Sociedad

Monegros: mujeres en primera línea de campo

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Elena Alcubierre en su granja de Lanaja. Foto: Laureano Debat.

Monegros explota en colores durante las primaveras lluviosas. Las amapolas bordean las carreteras y los caminos, devolviéndole la circulación sanguínea a una tierra agrietada por la sed. Pero cuando el agua falta hasta las chicharras se quedan afónicas. Por eso, la llegada del regadío supuso un antes y un después en una zona cuyos cultivos dependían de la clemencia del cielo. Aunque no fue fácil: los gobernantes que debían dar luz verde al canal de Monegros se mostraron vacilantes y su construcción se vio paralizada, así como también las esperanzas de un baldío que necesitaba el agua para comer. Fueron las mujeres, procedentes de varios de los tramos por donde debía pasar el canal, quienes se movilizaron un 25 de febrero de 1915 para pedir que se concluyeran las obras que ponían en jaque las oportunidades de sus municipios. Llegaron de noche a Huesca, las hospedaron en posadas y, al amanecer, el gobernador civil pidió que las sacaran de la ciudad. Demasiado ruido. Sin embargo, las canalistas de Lanaja no se fueron, resistieron a las puertas de la ciudad defendiendo su propuesta. Y el canal continuó construyéndose.

Cien años después, el tablero del juego ha cambiado. La entrada en la Unión Europea y los avances tecnológicos y sociales han hecho que se produzcan innovaciones no solo en las formas de trabajo sino también en las oportunidades generadas. Aragón también es una región abatida por la despoblación en el medio rural: el 50 % de sus habitantes viven en las ciudades, donde las mujeres hallan una mayor tasa de inserción laboral. Es por ello que desde la Universidad de Zaragoza han desarrollado el Estudio de la Situación del Mundo Rural Aragonés desde una perspectiva de género, con datos actualizados hasta 2020. Porque resulta imprescindible abrir un debate que aborde la igualdad de oportunidades en el medio rural. En Monegros, el empleo en la agricultura y ganadería durante el año pasado representó el 17,22 % del total de los puestos de trabajo, de los cuales un 32 % fue para las mujeres. 

Esta comarca ha sido tierra de montes negros, de tiros cruzados por los bandos en la guerra. De sol y campo. Quizá muchos de los que ahí viven no sepan que en otro tiempo fue mar y obvien el hecho de que alguna de las piedras que lanzaban cuando eran niños son animales fosilizados hace millones de años. Un lugar donde los campos cambian de color sin avisar: del gris invierno al verde primavera, del amarillo de verano a los naranjas de otoño. Pendiente de la lluvia y dependiente de los nuevos sistemas de regadío. Tierra domesticada a brazo arremangado. Territorio construido y contado con sustantivos masculinos, que ha olvidado que también sus nombres son femeninos. 

Ole tus lunares

El día que Esperanza Valero puso un pie por primera vez en Robres junto a sus 5 Magníficos, puesta y dispuesta a ser el centro de la orquesta de las fiestas, no sabía que entre el frío acurrucado de febrero iba a encontrar el amor. Un amor que primero sería de carne y hueso y que luego también tomaría a la tierra. 

El 22 de marzo cumplió setenta y cinco. Lleva viviendo aquí más de cuarenta y siete años, que son los que tiene su único hijo. Nos atiende en la plaza frente de su casa, rodeada de tanques de la guerra civil que ahora solo son escultura y memoria. Nacida en un pueblecito de Cuenca, su familia se mudó a Manresa cuando ella tenía diez años. Allí había muchas fábricas y con tan solo doce años empezó a trabajar haciendo hilo para los telares. «Yo era así de alta, me parece que me he encogido. Si venía una inspección me decían: tú di que tienes dieciocho». 

El suyo es un viaje con efecto bumerán. Se fue del pueblo para acabar siendo adoptada por otro, pero eso sería más adelante. Primero anduvo cantando por los matinales radiofónicos con catorce o quince años, donde coincidió con Peret, Rudy Ventura y el Gato Pérez. Giró de forma altruista por hospitales y orfanatos a través de la asociación Arte, Alegría y Caridad de Manresa hasta que la fábrica cerró. Entonces su altura y su edad se habían equiparado: con dieciocho años cumplidos le surgió la posibilidad de dedicarse profesionalmente a la música con el grupo Esperanza Valero y Los 5 Magníficos. 

Así fue como llegó a Robres para la fiesta de San Blas. «Yo en la orquesta iba a trabajar, se piensa la gente que solo ibas de fiesta. No. Es un trabajo y duro. Íbamos a Navarra, País Vasco, Aragón, Cataluña, menos Andalucía anduve por toda España. Y en Manresa aún hoy ponen mis discos, allí soy muy conocida». En la fotografía de la portada del disco Ole tus lunares comprobamos el impacto de sus ojos oscuros, la belleza y el desparpajo de la joven cantante. Y cuesta poco imaginar cómo Lorenzo cayó rendido a sus encantos el día que la conoció, trayéndola y llevándola al camerino situado a las afueras del pueblo. 

Un año después de conocerse, escribirse cartas y visitarse esporádicamente, se casaron y Esperanza se instaló definitivamente en Robres. Seguramente su llegada al pueblo monegrino no dejó indiferente a nadie. «Supongo que alguna diría pues a los cuatro días se marchará esta». Pero no se marchó, al contrario: compatibilizó sus aprendizajes de madre primeriza con la construcción de su primera granja de cerdos en un campo de su marido, quien nunca había mostrado especial interés en el sector primario y trabajaba por cuenta ajena en la fábrica de lácteos RAM.

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speranza Valero en el portal de su casa en Robres. Foto: Laureano Debat.

Con el mismo entusiasmo con el que recuerda la noche en que acompañó a Julio Iglesias en una actuación en Barbastro, nos habla de cómo su emprendimiento rural fue creciendo. Empezó con una granja de cerdas madres para criar lechones, la amplió a quinientas plazas y la integradora para la que trabajaba se echó para atrás. «Nos dijeron que tenían que ser de mil para arriba. Pues entonces dijimos: vamos a pasarlo a cebo. Con aquello se ganaba mucho dinero pero se trabajaba mucho. Pero a mí me gustaba, los cogía, les daba besos, todo». 

Para poder ir y venir a la granja tuvo que aprender a montar en bicicleta, pero en las gélidas noches de invierno de Monegros no parecía un buen plan, así que se sacó el carnet de conducir y se compró un Panda. «Me llamaban la viuda, no sabían que tenía marido. Como él no venía a cargar el camión. Yo misma con un saco y una tabla me cargaba cien cerdos y, además, en media hora. Y cuando llegaba ahí, a la primera vez que venían a cargar para los mataderos decían: oh una mujer, una mujer. Y yo decía: pues me cago en la mar, sí, una mujer, una mujer. Y luego ya no me decían nada porque los cargaba igual o mejor que ellos». 

Hoy, a sus setenta y cinco años, después de sostener la economía familiar cuando su marido cayó enfermo, de enseñarle el oficio a su hijo con una empresa en funcionamiento y de trabajar como restauradora en la iglesia del pueblo, Esperanza Valero es una parte fundamental de Robres. Siempre llena de vitalidad y de humor, partiéndose de risa hasta cuando cuentas cosas como esta: «Una vez salíamos de misa con la cartera, Mariflor, la pobre que se murió. Nos metemos en el bar a tomar un vermú y nos sentamos en una mesa. Era todo hombres. Y dice uno: ¿y estás, qué hacen aquí? Y hace el otro: déjalas, que estas trabajan». 

Brazo ejecutor

Nadie mejor que Belén para definir quién era Angelines Aguín: «Mi madre ha sido una curranta nata y eso no se lo quita nadie. Pero curranta, curranta».  La voz de la hija en pretérito perfecto nos confirma que aunque hace cinco años que falleció, Angelines sigue muy presente. Hija de colonos de San Juan del Flumen, trabajó mano a mano con su padre en el campo. La apodaron la «chica-chico» porque siempre estuvo en primera fila en el sector de la agricultura, en un terreno muy masculino que para ella fue de lo más normal. En su intervención televisiva en el programa Aragón en Abierto lo dejaba claro: «Yo soy como soy, un hombre a mi lado puede hacerlo igual que yo o yo igual que él, ni no soy ni más ni menos». Acudimos a su hija y a su marido para que nos ayuden a revivirla desde los ojos de quien la ve como un referente y desde la mirada de su compañero de vida. 

Salvador Andrés nos recibe en la casa familiar que compartió con Angelines, cuya imagen aún persiste en los portarretratos de las estanterías. «Éramos un equipo. Yo llevaba más las cosas de contabilidad y sulfatos, los temas teóricos. Ella era más dicharachera, le gustaba más charrar, ir para aquí con el camión o el tractor, ir a los talleres le encantaba. No me he sentido en ningún momento discriminado ni nada, pero cuando íbamos de viaje a algún sitio me tocaba a mí coger coche, fíjate tú. Pero el camión siempre lo ha cogido ella». 

Con Belén tomamos algo en un bar de Zaragoza y nos cuenta que su madre viene de una familia que siempre se dedicó a la agricultura, que no conoció otra cosa, probablemente, porque antes tampoco había mucho más formas de salir adelante en Monegros. Habla de ella como lo que fue: una pionera y una luchadora. Aunque desde fuera pudiese ser anómalo, Belén nos lo deja claro: «Mi madre se encontraba muy a gusto en un mundo de hombres. A mi madre no la mandes a la Asociación de Mujeres, a ella no le gustaba estar ahí». 

Angelines y Salvador empezaron dedicándose a la hortaliza, sobre todo a la lechuga, que ellos mismos cultivaban, recogían, envasaban y llevaban al mercado. En aquel entonces hacían falta brazos y a Belén también le tocaba ir a echar una mano con doce años. «Mi padre era el que pensaba y mi madre el brazo ejecutor», recuerda. Después primó el tomate, pasaron al pimiento hasta llegar a la cebolla. Fueron creciendo sin intermediarios, haciendo todo ellos mismos. Angelines se levantaba a las siete de la mañana, iba al campo, envasaba, recolectaba y a la noche salía para el mercado a llevar la mercancía, regresando a casa cerca de las dos de la madrugada. Dormía poco, madrugaba mucho y no perdonaba, eso sí, su hora de siesta. 

De una hectárea de cebollas pasaron a tener más de cien. Y con esta hortaliza hicieron dinero y montaron una empresa exportadora que solo se vio frenada cuando sus hijos se hicieron mayores. Belén no fue educada para dedicar su vida al campo: «Sí que a mi madre le hubiese gustado que mi hermano se dedicara a la agricultura y a mí me decía siempre que me fuera, que aquí no me quedara. Es un poco contradictorio, porque ella no defendía tampoco que sean solo los hombres los que deben trabajar en la tierra». 

Pese a la insistencia de Salvador, Angelines nunca dejó de fumar y un cáncer de pulmón se la llevó a los sesenta años: «No nos ha ido mal, hemos trabajado mucho y ahora tenemos un patrimonio decente para vivir. Y sin más. Y ahora que empezábamos a vivir bien y que no íbamos a jubilar pasó esto. Pues ¿qué le vamos a hacer?», nos dice, borrando la sonrisa que le ha acompañado durante toda la entrevista.

En Mercazaragoza aún se deben acordar de aquella Angelines vital y decidida, que saludaba a los puesteros y hacía bromas y le resbalaban las miradas masculinas que se preguntaban qué hacía una mujer sola entrando en ese recinto sacrosanto de la testosterona. Una mujer que siempre se hizo respetar en un mundo de hombres y que despertaba admiración y, seguramente envidia, entre muchas mujeres de la zona. Porque en San Juan aún se dice que no había nadie como ella.  

Descalza en el arroz 

«Algunas veces me hablaban como la secretaria de ATRIA y yo tenía que aclarar que no, que soy la técnico». María Carmelo lleva desde los años noventa como técnica de la Agrupación para Tratamientos Integrados en Agricultura. Nos lo cuenta en el patio de su casa en San Lorenzo del Flumen, el pueblo de colonización al que sus padres llegaron cuando ella tenía cuatro años. Su futuro siempre estuvo vinculado a tener una formación académica, pero su relación con el campo surge tras abandonar la carrera de Medicina. 

Los dos años que pasó decidiendo cómo continuar su formación, estuvo trabajando junto a su padre en la producción de fruta. Pero Monegros no es precisamente una zona frutícola y la falta de infraestructura dificultaba el desarrollo de esa actividad. Era demasiado trabajo: controlaban las plagas que podían dañar los árboles, contrataban cuadrillas para que les ayudasen a recolectar la fruta que luego guardaban en una cámara frigorífica, su madre se encargaba de prepararla para la venta y María con su padre la llevaban al mercado. «A mí lo del tractor  y la maquinaria no ha sido lo que más me ha gustado. Iba a hacer los tratamientos sanitarios, coger la fruta y clarear».

Entonces se marchó a la Almunia de Doña Godina a estudiar Ingeniería Técnica Agrícola. Toda esa experiencia acumulada hizo de María una estudiante privilegiada: «Muchas de las cosas que veía en la facultad ya las conocía y las sabía de sobra, mientras muchos de mis compañeros o compañeras no tenían ni idea. Por ejemplo, distinguía perfectamente una rama de manzano de la de un peral en la prueba de identificación de maderas frutales con verla». Durante el tercer año de carrera, un profesor le propuso encargarse de un estudio sobre el arroz para investigar una plaga que estaba obstaculizando su cultivo en la zona de Monegros y su nivel de especialización la llevó hasta la que ha sido su ocupación principal. 

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María Carmelo en el patio de su casa en San Lorenzo del Flumen. Foto: Laureano Debat.

María entraba en los campos de arroz descalza porque con botas de tacos se corría un alto riesgo de quedarse agarrada en el fango, eso se lo había enseñado su padre: «Yo lo primero que hacía era quitarme los zapatos y entrar al agua. Ya si te veían entrando al agua era otra cosa». No almacena malos recuerdos asociados a un trato machista por parte del entorno, pero sí que reconoce, como otras entrevistadas, que tuvo que demostrar su valía porque la ponían a prueba todo el tiempo: «Tú vas a un campo que tiene un problema y un agricultor que se ha dedicado toda la vida a eso va a decir: y este ingeniero va a venir a enseñarme a mí. Independientemente de si eres chico o chica, pero si eres chica hay mucho más reparo. También, si eres chica, parece que siempre tienes que demostrar algo más, que tienes que saber más. A mí han venido con una hierba a decirme a ver qué tal este arroz y eso no era arroz ni nada, era una hierba». 

Hoy es una profesional muy reconocida dentro del sector primario. Fue la primera y única mujer en integrarse en el Consejo Rector de la Cooperativa de Sariñena (1995-1999), concejala del ayuntamiento de Lalueza por el PSOE durante ocho años, miembro del Sindicato de Riegos y, en la actualidad, es representante del sector del arroz a nivel nacional y en Bruselas a través del COPA COGECA. No concibe la figura del agricultor con poca o ninguna formación. Nos dice que hay pocos sectores que conozcan tan bien el funcionamiento de la Unión Europea como los agricultores, que saben de normativa y su aplicación y que actualmente están aumentando sus reivindicaciones ante la falta de trasparencia sobre los cambios que habrá en la política agrícola común a partir del 2023. El sector ha cambiado, se ha profesionalizado, pero sigue siendo muy dependiente de la intervención pública y, eso a fin de cuentas, como la misma María reconoce, lo convierte en algo muy burocrático y lento. 

Viaje a la semilla 

«Eso me hizo cambiar el chip. Hay gente que está dispuesta a llevarse este producto cueste lo que cueste», dice Ana recordando uno de los primeros días en la panadería:

—Quiero un bollo.

—No quedan de hoy, son de ayer. Estarán buenos, pero ya que vienes a comprar no te quiero vender un bollo de ayer.

—Dámelo.

—Pues te lo regalo.

—No, no. Te lo voy a comprar y te lo voy a pagar porque quiero seguir comiendo este bollo toda mi vida. Y si no apuesto por vosotros y si nos regaláis todo, no seguiréis aquí. 

Era al principio. Acababan de abrir y vendían poco y nada. Había que convencer a la gente para que comprara y hacerla probar, ver, testear el producto. Y muchos de sus clientes esperaban a que mejoraran la fórmula, porque los primeros panes salían mal. Pero la gente apoyaba: «No importa, lo llevo igual. Ya os saldrá mejor». 

Los olores y sabores son memoria, a veces engañándonos con nostalgia, otras veces con recuerdos certeros. Juan José Marcén, en el pueblo de Leciñena, se preguntó un día que por qué el pan que comía no sabía como el de antes. Generalmente preguntas así suelen acabar en callejones sin salida que se conforman con el pan de ahora.  La diferencia es que Marcén se empeñó en buscar el camino de vuelta. Y lo encontró. 

Veinticinco años después, su sobrina Ana Marcén recuerda cuando su tío Juan José les hacía probar el pan que horneaba con la semilla de trigo Aragón 03, que se creía perdida para siempre pero que un matrimonio de jubilados de Perdiguera, a cinco kilómetros de Leciñena, seguía cultivando. «Lo hacían por romanticismo, porque había alimentado a toda su familia y no la querían perder. Entonces tenían un poco de campo sembrado con eso», cuenta Ana, la actual gerente de Ecomonegros, la empresa familiar que impulsó la recuperación de este tipo de trigo original y que volvió a hacer el pan como antes. 

Ecomonegros abrió en 2006 como una panadería en Leciñena con obrador de panes y bollos preparados con trigo Aragón 03. Quince años después es una empresa con tres panaderías en Zaragoza, una tienda online y el obrador de Leciñena con su despacho y centro de operaciones de una firma que vende trigo, harina, pan y repostería, y que da trabajo a quince personas a jornada completa y a dos freelances. Hay otros molinos que cultivan este mismo trigo y lo muelen, panaderías en Sevilla que les compran la harina para hacer el pan y hasta comunidades de Mallorca que les compran la semilla para cultivar Aragón 03 para autoconsumo. Incluso el cocinero norteamericano Dan Barber, famoso por explotar una vertiente claramente ecologista en su cocina, vio un reportaje sobre Ecomonegros en BBC World y los contactó para conseguir el trigo Aragón 03, al que ha juntado con otra variante autóctona de Estados Unidos para crear el denominado trigo Barber. 

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Ana Marcén en el obrador de Ecomonegros Foto: Toni Galán.

Ecomonegros abre doscientos treinta y siete días al año y treinta y seis horas a la semana. «Hay mucha gente que se queda sin pan y nos dicen que lo tenemos que cambiar. Y yo les digo que no, que para que sigan comprando este pan yo tengo que tener calidad de vida para que quiera seguir haciéndolo. Tiene que ser un winwin: yo gano en salud mental y física, tú ganas en un buen pan», dice Ana, que también canta y compone bajo el nombre artístico de AMA y ahora está en plena grabación de su cuarto disco. También tiene dos libros publicados: una biografía de su abuelo (que aún vive) y otro titulado Cómo hacer todo lo que quiero hacer a estas alturas

Es madre de una niña de cinco años y su jornada laboral empieza cuando la deja en la escuela y acaba cuando la recoge. Fue duro llegar a este equilibrio, incluso antes cuando tuvo aprender a ser emprendedora y vencer sus miedos. «Llega un momento en el que dudas de ti misma. Y tuve que hacer un aprendizaje a todos los niveles, no solo empresarial sino también personal, porque si no era imposible dirigir una empresa con quince personas». Pasó episodios de ansiedad, estrés y depresión que empeoraron cuando fue madre. «Me vine abajo. Yo no podía dedicarle todas las horas del mundo a mi empresa porque me sentía superculpable de abandonar a mi hija. Y guardar ese equilibrio, hablar de por qué yo quiero estar con mi hija en el parque en lugar de estar trabajando, eso no lo entendían. Una gerente no está en el parque cuidando a su hija y no cuelga a un proveedor el teléfono porque su hija está con fiebre y no quiere hablar con nadie».

Para mucha gente comer el pan de la empresa de Ana Marcén representa un fenómeno de magdalena proustiana con emociones dobles, a veces contradictorias: puede haber tanta felicidad como dolor en el recuerdo. «Una señora probó un bollo un día y se echó a llorar. Nos dijo que desde que se había muerto su madre que no había probado un bollo como este». Pero, a veces, vuelven traumas. «Cuando mi abuelo era joven el pan no se hacía como ahora, se usaban trigos muy malos, era la guerra. Entonces, los recuerdos que mucha gente tiene del pan con Aragón 03 no son muy buenos, porque se hacía con mezcla de centeno, de cebada, vete a saber lo que le echaban». Y se acostumbraron al pan blanco porque era cosas de ricos, porque hablar de pan negro, de semilla Aragón 03 ahora es oportunidad y emprendimiento, mientras que antes fue resignación y necesidad. 

Vacaciones a regañadientes

La granja de Isabel Atarés está situada en las inmediaciones de Curbe, la tierra de sus abuelos colonos. Cinco años antes, cuando vivía en Huesca, no pensaba que se apasionaría tanto por este trabajo. «Me he ido no sé si dos o tres veces de vacaciones. Y a regañadientes. Y este año pasado que me operaron», dice mientras mete trozos de paja en la boca de sus terneros, que sacan sus cabezas entre las rejas. Estando de viaje se lo pasó todos los días llamando, con el sentimiento de haber dejado a un hijo. La operación también supuso una pausa en el trabajo y, pese a las recomendaciones de que tenía guardar reposo, no pudo evitar ir a echar un vistazo y  controlar que todo estuviese como es debido. 

A lo que parecería ser completamente una adicción al trabajo y un placer inigualable por estar ahí, hay que sumar también la explicación comercial: «Una granja de terneros no es lo mismo que una granja de cerdos, un ternero no vale lo mismo que un cerdo. Un ternero no se pone malo y se le deja o se le mata, aquí hay que sacarlo adelante como sea». Ella cobra por ternero y día, si se le muere uno al día siguiente ya no lo cobra. Es como un hotel en el que el tiempo promedio que pasa un ternero es entre dos y tres meses. Y de aquí van a la granja de cebo, donde se les da un pienso especial para el engorde. 

A toda la familia les gustaba el campo y decidieron irse a vivir a Curbe hace cinco años. Isabel había estudiado formación profesional superior de Administración y Finanzas y en Huesca era empleada en una oficina. Al llegar al pueblo se planteó cómo podría ganarse la vida y, cuando su marido barajó la posibilidad de la granja, ella se negó rotundamente, aunque poco a poco empezó a ceder y ahora no se imagina en ningún otro lugar que no sea este. Un reto que decidió afrontar en solitario, su marido sigue con su trabajo de montador de equipos de riego por aspersión y algún fin de semana la ayuda en tareas puntuales, cuando ella lo necesita. Dar la leche, cuidar a los terneros, revisarlos y todo el mantenimiento diario de la mamonería lo hace ella sola y a diario. Y está feliz: «Nunca se sabe las vueltas que da la vida, pero no me veo volviendo a la vida en una oficina o en el ritmo de una ciudad». 

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Isabel Atarés en su granja de mamones. Foto: Laureano Debat.

Un día normal de trabajo para Isabel Atarés comienza a las siete de la mañana, cuando ya está en la granja para poner la caldera a calentar, echar un vistazo a los terneros y asegurarse de que estén todos bien y no haya ninguno malo, prepararles la leche y dárselas. La leche que beben los animales es agua caliente con polvos especiales para el crecimiento. Cada uno tiene su bidón y una tetina de goma por donde chupan: viendo todos estos aparatos en fila parecen biberones gigantes. Una vez que desayunan, les echa pienso y paja y se va a casa. Por la tarde, se repite el mismo ritual. Entre medio, hace la compra, limpia su casa, cocina y se encarga del papelerío, que suele ser también mucho trabajo. Todo esto de lunes a domingo, de enero a diciembre, todos los días. «Una de las ventajas es que yo me organizo como quiero, aunque esto es un negocio muy sacrificado porque ellos llevan su horario, la leche es a una hora por la mañana y a una hora por la tarde fija. Pero si tengo que llevar a mi madre o al crío al médico puedo levantarme una hora antes y hacerlo, irme a mitad de mañana». 

Y otra de las ventajas es tener a su madre en Curbe, que le ha ayudado en los cuidados de su hijo, que tenía cuatro años cuando se instalaron en el pueblo. «Cuando yo empecé a trabajar en esto ella era la madre y yo la abuela. Recuerdo llegar a casa a las mil de la noche y mi madre gritándole al crío es que no sé qué y yo chica, mamá, déjalo al pobre crío. Y digo: aquí hemos cambiado los papeles, es verdad, lo cuidaba más ella que yo». Ahora Isabel tiene más tiempo, se organiza mejor y sabe cómo administrarse para tener más disponibilidad. Además su hijo ha cumplido nueve años, una edad que lo hace menos dependiente que antes. 

Se siente muy bien tratada y valorada por sus compañeros del sector y niega rotundamente haber sufrido situaciones de machismo. Aunque reconoce que al principio sufrió algo de menosprecio por su falta de experiencia y soportó actitudes prejuiciosas «de gente mayor por la inexperiencia de ser más joven, por haber empezado hace poco, pero hay gente que lo hace bien de toda la vida y gente que lleva toda la vida y lo sigue haciendo mal». Dice que se ha tenido que hacer de otra manera desde que emprendió este negocio, pero se siente orgullosa de descubrirse tan echada hacia delante. Procrastinar no cabe en sus planes, sobre todo porque pagar una hipoteca cuesta tanto y cuando, además de cuidar terneros, hay que sacar adelante una tierra difícil: diez hectáreas que heredó de sus abuelos colonos y que Isabel usa para agricultura. «La tierra que le tocó a mis abuelos es malísima, pero con los años y con el riego se iba volviendo a bien, pero hay que mimarla mucho, hay que saber qué cultivos pones para tratar la tierra y que vaya hacia adelante. Este secarral es salitre puro». 

Granjas y corazones con rotulador 

Elena Alcubierre tiene veintiséis años y es la más joven de todas las entrevistadas. Nos costó dar con ella, que nos hiciera un hueco, lo que da buena cuenta de lo ajetreada que la tiene su trabajo: una semana porque estaba regando, después porque le venían a descargar terneros y, al fin, puede recibirnos una mañana de domingo en la que Monegros se ha despertado lloviendo y los olores de la tierra nos atraviesan y nos calman, a partes iguales, en este pedazo de monte del pueblo de Lanaja. 

«A mí lo que más me gusta es dar la leche. Me levanto, vengo aquí a las siete y media, ocho de la mañana, preparo la leche y les doy de beber, más o menos dos horas por la mañana, dos horas por la tarde. También tienes que echar paja y a veces se puede complicar por alguna baja o hay que medicar, pincharlos porque están malos». Elena usa una plataforma llena de tetinas para que varios terneros puedan desayunar a la vez y, mientras nos cuenta esto, está terminando su jornada matutina.  

Nos mira con sus redondos y vivaces ojos marrones por encima de su mascarilla y nos cuenta que ella vivió en Huesca durante toda su infancia, pero los fines de semana los pasaba en Lanaja, de donde son sus padres. Cuando acabó bachillerato se marchó a Zaragoza a estudiar Trabajo Social y, antes de acabar la carrera, ya tenía claro su futuro: «Surgió la oportunidad de incorporarme a la agricultura por las tierras que tenían mis padres y me lo propusieron, porque a mí me gustaba mucho el campo. A mi hermana, por ejemplo, ni se les ocurrió proponérselo». A pesar de que le encantaron sus estudios en la universidad, confiesa que nunca se vio trabajando de ello, que estar encerrada en una oficina no entraba en sus planes: «Y dije: ¿por qué no me hago una granja, si me  gustan los animales? Y mis padres: ¿pero estás segura de que quieres hacer eso?  Y yo sí, la verdad es que me gustaría. Y ellos me apoyaron desde el inicio».

Sus amigos universitarios se lo tomaron a broma, no se creían que ella iba a estar a cargo de una granja de terneros mamones en medio de Monegros. «La gente de Huesca o de Zaragoza tampoco conocen mucho. Sí, la agricultura, la ganadería, pero no saben exactamente al cien por cien lo que es». Al final, acabaron entendiéndola.

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Elena Alcubierre en su granja de Lanaja. Foto: Laureano Debat.

En el pueblo fue más difícil. La gente de Lanaja asumió desde el inicio que sería un proyecto para su padre, a punto de jubilarse como funcionario. No se imaginaban a Elena como la vemos ahora, con su mono color caqui, una cinta sobre el pelo recogido en una coleta y sus botas de goma, manejándose con soltura entre la maquinaria y los animales, apasionada y desenvuelta, demostrando en cada gesto que este es un proyecto suyo y de nadie más. «Mucha gente se incorpora a la agricultura, pone a la mujer como agricultora y la mujer no se dedica a la agricultura, lo que pasa es que, como te dan una subvención, pues la meten ahí y ya está. La gente quizá se pensaba que era más eso: incorporarme yo por ganar una subvención o lo que sea, y que en realidad se iba a dedicar mi padre». 

Aquellos comentarios le sentaban bastante mal y tampoco entendía del todo por qué esos prejuicios de género. «Las mujeres hace cincuenta años a lo que se dedicaban era a la agricultura y a la ganadería. Y, además, la casa. Pero eso sigue invisibilizado, no se ve reflejado en ningún sitio. Y a esas mismas mujeres les sigue pareciendo raro que una mujer se dedique a esto, siendo algo que toda la vida lo llevan haciendo», dice mientras reconoce que esto de hacer entrevistas le da vergüenza, pero que ha entendido su parte de responsabilidad. Quiere que se deje de ver como algo extraño a una mujer trabajando en el campo y que ya no sea necesario dar explicaciones por ser emprendedora en el sector primario.  

Para Elena, este trabajo es más goce que sacrificio. «La granja no me ata veinticuatro horas, tengo tiempo para todo». Una integradora le lleva el alimento y los terneros, ella solo pone la paja y el trabajo. Recibe la remuneración cada mes y sin brecha salarial: «Me pagan a mí lo mismo que le podrían pagar a un hombre. En ese sentido es totalmente igual». Pone el énfasis en la ilusión puesta en algo que le gusta de verdad y reivindica que «porque seas mujer no tienen que machacarte de esta manera, tanta presión, porque cuando un hombre se incorpora con una granja de cerdos no pasa nada, es su trabajo y ningún problema». 

Desde hace un rato un ternero marrón le está lamiendo la mano. Ella la mueve con naturalidad y le devuelve el cariño sin apenas darse cuenta. Tenemos que parar la entrevista y hacer unas fotos. Elena mira hacia atrás y dice: «Un dato curioso. El otro día estaba mirando agendas que tenía de bachiller, cuando aún estaba estudiando en Huesca, y ya tenía dibujado cómo sería una granja. O sea, que ya me rondaba desde el instituto». Y se echa a reír.  ¿Y no dibujabas corazones? «Sí, claro. Corazoncitos también». 

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