Cualquier neoyorquino identificará el olor a churro como propio de su ciudad. Tanto es así que cuando hace unos años publicaron un libro álbum para niños, con ilustraciones que desprendían aroma al rascarlas, allí estaba. En sexto lugar, a continuación de la basura, la pizza, los perritos calientes, el vapor de alcantarilla y el pescado. Los aromas, los buenos y los malos, son parte tan inseparable de la ciudad como sus rascacielos o sus puestos de comida callejera. O como los habitantes que caminan hacia el trabajo con prisa, vaso de café en una mano, churro en la otra. Los neoyorquinos adoptaron este dulce tan aparentemente español en torno al año 2000. Ninguno podía imaginar entonces que iba a desatar una guerra.
Comencemos por explicar que hace muchísimo tiempo que el churro no es español. Nuestra receta más exportada, mucho más que la paella, y casi tan conocido como la pizza, predomina en Latinoamérica. Desde donde ha dado el salto a Estados Unidos, con churrerías en la mayor parte de sus ciudades, y con el churro convertido en el dulce más popular de Disneylandia. Los emigrantes los han llevado hasta allí, preparados al modo en que los llevan comiendo «desde siempre» en sus países. Los de Argentina cortos y rellenos de dulce de leche. Los de Brasil largos, con coco y guayaba. Pero sobre todo los rectos de México, el país más importante en el vector de expansión del churro en EE. UU. Por la frontera del narco y el muro ha ascendido también este dulce con estrías, que a veces se come salado con salsa agria y jalapeños. Su implantación es fruto de la nostalgia del país de origen, ese paladear un lugar al que el emigrado no regresará. Los estadounidenses, amantes de la comida portátil, lo han adoptado.
La nostalgia latina del churro lleva tiempo explotándose en los supermercados. Las familias de origen latino encuentran para completar su bolsa de la compra la harina «churros flour mix» junto a la de hacer tortitas. Además de los cereales de desayuno hechos a base de churros huecos cortados, y los congelados directos para calentar en la plancha. Para el resto de la población, ahora también contagiada del gusto churrero, existen conos de maíz (acá 3D) con sabor churro, y los popularísimos Oreo Churro. Negros como la galleta original, impregnados de azúcar en el exterior, y rellenos con la misma crema blanca. Porque si algo define el paladar estadounidense es su barroquismo.
Solo la Coca-Cola añade seis sabores alternativos a su original, en formatos con y sin cafeína, Zero, y extra de cafeína en las variantes tipo bebida energética. Una minucia de variantes en la parte más espectacular del supermercado, la sección de refrescos. El color de los líquidos a la venta aparece en todas las tonalidades del universo, del rosa fluorescente al verde y azul eléctrico. Botellas capaces de arrancarte las pupilas de cuajo, y desafiar tu nivel de inglés C2 para averiguar con qué fruta ¿extraterrestre, de laboratorio? están hechos. Por no hablar del área de aperitivos, donde todo sabe a todo. Las patatas fritas a pizza, los nachos a costillas asadas, los frutos secos a beicon, y así hasta más allá de los límites de la imaginación. En cuanto a lo que no lleva saborizantes, tampoco es sobrio. Canela a toneladas en lo dulce y opciones picantes, desde nivel cayena a gas pimienta, en los salados. El «churrow», claro, no podía quedarse atrás en esta carrera por el exceso.
Por eso y por ser una comida portátil ha conquistado definitivamente el paladar de EE. UU. Especialmente en NYC, la ciudad que se define a sí misma como otra cosa, distinta al resto del país. Más europea, cosmopolita, urbana y estilosa, o al menos eso dicen ellos. Pero igual al resto en su demanda de alimentos que estallen como fuegos artificiales con mil sabores en la boca. Un exceso trasladado a sus dos variedades de churro, la típicamente española en forma de lazo doblado, y el churro latino recto. Los de lazo, cubiertos con todo tipo de cosas a elegir: trocitos crujientes de fresa, almendras, virutas de chocolate, helado de vainilla, y por supuesto con mucho color. Se pueden comer solos con o sin bebida, o hundidos a medias en un vaso de helado tipo sandy, para mojar. Si pides una caja de seis para experimentar todas las variedades, te añaden un buen puñado de nubes (malvaviscos, marshmallows), para que no falte el azúcar.
El churro desnudo o de tamaño español —el neoyorquino es tres veces más grande— no tiene cabida en esta mentalidad. Pero existe, y si lo pides te lo entregarán literalmente saturado de azúcar con canela. Tu paladar será incapaz de distinguir si allí, al fondo del océano de canela, queda algo del sabor a masa frita del churro. «Sí, tío, las bañan literalmente en esa mierda, como los holandeses las patatas fritas en mahonesa», susurra Jules (Samuel L. Jackson) en tu oído, a lo Pulp Fiction. Y tú le respondes que a cuatro dólares la unidad de churro, poco le ponen.
Y puede subir hasta seis, porque el precio asciende a medida que subes hacia la parte alta de Manhattan. La última frontera es la parte superior de Central Park, en el límite con Harlem. Allí está la última churrería física, y finaliza el reino del glamur para ceder el territorio a las Churro Lady. Las madres coraje de la emigración latina que salen cada mañana con su carro ambulante lleno de churros fritos en casa, para complementar la frugal economía doméstica de los trabajos peor pagados. Empleados de cadena de hamburgueserías, de almacén de Amazon, riders y conductores de Uber, habitualmente con ingresos por debajo del salario mínimo. Los trabajos de la emigración.
El nombre Churro Lady empezó a usarse hace dos años, cuando un vídeo de tres policías esposando a una de estas madres latinas, para arrestarla, se hizo viral. No se opuso a la intervención, solo lloraba, pero su incapacidad para entender lo que le decían —no hablaba ni una palabra de inglés— se interpretó como resistencia. Carecía de licencia. Al día siguiente los indignados vecinos de Brooklyn tomaban masivamente las calles en pacífica protesta. Alcanzaron las estaciones de metro, saltándose los torniquetes sin pagar, y llevando su manifestación a los andenes. Protestaban contra la brutalidad policial, pero sobre todo contra el acoso a las Churro Lady. Porque allí el churro callejero no es una comida más. Es el desayuno frugal de quienes van corriendo al trabajo, con la nostalgia prendida del país que dejaron atrás. Comprarlos por un dólar en una estación de metro es una muestra de apoyo a quien los vende, una solidaridad de raza y de grupo, pero también un saborear de la nostalgia que devuelve al inmigrante su infancia, en algún país de la América que late al otro lado del muro.
La protesta no se limitó a los latinos, sino que se extendió a blancos, negros y asiáticos. Neoyorquinos de todas las etnias reivindicando el derecho a ganarse la vida con esfuerzo, vendiendo comida en las calles, en la más arraigada tradición de la ciudad. Hasta llamar la atención por su número del alcalde, Bill de Blasio, que en respuesta trató de racionalizar el mercado de licencias para venta callejera. Apenas había dos mil novecientas, un número que llevaba sin aumentarse desde 1983. Y aunque deberían poder adquirirse por doscientos cincuenta dólares, superaban por su escasez los veinticinco mil en el mercado negro. El programa llamado The Street Vendor Project estaba llamado a solucionarlo, junto al toque de atención al departamento de policía, NYDP, de que dejara de multar y acosar a los vendedores y se ocupase en crímenes de más relevancia. Todo fuera por contentar a los votantes.
Pero la guerra de los churros estaba, está, lejos de acabar. Hay otros votantes a contentar, y Andrew M. Cuomo, gobernador del estado, vio en el asunto Churro Lady la oportunidad de atraerse a los neoyorquinos menos proclives a apoyar a vendedores ambulantes sin licencia. Su propuesta, sumar quinientos agentes de policía más a los dos mil quinientos que ya patrullan el metro, cuyas líneas operan las veintucatro horas moviendo 5,5 millones de usuarios al día. No hay muchos delitos mayores —robos, agresiones o venta de drogas—, unos cuatro diarios, para ese volumen. El metro de Nueva York no es especialmente inseguro. Pero las instalaciones e infraestructuras, muchas de las cuales llevan sin renovarse desde la Segunda Guerra Mundial, sumada al aura que le han concedido las películas y libros, confirman su aire amenazador. Así que muchos ven perfecto meter allí más policía.
Los churros, claro, son solo una excusa. Los votantes de clase media y alta, los Woody Allen que pueden permitirse un apartamento en Manhattan, no usan el metro, ni comen churros. Los modestos por el contrario se concentran fuera del área de rascacielos, en las más asequibles áreas, por precio de vivienda, de Brooklyn y Queens, al otro lado del East River. Muchos acuden a diario a trabajar a Manhattan en metro. Y comparten la preocupación general del país por la violencia policial, el racismo que demuestran sus fuerzas del orden, y los asaltos a diarios a negros y latinos. Como el ahogamiento que acabó trágicamente con George Floyd o las agresiones semanales a las Churro Lady. El problema lo agrava un sistema penal que impone cárcel para delitos menores, lo que satura tanto tribunales como prisiones. De hecho muchos gobernadores están legislando para reducir a pena de multa la posesión de pequeñas cantidades de marihuana para consumo propio, e incluso se estudia hacer lo mismo con las drogas duras.
No todos están de acuerdo, y eso es lo que trata de aprovechar Cuomo para atraer votantes que ven con agrado al más conservador partido republicano pero a los que no gusta el liderazgo de Trump. Ese es también el caso de Andrew Yang, que ahora compite por ser designado candidato a alcalde de Nueva York, desplazando al actual Bill de Blasio. Yang es bien conocido por intentar ser designado como candidato a presidente demócrata, intento que perdió frente a Joe Biden. Algunas de sus propuestas llamaron mucho la atención, como crear una renta básica universal para los estadounidenses con cargo a las empresas tecnológicas. Hace pocas semanas cometió el desliz de reavivar la guerra de los churros.
Fue tras otro vídeo de detención de una Churro Lady. Tuiteó, indignado, que no debía permitirse ningún vendedor callejero sin licencia en la ciudad. Poniéndose en contra de los ciudadanos que ven con simpatía a estas mujeres, y que llevan dos años luchando por su legalización y aprobando las medidas de De Blasio. Las redes ardieron, y muchos medios de la ciudad abrieron el debate, señalando que estas mujeres aportaban diversidad de género al casi exclusivamente masculino mercado de los puestos de comida callejeros. En el cual las vendedoras de churros eran ya parte de la cultura neoyorquina y de su economía, con el mismo valor que los carros de perritos calientes y los puestos de pollo con arroz halal —aptos para consumo de creyentes del islam—. Nueva York ha impartido sus bendiciones al churro. Yang ha pedido disculpas, explicando que había sido un error, y borrado su tuit. Esta batalla se ha ganado.
Pero la guerra sigue. Cuando pasa la hora del mediodía en las estaciones de metro de Brooklyn, uno puede ver a mujeres de gesto cansado que suben sus carros de aluminio por las escaleras del metro. Si la jornada fue bien, su bandeja irá vacía, o medio vacía. Si son de las ilegales sin licencia, y se han cruzado con la policía, habrán acabado expulsadas de la estación, y multadas. Ya volverán mañana, unas y otras, porque la guerra sigue. El próximo asalto de las Churro Lady, a las seis y media de la madrugada, arranque de la hora punta en el metro. Listas para repartir esas bolsas de papel con manchas de grasa que llenan los vagones, acompañando al pasajero. Atendiéndote en español, si así lo quieres. Una mañana más, Nueva York huele a churro.