En esa fotografía, Gilad niño posa vestido de médico y sostiene un arma de juguete. Si se preguntan por el retrato a su izquierda, se trata de Baruj Goldstein, un doctor llegado desde Brooklyn que mató a tiros a veintinueve palestinos en Hebrón. Ocurrió el 25 de febrero de 1994. «Todo el mundo a mi alrededor decía que era un héroe», recuerda hoy Gilad Sade. Tiene treinta y cuatro años, luce unas profundas ojeras bajo un cabello negro acaracolado y vive en «algún lugar del este de Europa» porque prefiere no dar sus coordenadas exactas. Las circunstancias que lo han llevado hasta allí son las mismas que las que le impiden volver a Israel, y están directamente relacionadas con Goldstein y los suyos. Volveremos sobre esto al final de esta historia, de momento nos basta con recordar que el odio en esta parte del mundo lo impregna todo desde el principio. Las explosiones del reactor de Chernóbil o la del Challenger siguen retumbando cuando Sade llega al mundo en Haifa en 1986. Anat, su madre, es una masajista holística con muy pocos medios para sacar un niño adelante, pero tampoco importa. Su camino se acabará cruzando con el de una organización que se ofrece a ayudarla: solo tiene que grabar un pequeño vídeo en el que se ocultará su rostro y se distorsionará su voz para que diga que es una víctima de una relación abusiva con un palestino del que se ha quedado embarazada. Al final, la Liga de Defensa Judía —así se llama la organización— hace público ese documento en el que se puede reconocer perfectamente a Anat. La colecta para recibir dinero no es más que el pretexto para un lavado de cara de un grupo notoriamente extremista. Sade asegura que su madre no solo no recibió nada de ellos, sino que acabó atrapada en aquella encerrona. Aquel fue «el primero del cúmulo de desastres que se encadenarían después».
El siguiente es el que lleva a Anat y a su hijo hasta el asentamiento de Kiryat Arba, un complejo de barracones militares levantados en tierra palestina en 1970 que hoy es una ciudad para diez mil. Su parque central recibe su nombre de Meir Kahane, el fundador del Kach. Es un partido político calificado como «organización terrorista» en Estaods Unidos, Canadá, la Unión Europea e Israel y cuyos objetivos pasan por la expulsión de todos los árabes del país, la destrucción de las mezquitas de la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén y la implantación de la halajá —la ley religiosa judía— como única ley. La tumba de uno de sus hijos pródigos está justo cruzando la calle anexa al parque: «Dio su vida por el pueblo de Israel, su Torá y su tierra», reza aún la lápida de Baruj Goldstein.
Ser uno más
De entre los primeros recuerdos de infancia de Sade antes de la masacre de Hebrón hay una máscara antigas con la que se protege cuando Saddam Hussein lanza sus misiles hacia Israel durante la Primera Guerra del Golfo (1991). También hay horas pasadas en un autobús escolar escoltado por el Ejército israelí; cómo olvidar el ruido de las piedras de los palestinos contra el cristal y el aluminio. Hoy ya no hacen falta soldados armados en los asientos delanteros porque los autobuses son blindados.
La vida en Kiryat Arba sigue su curso. Su madre se ha casado y su padrastro, un miembro significado del Kach, pasa a convertirse en uno de los líderes del movimiento en 1990, poco después de que Meir Kahane sea asesinado en Nueva York. Aquel rabino nacido en Brooklyn acabó muriendo en Manhattan de un disparo en la nuca. Fue un egipcio el que apretó el gatillo.
Gilad tiene diez años cuando posa para esa foto sacada en su casa durante la celebración de la fiesta judía del Purim y en la que su padrastro brinda a la memoria del carnicero de Hebrón. El chaval sigue creciendo, pero solo ve en los árabes a gente que construye las casas de los judíos, que ataca el autobús en el que viaja por las mañanas o mata a tiros o a cuchilladas a gente como él. Las pellas están más que justificadas cuando sirven para hacer pintadas pidiendo la expulsión de los árabes, echarles spray de pimienta en los ojos, destruir sus coches… Al fin y al cabo, no es más que el hijo perdido de un árabe —o eso piensan todos en el movimiento— por lo que Gilad siempre es el primero en presentarse voluntario cuando se trata de hacer la vida de los palestinos aún más difícil: es su manera de decir que es uno más, aunque nunca consigue convencer a nadie. Y eso que solo tiene trece cuando es detenido y encarcelado por primera vez, pero ni por esas. Como cuando encadena citas con chicas que nunca vuelven a dar señales de vida. Para cuando la chavala vuelve a casa, a sus padres ya les ha llegado que la han visto paseando con «el hijo del árabe». Gilad crece con ese fantasma. En el partido le dicen que no haga caso de lo que le diga su madre sobre el hombre que lo engendró; esta, que le pregunte a ella cuando quiera saber realmente quién fue su padre. Al final, el chaval calla, intenta dejarlo correr, aunque con esas cosas pasa justo lo contrario: se enquistan durante años. Y en el caso de Gilad serán demasiados.
La suya es una huida compulsiva y siempre hacia adelante. A los catorce abandona la escuela para convertirse en un colono a tiempo completo. Junto a sus colegas, construyen chozas de piedra y uralita en Cisjordania en las que viven como en tiempos de la Biblia: sin agua corriente ni electricidad, leyendo la Torá y rezando hacia Jerusalén. Volverá a la cárcel varias veces más, y es en una de esas cuando casi llega a entablar una conversación con un palestino por primera vez. «Gilad, aquí somos todos vecinos, no tenemos por qué luchar», le espeta desde la celda anexa un árabe acusado de haber asesinado a un niño israelí. Sade zanja el asunto con un escueto «cierra la puta boca». Pero se siente cada vez más cansado del entorno, de buscar sin éxito un hueco en un puzle en el que nunca podrá encajar. Además, nunca ha llegado a creerse lo del «pueblo elegido» porque lo más seguro es que Dios no exista. Solo lo mueve la inercia de la violencia. En 2005, justo cuando los israelíes desalojan los asentamientos de Gaza, vuelve a ser arrestado, esta vez de forma administrativa y «por razones de seguridad». Es algo que sufren a menudo los palestinos pero raramente los judíos, y entre estos últimos son siempre los miembros del Kach. En cualquier caso, será una de las últimas veces que Sade pise la cárcel.
El viaje
Romper ese bucle marcado a fuego por la causalidad más brutal pasa por dejar atrás Cisjordania; soltar amarras y abandonarse a una soledad que solo logrará mitigar viajando por su país, cualquiera que este sea. Liberado de un lastre con el que ha cargado toda su vida, Sade tiene veinte años y se sienta a la mesa con palestinos por primera vez en su vida. Su comida no solo no es repugnante como había oído siempre, sino que puede llegar a ser limpia, fresca y deliciosa. Al principio se sobresalta cada vez que escucha la llamada a la oración desde una mezquita cercana, pero se acaba acostumbrando a ello. Incluso pasa meses conviviendo con una familia de beduinos palestinos. «Tengo un hijo nuevo y es judío», llega a decir la matriarca a sus familiares y amigos. Gilad asegura que es de lo mejor que ha dicho nadie nunca de él. Entre muchas otras cosas, ha descubierto que viajar es lo que más le gusta y que incluso puede convertirse en una forma de vida: organiza excursiones a los desiertos de Negev, de Judea o el Wadi Rum de Jordania. También mucho más allá, hasta lugares tan exóticos como las montañas de Fagaras (Rumanía) o las de Tusheti (Georgia).
Y así pasa muchos años, yendo y viniendo. Hasta consigue amasar unos ahorros con los que poner en marcha un albergue junto al mar Muerto por el que pasan mochileros de todas partes, hasta de Gaza o Irán. Eso le enorgullece. Le gustaría visitar muchos más países, especialmente los vecinos de Oriente Medio, pero es lo que tienen esos pasaportes azules israelíes, que no dan para mucho. Aún así, le permiten perderse por los Balcanes y el Cáucaso buscando a sus gentes pero, sobre todo, paralelismos con el conflicto en su tierra de origen, respuestas que recoge con su cámara. Antes de cumplir los treinta, Sade ya ha descubierto en el fotoperiodismo la vocación de su vida. Acabará desenmascarando la corrupción y las mentiras del movimiento que una vez le hizo odiar a sus vecinos palestinos casi tanto como a sí mismo, pero antes tiene que instalarse en Nagorno Karabaj para documentar el día a día de los armenios del enclave. Allí hace amigos, casi familia, hasta que a todos les estalla la guerra en la cara el pasado septiembre. La cubrirá desde el día uno hasta el cuarenta y cuatro, trabajando con un pasaporte israelí mientras los drones de Tel Aviv hacen estragos entre las tropas armenias. Una vez más, la eterna sensación de no encajar. Tampoco puede volver a su país porque se le amontonan las amenazas desde el movimiento extremista tras un documental que un canal israelí hizo sobre él. Resulta que el hijo perdido del árabe es también un traidor que aprovecha ahora cualquier altavoz. El último antes de este fue el diario Der Spiegel. «Hay algo peor para un israelí que airear los trapos sucios desde el extranjero, y es hacerlo en alemán», bromea.
Ser uno mismo
Corre el año 2021 y Sade contempla con estupor cómo Israel vuelve a las urnas el pasado 23 de marzo, y por cuarta vez en dos años. Netanyahu concurre liderando una coalición que incluye a Fuerza Judía, que no es sino la enésima marca del ilegalizado Kach. En Israel votan una y otra vez porque ni Netanyahu ni sus opositores han logrado ganar suficientes asientos en el Parlamento para formar un gobierno de coalición con mayoría estable. Todo suma, y a Sade se le revuelven las tripas cuando descubre que Itamar Ben Gvir —un residente de Kiryat Arba que tenía una foto de Baruj Goldstein en su despacho hasta el año pasado— puede acabar ocupando un escaño en el Knesset, el parlamento israelí.
«Por un puñado de miles de votos, Netanyahu va de la mano de gente que expulsaría no solo a todos los palestinos de Israel, sino también a todos los judíos no religiosos», dice. Sade lo repite a través de varios canales de televisión israelíes, y en una de esas incluso emplaza a Ben Gvir a participar en un debate en directo, pero el candidato rechaza la oferta en el último segundo. Respecto a la última ofensiva de Gaza, le ha costado varios días poder hablar de ello. «Me acabo de dar cuenta de que estaba emocionalmente devastado por lo que estaba ocurriendo. Y luego está esa cobertura de la prensa internacional que se centra en los extremistas de ambos bandos… Son muchos menos de los que parece, ¿sabes?». De hecho, añade, esa es una de las razones que le llevaron a convertirse en periodista: «Aportar claves que ayuden a entender la complejidad de un conflicto, dejando a un lado el simplismo habitual de los medios». Gilad admite que la superioridad militar de Israel sobre los palestinos es tan apabullante como injusta; que nada justifica la muerte de civiles, ni tampoco los más de cinco mil cohetes lanzados por Hamas desde zonas residenciales de Gaza sobre población civil israelí. «No se puede hacer una lectura justa de una guerra echando siempre la culpa al mismo y eximiendo de todo pecado a su adversario por sistema: ni en el conflicto palestino-israelí ni en ningún otro», dice el fotoperiodista. Luego zanja definitivamente la cuestión: «Ni palestinos ni israelíes van a abandonar esta tierra por lo que están condenados a vivir juntos y entenderse».
Sobra decir que le habría gustado volver para cubrir la guerra en casa, pero es el auge de la extrema derecha lo que se lo impide. La última vez que lo hizo fue en agosto de 2019; apenas una semana que se convirtió en un suspiro para ver a sus hijas —tiene dos—, pero que le bastó para ver a su padre por primera vez. Su padre, aquel «árabe» del que todos hablaban en Kiryat Arba, resultó ser el hijo de un palestino y una judía húngara. Se trata de un detalle que no debería tener la más mínima importancia en la vida de nadie, pero, ya que estamos, Gilad nos cuenta que sus abuelos maternos eran kurdos de Irak: él fue el último rabino de Penjwin, una localidad de montaña fronteriza con Irán que la nieve sepulta cada invierno; ella, una judía de la Kirkuk más mestiza.
A Gilad le gusta esa conexión, de hecho, lleva muchos años soñando con pisar Penjwin, pero siempre está el tema de los papeles. Ni siquiera se puede entrar a Irak con un sello israelí en el pasaporte. «Soy un kurdo nacido en Israel», se presenta a sí mismo a menudo. Probablemente se trate de una forma tomar distancia, pero también de verbalizar que, a sus treinta y cuatro años, ha saltado ya unos cuantos muros de su antigua prisión mental. Solo quedan las cicatrices.
Muy interesante. Gracias
Cómo siempre, un magnífico artículo. Por desgracia parece que cada vez estamos más lejos de la convivencia pacífica, que los extremismos siempre ganan