Nació en una isla, escribió casi todo en otra —que en realidad no lo era— y murió en una península. La vida de Italo Calvino puede contarse de muchas maneras, y casi todas incluyen el mar. Aunque sea en ausencia.
Empezó cambiando el Caribe por el Mediterráneo, de su Cuba natal a San Remo. También fue partisano, pero eso ya lo saben. En 1959 había escrito El sendero de los nidos de araña, y aún estaban por llegar la frente despejada con la que se le recuerda y las obras que lo convertirían en autor imprescindible del Novecento. Por entonces soñaba Calvino —treinta y seis años— con publicar El vizconde demediado en España. Nunca la había pisado, pero tenía ganas. Se lo contaba a algunos amigos por carta, como refleja la correspondencia que publicó Siruela. Al final, vino. De mano de Carlos Barral. Él reservó el vuelo que lo trajo de Milán a Barcelona: aterrizó de madrugada en una ciudad de asfixia dictatorial. Era el 24 de mayo de 1959, parece ser que fue domingo. El caso es que el lunes por la mañana Italo Calvino desembarcaba ya en Mallorca, en la primera edición del Premio Formentor de las Letras donde se fraguó «el contubernio literario», que diría Goytisolo después.
Cuentan que sufrió uno de esos embrujos instantáneos con la isla, con el lugar y con «el hotel de los dioses amables». Varias décadas ha tardado en contarse, en saberse, que ese Calvino que luce en las fotos bronceándose en la bahía de Pollença tras sus discusiones literarias estaba curándose de una relación devastadora. Quizá, también, huyendo. La «dama que vivía en superlativo», como él decía, no había terminado de irse del todo. La esposa del conde Sandrino Contini Bonacossi. Se llamaba Elsa de Giorgi y era actriz. El suyo no fue diferente a la mayoría de los romances: duró tres años. De 1955 a algún punto indeterminado de 1958.
Lo sabemos porque él lo escribió. Más de trescientas cartas, tórridas, culposas, incluso cursis. Y secretas, hasta que el Corriere della Sera las sacó a la luz en 2004. En ellas Calvino dice todo lo que imaginan que dice alguien arrasado por la lujuria: «Te deseo tanto que te pienso entre mis brazos, y te estrecharé hasta romperte en pedazos, te arrancaré la ropa, rodaré sobre ti, haré cualquier cosa para dar rienda suelta a este deseo infinito de besarte, abrazarte, poseerte». Era la época en la que escribía, también, Los amores difíciles.
Calvino no conocería a la que sería su esposa, la editora y traductora Esther Judith Singer o «Chichita» hasta 1962, en otra isla aún más cálida. Pero la publicación de las misivas, la constatación de lo que siempre se tomó por chismorreo literario, supuso una jugarreta a su viuda: «Solamente espero que los muertos no lean periódicos», espetó. En el asunto mediaban cuestiones sobre la intimidad de un fallecido, sobre los derechos de autor de los manuscritos, sobre los cuernos de un conde y las miserias románticas de un autor cuya imagen sentimental —treinta años de inexpugnable matrimonio— nunca tuvo más relevancia. Siempre fue una isla en un mar en calma. Hasta que esa correspondencia sacó a flote otra perspectiva: que Elsa de Giorgi también había permeado en sus obras. No era la suya una pasión inventada, como creían muchos coetáneos. Rafael Alberti acostumbraba a mofarse de los dislates de la actriz: «A Rafael le divertía extraordinariamente aquella dama exuberante, hiperbólica, que en los años treinta había conocido un instante de gloria como rubia ingenua de las películas de teléfonos blancos. Pregonaba constantemente que había inspirado algún personaje femenino de Italo Calvino, su amante supuesto, y le gustaban más los intelectuales que a un tonto un rotulador». Lo rememoró Terenci Moix en un artículo en El País, años antes de saberse que aquello, efectivamente, sucedió. Y lo devastó.
La obra de Calvino, conocido aquello, tomó una nueva dimensión. «Amor mío, nunca habría pensado que enamorarme de ti pudiese incidir tan profundamente en mí, al punto de tocar, de abrir una crisis incluso en la instrumentación técnica de mi trabajo, en mi estilo», le escribió. A ella le dedicó El barón rampante (no fue una fanfarronada de condesa) y luchó para que la editorial Einaudi, donde por entonces trabajaba como lector, publicase la novela de De Giorgi, que se llamaría El coetáneo. Estaba dedicada a su marido, el conde, que se quitó la vida en circunstancias que le añaden pimienta al relato. Calvino defendió el manuscrito ante colegas como Elio Vittorini: «El libro debe ser leído como las memorias o los epistolarios de las damas del setecientos, en donde la mundanidad, el salón, es un dato de partida que no puede no ser aceptado y a través del cual se presenta la crónica de la cultura, la política y la “pasión del siglo”. Todo lo que dices sobre el acopio de adjetivos y atributos es justo; a lo que habría que agregar un mar de superlativos que yo le hice tachar por entero. Pero es un hecho que este tipo de dama vive en superlativo». Era, en suma, la constatación de una evidencia mil veces observada: que poco o nada sabemos de lo que nutre, verdadera y profundamente, la escritura.
Es imposible contemplar ahora las instantáneas de los días en Formentor de la misma forma. Calvino posa relajado en blanco y negro, con esparteñas, ante la cámara. Sonríe poquísimo ese primer año, el que le procuró el mote de «vedette dialéctica», acuñado por el propio Barral. Discutía por los jardines, por los salones, sobre quién merecía o desmerecía el galardón. Su sagacidad rindió a sus pies a José Agustín Goytisolo y Gil de Biedma. Y mientras, subterráneamente, le bullía una mujer.
Se conserva otra fotografía en la que el escritor entierra en la arena, simbólicamente, una novela. Lo vemos a él, desenfadado, en pose jocosa, frente a un trozo de mar. No está en el retrato, pero a su espalda hay algo más: otra isla.
Tan pequeña como para ser confundida con la principal. Tan cerca como para no verla. Tan lejos como para nunca tener la tentación de alcanzarla. Nada de majestuosidad. Solo un pedazo de tierra informe, flotando en la bahía a menos de un kilómetro de la isla principal.
Una peca en el mar
Latitud: 39,9166667. Longitud: 3,15. La orografía determina que es un islote, pero, no busque, no hay demasiado publicado sobre ella. A catorce metros de profundidad, esconde una cueva. La fondean buceadores aficionados, entre morenas, meros y nudibranquios. Pero poco más.
Desde la playa del hotel Formentor puede llegarse a nado. De hecho, se llega. Se atraviesa el pinar, se abandonan los zapatos y se bracea algunos minutos. Más de los que parecen. Rodearla completa toma algo más de dos horas. Su frondosidad engulle al que consigue tocar tierra, camuflándolo con las rocas claras. Un refugio de las miradas indiscretas de bañistas o literatos.
Allí, cuentan, solía huir Italo Calvino. Pudo ser cualquier año de los cuatro que acudió a los premios literarios (de 1959 a 1962) o pudieron ser todos. Desaparecía temporalmente de los combates dialécticos y se internaba en el pedrusco que protege la caleta del viento noroeste, la que llaman Illa Formentor o Illa del Geret, según gustos.
No iba solo. O eso se dice. La editora Ginevra Bompiani estaba allí en 1961, mientras Henry Miller y Jacobo Muchnick jugaban al ping-pong. Contó, en la edición de 2018, que también supuso su retorno a la isla tras cincuenta y siete años, que Calvino salía a navegar, o a nadar, por las mañanas. «Era muy guapo y tenía mucho éxito con las mujeres», relató, con malicia. Ella tenía veintidós años entonces y atesora algunos recuerdos intactos. Otea la isla en la distancia y cabecea: ahora ya es incapaz de llegar hasta ella.
Otros sí lo intentan. Dejan toallas, calzado y leyendas atrás y saltan torpemente desde una roca. Se zambullen en un mar prístino; la sal les escuece en la comisura de los ojos. Aplastan la nariz contra el agua y dan cabezadas ciegas, convencidos de que llegar es tan sencillo como les han contado. Pero lo cristalino del mar se disuelve tras unas cuantas brazadas: las sombras verdes, negras, empiezan a adueñarse de la superficie celeste. Les acarician cuerpos adiposos, bancos de plantas marinas y demás fauna. No hay arena donde hacer pie, así que fingen gallardía con tentáculos de algas pegados a la piel, y patalean para seguir hacia la isla, que ahora parece más lejos. Aquello, que debería rememorar a Calvino, empieza a tomar la cavernosidad tentacular de Lovecraft. La pesadilla submarina de tres idiotas.
Son dos periodistas y escritores asquerosamente brillantes, Laura Fernández y Jordi Nopca, los que chapotean sin dignidad hacia la Illa del Geret. También quien ahora mismo está traicionando la promesa de dejar pudrirse la anécdota. Les cuesta llegar más —mucho más— de lo esperado. En el camino se intercalan los intentos esquivar la flora flotante y las descargas eléctricas de las medusas. De Calvino se acuerdan, pero para mal. Las fantasías literarias nunca debieran ser así de pringosas, mascullan sin resuello. Alguien ha perdido una lentilla, el espectáculo es borroso. En la isla hay lo que se espera: rocas, arbustos, superficie para escalar descalzo y hacer, furtivamente, lo que te plazca.
Cuando —al fin— tocan tierra, esa peca mediterránea, tienen los relieves de los dedos ondulados y el tórax al galope. Aparece una embarcación pequeña, a motor. A bordo hay una ensoñación de videoclip casposo: un hombre calvo de barriga generosa con dos mujeres en exiguos bikinis y sombreritos de grumete. Beben en copas de champán y se tambalean, rosáceos. Frustran el amago de atracar en la isla, porque un trío de calamidades cegatas y desfondadas los observan entre atónitos y abochornados. Cuando la barquita corrige el rumbo hacia mar abierto y se marcha lanzando espumarajos blancos, ellos regresan hacia la orilla. El trayecto de regreso discurre con idéntico patetismo. En la playa una mujer desconocida los recibe con crema antihistamínica. Se hacen una foto perfecta: los tres salen mal.
Ni rastro de Italo Calvino
¿Pasó aquello? ¿Se escabullía Italo Calvino a esa elevación con la esposa de un poderosísimo editor, como contó Ginevra Bompiani? ¿Nadaba hacia allí sin más apero que un bañador? Miren: nunca lo sabremos. Podemos, si se quiere, imaginar que aquella peca, esa isla al lado de otra isla, sirvió al escritor italiano para exorcizar el recuerdo de De Giorgi con otro cuerpo. Aún pueden aparecer cartas que lo certifiquen, el pasado es así de caprichoso. Y podemos, incluso, ir más allá en el delirio, e imaginar que esas fueron las aventuras que insuflaron color al relato «La aventura de un bañista», que compiló en Los amores difíciles. Quizá pudo ser el Mediterráneo lo que evocaba, años después, escribiendo desde su refugio en Île-de-France. O pudo ser otro mar, otra ciudad invisible. Las leyendas, al fin y al cabo, también tienen condición de insularidad. Yacen ahí, frente a la costa, en un océano de silencio indescifrable.
Mientras tanto, todos los que se percaten de ella seguirán refiriéndose a esa peca de otra forma: la isla de Italo Calvino.
Mis obras son solo pequeñas islas que sobresalen en el océano de lo escrito. Las islas son cimas de ciertas cordilleras o montañas cubiertas por un océano de silencio.
Italo Calvino
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