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La realidad, esa escritora tan sobrevalorada

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Gabriel García Márquez. Foto: Cordon Press.

Por muy alto que se eleve Remedios, la Bella, o por muy improbable que nos parezca un bebé con cola de cerdo, Gabriel García Márquez siempre aseguró que no había una sola línea en ninguno de sus libros que no tuviera su origen en un hecho real. A diferencia del comedimiento y parsimonia de los que hace gala en otros lugares donde nunca pasa nada, la realidad caribeña es muy dada a las catástrofes y rica en supersticiones y leyendas. Las historias que llevaron consigo los esclavos se unieron a las de los indios del continente, dando lugar a una realidad casi mítica. No es de extrañar que, en una de sus notas de prensa, Gabo afirmase que los escritores de América Latina y el Caribe tenían que reconocer que la realidad escribía mejor que ellos: el destino de los escritores, «y tal vez su gloria», era «tratar de imitarla con humildad». Fue como periodista, oficio al que se dedicó prácticamente toda la vida, como aprendió los artificios y recursos técnicos que la vida utiliza para escribirse. Como periodista, aprendió a imitarla a la perfección.

Cabe preguntarse si Gabo habría acabado siendo Gabo de haber nacido en una realidad, digamos, menos creativa. Tampoco está de más preguntarse si no estaría sobrestimando sus cualidades artísticas. Allí donde otros se afanaban en buscar explicaciones racionales para dar cuenta de determinado hecho, él acababa descubriendo una serie de coincidencias —a veces infinitesimales— que, al sucederse, podrían haberlo ocasionado. Es posible que los supuestos méritos literarios de la realidad se debieran más bien a su peculiar forma de mirarla. Artículos como «Las esposas felices se suicidan a las seis» o «El campo, ese horrible lugar donde los pollos se pasean crudos» sugieren que era su mirada la que era capaz de convertir en extraordinarios hechos que solo destacarían por su irrelevancia: ¿quién se entretiene en el supermercado observando a las amas de casa mientras se deciden por un artículo y se pregunta quién de todas se va a suicidar ese día a media tarde?, ¿quién es capaz de fijarse en lo poco asados que caminan los pollos cuando están en su hábitat natural? Se podría decir que, en muchos de sus artículos, García Márquez cumplió el sueño de Flaubert de escribir «un libro sobre nada, un libro sin ataduras externas, que se sostuviese a sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra se sostiene en el aire».

A la vida de la costa del Caribe, tan importante en su imaginario, se opone el crudo realismo de la vida bogotana, marcada por la violencia. Para entender la trama de la realidad colombiana de aquellos años, había que estar muy atento a las elipsis, a los mecanismos de ocultación que emplean los que detentan el poder. Precisamente a un silencio está dedicado el artículo con el que se inició como periodista. En mayo de 1948, poco después del llamado «Bogotazo», García Márquez publica su primer artículo en El Universal de Cartagena: «Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. (…) Diariamente, a las doce, oíamos allá afuera la clarinada cortante que se adelantaba al nuevo día como otro gallo grande, equivocado y absurdo, que había perdido la noción del tiempo. Caía entonces sobre la ciudad amurallada un silencio grande, pesado, inexpresivo. (…) Parecido en algo a ese silencio hondo, imperturbable, que antecede a las grandes catástrofes».

En sus primeros años como periodista, le tocó vivir  la llamada «Violencia», uno de los periodos más negros de la historia reciente de Colombia. Por eso llama la atención que el tono de sus jirafas, la célebre columna que escribió desde 1950 a 1952 en El Heraldo de Barranquilla, se acerque al de las greguerías de Gómez de la Serna, a medio camino entre lo poético y lo cómico. Así, sobre «la última anécdota» de George Bernard Shaw (es decir, su fallecimiento), escribe: «Noventa y seis años de legumbres se van al otro mundo, transformadas en los elementos que constituyeron a uno de los hombres más importantes de este siglo. Jamás un repollo fue materia prima de tanta valía, ni fue un puñado de rábanos mejor combustible para mantener activo ese carburante de barba blanca y pantalones embuchados que hoy será conducido al cementerio». Jacques Gilard, compilador y prologuista de buena parte de su obra periodística, avisa de que no deberíamos ver en las jirafas un síntoma de frivolidad, sino de censura. No obstante, pese al silencio, tan mortífero como el que produce el silenciador de una Parabellum, la violencia acabó salpicando ligeramente alguna de sus columnas. A esta violencia silenciada aludió, con elegancia, en «Algo que se parece a un milagro», donde cuenta los «amargos episodios» de un pequeño municipio llamado La Paz (que se tradujeron en veinticinco casas incendiadas y dos campesinos muertos), «de los cuales dio cuenta la prensa de todo el país en su oportunidad», subrayando con esta irónica acotación que ningún medio se había hecho eco de lo sucedido. Fue en esta época, en la que se vio obligado a seguir la máxima de «de lo que no se puede hablar, es mejor callar», cuando su escritura empezó a separarse del suelo. En esta etapa encontramos «La casa de los Buendía (Apuntes para una novela)», que acabaría desembocando en Cien años de soledad, o una serie de artículos sobre una marquesa ficticia, varias veces asesinada, que se presenta en la redacción para protestar por la columna. A su manera, las jirafas ponen de manifiesto el mundo al revés en el que vivían los colombianos… y el escaso valor que tenía la vida. 

Tras su paso por El Heraldo, en enero de 1954, inicia su colaboración en El Espectador, de Bogotá, periódico muy crítico con el dictador Gustavo Rojas Pinilla. Allí escribe críticas de cine y artículos y comentarios de corte más realista. Su escritura se vuelve más militante: «Como todo el mundo no lo sabe, Chambacú es la zona negra de Cartagena, moridero de 8.687 personas que se han ido a vivir en una isla hecha de basura y cáscaras de arroz, a pocos metros del centro urbano». En esa época, nos dice en el prólogo de Relato de un náufrago, «la prensa estaba censurada, y el problema diario de los periódicos de oposición era encontrar asuntos sin gérmenes políticos para entretener a los lectores». La historia del marinero Luis Alejandro Velasco, que cayó al mar junto a siete compañeros de la nave ARC Caldas, parecía perfecta para ese propósito. El reportaje, que se publicó por entregas (concretamente, catorce, como las estaciones del viacrucis), tuvo a los lectores en vilo hasta su desenlace; al dictador Gustavo Rojas Pinilla, en cambio, no le gustó tanto. Además de no escamotear detalles sobre el calvario por el que tuvo que pasar el marinero, el reportaje desvelaba que el barco, perteneciente a la Marina Colombiana, iba cargado de mercancía de contrabando. Tras la publicación vinieron las represalias: el marinero Velasco pasó de héroe de la patria a repudiado; Gabo fue enviado a París como corresponsal mientras amainaba la tormenta; y el periódico acabó echando el cierre un par de semanas después tras ser acusado por el gobierno de irregularidades tributarias. 

A partir de ese momento, el escritor y periodista vagaría también a la deriva en un exilio que calificó de «errante y un poco nostálgico». En esos primeros años en el extranjero, destacan los reportajes desde el otro lado del Telón de Acero. Siendo simpatizante de la izquierda (no en vano, fue amigo personal de Fidel Castro), el viaje por Europa del Este le produjo una importante disonancia cognitiva: «Nunca olvidaré la entrada en ese restaurante [de la RDA]. Fue como darme de bruces contra una realidad para la cual yo no estaba preparado. (…) Nunca había visto tanto patetismo concentrado en el acto más simple de la vida cotidiana, el desayuno. Un centenar de hombres y mujeres de rostros afligidos, desarrapados…». Por un lado, estaban las ideas, siempre platónicas; por otro, su materialización en el mundo real. La realidad era tan difícil de encajar que, para tratar de asimilarla, tuvo que soñarla: «El socialismo no funciona», soñó. Pero, como su personaje Santiago Nasar, protagonista de Crónica de una muerte anunciada, o no reconoció el presagio (por no decir, el spoiler) o no quiso hacer caso de sueños agoreros. Pese a la innegable decepción, no perdió del todo la fe en sus ideas socialistas. Y tampoco lo hizo durante su visita a la Unión Soviética. Allí, exceptuando la mujer que hizo las veces de intérprete, que tachó a Stalin de monstruo sanguinario, no pudo encontrar a nadie que se pronunciara rotundamente contra el dictador. Es de suponer que, aunque hubiera fallecido unos años antes, como le dijo un escritor soviético, todavía hacía falta que pasara «mucha historia para saber quién era en realidad Stalin». 

A pesar del coste personal que tuvo para él estar lejos de Colombia (a París le siguieron Ginebra, Roma o México), la distancia también tuvo sus ventajas. Para empezar, le permitió enfocar la realidad latinoamericana desde otro ángulo: «Cuando llegué a París yo no era más que un caribe crudo. (…) La visión de conjunto [de Latinoamérica], que no teníamos en ninguno de nuestros países, se volvía muy clara aquí». En los setenta, una vez consolidada su carrera literaria, hizo una pausa para dedicarse al periodismo político: no se podía estar tanto tiempo tratando de entender un país ni se podía «padecer tanta nostalgia sin alcanzar un grado de compromiso como este». Junto con algunos amigos, fundó la revista Alternativa, que, como su propio nombre indica, ofrecía una alternativa a los medios informativos que estaban al servicio del sistema en Colombia. Aunque con los años surgieron divisiones internas que dieron al traste con la revista —un clásico, tratándose de la izquierda—, los primeros números fueron récord de ventas. En el primer reportaje que publicó en Alternativa, «Chile, el golpe y los gringos», contaba cómo el golpe que había de derrocar a Salvador Allende comenzó a fraguarse en Washington. Es posible que ahora esta información no resulte muy sorprendente, pero cuando se publicó, en 1974, nadie había oído hablar de la Operación Cóndor. 

No obstante, no todos los artículos que publicó en Alternativa tuvieron tan buena acogida. Los reportajes sobre Cuba («Cuba de cabo a rabo»), en los que hablaba del sufrimiento de los cubanos debido al bloqueo y ensalzaba las bondades de la revolución, le valieron muchas críticas. Como señala Enrique Krauze en un artículo publicado en Letras Libres, de la represión policial o la presencia de los rusos, el reportaje no decía nada. Vargas Llosa le calificó de «lacayo de Fidel» y, muchos años después, cuando tres disidentes fueron colocados frente a un pelotón de fusilamiento, y muchos más fueron encarcelados, a Susan Sontag le parecería imperdonable que el Premio Nobel no se pronunciara sobre estos hechos. Algunos han querido ver a Fidel Castro retratado en El otoño del patriarca, la obra con la que Gabo pretendía «reventar» a todos los dictadores latinoamericanos, desde Juan Vicente Gómez a Rafael Leónidas Trujillo, pasando por Estrada Cabrera o Somoza. Cuando el escritor Marcos Aguinis le preguntó si no estaba pensando en Fidel al escribir la novela, Gabo le contestó que él amaba al líder de la revolución cubana. No sabemos si el personaje del Patriarca es una caricatura de Fidel Castro —si fuese así, solo se habría atrevido a criticarlo, y muy veladamente, en la ficción— o si el parecido se debe más bien al hecho de que la realidad, cuando se trata de dictadores, es muy dada a tirar de clichés: pese a las diferencias aparentes, todos los déspotas parecen cortados por el mismo patrón.

A principios de los ochenta, según dijo en una de sus notas de prensa, Gabo manifestó el deseo de volver a vivir en su país después de veinticinco años. No lo hizo porque llegó a sus oídos que la justicia militar había emitido una orden de detención contra él. La situación en Colombia era cada vez más enrevesada. En los sesenta entraron en escena las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN); en los setenta, los narcos y el Movimiento 19 de abril (M-19); en los ochenta, el grupo Muerte a Secuestradores (MAS)… Gabo califica la situación de Colombia, cada vez más compleja, de «holocausto bíblico». Lo escribe en el prólogo de Noticia de un secuestro, que cuenta el rapto de diez personas, muchos de ellos periodistas, por parte de los narcos. El país se desangraba en una lenta hemorragia, y uno de los gremios más castigados era, precisamente, el de los periodistas, «víctimas de asesinatos y secuestros, aunque también de deserción por amenazas y corrupción». La realidad caribeña que tanto le fascinó de niño no tenía nada que ver con la realidad colombiana de sus últimos años, repetitiva y escasamente imaginativa. Eran tantos los muertos a manos de la guerrilla o los narcos que, con el tiempo, ya casi no se distinguían unos de otros.

Quedan en esta historia algunas incógnitas. ¿Por qué aparecía García Márquez en la lista de futuras víctimas del MAS? ¿Era el MAS un escuadrón de la muerte en Colombia al servicio del gobierno, como dijo en su artículo «Crónica de mi muerte anunciada»? ¿Hasta qué punto jugó un papel en el proceso de paz en Colombia? ¿Y Cuba?, ¿es cierto que ayudó a muchos opositores a salir de la cárcel o a emigrar? Y, si es así, ¿por qué nunca se pronunció en público en contra del régimen castrista, como hizo, por ejemplo, José Saramago? A diferencia de las novelas, a las que se suele exigir que sean redondas y estén perfectamente cerradas, la realidad puede tomarse la licencia de dejar cabos sueltos. Posiblemente, las contradicciones de García Márquez como persona no se le permitirían a un personaje literario, pero, como escribió en su artículo «Literaturismo», la realidad puede permitirse el lujo de ser todo lo inverosímil que le apetezca. A veces, escribió, «convendría recomendar un poco de discreción a la vida real». Y es que, por mucho que él dijera, la realidad no es, ni de lejos, tan buena escritora como lo fue él.

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Un comentario

  1. Interesante. La idea de un Caribe escritor y productor infatigable de portentos está muy bien evocada.
    Un maravilloso complemento de esa noción es “Omeros”, de Derek Walcott.

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