El tiempo medio que pasa desde que un padre da un consejo a un hijo y este lo materializa son veinticinco años. Entre medias, él te puede jalear, instigar, animar, pero todo es insuficiente para ti. Sus sinsabores nacerán porque no terminaste de hacerle caso. Sí es cierto que percutirás —durante esos años— alrededor de su dictado acuñando nuevos términos que vas oyendo, que activarás un propósito de enmienda para corregir tu actitud de cara a la galería, pero nada más. El peritaje auténtico del consejo sucederá un cuarto de siglo después de haberlo oído por vez primera. De repente sentirás una implosión estruendosa y te preguntarás: ¿por qué no lo hice antes? Después tendrás la sensación de haber malgastado el tiempo y le reprocharás que no hubiera apretado más.
Algo así me sucedió a mí con James Cagney o Edward G. Robinson en el cine. También con el jazz o la ópera en algunas cintas de cine negro y mafia, pero sobre todo con la historia y los combates de Sugar Ray Robinson, quien en esta extraña primavera pandémica —una más— habría cumplido cien años.
Para repasar su vida nada mejor que desempolvar viejos vídeos con la narración de Xabier Azpitarte y ojear unos fascículos de 1996 (RBA ediciones) que me regaló precisamente él: mi padre. Ya advertía sobre la perfección en el ring, hablaba de una personalidad que rezumaba superioridad sobre sus rivales, de los doscientos combates en su currículum, de rol invencible en el peso welter del 46 al 51, sus cinco coronas en los medios y una casi gesta en los semipesados. No se cansó de repetirme una y otra vez que Sugar Robinson fue el mejor boxeador de toda la historia o, como dijo Joe Louis, «el mejor que jamás se subió a un ring». Pero nunca creí a mi padre… hasta ahora.
Inicios con el claqué
El púgil centenario nació en Detroit el 3 de mayo de 1921. Su nombre era Walker Smith, igual que su padre, un albañil alcohólico crecido y curtido en Georgia recogiendo algodón por poco dinero. El pequeño era el menor de tres hermanos (sus hermanas eran Marie y Evelyn). Con la madre, regresaron todos durante un periodo a su granja de Georgia abandonando al padre, del que después terminaría por divorciarse.
En su vuelta a Detroit, Junior —como le llamaban— ingresó en el Centro Brewster, una institución donde la juventud local podía practicar deporte, principalmente boxeo. La estrella entonces era Joe Barrow, compañero de clase de una de las hermanas de Junior. Barrow era el mismísimo Joe Louis, probablemente el mejor peso pesado de la historia, con permiso de Ali, Foreman, Rocky Marciano o Tyson.
Algunos años después su madre decidió mudarse de nuevo. Esta vez a New York, donde tenía un amigo que le había encontrado un piso de alquiler para ella y los niños. Fue una infancia normal, sin demasiados sobresaltos para un Junior que recibió clases de claqué, clave para su futuro en el ring. Y es que el adolescente predestinado comenzó a boxear cuando tenía trece años, y ya vivían en Harlem. Allí, un amigo del colegio, Warren Jones, le sugirió que visitara a su tío George Gainford, el responsable del Club Atlético Salem-Crescent. George organizaba combates ilegales en todo New York, y los ganadores entregaban los botines al promotor. Ahí nació una relación que prácticamente duraría toda la vida.
Lo cierto es que no comenzó según el guion convencional. Junior no era un excelente pegador, pero sí muy hábil esquivando. Tuvo suerte porque un promotor se dirigió a Gainford pidiendo un peso mosca para una velada. Él se ofreció voluntario. Lo de la licencia lo solucionaron rápido: el preparador se sacó del bolsillo la de uno de los púgiles de sus luchas ilegales. El apellido era Robinson. Ganó la pelea, y el premio fue un reloj de oro que vendió por pocos dólares. Fue el inicio de una mágica y longeva carrera con otro nombre, ya que poco después decidió renovar la licencia de Robinson cuando ésta expiró. La coletilla llegó con el pseudónimo Sugar, término acuñado por un periodista en referencia a su estilo —dulce, elegante y delicioso— en el cuadrilátero. En las antípodas del bandido, salvaje y farragoso LaMotta, su sempiterno enemigo.
El profesional
En 1939, Sugar ganó el título de peso pluma en el certamen nacional de los Guantes de Oro y un año después hizo lo propio en el ligero. Por entonces ya era padre y se había casado con la chica que había dejado embarazada, pero por un acuerdo de ambas familias no vivirían juntos. Era, con diecinueve años, el boxeador aficionado más famoso del país. Según el Ring Record Book, mantuvo su imbatibilidad en ochenta y cinco combates: sesenta y nueve por KO, cuarenta de ellos en el primer asalto. Solo faltaba convertir todo en dinero, y de eso se encargó Curt Horrmann, un cervecero millonario que financiaría su debut asegurándose un tercio de las ganancias. Se convertiría así en su manager, dejando a Gainford, su preparador, el diez por ciento de la pasta generada.
El crecimiento, a partir de ahí, fue irrefrenable. El 4 de octubre de 1940 debutó como boxeador profesional ante Joe Echevarría. Victoria por KO en el segundo asalto en un Madison Square Garden a reventar. En la misma velada, uno de los ídolos de Sugar Ray —Henry Armstrong— perdió el último título mundial ante el nada ortodoxo Fritzie Zivic, a quien el chico del claqué le juró vendetta en un futuro no demasiado lejano. Ya iba cobrando una índole callejera que precisamente nunca tuvo en los bajos fondos.
Pasó el tiempo, y siguió anotando las matrículas de los mejores. En el 41 aniquiló a los puntos a Sammy Angott, el campeón estadounidense del peso ligero, a quien obligó a disputar el combate por encima del peso oficial para mantener su título a salvo. Fue su primera bolsa importante (seis mil dólares), que permitió a su madre dejar para siempre de trabajar.
Su siguiente pelea fue inolvidable. Horas antes del combate dio un par de vueltas con el coche alrededor del Madison para ver cómo las luces de neón le iluminaban como cabeza de cartel por vez primera. Todo estaba listo, así que Gainford inauguró un protocolo obsesivo y supersticioso que duró hasta la saciedad: rociarle la cara con agua tres veces, por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo. Esa noche noqueó a Maxie Shapiro en tres asaltos. Dos combates más tarde le llegó el turno a Zivic, en plato frío… Y de ahí hasta el inicio del serial thriller con Jake LaMotta le dio tiempo, según contó en su autobiografía, a «coquetear con la mafia, aunque negándome siempre a amañar un combate». De hecho una vez derribó a un rival que el conocido gánster Blinky Palermo protegía. «No pude dormir pensando en posibles represalias de Palermo», apostilló con vehemencia.
Toro Salvaje una y otra vez
La hora más oscura llegó en 1943, tras haber degustado las victorias —algunas por partida doble— ante Zivic, Angott, el futuro campeón welter Marty Servo o el propio LaMotta en el 42. Enfrente Toro Salvaje, mucho más pesado y con más rodaje que el claquetista de Detroit. Robinson perdió por decisión técnica, pero imputó la derrota a su pésimo entrenamiento. Le daría tiempo a vengarse, no sin antes afrontar un giro inesperado que le tenía preparado el destino. Y es que con la Segunda Guerra Mundial en marcha, temió que pudiera ser alistado. Se volvió algo esquivo y desconfiado: abandonó a Horrmann y se distanció de Gainford. Solo tenía sed de victoria.
Aprovechando la coyuntura entró en escena Mike Jacobs, promotor de combates del Madison. Hombre de poder que controlaba las peleas por los títulos mundiales a través del Twentieth Century Sporting Club y de su sociedad con Joe Louis. Fue precisamente Jacobs quien le organizó una importante revancha contra el Toro del Bronx, en Detroit, con un botín que le reportara una cierta tranquilidad durante su servicio militar. Sugar le ganó, una y otra vez, casi de forma sistemática hasta el fin de los días. Entre medias: el ejército le reclutó para hacer varias giras de exhibición por distintos campamentos, le dio tiempo a casarse con una artista de cabarets (Edna Mae Holly) y escuchar de la boca de LaMotta frases como esta: «Peleo tantas veces contra Sugar que ya tengo diabetes». Fueron seis en total los encuentros en un ring.
Entre medias de esa histórica doble trilogía (Ali y Frazier se quedaron en una lustros después) le llegó por fin el momento más esperado. Fue el 20 de diciembre del 46 en un combate que Jacobs había apalabrado contra Marty Servo por el título mundial del peso welter. Este se rompió la nariz y fue sustituido por Tommy Bell, a quien ya había derrotado. Ganó por unanimidad Sugar. Ese año, en Nochebuena, inauguró su café en la Séptima Avenida de Nueva York. Se llamó Sugar Ray’s. Todo eran vino y rosas hasta que una premonición en víspera de su primera defensa al título mundial, ante Jimmy Doyle, le torturó hasta la extenuación.
Estaba afligido Robinson, quien soñó que lo derribaba y lo mataba. Consecuentemente intentó anular la pelea por temor a que ese presagio fuera real. Fue irrefrenable. Así lo quiso un gancho de izquierdas que le llevó a la lona, de ahí al hospital y por último a la tumba. La tragedia le marcaría para el resto de sus días.
Sin rivales
Contado y editado magníficamente este fascículo de coleccionista por Eloy Carbó, Francisco J. Martínez, Ramón Oliva y Esther Viader, Robinson siguió sus peripecias vitales a son de éxitos, glamur, excentricidades y puñetazos.
Es cierto que en los welter se quedó sin rivales, pero su problema es que no aumentaba de peso sin perder potencia. Así pues, descubrió que con una inyección de glucosa podía recuperar la energía que perdía entre el pesaje del mediodía, al que llegaba deshidratado, y la pelea nocturna.
Tras imponerse con claridad a Kid Gavilán, se detuvo en el peso medio, donde LaMotta gobernaba. Con la balanza detenida ahí, Sugar esperó su oportunidad, que finalmente llegó en 1950, cuando se impuso a Villemain en Filadelfia. Por entonces el niño que bailaba claqué en la entrada de los teatros de Broadway, además de ser un talento en el ring, lo era fuera de él por sus excentricidades como el cadillac rosa que sacaba a pasear y que podía aparcar en cualquier parte de Nueva York sin ser multado. Es más, en ocasiones era la propia policía quien lo custodiaba. Se hizo también famoso por sus trajes estilizados, sus líos de faldas y sus negocios en la Séptima Avenida. Era un verdadero esteta el bueno de Robinson. Un dandi en la calle; un monje en el gimnasio cuando le hacía mella su conciencia.
Le dio tiempo, tras dos defensas al título en Pennsylvania, a embarcarse en una gira por Europa boxeando en Francia, Bélgica, Suiza y Alemania. Le acompañaron su mujer, su hermana Evelyn, su entrenador Gainford y varias personas más, entre ellas el barbero particular. Su equipaje, cincuenta y tres maletas, era el de un rey. Un séquito que por cierto aumentó en París, cuando un enano se le acercó un día para ofrecérsele como intérprete. Él pensaba que era solo para una noche, pero el bueno de Jimmy Karoubi acabó convirtiéndose en su mascota porque, como el mismo Sugar declaró en más de una ocasión, «todo boxeador necesita un bufón que le haga reír porque el boxeo es demasiado serio, demasiado sacrificado».
Nuevo camino hacia el título
Tras la gira europea, a Robinson le habría gustado disputar el título mundial unificado de los pesos medios. El problema es que la mafia lo controlaba casi todo, y él seguía sin querer pactar con ella. Sí reconoció haberlo hecho el propio LaMotta, a quien Robinson —mánager de sí mismo— había derrotado en cuatro de sus cinco combates hasta el momento.
Así las cosas, y pese a rechazar la enésima oferta del crimen organizado, por fin le llegó su oportunidad. En esta ocasión lo organizó Frankie Carbo, un gánster con un amplio currículum, uno de los matones de Al Capone: veintidós arrestos, cinco de ellos por asesinato, con una condena de veinticinco años de cárcel. La chance —cómo no— contra LaMotta en una pelea recordada como «la masacre de San Valentín» («Yo he ganado; él no ha perdido», espetó Ray). Fue la sexta, última y probablemente la mejor entre estos dos tótems. La primera con el título en juego de peso medio, que suponía mayores botines para un Robinson que, con 70.5 kg, nunca estuvo tan cerca del pesaje de LaMotta (72.6 kg en esa cita emblemática). Nunca se supo perfectamente el rol de Carbo ahí, ni por quién apostó.
https://www.youtube.com/watch?v=jLlMGBicG5o
Lo cierto es que Robinson después retornó a su querida Europa, subrayando París como gran escala. Una dolce vita parisina con séquitos extravagantes, sparrings, jugadores de golf que le hicieran compañía, y por supuesto el cadillac. Vida mundana y frívola antes que en julio del 51 perdiera a los puntos contra Randolph Turpin en Londres despojándose del título del mundo. Lo recuperó tres meses más tarde en Nueva York ante el inglés en una demostración de boxeo de alta escuela, adelantado a su tiempo, con un excelso juego de piernas, con velocidad, con dominio en cualquier distancia y un amplio registro de golpes: desde el upper (marca de la casa para Julio César Chávez en el futuro), pasando por el gancho o el croos. Una locura deliciosa que se valió de árbitros permisivos y poco diligentes a parar los combates, aunque en este caso Ruby Goldstein detuvo la pelea a falta de ocho segundos para la finalización del décimo asalto, con ambos contendientes prácticamente igualados a puntos. Muchos especialistas consideraron acertada la decisión, de hecho el periodista británico Gilbert Odd describió los golpes que lanzó Robinson en el último asalto como «algunos de los más duros, rápidos y preciosos jamás visto». Prosiguió por esa línea su colega estadounidense Liebling, explicándolo así: «una sucesión de golpes tan demoledora que jamás había visto a alguien recibirla y no irse al suelo. Jamás vi a un hombre tan valiente y magullado como Turpin».
Un año más tarde de esa velada histórica (décima pelea con más ingresos en la historia, incluido los pesos pesados), quiso escribir un nuevo capítulo. Para la defensa de la corona mundial, le tocó el turno al hawaianao Carl Bobo Olson. Como siempre, a quince asaltos. Tras la victoria se solidificó como el rey de pesos medios con un recorrido de ciento treinta y cinco combates con dos derrotas vengadas como se merecía, muy frías y en bandeja de plata. ¡Parecían cabezas de caballo!
Se retiró poco después —con tan sólo treinta y una primaveras— para dedicarse al baile, pero volvió pronto. Antes de colgar los guantes tuvo tiempo de intentar el asalto al título de los semipesados, pero esto ya es material extraíble del segundo fascículo. Editado hace veincinco años, exacto. No podía ser de otra manera.
(Continúa aquí)
Qué maravilla. Mi padre me decía a mí también que Sugar Ray Leonard fue el mejor boxeador de todos los tiempos. Tal parece amigo Julio, que en estos tiempos inciertos, esa es una de las pocas verdades a la cual podemos aferrarnos. Enhorabuena. Aguardo ansioso la segunda parte.
Fantástica historia, y fantástica narración. He disfrutado leyéndola. Bravo.
Maravillosa historia! espero la segunda parte con verdadera ansiedad!!!
Buenos días, buenas tardes, buenas noches: Excelente narración: larga, detallada, y con datos relacionados; Retrato fiel del gran Ray Sugar, y del aroma que rodea al mundo del boxeo. De aquel boxeo añejo y tan presente en los años 40 a 70. Leí hace muchos años, el libro-biográfico de Jake LaMotta editado por Argos Vergara, y contaba algunas pinceladas de las peleas de la doble trilogía con Sugar. Me impactó, dada mi juventud (inicios de los 80) , el lenguaje crudo, la violencia con las mujeres, y el papel de la Mafia (Carbo y sus secuaces) siempre presente, la terrible pobreza de el Bronx, la extrema dureza de aquellos combates (casi a muerte), y el carácter depredador del italo-norteamericano, sus problemas para dar el peso en báscula… Se jactó siempre de que Robinson no consiguió nunca derribarlo, Jake si tiró a Robinson, y hasta le sacó del ring en el segundo combate de la serie. La inseguridad de LaMotta fuera del ring: los celos le carcomían, era su combustible entre las doce cuerdas. Un perro de presa de pegada considerable y un duro encajador, como pocos ha habido. Una suerte poder ver las grabaciones de los combates. Aprendiendo en esta lectura de Ray Sugar Robinson. Ya con ganas de leer la siguiente entrega. Un abrazo grande.
Es un gran artículo.