España es un país tan pobre que no da para tener dos ideas de una misma persona. Así que si uno juega bien al mus no puede ser un buen podólogo, y si es un buen novelista no puede, por tanto, ser poeta.1 (Camilo José Cela)
No perdamos la perspectiva, no miremos solo a una de las caras del poliedro. Camilo José Cela no es un personaje como la mayoría, no llega un vistazo para apreciarlo en su totalidad y sería injusto por nuestra parte reducirlo a la banalidad del rostro y la máscara, el autor y la obra, o cualquier otra dicotomía perversa de esas que ayudan a apuntalar los prejuicios. Retírese el lector, si es tan amable, unos pasos atrás y entorne los ojos como lo haría para buscar la figura de tres dimensiones en una de esas láminas psicodélicas con las que jugábamos de pequeños.
Vayamos entonces al exacto punto medio del sujeto de estudio y observemos detenidamente: España, 1959.
Con apenas cuarenta y tres años, Camilo José Cela ya es académico de la lengua, el más joven en ingresar en la institución hasta la fecha. Ya ha publicado seis novelas, incluida La familia de Pascual Duarte, que escribió a los veinticuatro años, y La colmena, que ya ha sido traducida al inglés con prólogo de Arturo Barea2. Ya se ha repuesto del escándalo del contrato y la publicación de La catira, ha hecho al menos dos giras latinoamericanas y ha recorrido la Alcarria. Ha fundado Papeles de Son Armadans, la revista literaria mensual donde se dará voz a autores en todas las lenguas ibéricas, tanto exiliados como afines al régimen, lidiando con la censura del momento. Ha actuado en tres películas: El sótano, Facultad de letras y, en la última de ellas, Manicomio, dirigida por su amigo Fernando Fernán Gómez, su personaje come hierba y pega coces. Le han impuesto el Lazo de Isabel la Católica y le han echado de la Asociación de la Prensa. Se ha mudado a vivir a Mallorca desde Madrid buscando un lugar tranquilo donde mantener su férrea disciplina de trabajo sin demasiadas interrupciones. Ha declarado todo tipo de procacidades a los medios que han querido tomar nota de ello, tanto en España como en Hispanoamérica. Han malvivido, tanto él como su familia, hasta que le llegó el éxito literario dando conferencias, escribiendo artículos e incluso atendiendo un consultorio sentimental en una revista femenina. Intentó ser torero y tuvo un carnet del espectáculo que le autorizaba a serlo en «plazas abiertas y sin enfermería»3; aun así, tuvo que dejarlo porque, a pesar de su vocación por la lidia, contaba con un inconveniente insalvable: no sabía torear. Trabajó de censor, como sustituto de Eugenio Suárez, quien unos años más tarde sería director del famoso semanario El caso y describía así las consignas de la censura de entonces:
Las recuerdo escasas y más bien estúpidas. Afectaban a las muy pocas revistas o boletines de aquel tiempo: las del Movimiento. Fotos, Y, Flechas y Playos, el semanario Domingo […] y algunas hojas religiosas o científicas. Trámite simple, remunerado con quinientas pesetas mensuales, sin la menor cobertura laboral, pero que significaba más de lo que podía dar una piedra4.
Siendo aún menor de edad, Camilo José Cela envía una carta ofreciéndose como informador y pidiendo su ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia; la solicitud fue rechazada.
No debemos pasar por alto que toda esta actividad, que daría para llenar diez vidas, está a su vez partida al medio por la guerra civil, que pilló al autor con veinte años y aún convaleciente de una tuberculosis, la enfermedad que más literatura ha engendrado de la historia. Deja constancia en su obra con magnífica delicadeza de su homenaje a los muchachos que, como él, vieron destruirse el mundo a su alrededor con veinte años, en las dedicatorias de su primer poemario Pisando la dudosa luz del día5 y en la novela San Camilo, 19366.
En este punto exacto de su vida, ya establecido en Mallorca y sin ninguna necesidad ni económica, ni de reafirmarse como autor, se le ocurre organizar las primeras Conversaciones Poéticas de Formentor y publica en Papeles de Son Armadans la siguiente convocatoria:
Las Conversaciones de Formentor no son una asamblea en la que hayan de debatirse los mil oscuros lunares de los tres pies del gato […] Para que se sepa desde su primera y más pura intención, en las Conversaciones no habrá ponencias, ni orden del día, ni actos oficiales, ni nada, absolutamente nada, que se le asemeje. Los poetas vendrán a las Conversaciones a conversar y a tomar copitas en amor y compañía7.
Poetas que escribían en castellano, gallego y euskera, además de alemanes, ingleses y franceses reciben por parte de la organización un total de catorce circulares informándoles exhaustivamente de todos los detalles necesarios para su estancia en el hotel Formentor entre los días 18 y 25 de mayo de 1959. Se hacen gestiones para facilitar el viaje a los poetas que por motivos políticos pudiesen tener dificultades para desplazarse. Bartomeu Buades, director del hotel y amigo de Camilo José Cela, prepara al personal para la invasión de la troupe de los poetas. Se toma la precaución, más que razonable, de no abrir el bar hasta la tarde, y cuando Dámaso Alonso llega con unas cortinas negras en la maleta para que no entre en su habitación ni una mínima rendija de luz, ni el botones mueve una ceja.
El mejor resumen de lo que significó aquella visita al paraíso lo da Jaime Gil de Biedma en un solo verso de su poema «Conversaciones poéticas»: «Grité que por favor no volviéramos, nunca, nunca jamás, a casa».
Este es el punto exacto en el que podría parecer que la que escribe este artículo pretende enternecer al lector con una imagen bucólica de poetas embriagados a contraluz con el Mediterráneo al fondo. No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, no nos dejemos arrastrar tan pronto por lo obvio.
Ningún detalle significa realmente nada si no es relación con todos los demás que lo rodean. El contexto lo es todo y la realidad insiste, una vez tras otra, en revelarse como una sucesión sutil de capas concéntricas, aunque nos obstinemos en reducirla tomando la parte por el todo con la terquedad de una mosca que embiste contra un cristal.
Don Camilo continuará pasando pantallas de su propio videojuego vital, convirtiéndose en un poliedro irregular cada vez más complejo, con más más facetas, más aristas, más vértices y más filos cortantes. Por delante aún le quedan cuarenta años de carrera y de vida, cuarenta años de claros y oscuros, de literatura, de academia, de escándalos y de declaraciones incendiarias ante una prensa que dejará de estar sometida a la censura. La audiencia, hambrienta de emociones en una España que empezaba a abrirse al mundo, aplaude y se escandaliza, que es un poco lo mismo, ante las declaraciones más escatológicas oídas hasta entonces en la televisión pública, que en la voz campanuda del autor suenan como si saliesen directamente de una caverna.
La leyenda de Cela ya es una inundación imparable y cuando por fin, en 1989, llega el Nobel de Literatura y se convierte en el quinto español en hacerse con él, todo salta por los aires. La Academia Sueca, como si hubiese estado mirando toda esta historia desde una butaca de palco, en su motivación alega que le concede el premio «por su prosa rica e intensa, que con refrenada compasión configura una visión provocadora del desamparo del ser humano».
Es curioso que, incluso a pesar del impacto mundial del premio, en España uno de los motivos de discusión gira en torno a la vida personal del autor, a si debería ir a recoger el premio acompañado de su primera esposa, Rosario Conde, la que le pasaba las páginas a limpio y cerró filas junto a él durante los años difíciles, o de su segunda mujer, Marina Castaño.
El 10 de diciembre de 1989, Camilo José Cela lee ante el rey de Suecia su discurso de aceptación, titulado «Elogio de la fábula», donde recuerda a su maestro y amigo Pío Baroja, de quien dirá más tarde que sería el único español al cual cedería el premio8.
Cuando, camino de Estocolmo, me preguntaba por las razones que me traían hasta aquí empujado por vuestra benevolencia, pude entrever que vuestro propósito más era el de premiar un oficio que una persona. Y si esto es así, no ibais errados porque, según Cervantes —otra vez y siempre Cervantes—, el fin de la literatura es poner en su punto la justicia y dar a cada uno lo que es suyo, y entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Y la literatura, aventurada e irreversiblemente, es mi vida y mi muerte y sufrimiento, mi vocación y mi servidumbre, mi ansia mantenida y mi benemérito consuelo. (Brindis ofrecido por el autor en la cena de los Nobel)9.
Unas horas más tarde, llega a todas las redacciones del mundo la fotografía de Cela y Marina Castaño bailando exultantes un pasodoble en la fiesta posterior a la ceremonia. Podría ser este un buen cierre para la historia del segundo gran escritor que puso Padrón en el mapa, pero no, porque alguien con esta trayectoria no pararía a estas alturas. Su desprecio al Premio Cervantes, seguido de su aceptación al año siguiente en un discurso que era lo más parecido que se ha visto a unas disculpas, en su caso quedan como una pirueta final un tanto reumática, y la del plagio en el Premio Planeta será la guinda podrida y póstuma de esta historia junto a los pleitos por la herencia y el control de la Fundación Cela entre la familia y la viuda.
Quedan muchas cuestiones por mencionar, como su papel de redactor de la Constitución de 1978, su amistad con Picasso, la adaptación de El Quijote a la televisión o la fundación con sus hermanos Juan Carlos y Jorge Cela Trulock de la editorial Alfaguara, por citar algunas así por alto.
De todos modos, este repaso sumarísimo resulta suficientemente abrumador para ilustrar la idea que nos trae hasta aquí; llegados a este punto la imagen de la vida y obra de Cela debería estar desplegada ante nuestros ojos con una amplitud y un detalle imposibles de abarcar en un solo vistazo.
La gran pregunta que deberíamos formularnos, entonces, no es qué hizo Camilo José Cela, sino qué no hizo. Si le quedó algo por probar, por escribir o por romper, si en medio de este currículum apabullante hay algo que sea un cabo suelto, cuántas historias y personajes se quedaron en los cajones sin terminar. Porque resulta chocante observar cómo aparecen matices distintos para los gestos y las acciones una vez que son vistos en conjunto. Por ejemplo, la imagen del escritor que lo presenta como un censor feroz pero cuyas obras, a su vez, son censuradas. El supuesto delator de autores contemporáneos que pone en marcha una revista donde publicar a todos los colegas de su época, independientemente de su filiación política. Un misógino que cuando Ana María Matute decide separarse de su marido «el Malo», y este desaparece con el hijo de ambos, se va corriendo a buscarla y la acoge en su casa indefinidamente.
Todo lo que podamos contar sobre Cela es Cela; también lo son las provocaciones deliberadas a la prensa. Porque cuando alguien decide provocar, en ese modo de provocación hay también una forma de identidad, una intencionalidad de crear un retrato público basado en una acción que deja estupefactos a todos a nuestro alrededor. Por eso las salidas de tono de don Camilo son tan parte de sí mismo como las respuestas cordiales en una entrevista, como el meterse en una fuente para inaugurarla, como su literatura sin precedentes o como su papada. Sería infantil, o incluso muy mezquino, agarrarnos solo a la parte que nos conviene para justificar lo que nos interesa.
Decimos que queremos autores que escriban y rompan con un hacha nuestro mar congelado, pero que en público no se permitan ni una sola salida de tono, que tomen decisiones consideradas correctas desde el punto de vista de nuestro propio siglo, que no cambien de opinión, que no haya mácula en sus almas puras de creadores, que escriban con guantes de látex palabras desinfectadas, incoloras, indoloras e insípidas, encuadernadas en libros con las esquinas acolchadas, para no hacernos daño, para evitar pelarnos las rodillas al primer tropiezo en una frase demasiado empinada.
Pero eso no es literatura.
La literatura es la cristalización, como un mineral escasísimo, de la vivencia, la memoria y la imaginación en el oficio paciente y solitario de quien escribe; la literatura no debe ser nunca un animal doméstico que venga a comer de nuestra mano.
Aun así, y para quien su ánimo sea más de sorbitos pequeños, ignorar a la persona detrás del libro sigue funcionando perfectamente. La literatura de Camilo José Cela está viva y coleando, esperando al lector en posición de ataque como un gato acorralado. Y recuerde quien lo lea que, ante la duda, no perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante10.
Notas
(1) Villar Mir, Carmen, Blanco y negro (24-12-1989).
(2) Arturo Barea comienza el prólogo señalando lo paradójico de que él, un escritor exiliado por el régimen de Franco, introduzca la obra de un autor que luchó en el bando vencedor en la guerra, y que si bien lo hacía con placer y convencido, esa era justamente la prueba del genio literario de Camilo José Cela. (The Hive, Signet Book, Nueva York, 1954).
(3) Entrevista en el programa A fondo con Joaquín Soler Serrano (RTVE, 1976).
(4) Suárez, Eugenio, «El Cela celado», El País (21-01-2002).
(5) «Dedico este libro a los muchachos que escriben versos a los veinte años, los copian cuidadosamente en el mejor papel y los encuadernan luego con primor: preocupadamente, obstinadamente. Hacia ellos está inclinada mi mejor y más sincera simpatía». (Zodiaco, Barcelona, 1945, 1.ª edición).
(6) «A todos los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia. Y no a todos los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro». (Círculo de Lectores, Barcelona, 1992).
(7) Papeles de Son Armadans, Año IV, tomo XII, número XXXVI (marzo de 1959).
(8) Villar Mir, Carmen, Blanco y negro (24-12-1989).
(9) Cela, Camilo José, «Brindis por la paz», El País (11-12-1989).
(10) Primera frase de La colmena.
Graciñas e noraboa por este artigo, non coñecía moitos destes datos e alivia saber que un escritor que fixo cousas tan grandes -e outras tan de coña- non era tan falto de ética como a veces pareceu.