Bob Dylan se giró hacia sus músicos, miró a Robbie Robertson con complicidad y ordenó: «Play it fucking loud!». Quería que los acordes de «Like a Rolling Stone» estremeciesen los muros del Free Trade Hall aquel 17 de mayo de 1966 y continuasen retumbando fuera del edificio, fuera de Mánchester y fuera de Inglaterra hasta llegar a los Estados Unidos. Mickey Jones golpeó la caja con rencor a modo de arranque y la electricidad se abrió paso a través de las guitarras, el bajo, el hammond y el teclado. Segundos antes, Dylan le había contestado a alguien del público: «No te creo. Eres un mentiroso». Desde el fondo de la sala, aquel chico —que con el tiempo supimos que se llamaba John Crodwell— lo había llamado Judas. Y tenía razón. El músico que tenía delante era un traidor.
Hasta hacía apenas un año, Bob Dylan era «el profeta». Así lo llamaban sus feligreses. La parroquia de la música folk en Estados Unidos lo consideraba «la voz de una generación». De la mano de Joan Baez, y elevándose poco a poco sobre sus primeros tres discos, aquel músico de Minnesota había llegado a convertirse en uno de los cantautores más importante del país. Sin embargo, para el circuito más purista y conservador de la música folk Bob Dylan representaba algo más. Él era su mesías. Su segundo álbum, The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), y el tercero, The Times They Are a-Changin’ (1964), conformaban el catecismo en el que se comprendía su doctrina. Allí estaba su estilo desierto, deliberadamente elemental, formado por el sonido de una guitarra acústica y el de una armónica. Allí estaban sus canciones protesta, que hablaban de frustración y de desencanto, que dibujaban alegorías sobre la realidad social de Estados Unidos y que subrayaban la responsabilidad de los gobernantes en muchas de las circunstancias que conformaban esa realidad.
A modo de denuncia, sus letras recogían las demandas de la clase obrera, construían alegatos contra las situaciones de injusticia y abuso a las que estaban sometidas las minorías. Canciones como «Blowin’ In The Wind», «Masters of War» o A «Hard Rain’s a-Gonna Fall» se referían a los problemas que preocupaban a la sociedad y lo hacían desde un punto de vista intrépido y desafiante. Para sus seguidores, Bob Dylan era un elegido. Alguien que predicaba sobre la lucha por los derechos civiles, sobre el desarme nuclear, sobre la oposición a la guerra de Vietnam o sobre los estragos de la explotación laboral. Y lo hacía directamente, sin metáforas incomprensibles ni grandes artificios retóricos. El suyo era un lenguaje agudo pero cargado de lirismo que había encontrado su mejor acomodo en el folk debido a la influencia de Woody Guthrie: «Sus canciones tenían el barrido infinito de la humanidad —diría un joven Dylan un par de años antes—. Me dije a mí mismo que iba a ser el discípulo más grande de Guthrie». Pero el discípulo acabó convirtiéndose en maestro.
Hasta que se cansó. Aquel chaval idealista que se había mudado en 1960 de Minnesota a Nueva York con veinte años había encontrado en la pretendida pureza del folk y la canción protesta algo que no le gustaba. Algo que le decepcionaba. Habían pasado cinco años y de pronto su visión del mundo y de la función de la música era otra. En 1965 publicaba el disco Bringing it all Back Home y sus adeptos se encontraron huérfanos. En sus letras ya no existía aquella intención de protestar, de reivindicar los derechos del pueblo, y además se había producido cierta evolución hacia el surrealismo. Algo que ya sucedía también en su cuarto disco, Another Side of Bob Dylan, provocando que algunas de las voces más influyentes del folk comenzasen a hacer sonar las alarmas. En la revista musical Sing Out!, su editor, Irwin Silber, publicó: «Dylan ha perdido de alguna manera el sentimiento de la gente y se ha enmarañado en la paranoia de la fama».
Pero el principal problema de Bring it All Back Home era que el profeta se había hecho acompañar, por primera vez, de una banda de apoyo que empleaba los instrumentos y sonidos propios del rock & roll, como si estuviese decidido a renegar del folk. Puede que se debiera a la influencia que empezaban a tener los Beatles en Dylan, tal y como él mismo reconocería en 1971, pero de repente se había abrazado con fuerza la guitarra eléctrica y no tenía intención de volver a soltarla jamás. Sus seguidores lo acusaron en aquel momento de dejarse devorar por la industria de la música popular, de venderse a la tendencia más comercial. El rock & roll y los instrumentos eléctricos eran considerados entonces una moda pasajera y su mesías parecía no tener reparos en traicionar la integridad de la música de raíces, en apostatar de la tradición musical genuinamente estadounidense. Y fue en ese contexto cuando Dylan cometió la primera de sus herejías: su actuación en el festival folk de Newport.
Primero actuaron Cousin Emmy y los Sea Island Singers, dos formaciones de folk puro y tradicional, y después subieron al escenario Bob Dylan y los suyos. En pantalones vaqueros, chaquetas negras de cuero y sujetando guitarras eléctricas. Comenzaron a tocar y el público se quedó boquiabierto. Algunos aplaudían, intuyendo acaso que el futuro de la música —incluso del folk— pasaba por el rock. Otros, sin embargo, silbaban y despreciaban el espectáculo que estaban presenciando. Sobre aquel escenario, Dylan había convencido a unos y alejado para siempre a otros, que calificaron aquella actuación de sacrilegio. Al día siguiente, en la prensa se decía que esa noche Dylan había «electrificado a la mitad de la audiencia y electrocutado a la otra mitad».
Su siguiente disco, Highway 61 Revisited (agosto de 1965), era aún más eléctrico que el anterior. Y apenas unos meses más tarde, en mayo de 1966, aquella trilogía de discos de rock se completaba con el álbum Blonde on Blonde. Dylan, además, se había aliado con el grupo de rock The Hawks para sus actuaciones en directo, por lo que cualquier duda sobre el camino que había elegido quedaba definitivamente disipada. La tensión durante los conciertos en Estados Unidos era tal que Levon Helm, el batería de la banda, abandonó la formación y se marchó a trabajar a una plataforma petrolífera en el golfo de México. Solo quedaba la posibilidad de que aquella deserción del folk que tanto malestar había causado en su país no hubiese generado una reacción parecida en el público del Reino Unido, pero sí lo había hecho. Los conciertos en Sheffield y Newcastle siguieron la misma línea que los de la gira por Estados Unidos y poco después, en medio de aquel clima de recriminaciones, llegó el día del cisma: el concierto del 17 de mayo de 1966 en el Free Trade Hall de Manchester.
Cuando Dylan y The Hawks comenzaron a tocar la segunda sección del repertorio, que era la más rockera, el público comenzó a ponerse nervioso. El batería Mickey Jones relataría tiempo después que desde el escenario se podía notar cómo los aplausos iban en descenso y las caras desencajadas iban en aumento. Desde su posición veía a muchos de los asistentes al concierto levantarse de su asiento y señalar a Dylan de manera acusatoria para después marcharse de la sala visiblemente enfadados. Se escuchaban gritos e interpelaciones a la banda quejándose por lo que estaban haciendo. Y fue en ese momento de la actuación, durante los breves instantes de silencio entre dos canciones, cuando desde el público pudo escucharse una palabra que un tal John Crodwell dirigía sin pudor al profeta del folk: «Judas». Y tenía razón.
Fue Jorge Luis Borges, en el cuento «Tres versiones de Judas», quien se atrevió a sostener que Judas era en realidad el propio Dios, aunque nadie lo supiese. No había sido en Jesús en quien Dios se había encarnado para salvar a los hombres, sino en Judas. Él fue quien se inmoló, quien sacrificó su honor para el resto de los siglos vendiendo al mesías y condenándolo a morir en la cruz, provocando con su traición la revolución que desembocaría en la fundación del cristianismo: «Se convirtió en un hombre completamente, un hombre hasta el punto de la infamia (…). Para salvarnos, pudo haber elegido cualquiera de los destinos que juntos tejen la incierta telaraña de la historia; podría haber sido Alejandro, Pitágoras, Riúrik o Jesús; eligió un destino infame: era Judas».
Quizá sea cierto que toda revolución parte de un acto de traición. De traición a un sistema, a unas ideas, a un dogma. Y por eso es innegable que Dylan era un traidor. Porque había traicionado a todos los que lo consideraban un profeta. Pero fue precisamente con aquella traición como contribuyó a alimentar el fuego de una revolución mucho más importante que se venía gestando desde finales de los años cincuenta: la del rock and roll. Dylan no estaba experimentando sin lógica, no estaba probando cosas a ver qué sucedía. Tenía muy claro lo que quería hacer. Él sabía que era posible aproximar el folk y el rock, que era necesario que el segundo envolviese al primero. Era consciente de que el camino que había elegido representaba en realidad una evolución del folk y no una religión aparte.
Cuando John Crodwell lo llamó Judas en aquel concierto de Mánchester estaba acertando sin querer. Porque igual que le ocurre al propio Judas en el cuento de Borges, con su traición Dylan estaba provocando que muchos abrazasen aquella nueva fe construida sobre la electricidad. Una fe que hizo que la música siguiese evolucionando durante décadas y sin la cual incluso el propio folk probablemente habría perecido. A Bob Dylan lo acusaron de ser un traidor porque lo era. Por supuesto que Bob Dylan era Judas. Pero únicamente porque Judas, como sostiene Borges, y aunque entonces nadie lo supiese, en realidad era Dios.
Cada vez que oigo hablar de Bob Dylan me acuerdo de que le dieron el Nobel a él y no a Leonard Cohen, cosa que hubiera tenido mucho más sentido. Y luego que si lo acepto, que si no lo acepto, que no sé si podré arrimarme hasta allí. Que soy un señor muy ocupado, oyes.
con todos los respetos a LCohen que mee gusta mucho , las letras de BD le dan cien vueltas a LC que solo habla de el y de sus ligues.
Dylan es mucho más grande que cualquier premio, incluido uno tan desprestigiado y vacío como ese. En el fondo haberlo recibido, y aceptado, va en desdoro suyo y no del premio. Leonard Cohen no creo que se sienta triste en el más allá por no haberlo recibido.
Dentro de cien años se hablará de Dylan y de Cohen y se les seguirá escuchando y nadie se acordará del noventa por ciento de los premiados y en que consistían esos premios.
Sí, y Maradona también.
Dios no existe.
Y eso que mi querido Leonard era «creyente»…a su manera.
En todo caso basta con saber que Leonard Cohen dio por sobreentendido que Dylan merecia mas que nadie el Premio Nobel.
Leonard Cohen es el único poeta cantautor capaz de igualar o superar a Dylan, Cohen puede ser más profundo, pero Dylan toca todas las cosas, creo que ésa es la diferencia. El mismo Cohen dijo: ‘darle el Nobel a Dylan es como premiar al Everest, por ser la montaña más alta’.
Yo prefiero a los Brincos. Será porque cantan en español y les entiendo. O a Efecto Mariposa. O a Amaral. Hay que ver lo que hace la maquinaria de propaganda estadounidense.
Las letras de los Brincos, no digo ya un Nobel, pero por lo menos el premio Cervantes, no? Además, está claro que la influencia de Amaral es muchísimo mayor que la de Dylan. Es lo que tiene la «maquinaria de propaganda estadounidense» ;-)
En mi casa se oía a Bach y Beethoven a todas horas, sobre todo las obras instrumentales. Para nosotros Dylan es una payasada musical. Será genial para los angloparlantes, lo mismo que la ópera encandila a alemanes e italianos, pero si eres de un país colonizado culturalmente, sus letras no las entiendes, ni las tienes en mente.
Comprendo que a un hispanoparlante le tire más lo que comprende. A mi me vinieron ofreciendo una integral del tal Dylan es como Jackson Pollock, que no sabía pintar y enmarranaba lienzos, pero como era una época en que los estadounidenses querían un artista y evitaran que fuera del otro signo, como Picasso, eligieron uno cuyo mensaje fuera incomprensible… ¿Es lo suficientemente psicodélico para ti? Tampoco es que las letras de Dylan tengan demasiado sentido, si a eso vamos, una vez te las han traducido.
Para quien no domina el ingles y no tiene ni zorra del estilo de Dylan esta claro que sus letras no tienen demasiado sentido. Ni las de Dylan, ni las de nadie que cante en ingles. Y para el forista anterior, el Cervantes es poco para las letras de los Brincos, el Nobel o el Pullitzer, lo que sea. Sobre todo aquella del sorbito de champan, literatura e intelectualidad pura. Unos incomprendidos eran los musicos españoles de entonces. Me refiero a los Brincos, o Raphael, los que eran famosos e idolos de multitudes. Que tambien habia en España buenos letristas, que duda cabe.
Adriano Celentano mostró en 1972 que cualquier bobada en inglés vendería en los países mediridionales. Buscad en youtube «Prisencolinensinainciusol».