Llevamos décadas oyendo hablar de la muerte del cine, o de los cines, tal y como los conocemos. En 1971, Melville la predijo para 2020, y casi lo clava, aunque la amenaza que entonces vislumbró el maestro del polar era la televisión. En 2007, Greenaway declaró que ya había fallecido en 1983, cuando se popularizó el mando a distancia (en realidad fijó su defunción el 31 de septiembre, que nunca pudo existir). Spielberg, Scorsese y Scott, entre otros tótems, también le han puesto fecha de caducidad, ahora por el peligro que suponen las tentaculares plataformas y sus estrenos sin sala. Incluso Almodóvar, de alguna forma, declaró el deceso del cine en la alfombra de los Goya, y eso que por entonces, año 2019, aún teníamos eso que alguien llamó normalidad: «No es solo ya que a los políticos no les importa lo más mínimo. Tengo la sensación de que tampoco a los espectadores les está importando gran cosa. Y eso es una pena». Pues bien, a la autora del libro No te enamores de cobardes, Marta Fernández, le importa.
De hecho, lo empieza casi como una elegía sobre ese mundo agonizante. Bueno, sobre dos mundos (moribundos) con los que empatiza y a los que imagina conscientes de lo que pasa a su alrededor. La autora tiene la lúcida ocurrencia de hacer que cine y literatura piensen por sí mismos, se hablen y se confiesen intimidades como si fueran marido y esposa, hijo y madre, o un par de amigos de toda la vida. Podría ser también una historia de chico conoce chica: él es cine, con sus epifanías y su liturgia y sus sortilegios, «una fiesta que no se podían perder»; ella es literatura, con su fabulación y su artificio y sus relatos que son «la esencia de las cosas». Pero es él quien se dirige a ella, que ha pasado más veces por este peligro de extinción (el incesante «réquiem del papel»), para obtener consuelo, cosa que ella ofrece, asegurándole que perdudarán pese a todo. Lo que nos indica que este será principalmente —como ya anuncian la portada y los títulos de sus cuatro capítulos— un libro sobre cine.
En realidad, un libro sobre mitos, su alzamiento majestuoso y su derrocamiento reparador (y también conciliador; no hay rencores). Porque, en el casi medio centenar de ensayos breves que incluye, desfilan obras y nombres del séptimo arte, pero también de literatura, música, teatro, televisión y algo de pintura. Compartimentos aparte, aparecen ciertas figuras que antes que a cualquier otra, pertenecen a la categoría de encarnación mítica —es decir, personajes divinos o heroicos—, como en los casos de Steve Jobs o John John Kennedy, y más después de muertos. Marta Fernández construye con sólidos cimientos toda una mitología alrededor de estas estrellas y sus secundarios, depurados relatos que buscan preservar las artes en su condición primordial y restaurarlas del olvido de nuestros días hiperconectivos. Y aunque hubiera algún truco de guion en estas obsesiones compartidas, tampoco importaría, porque lo narrado cautiva.
La periodista y escritora madrileña adopta una tercera vía entre el fenómeno fan y el pedantismo cultureta: la llamada sapiofilia, aquí definida como «inclinación apasionada por la inteligencia ajena», y de la que deriva la persona sapiosexual. Ya se sabe: leer es sexy. Para Fernández, sin duda parece serlo, y aunque a veces hable en tercera persona de tales especímenes («esos zombis que van por la vida pensando en el libro que han dejado en la mesilla»), lo hace con simpatía e incluso se identifica con aquello que nos hace conectar a niveles sublimes, «el sortilegio que nos convierte en oficiantes de la misma secta». Llámenla nerd, si quieren, pero todos lo somos —y con orgullo, al leer este libro— cuando nos dejamos seducir por lo que ella define como «voluptuosidad neuronal». Y para apoyar su tesis y subir aún más la temperatura, cita la celebrada consigna «hay que follarse a las mentes» de Martín (Hache), pero también a John Waters y Susan Sontag, sapiófilos y sapiosexuales perdidos.
Pese a ese leitmotiv que los recorre, podría caer el lector en la tentación de acoger estos textos como artículos inconexos y el volumen como un cajón de sastre, pero a poco que esté atento reconocerá que conversan entre sí, que hay motivos e imágenes que se tornan recurrentes y hasta familiares a medida que avanzan las páginas. Lo logra la autora con un marcado estilo de frases breves y certeras, a menudo empleando una estructura paralela que las hace reverberar como salmos. También al introducir diálogos entre obras distintas, en ocasiones a través de algún detalle inadvertido o poco trascendente a priori (como las puertas que enmarcan, encuadran, se abren o se cierran en pantalla); un poco a la manera de Mark Cousins en su extraordinaria Historia del cine. Otras veces son sus protagonistas quienes trazan la múltiple conexión, veamos un ejemplo breve: hablando de Michael Caine, termina por hablar de John Huston, Jean Renoir, Paolo Sorrentino, Christopher Nolan, Toni Servillo, Marcello Mastroianni, Harvey Keitel. O bien subraya una tradición que va de la Furiosa de Mad Max a otras heroínas superpoderosas y humanas como la Novia, Wonder Woman, Leia o Lisbeth Salander. Vidas cruzadas, reales o ficticias.
En ese sentido, algunos de los mejores pasajes de este libro tienen que ver con el relato frenético de las múltiples relaciones inter pares en la escena cultural; esa «promiscuidad intelectual» (casi endogamia) que a veces la autora observa desde el prisma menos habitual, el de ellas. Las actrices-cuerpo que depositaron —malgastaron— gran parte de sus horas en los creadores-cerebro: Marilyn Monroe con Arthur Miller, Rita Hayworth con Orson Welles, Ingrid Bergman con Roberto Rossellini y la hija de ambos, Isabella, con David Lynch. Tan listos ellos que no supieron ver la brillantez de aquellas mujeres, «paralizados por la certeza monstruosa que producen los seres excepcionalmente hermosos: que no se puede entender lo más primario». La misma tragedia vivieron musas inmortales como la Zelda de Scott Fitzgerald, la Beatrice de Dante, la Amarilis de Lope, la Laura de Petrarca o las muchas de Picasso, «seres ideales» que acabaron en el imaginario colectivo sin saber quiénes eran.
En cuanto a ellos, a menudo se pusieron el traje de la cobardía, o al menos así los retrata Marta Fernández en el texto que da título al libro: el Rick de Casablanca inaugura una galería de medrosos a la que se incorporan Mr. Stevens (Lo que queda del día), Hamlet («cobarde máximo») y, ya como figura de carne y hueso, Spencer Tracy, anulado por la culpa de haber sido incapaz de amar; que es, a fin de cuentas, el mayor de los pecados posibles que uno puede llevarse consigo a la tumba. «Se quedan los cobardes viviendo en una colección de condicionales que nunca son», sentencia la autora. Para los valientes reserva, en cambio, una serie de redondas semblanzas (mención especial del jurado a mis favoritos: los exquisitos y obsesivos David Fincher, Leonard Bernstein y Wes Anderson) cuyo culmen alcanza la dedicada a John Cazale, el hombre de los cuatro papeles perfectos antes de morir a los cuarenta y dos años. No necesitó más para entrar en la historia del cine y en esta colección de laudatorios.
Otros fieles obituarios compone la escritora madrileña en el capítulo dedicado a «Escenarios y localizaciones» con el que cierra este homenaje a los paraísos perdidos. Empezando por su propia ciudad que, como Nueva York, puede también ser analizada como mito, exaltada y destronada si es menester. De ambas nos muestra la comparativa antes-y-despúes de la gentrificación y el alunizaje de los hípsters, la condición mutante de Chueca y Brooklyn, no sin advertir que su imagen previa tampoco era necesariamente mejor. «Los recuerdos son caprichosos», previene. «La memoria a veces se pone ñoña, se empapa de nostalgia y nos quiere engañar». Aunque a veces, piensa uno, hay que darse un capricho. Sucede con su crónica de the last days of disco (como la maravillosa peli de Whit Stillman, que no está en el libro pero podría) en Studio 54, una suerte de crepúsculo de los dioses (esta sí está, y muy presente) de la pista de baile. «El epicentro de lo extraordinario», donde cabían todos los excesos y donde se descubrió «una nueva forma de deseo. La obsesión por un lugar», que es quizá la de ella misma.
En este ensayo, la autora explota su habilidad como documentalista de instantes, de escenas, de anécdotas que se ubican entre lo épico y lo más prosaico; como el 54. Fernández tiene ritmo de narradora rock’n’roll, como si nos mostrara aquellas noches al estilo Scorsese (o al de sus muchos hijos cinematográficos). Como si hubiera estado allí, con todo lujo de detalles, aunque algunos de estos se hallen más próximos a la leyenda que a lo verificable. Es normal, pues de leyenda son también los personajes ante cuya constelación nos sitúa para que admiremos las vistas: Capote, Sinatra, Beatty, Cher, Jagger, Minnelli… you name it. Para luego dejarnos caer encima el telón, a modo de «acta de defunción de una época que no iba a volver». Un texto explosivo y emocionante, que condensa el espíritu de este libro crepuscular a la par que celebrador, melancólico y eufórico, como una última fiesta cuando uno ya no tiene edad de.
El título de su siguiente texto, «Cuando descubres que el mundo ya no es igual», podría ser también el del libro, si no fuera porque lo remata con la certeza de que «el mundo, afortunadamente, nunca es igual». La autora se halla a menudo circundando la nostalgia, consciente de su magnetismo, pero nunca acaba de caer en sus redes. No parece interesada en comprar aquello de que cualquier tiempo pasado fue más majo. En todo caso, emite el dictamen de que hay tiempos que estuvieron bien; al menos en su tiempo. Da la impresión, por momentos, de que casi extraña más el tipo de evocación que han hecho las generaciones previas acerca del gran cine de estudios y autores. Podría ser una nostálgica de la nostalgia, si remedamos al amante del amor de Truffaut (otro que comparece en estas páginas). Y hablando de nostalgia, o simplemente de recuerdos, me permito en esta reseña un apunte personal: la escritora dedica esta obra a su padre, quien siendo ella niña la llevó a ver Fantasía, y resulta que yo juraría, si no es cosa de la memoria ñoña, que esa fue la primera película que vi en el cine —según he investigado, debió de ser la reposición de 1986—.
Como fuere, se le agradece a Marta Fernández que no haya volcado esta memoria cultural en redes sociales o en televisión (el medio en que se dio a conocer, pero claramente no el único que domina) porque en ellas, sospecho, tendría difícil cabida; al menos así de depurada y reflexiva, así de generosa y entusiasta, en este formato clásico, por así decirlo. Atendiendo a su título, No te enamores de cobardes podría tomarse por una novela romántica, y no es una novela, pero sí una obra romántica en el menos tóxico de los sentidos; una carta de amor a quienes concibieron aquellas historias que degustamos en bucle, las que salieron del genio creativo, del tormento y el éxtasis, y que nos hacen mirarnos al espejo de esos mundos. Porque al fondo de tanta cita y de tanto embeleso, está la autora misma: «A veces me pregunto si la incapacidad para encontrarnos a nosotros mismos nos lleva a buscarnos en otros, en los personajes».
El cine y la cultura son de valientes porque no tienen futuro. Lo que nos lleva justo al final del libro, al mismísimo desenlace, cuando nos da por leer la nota de impresión donde se cita a los hermanos Lumière (que también salen en el libro), quienes tras concebir la máquina que nos cambiaría la vida —de verdad, no como todas las que ahora prometen una revolución— dijeron, ni cortos ni perezosos: «El cine es una invención sin ningún futuro». Y puede que después de todo, tuvieran razón. Lo que no podían saber entonces, los bigotudos Auguste y Louis, es que algún día el cine tendría mucho pasado, tanto como para habitarlo. Para entrar a vivir en él.