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Es el lenguaje agresivo utilizado para desestabilizar psicológicamente a otra persona, sobre todo en el deporte. Sin un origen concreto, el trash-talk está fuertemente vinculado a la comunidad afroamericana de los EE. UU., que lo ha utilizado como una expresión de autoafirmación personal y colectiva.
Desde el gran Muhammad Ali hasta las estrellas más importantes de la NBA, el lenguaje basura ha generado un fenómeno oral que traspasa décadas y ámbitos, pero que hoy en día parece más cuestionable que nunca.
Float like a butterfly, sting like a bee. His hands can’t hit what his eyes can’t see. Now you see me, now you don’t. George thinks he will, but I know he won’t. La frase ha pasado a la historia por la doble metáfora inicial, poética y explicita como su boxeo, aún inigualado: un juego de pies rítmico y veloz, el denominado Ali shuffle, adelante y atrás, adelante y atrás, ahora me ves, ahora no me ves. Y simultáneamente a la danza, una rápida y coordinada combinación de golpes con un único final posible: el rival en la lona, los brazos alzados, la victoria incontestable.
La historia posterior a la frase es bonita y merece un breve apunte. El boxeador George Foreman sufrió en directo la «fábula» de la mariposa y la abeja, pero no de la forma que se podía llegar a imaginar. Si es que se lo imaginaba, claro, porque en 1974 era el campeón mundial de los pesos pesados, un púgil invicto en cuarenta combates como profesional que venía de noquear al gran Joe Frazier y a Ken Norton en dos asaltos. Ali, en cambio, había sufrido mucho ante estos dos, y una mayoría de críticos pronosticaba una victoria abrumadora de Foreman, más joven, extremadamente duro, en la plenitud.
En el Rumble on the jungle celebrado en la República Democrática del Congo (por entonces, el Zaire), Ali demostró que podía aparcar su condición de fino estilista y encajar todos los golpes del mundo. Quizá todos no, pero sí los que le lanzase Foreman. Con su entrenador idearon el rope-a-dope, un ingenioso modo de protegerse de los golpes del rival al abrigo de las cuerdas del cuadrilátero, a las que rebajaron la tensión con una llave inglesa unos minutos antes del combate para que fuesen más elásticas y favorables a un posible contraataque. En pocas palabras, se trataba de absorber la potencia del rival hasta que este se cansase lo suficiente como para contraatacar con éxito.
En el quinto asalto, el campeón descargó una batería de golpes que habrían tumbado un tanque, pero no a Ali. That don’t hurt. I thought you were supposed to be bad, le espetó a Foreman. Con una sonrisa, como el que recibe una caricia. Tres asaltos más tarde y visiblemente cansado por el inmenso esfuerzo realizado en los minutos anteriores, el campeón empezó a perder velocidad. Ali, enrollado entre las cuerdas, solo esperaba una oportunidad.
La tuvo cuando quedaban veinte segundos para el final del octavo asalto. Un ataque demasiado lento de Foreman, el contraataque de Ali con unos ganchos de derecha y una sucesión de impactos formidables en la cara del campeón. Quedan en el recuerdo los dos últimos golpes, un gancho de izquierda y la derecha definitiva que noqueó a Foreman, tumbado en la lona sin posibilidad de recuperación. No hubo la danza que había pronosticado Ali, pero sí un dominio táctico y psicológico que pasaría a la historia. Y los diez segundos del contraataque final, seis picaduras ante un oso que nadie creía que podría tumbar.
Float like a butterfly, sting like a bee. Seguramente se trate de la frase más popular de la historia del boxeo, un modo perfecto de avanzar lo que pasaría, de generar emoción, interés y audiencia, y al mismo tiempo, de desgastar psicológicamente al rival. De eso va este reportaje, del vínculo entre deporte y trash-talk. Y tratándose de despotricar, nadie como el gran Muhammad Ali.
Ali era apodado The Greatest por algo más que por su genio en el cuadrilátero. En realidad, el epíteto se lo puso el mismo en una de sus tantas estrafalarias intervenciones. Ahora bien, hay que separar las cosas y entender su auténtica dimensión. Si muchos analistas y aficionados lo consideran el mejor deportista de siempre es por haberse incrustado en la cultura popular con sentido y profundidad, por fundir su piel con la sociedad de esa época, con los más desfavorecidos. Su compromiso por un mundo mejor es considerable: luchó contra el racismo, se opuso a la guerra del Vietnam como afroamericano, renegó de su nombre original, un Cassius Marcellus Clay que consideraba de «esclavo» y se convirtió al islam… Todo ello en diez años, quizá menos. Y fue tres veces campeón mundial, casi nada.
Ali también ha quedado en la memoria sentimental por su audacia comunicativa. Era un genio del márquetin capaz de crear una expectativa fenomenal antes de cada combate. Era ingenioso, burlón, payaso, grosero, cretino, hiperbólico… Son muchos adjetivos que se sustentan en unas frases categorizadas ya como míticas y al alcance de todos los públicos, community managers incluidos, y que por suerte se encuentran a un clic. Hay para todos los gustos:
I’m young; I’m handsome; I’m fast. I can’t possibly be beat.
I am the greatest, I said that even before I knew I was.
I should be a postage stamp. That’s the only way I’ll ever get licked.
I’ll beat him so bad he’ll need a shoehorn to put his hat on! (Antes del combate contra Floyd Patterson).
I represent the truth. The world is full of oppressed people, poverty people. They for me. They not for the system. All your black militants…all your hippies, all your draft resisters, they want me to be the victor. (Antes del combate contra Joe Frazier).
El objetivo era la expectativa, claro. Generar interés, multiplicar la audiencia, ganar dinero, montañas de dinero. Pero también había una manifiesta necesidad, casi bien sádica, de controlar al rival, de desgastarlo, de hacerle daño mediante la palabra. De minarle la confianza, en definitiva. Además del don sobrenatural para boxear, Ali tenía la habilidad de meterse en la cabeza de los rivales y derrotarlos antes de salir al ring.
Ali es el precursor y el máximo exponente del trash-talk o trash-talking, un concepto que no parece tener un origen concreto. En castellano podría traducirse de modo literal como «lenguaje basura», pero no tiene el gancho ni la misma contundencia fonética que el original. Es una forma de agresión verbal, de incivismo en la competencia que conoce múltiples formas y que abasta muchísimos ámbitos. Denominaciones a banda, ¿de dónde sale? ¿Cuál es su origen? Según el antropólogo Adrià Pujol, esta práctica puede ser tan antigua como el lenguaje, aunque cuesta imaginar nuestros antepasados ejerciendo un uso psicológico parecido al de Ali. La literatura, en cambio, ha fijado modelos muy representativos de esta violencia verbal. Sirva de ejemplo la avalancha testosterónica de la Ilíada. ¿Fue Aquiles el primer trash-talker cuando evitó a Héctor en el templo de Apolo?
—Aún no ha llegado la hora de matar príncipes —dijo desafiante al heredero troyano.
Días más tarde, lucharían a muerte y pasarían a la historia. ¿O es mejor situarnos fuera de los mitos homéricos y remitirnos a la filosofía clásica? «Sócrates acorraló y aplastó a todos con sus palabras. Quizá por eso lo acabaron matando por blasfemia», explica Pujol, que revela las características de este arte dialéctico. «Hay que desorientar, dominar al otro sin llegar nunca a los puños o al insulto, que son prácticas propias de gente desesperada. Se trata de hacer perder la concentración, pero sin acabar nunca de tumbar del todo al adversario». Obviamente, una vez derrotado el otro, la «fiesta» se acaba.
Volviendo al concepto original de trash-talk, a esta denominación precisa, se hace imposible separarlo de la comunidad afroamericana, de la orgullosa tradición de negarse a callar ante la violencia y la represión ejercidas durante la esclavitud, la segregación racial y discriminaciones aún vigentes.
El trash-talk es un asunto de la calle con raíces musicales y poéticas que se remontan al pianista de jazz Jelly Roll Morton o al malogrado poeta Henry Dumas, un «genio absoluto» según la escritora Toni Morrison, asesinado por un policía blanco el 1968. Nacido en Arkansas cuarenta años antes, a los diez se mudó a Nueva York, pero siempre tuvo muy presente los orígenes sureños. Dumas era consciente que la cultura afroamericana incluía tanto lo que pasaba en la comunidad espiritual de Arkansas como el argot de las calles de Harlem. Según The Cambridge History of African American Literature, «estudió los desarrollos lingüísticos en la etimología urbana que, juntamente con el folclore negro y determinadas formes musicales, conformaban los elementos conceptuales de su estética. Experimentó con poemas, letras de blues y expresiones de la calle utilizadas por los negros en los bares, barberías, salas de billar o tiendas de belleza. Solo hay que leer con atención I laugh talk joke, donde captura las cadencias poéticas del bragadoccio, la confianza extrema de alguien en sus propias habilidades y cualidades en forma de trash-talk.
I laugh talk joke
I laugh talk joke
smoke dope skip rope, may take a coke
jump up and down, walk around
drink mash and talk trash
beat a blind baby over the head
with a brick
knock a no-legged man to his
bended knees
cause I’m a movin fool
never been to school
god raised me and the devil
praised me
catch a preacher in a boat
and slit his throat
pass a church,
i might pray
but don’t fuck with me
cause I don’t play
Dumas no se andaba con tonterías, como advertía al final del poema con ese I don’t play más que definitivo, pero en aquellas calles de Nueva York y por todo el país, miles de jóvenes sí que jugaban a baloncesto en pistas improvisadas donde se vivían duelos de categoría tanto por el nivel de juego desplegado como por la improvisación verbal mediante palabras rápidas, fáciles e hirientes, una expresividad basada en la creatividad, el ingenio y la arrogancia.
El periodista Gonzalo Vázquez, uno de los mayores expertos en baloncesto y especialmente del universo NBA, no fija un origen al trash-talk baloncestístico en términos de invención, pero «sí una gestación gradual hasta convertirse en un uso que nace, con particular intensidad, en los años dorados del streetball neoyorquino a partir de finales de los sesenta y los primeros setenta». Según Vázquez, «hay un enorme influjo de Ali en la cultura negra urbana, y en particular, en el baloncesto callejero, donde los más capaces, los más arrogantes, absorben aquella procacidad. En el fondo no hay diferencia entre el lenguaje empleado en las calles y su expresión en las pistas, donde los duelos se multiplican y el público congregado, a menudo parte del vecindario, lo promueven y disfrutan. En adelante se instalaría como parte de esa cultura urbana del juego».
El streetball se practica en todo el país, de forma preeminente en los barrios más empobrecidos, donde los afroamericanos son mayoría. En esas pistas a pie de calle, todo lo que pasa alrededor del círculo naranja, el denominado hoops (sinécdoque que acaba por definir el mismo baloncesto al aire libre) constituye una evasión de la dura realidad cotidiana y, al mismo tiempo, una experiencia incomparable. Es aquí donde reside la autenticidad primaria del juego, más allá de tácticas y reglas que puedan coartar la expresión libre de sus individuos; es aquí donde el sentido original de jugar por placer o, incluso, de ganarse el pan con las apuestas toma toda su importancia. Y la evanescencia de todo ello, porque no decirlo, al margen de televisiones y audiencias, acaba convirtiendo sus protagonistas en algo más que jugadores de baloncesto. Son poetas como el mismo Dumas, músicos de funky que mutarán, con el paso de las décadas, en raperos inseridos en la cultura hip hop. En definitiva, cultura urbana para protestar contra las desigualdades y la asfixia hacia un pueblo marginado por los sucesivos gobiernos y de forma especial durante las administraciones republicanas.
Durante los años dorados del streetball, entre finales de los sesenta y la década de los setenta, ciudades como Los Ángeles, Filadelfia, Detroit, Chicago o Atlanta reúnen algunos de los mejores playgrounds del país. Nueva York seguramente se lleve la palma, siendo el barrio de Harlem el epicentro de todo ello. Harlem plays the best ball in the country no era solo una pintada arrogante en una pared. Estaba fijada en el lateral de una escuela próxima a Rucker Park, la pista más importante del streetball norteamericano y, por extensión, del mundo entero.
Holcombe Rucker creó un torneo callejero en 1946, una época donde el baloncesto universitario y profesional estaba vetado a los jugadores de raza negra. Maestro de escuela comprometido con su comunidad, tenía las ideas muy claras: empatía, libros y baloncesto, siempre en este orden. Niños y jóvenes eran sus destinatarios. Tanto podía ayudarlos en los fundamentos a pie de pista, como a hacer los deberes o conseguir becas universitarias. En paralelo a su actividad solidaria, la Rucker League se convirtió en el mejor torneo de la ciudad, y entre 1954 y hasta finales de los setenta acogió algunos de los mejores jugadores del mundo, el público más numeroso y fiel a pie de pista (sin gentrificaciones ni apropiaciones culturales hoy tan en boga) y una influencia que con el paso del tiempo acabaría convirtiéndole en patrimonio de la ciudad y del baloncesto mundial.
Por aquí pasaron los más grandes de la época. El pívot Wilt Chamberlain, único jugador en alcanzar los 100 puntos en un partido de la NBA; Lew Alcindor, antes de ser Kareem Abdul Jabbar, honoró esta pista con el majestuoso sky hook que lo convertiría en el máximo anotador de la historia, y el gran Julius Erving, de quién dicen que es en Rucker donde ofreció la versión más talentosa, espectacular y estética como jugador. Según Vázquez, el asfalto fue «su elemento líquido», el espacio genuino que le permitió gozar de un grado de libertad que nunca tuvo en la ABA ni en la NBA. Sin restricciones reglamentarias, el Dr. J ofreció exhibiciones que quedaron grabadas en la memoria de centenares de espectadores, historias orales convertidas en leyendas urbanas, todas ciertas, dicen, y sin ningún vídeo que pueda romper la mística construida por el paso de las décadas.
Según cuenta el mismo Vázquez en «Leyendas del playground», uno de los partidos más legendarios de aquella época lo disputaron los Westsiders de Erving contra los Milbank Pros de «Pee Wee» Kirkland y Joe «The Destroyer» Hammond, posiblemente el mejor jugador que haya pasado nunca por la jungla de asfalto de Nueva York. Pocos partidos han creado tanta expectación en Harlem si hacemos caso del gentío que colapsó la calle para ver a los más grandes del playground mundial. En una calurosa tarde de verano de 1970, se enfrentaron dos equipos antagónicos. Por un lado, los amigos del barrio, una comunión de brothas capitaneados por Hammond; del otro, puro talento universitario con el Dr. J, Charlie Scott, Billy Paultz, Mike Riordan y Brian Taylor.
Erving dominó la primera mitad como y cuando quiso, entre otros motivos porque Hammond no se presentó a la pista de la 155 con la octava avenida. Llegó a la media parte en una limusina y sin dar ninguna explicación cuando su equipo ya perdía por 20 puntos de diferencia, pero nadie olvidó lo que vino a continuación. Clavó 50 puntos en veinticuatro minutos, muchos de los cuales ante el marcaje de un Dr. J que nunca lo pudo parar individualmente. Sí que lo hicieron los Westsiders de forma colectiva y después de dos prórrogas.
Hammond hubiera podido convertirse en una de las grandes estrellas de la NBA de la década de los setenta, pero no le dio la gana. Incluso recibió ofertas de los Nets de Nueva Jersey y de los Lakers de Los Ángeles, pero el salario que le ofrecían no se podía comparar con el dineral que se sacaba traficando con drogas por las calles de Harlem, donde era reconocido y respetado. Temido también, obviamente, pero allá no le faltaba de nada convertido en un tipo de semidiós, al igual que otro de los grandes de aquella época, Earl «The Goat» Manigault, creador del irrepetible double dunk, una suspensión suficiente para machacar de forma consecutiva con cada mano, sin colgarse del aro y antes de que el balón tocase el suelo. Una filigrana insuperada. Los dos acabaron mal por las drogas. Hammond pasó unos cuantos años en prisión y ahora debe andar por Nueva York. Menos suerte tuvo Manigault, que murió hace veintitrés años de una insuficiencia cardíaca después de una vida de grandes excesos, digna de ser glosada en una película de Scorsese.
Su leyenda merecía tal director, pero no llegó a tanto. Don Cheadle lo interpreto en Rebound: The Legend of Earl «The Goat», en un episodio más de trasladar la épica de las pistas a la gran pantalla. Posiblemente, el baloncesto sea uno de los deportes que mejor se hayan trasladado al cine. Hay títulos inolvidables, con Hoosiers al frente, pero si hablamos de baloncesto callejero hay que destacar Above the Rim de Jeff Pollack, el documental On Hallowed Ground: Streetball Champions of Rucker Park y la popular White Men Can’t Jump, con Wesley Snipes y Woody Harrelson como protagonistas histriónicos que se ganan la vida de pista en pista desplegando talentos y estratagemas para superar los rivales. Hay apuestas, fajos de billetes sudados y un trash-talk delicioso y picaresco. Aunque cualquier historia de la película se queda corta con la realidad de Harlem. En uno de los numerosos partidos que la Cabra jugó en aquellas pistas, un aficionado lo retó a que hiciera veinte mates de espalda durante el partido. Dicho y hecho. Manigault, que no llegaba al metro noventa, machacó treinta y seis veces a cambio de sesenta dólares.
El streetball neoyorquino fue auténticamente grande durante los años setenta y no fue hasta la década siguiente que decayó un poco. Cabía la posibilidad más que real que jugadores notables de la NBA fueran humillados en directo por jugadores tan hábiles como ellos en un contexto absolutamente diferente al de las pistas profesionales. En la calle se jugaba por el gusto de jugar o por ganarse la vida, sin contratos millonarios, patrocinios lucrativos o títulos mundiales. Y todo sin cámaras, pura evanescencia. Es imposible resumir la historia del streetball sin citar Heaven is a playground, de Rick Telander, o las crónicas sentimentales de Gonzalo Vázquez en «Leyendas del playground», de donde se extraen algunas de las historias callejeras de este reportaje.
(Continúa aquí)
Uno de los mayores trash-talkers fue Michael Jordan. Hay una anécdota sobre una vez que antes de un partido contra Chicago Jerry Stackhouse soltó que él era mejor que Jordan en el 1×1. Jordan se las metió de todos los colores y se pegó todo el partido diciéndole de todo.
No está mal pero excesivo para mi gusto