien de qué forma la base transformó y trastocó Rota, tanto su economía como sus costumbres y sus escenarios. Allí, por ejemplo, aparece un señor afroamericano conduciendo un fastuoso Cadillac por el pueblo. Míster Fortson, que hoy es octogenario, vive aquí desde que era joven y se casó con una muchacha que era hermana de un torero cordobés. Un día, tomando café con él, le comenté que yo había estado una vez en Carrollton, Georgia, para una cosa de la universidad de allí. Y las casualidades: resultó que él nació en Carrollton. Le pregunté entonces si había notado en Rota alguna vez algún tipo de rechazo racista y me dijo que jamás, que se sintió integrado y acogido desde el primer día y que donde tuvo problemas muy serios de ese tipo fue precisamente en Carrollton, pero aquí jamás. Y hablamos de la década de 1960, que es cuando él llega al pueblo.
¿Tus primeras lecturas se vieron también influidas por el hecho de haberte criado en Rota?
Creo que no, pero otra cosa que hacía con los amigos era ir religiosamente todos los miércoles al estanco-papelería que había en el pueblo a comprar los cómics de Marvel. Cada uno tenía su superhéroe favorito, y luego nos intercambiábamos los ejemplares. Había veces en que la furgoneta de reparto se retrasaba y no llegaba hasta el jueves. Para nosotros era un día de total desconsuelo, como si nos hubiesen escamoteado nuestro derecho a la fantasía. La lectura de los cómics de Marvel fue para todos, como la música, algo determinante. A mí, por ejemplo, me gustaba mucho Thor y eso me llevó a interesarme —bueno, casi a obsesionarme— por la mitología escandinava. En casa teníamos la enciclopedia Espasa y me recuerdo pasando páginas y páginas buscando en negrita la abreviatura «mit», que indicaba «mitología», y luego veía si se refería a la escandinava, que era la única que me interesaba por entonces. Llegué a componer en una libreta una especie de catálogo de dioses y semidioses nórdicos. Por aquella época, los cómics de Marvel se publicaban en España por Vértice en formato libro, en blanco y negro, pero también teníamos originales americanos en color. Todavía conservo algunos, aunque la mayoría de los discos y cómics los perdimos de vista para siempre porque uno de nuestros amigos tuvo que irse a vivir a un pueblecito de Alicante, adonde habían destinado a su padre, y nos lloró mucho para que le dejáramos llevarse gran parte de nuestra colección de discos y de cómics con el argumento de que allí no iba a encontrar nada de eso. Y en un acto de misericordia, aunque a regañadientes, le dimos casi todo.
Luego, más allá de los cómics, y al margen de que algunas de mis primeras lecturas fueran Hojas de hierba de Walt Whitman y Aullido de Allen Ginsberg, cosas de ese tipo, mi formación lectora fue más hispánica que anglosajona. Pasé un par de cursos como alumno interno en El Puerto de Santa María, en un colegio de jesuitas, y teníamos varias horas de estudio obligatorias donde podíamos hacer lo que quisiéramos, salvo charlar y enredar. Teníamos un libro de apoyo para la asignatura de Lengua y Literatura, publicado por la editorial Santillana —todavía lo conservo—, y ahí venía de todo, de Confucio a Garcilaso, pasando por los clásicos grecolatinos o indios, por Mark Twain o el romancero. Era un tremendo rebujo, una especie de mural de la literatura universal de casi todos los tiempos. Aquel libro fue en cierto modo el detonante de mi vocación de escritor, porque lo primero que intenté escribir en serio, digamos que con una difusa intención literaria, más allá de las letras de canciones en inglés comanche, fueron imitaciones horripilantes de lo que leía en aquel libro, ya fuese un soneto de Quevedo o unas máximas de Lao Tse, porque ya te digo que allí había de todo. Más que un libro, era un bazar literario.
Rota es ahora conocida, al menos en el ámbito literario, por ser el lugar de veraneo de Almudena Grandes, Luis García Montero, Benjamín Prado, Joaquín Sabina… Supongo que tuviste algo que ver con la localización.
En parte sí y en parte nada. Con Luis mantengo amistad desde hace más de cuarenta años. El caso es que a Almudena le gusta mucho la playa, pero a Luis no, así que Rota se les presentó como el lugar perfecto para pasar el verano: Almudena podía irse a la playa a mediodía y Luis podía quedar conmigo para charlar, leer el periódico, comentar las noticias y tomar un aperitivo por el pueblo. Ese fue el plan de armonización, digamos. Luego se sumaron Benjamín Prado y Joaquín Sabina. Y, más recientemente, los editores Ángeles Aguilera y Chus Visor. Aparte de ellos, que tienen casa aquí, todos los veranos vienen a pasar unos días Miguel Ríos y el pintor Juan Vida. Y nos reunimos con frecuencia con Eduardo Mendicutti, Juan José Téllez y Javier Ruibal. Durante muchos años, Ángel González pasaba temporadas aquí. Y visitábamos con frecuencia en su casa de la playa de Montijo a Caballero Bonald para irnos luego a una venta a tomar unos huevos fritos con patatas que él decía que eran mejores que los de Lucio, aunque diez veces más baratos. Lo curioso es que circula por ahí una especie de leyenda según la cual nos pasamos todo el verano de celebración romana en orgía otomana, como si fuésemos incorpóreos y no tuviésemos un hígado. La cosa es muchísimo más tranquila, como no hace falta decir. Pero bien está. También la verdad se inventa, como decía el otro.
¿A Luis García Montero lo conoces antes o después de que se gestara el concepto de la otra sentimentalidad?
Antes. Con Luis empecé a cartearme en 1979 y nos conocimos al año siguiente en Granada. Lo de la otra sentimentalidad surgió de un grupo estrictamente granadino formado por Luis, Álvaro Salvador y Javier Egea. No tuve participación en aquello. Sus referentes literarios eran además distintos de los míos. Lo que pasa es que con el tiempo las cosas han ido mezclándose un poco y la gente que estaba asociada a la otra sentimentalidad terminó estándolo también a la llamada poesía de la experiencia, que es una denominación posterior. La otra sentimentalidad, aunque partía de los postulados del Mairena machadiano, nació al amparo de Rafael Alberti y defendía una poesía con conciencia y proyección sociales, pero mi tradición era entonces otra, más en la estela de la poesía modernista, en especial del simbolismo. Bajo el concepto de poesía de la experiencia cupo luego casi cualquier cosa, así que fue una etiqueta que dejó de tener sentido muy pronto. El problema de las etiquetas es ese, que funcionan como tales etiquetas, pero luego no encuentras a nadie que se ajuste con rigor a ellas. Son una necesidad académica que ayuda a simplificar fenómenos heterogéneos muy complejos, pero, sinceramente, no creo que la historia de una época de la literatura se escriba a partir de movimientos, sino de personas con nombre y apellidos. Góngora no fue un poeta gongorino, sino que fue Góngora. Rubén Darío no fue un poeta modernista, sino que fue Rubén Darío.
Pero en el caso de la otra sentimentalidad creo que hubo un manifiesto hecho público por adelantado, a modo constitutivo, no fue una etiqueta puesta a posteriori por la crítica.
Sí, así fue. Cuando uno es joven, intenta hacerse un hueco en el panorama literario del que quiere formar parte y aquel texto pretendió ser una llamada de atención. Ocurrió algo parecido con los novísimos y la famosa antología de Josep María Castellet, que fue más una estrategia publicitaria que un movimiento esencialmente literario, y no quiero decir con esto que aquello no tuviera una estética peculiar, en ese caso perfilada sobre todo por Pere Gimferrer, pero fue un movimiento que con el tiempo no supuso más que un escalón pintoresco en la carrera de cada uno de aquellos poetas, algunos de los cuales se quedaron en muy poca cosa. Y es que, por mucho que esas maniobras de grupo sean tomadas en serio a nivel académico, carecen a la larga de significación literaria. Cada uno desarrolla luego su obra en solitario, y eso es lo que tiene importancia o no la tiene.
Aquellos posicionamientos poéticos generaron no obstante mucha controversia en los medios.
El concepto de otra sentimentalidad creo recordar que tuvo más éxito que controversia. Se implantó, tuvo su repercusión, en parte gracias al apoyo de Alberti, ya digo, que había vuelto hacía poco del exilio y era una especie de mito andante. Pero el lío gordo vino con lo de la poesía de la experiencia. Aquello propició una guerra encarnizada por parte de algunos poetas que, buscando la similitud fonética, se animaron a formar el bando antagónico de la poesía de la diferencia, cuyo ideario era más o menos: «Los ocho o diez poetas de hoy que más suenan son los peores. Los buenos somos nosotros, que representamos a unos doscientos poetas inmortales». Según ellos, estábamos subvencionados y encumbrados por el PSOE, un poco en paralelo a esa otra leyenda que circuló también en su día según la cual Carmen Romero, la entonces mujer de Felipe González, era prácticamente quien imponía los gustos novelísticos en España, a través de los famosos encuentros con escritores en la bodeguilla de la Moncloa. Vistas ahora, son conspiranoias divertidas, pero no hay que olvidar que en su momento pasaron por verdades irrebatibles. Camilo José Cela, por ejemplo, no lo dudaba.
En 1982 fundas en Jerez de la Frontera la hoy día muy recordada Fin de Siglo. ¿Cómo surgió aquella revista?
A nivel profesional, Fin de Siglo es uno de los proyectos de los que estoy más orgulloso. Surgió como suelen surgir las cosas, de manera casual. Francisco Bejarano, que trabajaba en la Delegación de Cultura del Ayuntamiento de Jerez, me dijo: «Me ha propuesto el concejal que haga una publicación literaria. ¿Qué te parece si hacemos entre los dos una revista?». Y nos pusimos a la tarea. Yo tenía entonces veinte años. Al poco de salir el primer número, nos llevamos una sorpresa: llamaron de la distribuidora para decirnos que querían dos mil ejemplares más, sobre los quinientos de la primera edición. No dejábamos de preguntarnos: «¿Pero a quién se le antoja comprar esto?» [risas]. Ya te digo, estoy orgulloso de haber formado parte de aquella aventura, porque muchos que entonces eran casi adolescentes y hoy son muy buenos escritores me han confesado que en su día la revista fue para ellos importantísima y la esperaban con ansia, igual que me pasaba a mí con los cómics de Marvel.
La revista tuvo una periodicidad muy irregular, porque dependía de los trámites presupuestarios y algunos números se quedaron mucho tiempo estancados en la imprenta, pero contó con lectores muy fieles.
Hay que tener en cuenta que España acababa de salir de esa inmensa anomalía que fue el franquismo. A principios de los ochenta se vivió una especie de efervescencia cultural, con mucha gente con ganas de hacer cosas en la pintura, en la literatura, en la música, en la fotografía… Y hacerlas de manera acelerada, como si tuviéramos prisa por recuperar un tiempo perdido. En Andalucía, salieron luego otras revistas importantes, como Con Dados de Niebla, en Huelva, que dirigía Juan Cobos Wilkins, o bien Olvidos de Granada, que dirigía Mariano Maresca. Por aquel entonces, yo vivía en Sevilla y recorría muchas galerías de arte, gracias en parte a que mi hermano Manuel Antonio estudiaba Bellas Artes y era amigo de otros pintores. En La Máquina Española, por ejemplo, vi una exposición de José María Sicilia cuando todavía no era nadie. A los pocos meses, Sicilia se convirtió en Sicilia. Sus cuadros pasaron de costar cien mil pesetas a tres millones. Recuerdo también la exposición de Barceló en la galería de Juana de Aizpuru, cuando Barceló ya venía con marchamo de genio incipiente, o algo similar a eso. Expuso un bodegón que tenía unos huesos de chuleta pegados en el lienzo. A los dos días el tuétano se había podrido y la galería olía fatal, así que pusieron en la entrada a una azafata con un ambientador y cada vez que llegaba alguien pulsaba el espray para tratar de ocultar el pestazo [risas]. Aquello fue algo así como la incorporación de la industria cárnica a la postmodernidad.
Mis amigos más asiduos de aquel tiempo no eran escritores, sino pintores. Quedaba casi a diario con Joaquín Sáenz, Ricardo Cadenas, Gonzalo Puch, Luis Claramunt, Curro González, Guillermo Paneque, Félix de Cárdenas, Javier Buzón… Nos movíamos por los bares de Santa Cruz y del Arenal, y solíamos acabar —menos Joaquín, que era el patriarca— en la discoteca Groucho o en el bar Sangre Española.
Cádiz, Granada, Sevilla… ¿Costaba entonces cruzar Despeñaperros o es que no había especial interés por salir de Andalucía?
Cruzar Despeñaperros no es que costara más o menos, es que era muy incómodo [risas]. Se tardaban muchísimas horas, porque el viaje se hacía en autobús o en un tren nocturno que no llegaba nunca. La primera vez que estuve en Madrid fue en 1977, con un primo mío de mi edad, Felipe Villalba, también poeta entonces y luego helenista, y nos hospedamos en una pensión de Atocha. Al día siguiente fuimos al Café Gijón. Teníamos allí un contacto, Ángel García López, un poeta de Rota que vivía y vive en Madrid, y nos presentó a escritores como Eladio Cabañero, Francisco García Pavón, José García Nieto o Gerardo Diego. Para nosotros aquello era como estar en la sala VIP del Parnaso [risas]. Esa fue mi primera experiencia en la capital. Luego ya forjé amistades duraderas con poetas como Francisco Brines, Caballero Bonald, Ángel González o Claudio Rodríguez, que no tenían inconveniente en descender de maestros a colegas.
No siempre en literatura se dan relaciones intergeneracionales tan directas y fructíferas. ¿Crees que tu generación ha sido igual de generosa con los más jóvenes?
Eso tendrían que calibrarlo ellos. Una de las primeras cosas que aprendí del mundo literario es que un escritor mayor no debe poner nunca en cuestión a un escritor más joven, sino ser lo más generoso posible con él. Un escritor debe ser crítico con sus mayores o como mucho con sus coetáneos. Con ellos puede establecer las disputas que quiera, pero con los jóvenes no, porque los jóvenes tienen que inventarse a sí mismos, reinterpretar la literatura a su manera, y los mayores no deben entrometerse en eso. La juventud tiene siempre razón, aunque no la tenga. Cuando yo tenía cuarenta años estaba muy al tanto de lo que hacían los más jóvenes, aún sentía curiosidad por todo, pero a partir de cierta edad nota uno que empieza a desconectar un poco de la actualidad, no por desinterés ni menosprecio, sino porque se te activa un mecanismo mental muy raro por el que empiezas a preferir la relectura o la indagación en los clásicos pendientes de lectura, y te alejas poco a poco de la literatura emergente. Esto tiene un nombre muy preciso: envejecimiento. Envejeces tú y envejece tu curiosidad. Eso sí: los procesos de relectura te deparan sorpresas, porque unas viejas lecturas pueden convertirse en lecturas del todo novedosas, y te das cuenta de que los libros pasan por nosotros de manera distinta según el momento de tu vida en que caigan en tus manos, porque un libro es siempre el mismo, pero el factor cambiante eres tú.
¿Cómo llegaste a publicar Paraíso manuscrito, tu primer poemario? ¿Qué recuerdas de aquel momento tan fundamental para muchos poetas?
Publicar un primer libro de poemas es siempre un acontecimiento íntimo, porque acontecimiento público es muy raro que sea, lo que no quita que de inmediato te sientas como un joven clásico en vida [risas]. Cuando se publicó Paraíso manuscrito, en la editorial sevillana Calle del Aire, yo tenía veintidós años. No sabría decirte qué significó para mí aquello, aunque significó mucho. Tuvo, eso sí, un proceso editorial extraño. De hecho, iba a publicarse antes y en otro sello. Luis Antonio de Villena dirigía en esa época la colección Scardanelli de la editorial Hiperión. Había leído algunos poemas míos en revistas y me pidió un libro para publicarlo. Aquello coincidió con mi traslado a Sevilla, donde conocí a Fernando Ortiz. La amistad con Fernando fue crucial para mí porque me prestó muchos libros que resultaron decisivos en mi formación, como los ensayos de Eliot, de Curtius y de Auden, por ejemplo. Un día, estando en Málaga en casa de María Victoria Atencia y Rafael León con Pablo García Baena, Francisco Bejarano y Bernabé Fernández Canivell, empezaron todos a presionar a Fernando para que me publicara en Calle del Aire, pero Fernando decía: «Que espere, que espere». Y lo decía con muy buen criterio, porque un libro de poemas escrito con veinte años es prudente dejarlo reposar, en el caso de que lo prudente no sea tirarlo a la papelera. Lo curioso es que Fernando no había leído aún nada mío, hasta que un día, mucho después de conocernos, me pidió que le enseñara algo, así que quedé en su casa una tarde. Me elogió algunos poemas, pero muchos otros me los destrozó. Literalmente. Los leía en voz alta, riéndose a carcajadas. «Mira lo que has puesto aquí», y se partía de risa. Yo quería tirarme por la ventana. Aunque pueda parecer un método cruel, creo que resulta infalible y muy efectivo, porque es como si te pasaran una apisonadora por tu vanidad. Si cuando tienes veinte años alguien te dice «Yo creo que este poema no está cuajado del todo», de inmediato resuena una voz en tu interior «¡Qué sabrá este!». Pero si alguien te ridiculiza de esa manera, te vas a tu casa con la sensación de que Mike Tyson te ha pegado dos tortas por haberte empeñado en medirte con él en un ring. A medio plazo, aquel rapapolvo me vino muy bien, aunque en su momento fue un trago amargo. El libro terminó publicándolo Fernando en Calle del Aire. Luis Antonio de Villena se enfadó un poco, y con razón, aunque no nos conocíamos entonces en persona, pero luego nos hicimos amigos.
En medio de todo aquello, recibí también una carta de Abelardo Linares diciéndome lo mismo que me había dicho Luis Antonio: que había leído unos poemas míos en una revista y que si tenía algún libro inédito, me lo publicaría en su recién fundada editorial Renacimiento… Como Fernando Ortiz había sido socio de Abelardo Linares en Calle del Aire y habían terminado enemistados, me vi de repente metido en un lío. Le conté a Fernando que Abelardo me había escrito, y me dijo: «Ese se ha enterado de que te voy a publicar y lo que quiere es joderme» [risas]. Pero no era así. Como luego me hice también muy amigo de Abelardo, un día le conté el enredo y me confesó que no sabía que Fernando tenía intención de publicarme, que simplemente le habían gustado unos poemas míos y ya está. Abelardo siempre ha funcionado así, como un rastreador. El caso más paradigmático es el de Juan Luis Panero, que ahora está muy reconocido, pero a quien entonces no leía nadie, ensombrecido como estaba por su hermano Leopoldo María. Abelardo leyó tres poemas de Juan Luis en Jugar con fuego, la revista que entonces editaba en Asturias José Luis García Martín, le gustaron mucho, lo localizó y le propuso publicar su poesía completa. Abelardo, siempre tan generoso, fue también una figura decisiva para mí. Me prestaba libros no solo de su biblioteca sino también de su librería. Me puso en la pista de autores como Chaves Nogales, Wenceslao Fernández Flórez, Fernando Fortún, Julio Camba, Chesterton, montones de poetas modernistas poco conocidos, tanto americanos como españoles, como Herrera y Reissig o Fernando Fortún, como Villaespesa o Ricardo Jaimes Freyre… Tuve a mi disposición en Sevilla, en fin, no solo una librería inmensa, sino también la que posiblemente era la mejor biblioteca particular de literatura española que había en todo el país. Ser amigo de Fernando y Abelardo era por otro lado una cosa delicada, porque si bien Abelardo no pedía fidelidad exclusiva, Fernando sí: si eras amigo de Abelardo, no podías ser amigo suyo, pero conseguí ser una especie de casco azul y mantuve la amistad con los dos, al menos durante un tiempo, porque con Fernando las cosas resultaban un tanto difíciles y acabamos distanciados, y lo lamenté porque, aparte de agradecimiento, le tuve mucho afecto. Abelardo sigue siendo una de mis amistades más perdurables.
¿Puede un poeta llegar a «profesionalizarse»?
Depende de qué entendamos por profesionalización. En poesía, eso suena un poco a oxímoron, pero no lo es tanto. Si por profesionalización entendemos la depuración y el refinamiento de un oficio y no el hacerte rico con las metáforas, se puede ser, sí, un poeta profesional. Lo que pasa es que, en estas artes, en que parecen tener más prestigio los aspectos esotéricos que los técnicos, lo de ser un profesional puede entenderse como un insulto.
Entraría ahí en juego otra expresión despectiva como es la de «novela de poeta».
Te confieso que las únicas «novelas poéticas» que he leído no las han escrito poetas, sino novelistas con una idea poética de lo poético, que es una idea muy peligrosa. Cualquier poeta medio sensato entiende que los códigos estilísticos de la poesía no pueden ser los mismos que los de la novela, hasta el punto de que es posible que una novela escrita en clave poética y con recursos poéticos solo suele servir para torturar un poco a los lectores. Creo, no sé, que la etiqueta de «novela de poeta» no es más que una excusa que se busca la gente para no tener que leer a los poetas que además escriben novelas. Sería menos una etiqueta, en fin, que un prejuicio. Si escribes poemas y novelas, muchos dirán: «Sí, hombre, después de tener que leerme tus poemitas voy a tener que leerme también tus novelitas poéticas. Tú estás loco» [risas]. Me parece una excusa perfecta, que conste, porque uno no puede estar leyendo todo lo que a la gente se le ocurre publicar.
El asunto llega a tener su lado cómico… Por ejemplo, si alguien que viene de la poesía publica una novela, los medios dirán: «El poeta Fulano ha publicado su primera novela»; cuando Fulano publique otra, los medios dirán: «El poeta Fulano ha publicado su segunda novela», y la cosa llegará a su clímax cuando Fulano publique la octava, porque los medios dirán: «El poeta Fulano ha publicado su octava novela». Normalmente nadie lee la primera novela de un poeta, porque de antemano la considerará una «novela de poeta». Es decir, una especie de merengue en prosa, como si la poesía fuese eso, una confitería. La segunda tampoco va a leerla, claro está. La tercera a lo mejor le llama la atención por el motivo que sea, pero, como no ha leído las anteriores, decidirá que ya no merece la pena satisfacer esa curiosidad tardía. Mi primera novela empecé a escribirla cuando apenas tenía quince años. Bueno, no la escribí, sino que intenté escribirla, lo que pasa es que el intento tuvo un desenlace aterrador. ¿Te lo cuento?
Por favor.
[Risas] Un pariente nuestro vivía cuatro o cinco casas más abajo de la nuestra y, cuando murió, como era soltero, su heredero fue mi padre. Al tiempo que empezaba a escribir mis primeros poemas surrealistas, empecé también mi brillante carrera de fumador furtivo, así que pedí permiso a mi padre para irme por las tardes a aquella casa deshabitada para escribir, oficialmente para escribir, pero sobre todo para fumar sin que me pillaran, aunque lo que hoy me resulta muy raro es que mis padres, que no fumaban, no advirtieran ese tufo a estopa quemada que desprendemos los fumadores… No sé, misterios. Aunque, pensándolo bien, más raro debía de resultarles que un niño de quince años se encerrase en una casa fantasmagórica para escribir. En fin, misterios, ya te dig. Allí me llevaba mi máquina de escribir, una Olivetti de color verde oliva, unas cuartillas de tela, que era lo más selecto que había entonces en papelería, mi paquete de cigarrillos Record y echaba las tardes enteras fumando y tecleando un poco. Quince años es una edad muy mala para casi todo, ¿verdad?, pero especialmente mala para escribir novelas. La mía empezaba en una estación de autobuses, al amanecer, que describía morosamente en unas cuantas páginas. Luego metía en el autobús a unos cuantos personajes y empezaba a describir el olor a plástico de los asientos, el olor reconcentrado a tabaco, la pinta de los viajeros… Una vez acomodados los personajes en el autobús, me vino el primer bloqueo: «¿Adónde demonios llevo yo ahora a toda esta gente… y sobre todo para hacer qué?», porque mi cosmopolitismo no daba para mucho. A lo más lejos que habría viajado yo sería a Sevilla. No sabía por tanto adónde llevarlos, ni qué harían una vez que decidiera el sitio al que los llevaría, y en esas estaba cuando oí dentro de la casa un estruendo. Como en aquel tiempo yo era muy aficionado a las películas de vampiros, de licántropos y de seres sobrenaturales en general, lo primero que pensé fue: «Ya están aquí los muertos vivientes». Y me quedé esperando a que fueran a matarme. Como no pasaba nada, me asomé al pasillo y vi que un reloj de pared se había caído al suelo. Pensé: «Menos mal, de momento no son los muertos vivientes». Pero al recoger el reloj me di cuenta de que la alcayata de la pared donde estaba colgado seguía en su sitio y que el cáncamo del reloj estaba intacto. No podía haberse caído solo. Aquello me impuso mucho, la verdad. Todavía hoy sigo sin comprender lo que pasó y no me faltan ganas de ir al programa de Iker Jiménez para ver si allí damos con la clave. El caso es que guardé la máquina de escribir en su estuche, recogí las cuartillas, me metí el paquete de tabaco en el calcetín y salí pitando de allí. Dicho de otro modo: mis problemas de estructuración novelística se resolvieron por la vía de lo paranormal. A ver quién iguala eso.
Tu verdadera primera novela, Chistera de duende, se publicaría en 1991 en un momento en el que la narrativa española parece que empieza a vivir una cierta renovación estilística gracias a la irrupción de una serie de escritores jóvenes —pienso en Rafael Reig, Antonio Orejudo o Fernando Royuela— que en cierta medida releen la tradición picaresca. ¿Veías entonces estas conexiones?
De una manera o de otra, todos los que escribimos estamos sujetos a un clima de la época. Nos consideramos autores únicos e insustituibles, pero no es del todo así, y de hecho creo que es bueno que no lo sea. La literatura, aun siendo una tarea radicalmente individualista, y resuelta desde la afirmación de una individualidad, tiene mucho de obra colectiva, de algo que hacemos entre todos. Una trasmisión de conocimientos y de secretos, digamos. Si a lo largo de toda la historia de la humanidad se hubiese escrito un solo libro, sería un libro incomprensible. Escribimos y leemos desde una tradición de escritura y de lectura. Los escritores que citas, y muchos otros, veníamos de un mismo espacio generacional. Teníamos referentes sociológicos similares y algunos maestros literarios comunes, aunque cada cual modulase lo suyo a su manera.
De esa primera novela mía, casi todas las reseñas que salieron hacían referencia a Valle-Inclán como modelo, pero yo la veía más cercana a El hombre que fue Jueves, de Chesterton. Pudo deberse, no sé, a que la crítica estaba en manos de reseñistas muy veteranos que trataban de adscribir todo a la tradición española… Por cierto, aquella novela también tuvo un proceso editorial un tanto atípico.
Cuenta, cuenta…
Cuando la terminé, se la pasé a Abelardo Linares para que me diera su opinión. Al poco, me llamó Pere Gimferrer para decirme que la había leído y que si yo estaba de acuerdo, me la publicaba en Seix Barral. ¡Imagínate mi sorpresa!, porque no tenía ni idea de la gestión. Abelardo se la había mandado sin decirme nada, como si fuese un agente literario fantasmal.
Has confesado en alguna ocasión sentir un constante arrepentimiento sobre lo que escribes.
Arrepentimiento es quizás una palabra un tanto dramática y penitencial. Lo que siento es más bien una insatisfacción inconcreta. En cuanto recibo las pruebas de imprenta, entro en una especie de fase de duda irresoluble, con el impulso insensato de querer reescribir todo, aunque esa fase se ve seguida de la resignación, de un fatalismo entre melancólico y práctico. De «esto ya no tiene remedio y qué más da». Y eso tiene un mal arreglo. Hace apenas cinco años, con la novela El azar y viceversa llevé las cosas a un punto bastante neurótico, porque estaba ya para entrar en imprenta, y, después de pasarme una noche en vela, decidí parar todo. Llamé a la editorial a primera hora y les dije: «Lo siento de veras, me hago cargo de que esto es una falta de profesionalidad, pero no quiero que se publique la novela». Me preguntaron por qué y les confesé que no lo sabía. Que no sabía si le faltaba algo o si le sobraba algo, pero que sabía que algo faltaba o sobraba. Figúrate lo que supone algo así dentro de un grupo como Planeta, donde tienen todo programado casi al minuto. Pero mis editores se lo tomaron bien, dentro de lo que cabe.
Entiendo entonces que El novio del mundo debe de ser uno de los textos de los que menos puedes sentirte insatisfecho, pues se reeditó hace no mucho con gran éxito de nuevo.
Esa novela tuvo un éxito relativo, porque un gran éxito no lo he tenido nunca. No soy un superventas ni nada que medio se aproxime a esa categoría. Si algún día pretendiera publicar mis greatest hits no tendría ni para un elepé [risas]. Si acaso un maxi-single. Hay quien dice que se trata de una «novela de culto»; es decir, una de esas novelas que leen cuatro gatos a lo largo de unas cuatro décadas y luego se olvidan del todo. Tuve que releerla para la reedición y lo hice con mucho miedo, porque a ver qué me encontraba. Tiendo a olvidar enseguida todo lo que publico. Almaceno esa información durante la promoción, para poder decir algunas vaguedades a la prensa, pero luego hago un borrado rápido. Si alguien me comenta situaciones de mis novelas, por lo general no sé de qué me habla, y no sé qué cara poner. Igual hay quien piensa que mis libros me los escribe otro… Sin ir más lejos, mi abuelo materno, que era un hombre simpatiquísimo y que tenía vocación de poeta oral, decía a sus amistades que los poemas me los escribía él…
En fin, lo curioso es que releí esa novela no tanto con un criterio de autor como con un talante de corrector de pruebas. Con despego. ¿Vale algo esa novela releída al cabo de los años? Pues no lo sé, la verdad. Intuyo que el protagonista, Walter Arias, puede llamar la atención porque es una especie de chiflado lúcido, no sé. Imagino que el lector puede pensar mientras lee «A ver qué se le ocurre hacer ahora a este chalado», y eso le mantiene la expectativa. Uno puede saber, más o menos, lo que quiere escribir, pero no puede saber cómo va a leerse lo que escribe. Lo que me interesa como novelista es crear personajes con conciencia propia y, a ser posible, un tanto peculiar, y que actúen con arreglo a esa conciencia. Por eso me siento más cómodo narrando en primera persona, porque me permite meterme en el pensamiento de los personajes, construirles ese pensamiento.
En El novio del mundo había una frescura que quizás he perdido con el paso del tiempo. A medida que uno va escribiendo acumula no solo astucia técnica, sino también prejuicios, que van siempre en contra de la frescura, que es en esencia una falta de prejuicios. Hoy no sería capaz de escribir una novela así.
¿Qué siente uno cuando desde la universidad se le dedica todo un simposio en vida?
Bueno, aquel fue un simposio promovido por el profesor José Jurado Morales, catedrático de la Universidad de Cádiz, que está muy atento a la literatura actual. Asistí a algunas sesiones, pero me sentí incómodo escuchando a tanta gente hablar de mí. Era algo así como una experiencia de vida tras la muerte. Mi percepción del éxito profesional es más íntima que social, y te lo dice uno al que le han puesto su nombre a una calle aquí en el pueblo, ¿eh? [risas]. Pero hasta eso es relativo: si hubiera nacido en Barcelona o en Zamora, no habría ninguna calle con mi nombre, no sé si me explico. A estas alturas, y lo digo muy en serio, mi ilusión es jubilarme y autoeditar mis libros para regalárselos a los amigos, porque nunca he tenido afanes de proyección social. El anonimato está muy poco valorado. Si me dejo ver por aquí y por allá es porque un día decidí hacer de esto mi profesión, y eso conlleva esa servidumbre de visibilidad, pero si no sería peor que Salinger, porque esto de ser el empresario de uno mismo tiene su lado de ridiculez y de absurdo.
Por ejemplo, me acuerdo del viaje a Carrollton que te mencioné antes. La universidad de allí me invitó a un simposio sobre mi novela Mercado de espejismos. De modo que cogí un vuelo de Jerez a Madrid, luego otro de Madrid a Nueva York y desde allí volaría a Atlanta, donde me recogerían en coche para llevarme a Carrollton. Cuando hice el intercambio en Nueva York, había una de esas tormentas de Armagedón y el avión salió con mucho retraso. Al aterrizar por fin en Atlanta, más allá de la medianoche, veo que no hay nadie esperándome, y yo no había tenido la previsión de anotar el teléfono de mi contacto allí, que era un profesor y traductor de español de origen surcoreano. Llamé a mi mujer y le pedí que buscara el número de aquel hombre en mi agenda. Al final conseguí hablar con él, que por lo visto había estado esperándome un buen rato, pero, como no me vio por ninguna parte, no tuvo la ocurrencia de mirar en los paneles la incidencia de los vuelos, sino que llegó a la conclusión pintoresca de que me había quedado en casa y él se volvió a la suya [risas]. Total, le pregunté si pensaba recogerme o dejarme en Atlanta y me dijo que no podía conducir porque había estado en una barbacoa y había bebido, así que intentaría recogerme en coche con su mujer, en el caso de que su mujer se atreviera a conducir durante un trayecto largo, porque acababa de sacarse el carnet. A eso de las tres de la mañana, cuando en el aeropuerto solo quedábamos algunos mendigos y yo, aparecieron por allí y me llevaron a Carrollton, donde me soltaron hecho polvo en un hotel en mitad de la nada, al lado de una autopista y enfrente de un mall con todo cerrado. Cené un par de chocolatinas de una máquina expendedora que había en un pasillo con el aspecto idóneo para cometer un crimen y que no se enterase nadie. Era, no sé, como estar dentro de una película de los hermanos Coen. Me recuerdo esa noche asomado a la ventana diciéndome: «No sé qué hago aquí, pero supongo que en esto consiste la gloria en vida» [risas].
No poner nunca en cuestión a los jóvenes no es generosidad, sino paternalismo. O condescendencia. O pasotismo. La verdadera generosidad, con respecto a los escritores más jóvenes, consiste en leerlos con atención y debatir con ellos (como hago yo ahora contigo, que para mí eres un escritor «más joven»).
Caro Frabetti:
Un inciso: como europeo extranjero en Madrid como yo, quería hacerle tres preguntas:
1) ¿como se siente usted de incómodo con los fascistas de Vox en el gobierno en Madrid? Yo estoy indignado y me arrepiento profundamente de haber venido a vivir a España. Menudo marrón nos ha tocado a los guiris pasado cierta edad que hemos elegido la Fachocracia de 78.
2) Si no me equivoco, en Italia todos los partidos politicos han hecho un gran esfuerzo ahora para formar un gobierno que excluye a Matteo Salvini y sus fascistas y racistas del Poder. ¿Por qué cree usted que eso no se ha contemplado en España?
3) ¿Cree que es una opción factible proceder a procesar Juan Carlos de Borbón por la matanza de Vitoria del año 76 cuando era Jefe de Estado desde otra legislación europea bajo la jurisdicción universal? Es una acción que nadie hubiese contemplado en Europa cuando España se portaba como una democracia como Italia o Francia, pero visto el deterio drámatico de estos ultimos años, yo creo que hace falta mover ficha en contra del elite español para que vayan pensando muy y mucho si les compensa pactar con Vox…
Gracias, Carlo.
Carlo, visto lo visto, fue una pésima idea comentar aquí. Ahora tendrás que elegir entre seguir con tu carrera literaria o contestarle a MacNaughton.
Me puede contestar Carlo o no, da igual, ya le he leido aqui lo suficiente para saber lo que opinará de Vox y en todo caso,yo ya corto y cierro ya…
Me voy de Madrid ya a vivir en Navarra o Galicia, o una aldea cerca de Badajóz, en todo caso, cerca de una frontera con Francia y/o Portugal para estar a pocos kilometros cuando venga el Golpe, no creo que la democracia española llegue al 2030 intacta, si es que esto todavía se puede considerar una democracia (creo que no)…
Fuera del marco Europeo, y fuera de su tan carcareada Constitución de 78 que nunca dejan de esgrimar contra los Catalanes, asi se ha quedado la burguesía de Madrid… y les da igual… no es gente con quien tengo afinidad ninguna, no tengo nada que hacer aqui ya….
Aunque hace años que no vivo en Madrid, me siento muy incómodo, obviamente; amo esa ciudad y lamento su degradación. Pero, por desgracia, Italia tampoco es un ejemplo. La diferencia es que aquí el fascismo ganó la guerra (con la ayuda de Italia, por cierto) y sus herederos, en gran medida, siguen en el poder. ¿Procesar a Juan Carlos? Lo veo muy difícil, pero no hay que descartarlo y, sobre todo, no hay que dejar de reclamar que se haga. Hay que mover muchas fichas, sí, y a todos los niveles; es fundamental no permitir que se normalice una situación política a todas luces aberrante.
Gracias por su respuesta, Carlo.
Si hay una potestad europea que podría abrir una Causa General contra el Franquismo, como el que quería llevar a cabo el juez Baltasar Garzón en su día, pues eso sería lo mejor. A pesar de lo que la derecha histerica decía entonces, aquello era un marco juridico que hubiese llevado a un estado de reconciliación al esclarecer los hechos y resarcir los victimas del Franquismo. Nadie iba a ir a la carcél, no era eso la pretensión de Garzón.
Pero al juez Garzon, le defenestraron los jueces reaccionarios del Regimen de 78, y no solo eso, sino que el gobierno de Mariano Rajoy le retiró a sus escoltas, un juez amenazado de muerte por ETA y por la mafia narco, le quitan su equipo de seguridad personal. Ese es el nivel de la derecha española.
En Europa, tienen que darse cuenta de que de poco sirven los enormes esfuerzos de franceses desde los años 80 para impedir la llegada de Le Pen al Poder, ni el liderazgo de Draghi ahora en Italia para echar a Salvini, ni el compromiso de Merkel en contra de la extrema derecha alemana, si en España Vox está en el Poder en medio pais ya y se ha normalizado en apenas dos años su discurso racista que es de todo incompatible con los tratados europeos que España ha firmado y que tiene la obligación de cumplir…
…. y todo con el beneplácito de la clase intelectual de Madrid, aquellos destacados miembros de la RAE que hemos dicho, los asnos y burros que berrean todos las semanas en la prensa de Madrid…
En cuanto a la matanza de Vitoria, es delito de sangre que por tanto no prescribe, una matanza de europeos por un Estado fascista en suelo europeo…
…si hay una potestad europea que podría llevar a cabo diligencias, pues tal vez serviría como recordatorio al elite de Madrid de que la justicia europea ha hecho la vista gorda sobre los crimenes del Franquismo también, pero solo si España se porta como una democracia europea más.
Si España vuelve al Franquismo que parece ser la tendencia, pues la justicia europea y otras instancias europeas tendrán que cambiar de actitud y ser muy duro y severo con España y mirarlo todo con lupa… contra el fascismo europeo, ninguna concesión sino mano duro, y cuanto más duro, mejor…
PD. En cuanto a la cunetas y los familiares de los victimas del Franquismo – los 110,000 asesinado por el Fascismo español – lo que se ha hecho (mejor dicho, no hecho) de parte del Estado español constituye una chapuzas del todo indigno de la democracia europea y los tratados de la Unión Europea….
Familiares particulares que han tendio que pagar de sus propios bolsillos la exhumación de sus seres queridos, sin marco juridico ninguno del Estado, sin apoyo logistico ninguno del Estado, con la resistencia férrea de la derecha española a hacer lo mínimo para respetar la dignidad postuma de los victimas y de sus familiares vivos…
Esa chapuzas vergonzosa y escandalosa se ha consentido bajo el mandato del Rey Juan Carlos de Borbón, pronto muy posiblemente en busca y caputura por la justicia suiza, y también de su hijo Felipe VI…
…dos señores a mis ojos sin credibilidad democrática ninguna a estas alturas al tenor de los hechos…
¿Cuando se van a dar cuenta en Berlín, en París y Bruselas, del percal de esta gente?
Del todo indigno de la democracia europea…
Respuesta conjunta:
Puedes coger el camino de vuelta y disfrutarlo con tus paisanos extranjeros
Si, tu les das la extradicion obligatoria . Cuan importante persona.
Una cosa es seguro en el pais que tiene 110,000 asesinados en las cunetas sin que se comente por ningun lado, ni en una pelicula ni una novela ni una obra de teatro, ni un libro de ensayos durante décadas y décadas, pues es un poco raro eso…
No va a pasar nada. Podemos los europeos estar seguros de que el Fascismo vuelva a entrar en Europa a través del regimen criminal y corrupto de 78 y la fachocracia de los Borbones, que los franceses los despacharon en 1789, en el estúpido Reino les siguen rendiendo pleitesía dos siglos y medio después… (Vive la France!!!).
«Oriental quietism» dicen todos los viajeros extranjeros a España a lo largo de los siglos, «quietsimo oriental», lo apuntan todos como rasgo del español…. pasotismo en el lenguaje de la calle…
A los españoles les da igual la democracia, les da igual los derechos humanos y las libertades conseguidos tras una guerra que dejó decenas de millones de muertos en Europa, y todo el continente en escombros… Y la generación de mis padres, los que nacieron durante los años 1939-45, traumatizados de por vida…
Y el mundo de la cultura, ¿que? Nada de nada… ni siquiera levanta la voz un solo cara conocida del mundo de cine, de teatro, del mundo de la literatura… nada…
Hay un gobierno en Madrid que es hostil a los extranjeros, y nadie levanta la voz para protestar….Pues ya sacamos las conclusiones pertinentes los guiris….
Que se vaya el elite español entero a tomar café…
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..y que dejen de decir eso de que los guiris somos bienvenidos en Madrid. Es otra mentira más en un pais que hace mucho dejó de tener gracia…
«Hemos perdido la decencia» dijo Javier Solana hace tiempo, y vaya si tiene razón….