Hay en Fuerteventura una invitación constante a rendirse. El atractivo de la nada, de la mentalidad horizontal. Algo más que un desierto, algo más que un paisaje lunar. Extensiones y extensiones de algo que no es exactamente lava como en la vecina Lanzarote pero se le parece. Dunas y arena negra. Un lugar sin límites, donde los problemas no rebotan constantemente contra paredes y vagones de metro, sino que se pierden en la distancia.
Hasta la invasión turística, una invasión relativamente reciente, Fuerteventura tenía además el encanto de lo desconocido. Después, se ha convertido en otra cosa. Ellos y nosotros. Los lugareños, en su sitio, y toda una construcción ficticia de restaurantes Waikiki, urbanizaciones fantasmas y señales de «Apotheke» para los que vienen de fuera. Por las noches, se dice, son habituales las reuniones para avistar algún ovni. Uno se pregunta: si realmente alguien llegara de otro planeta y bajara a esa isla, ¿qué harían con él? Mandarle a un hotel con pulserita para que deje de molestar con sus historias.
Fuerteventura es eso. Es calma. Es una canción de Pink Floyd que suena de repente en alguna esquina mientras desde la terraza se ve un mar verde cristalino, como el de los sueños. Un lugar de fugitivos, en cierto modo, de gente que ya ha tenido bastante con su vida anterior y fantasea con empezar de cero. Una isla de segundos actos. Entre las playas del norte y las playas del sur median cientos de kilómetros. Entre las del este y las del oeste poco menos de cincuenta. Tras Tenerife, es la isla más grande del archipiélago y su único gran núcleo de población es a su vez su capital, Puerto del Rosario, en su día llamada Puerto de Cabras.
Puerto del Rosario pone, hasta cierto punto, la cordura dentro de lo imprevisible de la isla. La burocracia, las exposiciones, incluso los cines. Entre sus edificios emblemáticos está la Casa Museo Miguel de Unamuno, que honra los cuatro meses que pasó el filósofo vasco desterrado en la ciudad. Se percibe en toda Fuerteventura una profunda admiración por Unamuno, la admiración hacia quien vino lleno de prejuicios pero no dejó que los prejuicios le arruinaran la fiesta.
Con todo, esa casa museo, plagada de recuerdos y de fotografías donde Unamuno, siempre de un escrupuloso negro, monta en camello o se esposa de broma a Rodrigo Soriano, su compañero de condena, esconde algo extraño: la tensión de quien intenta hacer un chiste pero lo hace reflejando tristeza en cada gesto. En esas fotos están la distancia, la melancolía, el retrato perfecto del agónico que gritaba «yo» a los pozos en busca de que el eco le reafirmara su identidad. El sobrio bilbaíno-salmantino que se encuentra de repente alejado del mundo, en un lugar impensable y que aún no sabe si le gusta o no. Un hombre que no era Gauguin en una isla que no era Tahití.
Y es que, por mucho que Unamuno intentara sobreponerse, la tristeza iba de suyo. No era un invitado, era un exiliado. Para un hombre que había hecho de su individualidad una marca distintiva, el hecho de estar donde no quería estar, lejos de toda la actividad política, social, intelectual… tuvo que ser a la fuerza penoso, al menos en sus inicios. Al fin y al cabo, ese era el objetivo del destierro. Según justificaban la condena las autoridades de la época: «Si Unamuno ha promovido estos años tantas zarabandas políticas, es porque tenía espectadores». Difícil encontrar una frase más acertada: Unamuno vivía para sí mismo, pero también para el eco. Unamuno necesitaba el aplauso o la crítica, necesitaba al otro, al espectador, por ponerlo a la manera de Ortega.
Mandándole a Fuerteventura, el Directorio de Primo de Rivera no solo condenaba al intelectual, sino que de alguna manera le trataba de cómico. El árbol que no hace ruido al caer porque no hay nadie que lo escuche. Pronto, Unamuno aprendería a vivir sin público, a cancelar funciones, a rebajar las expectativas y conformarse con lo justo: el viento, el silencio, el mar. La temida rutina que, a fin de cuentas, no era para tanto. La isla como lugar de alejamiento, como etapa de un viaje, tiene una larga tradición política y literaria, pero hay islas donde pasan muchas cosas, como las que visita Odiseo en su viaje —y, si no pasan, se marcha y punto, que se lo digan a Calipso—, y hay islas donde pasan más bien pocas, como Fuerteventura.
No sería Unamuno el último en ser recluido en esa misma isla magnética para separarle de su claque, para impedir la performance. Si don Miguel llegó en febrero de 1924, apenas ocho años después, enviado esta vez por la II República, lo haría el revolucionario Buenaventura Durruti, después de instaurar durante cuatro días el anarquismo revolucionario en Figols. Todavía en los años sesenta, Franco se encargó de enviar a Puerto del Rosario a varios de los participantes en el Congreso de Múnich de 1962, llamado «contubernio» por la prensa oficialista. Entre ellos, el monárquico Joaquín Satrústegui y el liberal Fernando Álvarez de Miranda, piezas clave en la posterior transición al régimen democrático.
El adalid del reformismo, esa curiosa amalgama
Ninguno de ellos, sin embargo, tiene casa museo en Fuerteventura. Solo Unamuno. De alguna manera, el prestigio del filósofo ayudó al prestigio posterior de una isla que siempre se había sentido olvidada. Su libro de sonetos De Fuerteventura a París, publicado al año de abandonar la isla y llegar a la capital francesa de manera estrambótica, fue toda una declaración de amor. De amor a la nostalgia, como todo en Unamuno, pero amor a fin de cuentas.
¿Cómo casar ese cariño con la tristeza referida de las fotos en camello? Apelando a la rendición, o, si se quiere, a la tregua. En Fuerteventura, por fin, Unamuno se rindió, que es lo que debería hacer todo el mundo en algún momento de su vida. Entregarse. Aquí me quieren y aquí estoy. El proceso fue lento dentro de lo vertiginoso: Unamuno llegó en barco a finales de febrero de 1924, unos diez días después de que el Consejo de Ministros, presidido por el propio dictador Primo de Rivera, decretara su exilio forzoso. A principios de julio ya se había marchado.
No era aquel su primer enfrentamiento con las autoridades. Sus críticas a la monarquía ya le habían costado en 1914 el puesto de rector de la Universidad de Salamanca, pero de aquello había salido adelante gracias a su enorme popularidad, producto tanto de su revisión del existencialismo cristiano con ribetes de exaltación nietzscheana de la vida y el individuo como de su prolija actividad novelística. Nombrado de nuevo vicerrector en 1921, además de decano de la Facultad de Filosofía y Letras, don Miguel era a sus cincuenta y nueve años la referencia de ese movimiento difuso que en España siempre ha sido «el reformismo», una mezcla por entonces de liberales, radicales, republicanos y algún que otro socialista moderado.
En plena descomposición interna del Gobierno liberal de Manuel García Prieto, ahogado por la enésima crisis en Marruecos y los pronunciamientos anarquistas en todo el país, el ejército decidió salvar de nuevo la patria el 13 de septiembre de 1923, siguiendo la tradición que había dominado todo el siglo XIX. El encargado esta vez fue el citado Miguel Primo de Rivera, gobernador militar de Barcelona, que tuvo desde el primer momento el apoyo de Alfonso XIII. Quizá de esta manera el rey pretendía salvar su trono de las amenazas progresistas. Unir su futuro al de Primo fue a medio plazo un enorme error: en cuanto cayó el dique, el agua se llevó todo por delante en estampida.
El golpe de Estado apelaba, como siempre, a la vieja España. A la virilidad, a la esencia, a la concepción fascista del pueblo. Un golpe con Mussolini en lontananza contra la inteligencia y sus riesgos: contra los Manuel Azaña, los Gregorio Marañón, los Melquíades Álvarez, incluso contra el exaltado Lerroux, a quien probablemente no le hubiera importado ser él mismo un duce. Todas las esperanzas de la nueva oposición se pusieron en Unamuno, el hombre que no sabía callarse, y Unamuno esperó doce días exactos para dar señales públicas de vida. El 25 de septiembre, con motivo del inicio del curso académico en Salamanca, escribió las siguientes palabras, dirigidas a sus estudiantes:
Sea vuestro ideal el discreto y casto Don Quijote y no el botarate de Don Juan Tenorio, peliculero y héroe de casino. Es la inteligencia lo que ha de salvar la patria.
Ya estaba en esa afirmación la semilla del famoso enfrentamiento con Millán Astray al poco de iniciarse la guerra civil de 1936. A Primo tampoco le hizo ninguna gracia. De manera completamente consciente, compraba Unamuno el primer pasaje para su posterior destierro.
Aprender a amar la distancia
Cabe preguntarse de dónde venía este odio de Unamuno a los valores más rancios del ejército, vinculados en España al catolicismo y a la brutalidad. Basta con leer su novela Paz en la guerra para entenderlo: la liberal Bilbao, la que mira al futuro, la que respeta las libertades individuales, asediada y bombardeada por los carlistones, los facciosos, los del «Detente, bala» y el rezo diario. El pueblo en su peor expresión, esperando agazapado el momento de lanzarse desde el monte.
En cualquier caso, si el progresismo esperaba que Unamuno tomara las riendas de la oposición intelectual al Directorio, no sería el filósofo quien se negara a complacer, de nuevo, a su público. El tono de sus artículos, publicados sobre todo en periódicos de Buenos Aires, fue subiendo y culminó cuando salió a la luz la historia de la Caoba. Viudo desde 1909, a Primo de Rivera, adalid de la moralidad, le gustaban las faldas y los ambientes dudosos. Actrices, bailarinas… y prostitutas. Entre ellas, la llamada Caoba, conocida por su afición a la cocaína y por la que el dictador incluso llegó a expulsar de la carrera a un juez que pretendía encarcelarla.
El escándalo, que mezclaba lo profesional con lo personal, fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Primo. El 20 de febrero de 1924, en el citado Consejo de Ministros, ordenaba no solo el destierro de Unamuno a Fuerteventura sino su expulsión del vicerrectorado de la Universidad de Salamanca y la suspensión de sus funciones como docente y catedrático. No quedó ahí la cosa: junto a Unamuno se enviaba a la isla también a Rodrigo Soriano, polemista de primera, viejo enemigo de Primo y una de las autoridades del Ateneo madrileño, institución que quedaba oficialmente clausurada hasta nuevo aviso.
El Unamuno que llegó a Fuerteventura en febrero de 1924 era, por tanto, un hombre abatido no solo en lo personal —estaba lejos de su familia, lejos de sus amigos, lejos de la actualidad y sus intrigas— sino en lo intelectual: sus enemigos de siempre, los del cerco de Bilbao cuando él no era más que un niño, habían vuelto a vencer sin necesidad de convencer a nadie. La inteligencia quedaba de nuevo derrotada y ante él se cernía aquel espectáculo vacío de camellos y casas derruidas. «Unas Hurdes marítimas», como él mismo definiría a Fuerteventura al poco de su llegada.
De ahí, por lo tanto, el enfado, o, más bien, la tristeza… Solo que una tristeza terapéutica, una nostalgia redentora. Unamuno no parece feliz en las fotos porque no lo era… pero hizo todo lo posible por serlo y es probable que acabara consiguiéndolo. Simplemente, tuvo que olvidarse de sí mismo hasta donde eso era posible en hombre con tamaño ego. Los días pasaron y, con los días, las visitas a las autoridades, las charlas en los casinos, las tardes en La Oliva o en Jandía. La presencia constante del mar y del horizonte, que tanto le recordaban a su mar y a su horizonte de la infancia aunque fueran tan distintos, tan calmos, tan apacibles, tan acogedores, tan lejanos en ese sentido al Cantábrico siempre crispado.
Unamuno aprendió a disfrutar la apatía, la pausa, la distancia. Las noticias llegaban con dos semanas de retraso. Tanto mejor. Más tiempo para digerirlas —«rumiarlas como un camello», en palabras del propio filósofo—, más tiempo para pensar en ellas y no ser esclavo de lo inmediato. Mentalidad horizontal y no vertical. En Fuerteventura no hay un «¿y ahora qué?», no hay una siguiente escena, un propósito, una necesidad. Así, Unamuno, disfrutando de la soledad de su modesto Hotel Fuerteventura, escribiendo sonetos y diarios, leyendo los únicos tres libros que llevó a la isla: el Nuevo Testamento, la Divina comedia y las Poesías de Giacomo Leopardi.
Fue un tiempo fecundo creativamente hablando. Aparte de la poesía, que culminaría en el nombrado De Fuerteventura a París y en Romancero del destierro, es complicado no ver una relación entre ese tiempo de introspección y de lectura de san Pablo y la publicación el año siguiente de La agonía del cristianismo, ese abandono de los hombres por parte de Cristo gestado ya en tierras francesas y que remite a su vez a una de sus obras menores pero paradójicamente más populares merced al sistema educativo español: San Manuel Bueno, mártir.
Rendido, o cuando menos declarado en tregua, Unamuno era feliz. Tenía claro, eso sí, que aquello no podía durar.
De Fuerteventura a París
Y es que, ante la enorme presión interior y exterior, el Directorio de Primo de Rivera decidió ese mismo verano levantar la pena a Unamuno y sacarle de Fuerteventura. Incluso sin actor en el escenario, el público se seguía revolviendo en las butacas. La marcha del filósofo se producirá apenas cuatro meses después de haber llegado y de forma harto rocambolesca y teatral: una huida preparada por Henri Dumay, director del Le Quotidien francés, que llevaba tiempo viendo la manera de sacar a Unamuno de la isla.
La versión romántica de la fuga habla de un yate privado, de una escapada nocturna, de un camino ininterrumpido hasta aguas francesas mientras la guardia civil intentaba buscar al subversivo desaparecido. La versión más probable parece ir por otro lado: el 4 de julio, Alfonso XIII firma el decreto por el cual tanto Unamuno como Soriano pueden volver a la península, un decreto del que tiene noticia oficial el interesado cinco días más tarde. Se marchara o no en el barco de Dumay, está claro que aquello no era una huida como tal. Estaba en su derecho de ir adonde quisiera.
De hecho, todavía el 22 de julio de 1924, Unamuno seguía en Las Palmas esperando un barco que le transportara a Cherburgo, donde llegaría el 26 de julio después de hacer escala en Lisboa, rueda de prensa incluida. Su primer destino, cortesía de Dumay, es París, pero el contraste le resultó excesivo: «El hombre del vapor y la electricidad prefiere saber pronto a saber bien», había escrito en sus diarios, y en París todo era inmediatez, pretensión de grandeza, expectativas… No tardaría en marcharse a Hendaya con su buen amigo Eduardo Ortega y Gasset, hermano de José, su gran rival filosófico de la época. Allí, en su País Vasco, pasaría cinco años más, hasta la muerte de Primo de Rivera, momento en el que decidió volver a España.
El resto es historia: en 1933, a los sesenta y ocho años, fue nombrado rector vitalicio de la Universidad de Salamanca. Apoyó a la República frente a la monarquía y apoyó a Franco frente a la República, convencido de que era precisamente la manera de salvarla. Curiosamente, el mismo error de Alfonso XIII. Puesto al tanto de las atrocidades del bando sublevado, Unamuno quedó en tierra de nadie, situación que se agravaría tras su disputa con Millán Astray en el paraninfo de la Universidad, con su famoso «Venceréis, pero no convenceréis».
Desde entonces, quedó recluido, ya anciano, en su domicilio. El 31 de diciembre de aquel mismo 1936 se acercó a visitarle y charlar con él el falangista Bartolomé Aragón. La conversación fue subiendo de tono y llegó un momento en el que el filósofo, apelando a la salvación de España, cayó fulminado por un infarto. Viéndose como único compañero y posible sospechoso, Aragón salió corriendo de la casa gritando: «Yo no lo he matado, yo no lo he matado».
Nadie tuvo dudas al respecto. Unamuno había dado suficientes muestras a lo largo de su vida de que la muerte —la última rendición, la definitiva— solo le llegaría cuando él así lo dispusiera.