Los cientos de personas que llenamos el auditorio vemos el número que alguien del público, sobre el escenario, ha elegido al azar. Solo alguien no lo ve: un hombre llamado Adrián Paenza, quien está de pie, de espaldas a la pizarra. Sin embargo, él sabe qué número es. Lo dice en voz alta y acierta. Luego alguien más apunta otro número, y Paenza vuelve a acertar. Y así varias veces, multiplicando los aplausos, los ojos bien abiertos, los gestos de sorpresa y admiración. ¿Cómo lo hace?
Parece un show de magia, pero no lo es… a menos estemos de acuerdo en aceptar como magia el haber convertido a la matemática —esa asignatura escolar tan tediosa y aborrecida por generaciones de alumnos— en un catálogo de desafíos, acertijos y exhibiciones tan divertidas y fascinantes que resultan capaces de convocar a toda esa gente. Si lo aceptamos, entonces sí: espectáculos como ese (que presencié hace un par de años, en los remotos tiempos prepandémicos, en la Feria del Libro de Buenos Aires) son arte de magia. Con una diferencia fundamental respecto de las galas de Tamariz y David Copperfield: Paenza revela todos sus trucos. Su objetivo no es sostener una apariciencia falsa, sino derribarla. Lo suyo es ciencia y no pura ilusión.
Lo curioso es que su camino como divulgador de la matemática Paenza lo empezó de grande. «Tengo muchos años y pude reinventarme varias veces», me dice Paenza, sentado frente a mí en el bar Caballito, en la esquina de Billinghurst y Las Heras. Al verlo llegar, los camareros lo han saludado con familiaridad y le han servido una Pepsi sin que mediara pedido alguno, pese a que, desde 2002, Paenza vive en Chicago, Estados Unidos. Esta es una de sus últimas visitas a Buenos Aires en bastante tiempo, aunque él no lo sabe: nadie puede imaginar la pandemia que se nos acerca. Ha venido a participar de la Feria del Libro, a mostrar su forma particular de magia, esa que empezó tras su última gran reinvención, hace menos de veinte años, cuando su edad ya superaba los cincuenta.
Desde entonces, su camino como divulgador incluye diecisiete libros (traducidos a una decena de idiomas y con cientos de miles de ejemplares vendidos), programas de televisión que han ganado numerosos premios, cientos de charlas y conferencias en las que materializa el pequeño milagro de reunir multitudes que buscan divertirse pensando, y el Premio Leelavati, el máximo galardón que otorga la Unión Matemática Internacional (UMI), algo así como el Nobel a la divulgación de esta disciplina. Un camino que, además, como tantas buenas historias, empezó casi por casualidad.
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Hasta entrado el siglo XXI, Paenza (nacido en el barrio de Villa Crespo, Buenos Aires, el 9 de mayo de 1949) era conocido en su país sobre todo por su trayectoria como periodista deportivo. No mucha gente sabía que, además de hablar de fútbol y del básquet de la NBA en la televisión, Paenza era doctor en Matemática y profesor en la Universidad de Buenos Aires (UBA); y para la mayoría de quienes lo sabían, el dato no pasaba de una mera curiosidad.
Con el cambio de siglo, Paenza amplió sus horizontes periodísticos. Participó primero en programas políticos —que se multiplicaron durante la crisis del corralito— y luego, en 2003, comenzó a presentar Científicos Industria Argentina, programa de la televisión pública destinado a difundir la actividad de los investigadores en su país. En el final de cada emisión, Paenza proponía un desafío: unos de esos problemas que explotan el aspecto más lúdico de las matemáticas. La solución se revelaba una semana después.
«En la tele, lo que te da la pauta de que algo está siendo popular es la respuesta del personal técnico», me explica Diego Golombek, doctor en Biología, también divulgador científico y miembro de aquel programa. «Cuando vos ves que los camarógrafos, los productores, los iluminadores, todos se quedan charlando y preguntándose «pero entonces cortás la pizza en cuatro…», por citar cualquiera de los acertijos, es que está pasando algo. Y eso es lo que pasaba con los problemas de Adrián».
Golombek dirigía ‘Ciencia que ladra’, una colección de libros sobre divulgación científica inaugurada en 2002 por la editorial Siglo XXI. Y se le ocurrió que podrían reunir en un volumen aquellos problemas de matemática recreativa. Paenza, sin embargo, dudó. No tenía mucha fe en el éxito de aquella empresa. Ya a finales de los años ochenta, le habían pedido que escribiera sobre el tema para el diario Clarín. Su artículo, ubicado en una doble página central y titulado «En defensa de las matemáticas», comenzaba con un diálogo:
—Matemática… ¿estás ahí?
—No, me estoy poniendo las preguntas.
El texto buscaba dar respuesta al gran interrogante: por qué los niños odian la matemática. Citaba las respuestas más comunes: «Es aburrida, no se entiende, es pesada… y después de todo, ¿para qué le sirvió a uno en la vida saber que los ángulos opuestos por el vértice son iguales?». Y luego cuestionaba: «¿No será que está mal enseñada? ¿No será que el problema es de los docentes? ¿No será que quienes la tienen que vender no saben cómo?».
Pero el artículo pasó inadvertido, y el diario no volvió a pedirle a Paenza ningún otro texto sobre el tema. Y él supuso que, si un texto periodístico había tenido tan escasa repercusión, la de un libro sería aún menor. Pero, aun así, aceptó el reto. Escribió el libro, y como título eligió aquella misma pregunta: Matemática… ¿estás ahí? Se publicó en 2005. Para su sorpresa, su éxito fue enorme.
Es difícil establecer las causas de semejante boom. Causas que probablemente son varias y entrelazadas: su forma de presentar la matemática como juegos que involucran sombreros y manzanas y se parecen mucho más a los pasatiempos de las revistas que a los manuales escolares, su estilo coloquial, la presencia del autor en la televisión, el contexto de un país que tras una debacle económica comenzaba a salir a flote… El caso es que, desde entonces, no paró de agotar ediciones, tanto en Argentina como en otros países y en diversos idiomas. Un año después se publicó un segundo tomo: Episodio 2. Y al año siguiente un tercero, el Episodio 3,14, en cuyo prólogo el autor escribió: «Si hubiera sabido que los libros iban a tener una respuesta como la que ustedes dieron a los dos primeros tomos, los habría escrito hace veinte años». Es decir, cuando aquel texto en Clarín pasó sin pena ni gloria.
No hubo desde entonces (hasta el comienzo de la pandemia) ningún año sin libro nuevo de Adrián Paenza. Con un añadido muy particular. En su afán de llegar a un público lo más amplio posible, el autor puso una condición a sus editoriales, Siglo XXI primero y Sudamericana después: que sus libros, al mismo tiempo que se publicaran en papel, se ofreciesen gratis en formato PDF. Y así es: todos sus libros se pueden descargar libremente de internet, lo cual no impide que sean un éxito de ventas en papel.
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Adrián Arnoldo Paenza fue eso que se suele llamar un «niño prodigio»: empezó la escuela primaria por el segundo grado a los cinco años, la secundaria a los once, la universidad a los catorce y se graduó como licenciado en Matemática a los veinte. «Además estudiaba piano con el gran artista argentino Antonio de Raco, quien me llevó a tocar La Tempestad de Beethoven a Radio Provincia cuando solo tenía once años», cuenta en uno de sus libros.
Pero a él no le gusta nada eso de «prodigio». Dice que detrás de todos esos logros estuvieron el apoyo y las posibilidades económicas de sus padres, quienes lo estimularon para que él pudiera desarrollar todos sus talentos. «En la casa en que yo nací —plantea—, con los padres que tuve, ¿cómo no me iba a desarrollar más rápido si no había virtualmente restricciones?».
Cuando tenía diecisiete años y precozmente promediaba ya su carrera universitaria, se encontró con un inesperado periodo de tiempo libre que, de alguna manera, marcaría su futuro. Era 1966: en junio, las fuerzas armadas habían derrocado al gobierno constitucional; poco después, la dictadura intervino las universidades, que durante dos meses permanecieron cerradas. Entonces, en esas tardes desocupadas en que el joven Adrián veía la gente pasar frente a su casa, descubrió que José María Muñoz guardaba su auto todos los días en un garaje ubicado a media cuadra de allí. Muñoz era el relator de fútbol más importante de la época y dirigía La Oral Deportiva, el programa deportivo que dominaba la audiencia radiofónica. Después de dudar durante algunos días, el adolescente se animó: lo paró en la calle, le explicó que quería trabajar en la radio, le pidió que le hiciera una prueba. Muñoz accedió. Poco después, Paenza comenzó a participar en las transmisiones, aunque solo los sábados y domingos, pues asumió con sus padres el compromiso de que el periodismo no lo llevaría a descuidar sus estudios el resto de la semana.
De sus largos años en el periodismo deportivo podemos destacar dos hitos. El primero tiene que ver con el baloncesto. Se hizo amigo de León Najnudel (1941-1998), uno de los más grandes maestros del básquet argentino, y en su compañía asistió por primera vez, en 1984, a un partido de la NBA, en el Madison Square Garden de Nueva York. Paenza se sintió hechizado por aquel espectáculo. Le dijo a Najnudel: «Hagamos algo para llevar esto a la Argentina, porque no está bien que lo podamos ver nosotros y el resto de la gente no». Consiguió una audiencia con David Stern, quien en ese momento recién comenzaba su mandato como presidente de la NBA, y consiguió los derechos para transmitir los partidos por un precio irrisorio: dos mil dólares. Así fue cómo toda la espectacularidad del básquet de los Estados Unidos empezó a difundirse en el sur del continente. «Terminé siendo ‘José NBA’», dice Paenza, en alusión a que durante muchos años, en el imaginario argentino, su nombre estuvo muy vinculado con esa liga. Liga que en los años siguientes experimentó una explosión a nivel global, de la mano de Stern y de un muchacho que debutó precisamente en ese 1984: un tal Michael Jordan.
Por eso, no es nada casual que, en 2019, durante el acto de homenaje a Manu Ginobili en que los San Antonio Spurs retiraron su camiseta —la número 20—, Paenza haya conducido una charla con él y otros miembros de la llamada «Generación Dorada» del básquet argentino: Luis Scola, Fabricio Oberto, Juan Ignacio «Pepe» Sánchez, Gabriel Fernández, Pablo Prigioni, Alejandro Montecchia y Andrés Nocioni. Todos ellos crecieron viendo a Paenza en la tele enseñando la NBA.
El otro hito de su carrera periodística es una entrevista. Una de las entrevistas más recordadas de la televisión argentina: la que le hizo a Diego Maradona, horas después de que lo suspendieran por dóping en el Mundial de 1994. La charla durante la cual el jugador clamó: «Me cortaron las piernas». Paenza dice que aquello no dependió de méritos suyos. «Cualquier argentino con un mínimo de sensibilidad y que hubiera estado ahí hubiera conseguido la misma respuesta». El caso es que quien estuvo ahí fue él, cosa que considera solo «un producto de la relación» que él había forjado con Maradona a lo largo de sus años de carrera cerca del fútbol. Miles —quizá millones— de argentinos lloramos con esa charla, como si estuviéramos ahí, con ellos, en esa habitación de hotel en Dallas. Y nos seguimos emocionando hoy, casi tres décadas más tarde, medio año después de la partida del Diego. Los periodistas Alejandro Wall y Andrés Burgo, autores de una minuciosa investigación sobre aquel episodio, no dudaron en calificarlo como «el momento más triste del deporte argentino». Su libro, publicado en 2014, se titula El último Maradona. Cuando a Diego le cortaron las piernas.
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Claro que, en paralelo a su carrera en el periodismo, aunque de un modo mucho menos público, su trayectoria en el mundo de la matemática también continuó. A mediados de la década del setenta, después de un impasse de algunos años tras terminar la licenciatura, obtuvo por concurso un cargo docente en la UBA y comenzó los cursos del doctorado. El profesor que dirigiría su tesis le asignó un tema y Paenza cuenta que tardó un año en entender el enunciado. No en resolverlo, sino en entenderlo: en comprender lo que tenía que hacer. Recuerda con claridad y emoción el momento exacto en que por fin lo supo. Está sentado frente a mí en el bar Caballito, pero por un instante le brillan los ojos y para él son los años setenta y está en la oficina de los físicos nucleares Miguel y Jorge Davidson, amigos suyos de la infancia y colegas en la universidad.
«Los estaba esperando —dice Paenza—, eran las 9 de la noche, invierno, hacía mucho frío. Nosotros veníamos juntos, ellos me traían en el auto. Había un pizarrón verde, y yo estaba sentado y garabateaba unas cosas con tiza mientras los esperaba. Y en un momento, de pronto, me di cuenta de lo que había que hacer. Me corrió un sudor frío por el cuerpo. Pensé: «Me acabo de doctorar». Y eso es como… no sé cómo decirlo, pero supongo que fue una sensación como cuando uno se entera de que va a ser padre. Qué sé yo, una cosa así. Después me llevó un año escribir todo. Pero ahora te lo cuento —me dice mientras parece volver al presente— y en el cuerpo me fluye algo de nuevo… como si se me pusieran los pelos de punta otra vez. Fue un momento muy particular en mi vida».
La tesis se titula Propiedades de corrientes residuales en el caso de intersecciones no completas y fue aprobada en 1979. Treinta años después, un periodista que lo entrevistaba le leyó ese título y le dijo que le hacía gracia porque no entendía nada. «Yo tampoco», mintió Paenza.
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Tras su reinvención como divulgador, Paenza continuó su historia en la televisión (medio en el que debutó en 1972) por otros carriles. Entre 2003 y 2016, realizó catorce temporadas de Científicos Industria Argentina y nueve de Alterados por Pi, este último destinado específicamente a la matemática. Y todo eso mientras ya vivía en Estados Unidos: pasaba algunas semanas en Argentina y durante ellas grababa los programas para todo el año. Muchas de esas emisiones están disponibles en YouTube.
Diego Golombek destaca el manejo del mundo televisivo y la cordialidad de Paenza, aun en esas extensas jornadas de trabajo. Y añade que «tiene una gran facilidad de palabra y un gran conocimiento. Y si no sabe lo admite inmediatamente. Esa es la primera premisa de un divulgador científico: decir «no sé, vamos a buscarlo, a preguntarle a alguien que sí sepa». Nadie queda indemne tras trabajar cerca de Adrián».
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Una hora, tres minutos y doce segundos. Eso es lo que camina Paenza cada día sobre la cinta ergométrica que tiene instalada en su piso de Chicago. Como buen matemático, le encanta saber con exactitud cuánto tarda en caminar los 6,43 kilómetros diarios que constituyen su meta: en el sistema anglosajón de unidades, cuatro millas. Desearía bajar ese tiempo a menos de una hora, pero ello lo obligaría a un ritmo demasiado alto, de modo que anda a 3,8 millas por hora. Es una velocidad de casi 100 metros por minuto, nada mal para alguien que ha superado las siete décadas de vida.
Mientras camina, lee. «Me imprimo cada día más o menos unas cien páginas del New York Times, del Washington Post, del Guardian de Inglaterra, de otros diarios de Estados Unidos y de Página/12, que es lo que leo de Argentina. Aprovecho ese tiempo. Leo de forma tendenciosa: elijo a algunos periodistas, porque me interesa lo que piensan, aunque en realidad estoy bastante más interesado en los hechos que en las opiniones».
Los libros que lee son de actualidad política, matemática y ciencia. Les interesan mucho temas como «inteligencia artificial, machine learning, deep learning». Curiosamente, no lee ficción. «En su momento leí mucho. Leí todo Cortázar, Jack London, muchos otros autores. Pero ahora no. Hace como veinte años que no. Ni siquiera me interesa la ciencia ficción, lo cual es raro, porque a los matemáticos que conozco en general les gusta mucho. Hay un único libro de ciencia ficción que leí últimamente: Más que humano, de Theodore Sturgeon. Es espectacular».
En ese piso donde camina y lee Paenza vivió también el confinamiento por la pandemia de COVID-19. Y durante algún tiempo lo vivió con bastante preocupación, porque había estado en Nueva York en momentos en que esta ciudad sufrió la propagación del virus a gran escala. Y no solo estuvo allí, sino que se reunió con gente, asistió al teatro, viajó en metro en los horarios más concurridos. Después de eso, estuvo sesenta días en cuarentena, sin síntomas pero sin certezas de haberse contagiado el virus o no. Ahora disfruta del «privilegio» —así me lo cuenta ahora, por teléfono— de vivir en un país donde, a estas alturas, «quien no está vacunado es porque no quiere». Pero lamenta las desigualdades de un mundo en el que un puñado de países concentra la mayoría de las dosis de la vacuna, y unos pocos individuos se hacen millonarios a costa de la salud mundial.
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Una noche de noviembre de 2012, mientras cenaban en una pizzería de Buenos Aires, Alicia Dickenstein le dijo a su amigo Adrián: «Vos contame tu currículum y yo lo voy a anotar todo». Así, entre porciones de muzzarella, él habló y ella anotó. Dickenstein no solo es amiga de Paenza, sino también una de las mejores matemáticas del mundo. Además de ser profesora en la UBA, fue vicepresidenta de la Unión Matemática Internacional entre 2015 y 2018, en 2015 obtuvo el premio TWAS (The World Academy of Sciences), y hace cuatro meses recibió el premio L’Oréal-UNESCO La Mujer y la Ciencia para Latinoamérica y el Caribe. Y me cuenta que esa noche, al terminar de apuntar los datos de Paenza, suspiró: «Esto es impresionante».
A partir de esos y algunos otros datos, Dickenstein preparó la postulación de su amigo para el Premio Leelavati. Ese nombre se deriva del Lilavati, un tratado matemático del siglo XII de origen indio que tuvo gran influencia en la enseñanza de esta ciencia en toda Asia Occidental. El galardón se instituyó en 2010, cuando se le otorgó al escritor y físico británico de ascendencia india Simon Singh. La segunda edición se entregó en 2014, durante el 27º Congreso Internacional de Matemáticos, en Seúl, Corea del Sur. Allí fue condecorado Paenza, que en varias entrevistas posteriores reiteró la misma frase: «No lo puedo creer». Desde entonces se convirtió en una especie de rockstar y comenzó a ser convocado para dar charlas y conferencias alrededor de todo el planeta. Es una especie de mago: convoca multitudes deseosas de que les hablen de matemática, de que las fuercen pensar. Ha hecho de la matemática una de las bellas artes.
Le pregunto si en Argentina lo agobia un poco la popularidad. Me dice que no. «Tengo mucho respeto —dice—, porque me doy cuenta de que cada persona que me ve, si me conoce, tiene una historia para contar. Siento que tengo un compromiso con esa persona, y si puedo ayudarla para que tenga una historia mejor, lo hago. Antes no había teléfono, entonces la gente te pedía un autógrafo. Después pasó a ser un autógrafo y una foto. El otro día estaba firmando libros y una mujer me dijo: «Mire, ahora le voy a dar con mi mamá». Me pasó el teléfono y hablé un ratito con su madre. Cuando se lo devolví, la mujer me dice: «¿Ya está?». Son cosas graciosas».
Adrián Paenza termina de conversar conmigo, se levanta, se despide de mí, camina hacia la puerta del bar. Un hombre sentado un par de mesas más allá lo para y lo saluda. Paenza le da la mano, sonríe, intercambia unas palabras con él y sigue su camino. «Soy un gran privilegiado —me ha dicho unos minutos antes—. Yo viví una vida muy privilegiada. Muuuy, muy. Aunque yo me muriera hoy, ahora, acá, si la gente pudiera vivir la vida que viví yo, el mundo sería muy feliz».
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