Aun a riesgo de ser confundido con Perogrullo, debo empezar este texto señalando que si ha comprado esta revista tendrá usted entre manos una revista de papel. Sí, no mire atrás, se lo digo a usted, que lee estas líneas. Y aunque seguro que ya lo sabe, lo subrayo para que sea plenamente consciente de ello: leerá una revista compuesta por páginas impresas con tinta, encuadernadas y guillotinadas. Y esto es un acto contrarrevolucionario en toda regla, un atentado tradicionalista, reaccionario, nostálgico y romántico. No me sea timorato y reconózcalo: ha puesto usted un palo o, mejor dicho, un palillo en el rodillo del progreso, ralentizando un instante la implacable revolución digital. Cuando usted lea eso, millones de personas en todo el mundo permanecen hipnotizadas por las pantallas de sus teléfonos móviles, sus ordenadores, sus televisores de plasma, sus e-readers, sus iPad... Sin embargo, usted apostará por el arcaico placer de abrir un tomo impreso, acariciar sus hojas, disfrutar del olor a tinta, ir pasando páginas hasta llegar al final con una grata sensación de trabajo bien hecho, de camino recorrido sin atajos ni desvíos, de espaldas al caos de infinitas posibilidades de la pantalla luminosa conectada a internet. Así que, con todas las de la ley, se merece usted una invitación en zona VIP para leer esa apología del papel impreso, donde daré una serie de razones que lo convencerán de su valía, si es que duda de ella, o lo reafirmarán en su fe, si ya es devoto de este divino material.
Por el mortero del eunuco
El papel fue ideado en China en el año 105 antes de Cristo. Su inventor fue un eunuco llamado Cai Lun, que estaba al servicio del emperador He. Hasta ese momento, la gente escribía sobre pesadas piezas de bambú o carísimos retales de seda. Consciente de esto, Cai Lun fabricó una nueva superficie con corteza de los árboles, cáñamo, redes de pesca y paños deshechos. Mezclando todo esto con agua, golpeándolo con madera y filtrándolo en tela, logró el primer papel. Cai Lun es hoy venerado en Oriente como patrón de los fabricantes de papel, y el mortero con el que fabricó el primer papel se conserva como una reliquia.
Prendida la llama, el papel se extendió por Corea, Vietnam y Japón. En el siglo VII, los árabes capturaron una expedición china en la que viajaban fabricantes de papel y, maravillados con el invento, abrieron fábricas en Bagdad.
En Occidente, fue España el país pionero en la utilización de papel: el Misal de Silos, que data del año 1000, es el primer manuscrito europeo de este material. Lento pero seguro, el papel se extendió por todo el orbe y con los siglos se fue puliendo su textura, gracias al manipulado y el reciclaje, y acabó siendo el soporte rey: durante mucho tiempo no hubo documento, libreta, revista, periódico o cigarrillo que no estuviera fabricado con papel. Pero, papiroflexia aparte, la obra cumbre creada con papel fue el libro, que pronto se erigió en uno de los pilares fundamentales de la ciencia, la religión y la cultura. Desde la invención de la imprenta y durante seiscientos años, el libro de papel ha reinado sin competencia alguna. Hasta que llegó el libro electrónico para tratar de usurpar su trono.
El e-book es una mierda
En el año 2000, el novelista Stephen King lanzó su nuevo libro, Riding the Bullet, en formato digital: era el primer escritor famoso que se atrevía a editar un libro que solo se podía leer en ordenadores. Arrasó: se despacharon cuatrocientos mil ejemplares en menos de veinticuatro horas y el exceso de demandas bloqueó el acceso a la web. Desde ese momento, teóricos, intelectuales, expertos y chatarreros se apresuraron a firmar en las atalayas mediáticas, muchas de ellas impresas en papel, la sentencia de muerte de la edición tradicional. Mientras tanto, una legión de geeks y cuñaos armados con dispositivos electrónicos se dedicaban a soltar a diestro y siniestro frases como «mi e-reader es más pequeño que tu libro de papel pero lleva dentro seis mil libros. Chínchate». Vale, pero… ¿cuántos de esos libros vas leer a la vez? ¿Cuántas vidas te hacen falta para leerlos todos? Y, sobre todo… ¿se trata de buenos libros? A estos apologistas de las maquinitas les traían sin cuidado estas preguntas, y se pasaron los tres primeros lustros del siglo profetizando el apocalipsis de la industria editorial y la multiplicación de los iPad y los e-books.
Han pasado los lustros y las profecías no se han cumplido. Las ferias del libro siguen consagradas al papel. Los editores aseguran que «la penetración del libro digital es aún minoritaria», mientras nuevas editoriales crecen como setas contra viento, marea, Amazon y Kindle. Y, por supuesto, los escritores superventas continúan editando en papel.
Ahí está, sin ir más lejos, Koji Suzuki, el Stephen King japonés, autor del best seller The Ring, que en 2009 publicó su nueva novela, The Drop, en rollos de papel higiénico. El experimento funcionó y se despacharon ochenta mil ejemplares en un mes. Porque es mucho más limpio leer en papel, aunque sea de váter, que en un cachivache electrónico. Lo dijo más claro Juan Manuel de Prada: «El libro electrónico no ha cuajado porque, bueno, es una mierda leerlos, vamos a ser serios y dejarnos de rollos, pues no hay ni punto de comparación, como todo el mundo sabe».
Ecología del libro
El libro es más ecológico que el e-book. Sí, ha leído usted bien, pero lo repito por si cabe alguna duda: el libro es más ecológico que el e-book. Se creerá que me he vuelto loco, pues conocerá informes como el de National Geographic que sostiene que por cada lector de libros digitales se ahorran ciento sesenta y ocho kilos de dióxido de carbono. Paparruchas. El carbono acumulado en la madera se mantiene en el papel durante décadas y se amplía mediante el reciclaje, mientras que los reproductores de e-books emiten todo tipo de toxinas y son más difíciles de reciclar; el plomo, el níquel, el selenio, el cadmio o el arsénico están entre los ingredientes más letales de un e-reader, que perjudican la salud del usuario setenta veces más que un libro de papel, provocando a la larga trastornos en pulmones, piel, riñones, intestinos, huesos o estómago.
También circula el rumor de que usando un e-book salvas un montón de arbolitos. Falso. La madera empleada en fabricar papel se cultiva en plantaciones creadas con el fin de ser taladas para tal uso, y constituyen solo el 2,7 % de la superficie total de bosques. Las especies de árboles usadas son de crecimiento rápido, y al plantarse en terrenos baldíos facilitan el control de la erosión del suelo y del ciclo del agua. Por el contrario, fabricar dispositivos lectores de libros electrónicos exige deforestar amplias zonas para extraer litio, coltán y otros minerales, y se destruyen inmensos bosques de madera noble en países subdesarrollados, desencadenando guerras y trastornos geopolíticos. Eso por no hablar de la «basura tecnológica» que generan estos cacharros, basura que se exporta desde nuestros opulentos países hasta vertederos de la India o África.
Entonces, lo verdaderamente ecológico es leer en papel, que es un producto natural, renovable, reutilizable, reciclable, biodegradable y sostenible. Y si es usted de los que lee más de sesenta volúmenes al año, compre libros de segunda mano o váyase a una biblioteca pública. Sí, aún existen.
El dulce aroma de la tinta
«Estoy rodeado de libros cuyos olores permanecen: quien lee, huele», escribió Günter Grass con más razón que un santo. Porque a ver qué bibliófilo que se precie no ha olido sus libros como si fueran drogas duras, esnifando entre sus páginas cuando, recién comprados, los saca de la bolsa con devoción sacramental. El olor del libro nuevo es una mezcla del papel y las sustancias con las que se ha tratado, de la tinta en la que se ha impreso y de los adhesivos con los que se ha encuadernado. El hidróxido de sodio que se usa para hinchar la pulpa del papel y el peróxido de hidrógeno que blanquea, en concreto, huelen que alimentan.
El libro viejo huele un pelín más rancio debido a las sustancias volátiles que liberan a lo largo de los años, como la celulosa o la lignina; la cantidad de esta última será menor cuanto mayor sea la calidad del papel. Los papeles de alta calidad carecen de lignina, y huelen mejor al degradarse y entrar en hidrólisis ácida con el paso del tiempo, pues liberan sustancias como la vanilina, que huele a vainilla, el furfural, que huele a almendra, o el 2-etilhexanol, que apesta a flores.
En cuanto al tacto, pasar las páginas de un libro, acariciarlas con los dedos, es una experiencia táctil, mística, casi sexual. Conscientes del encanto de estos aromas y texturas, los fabricantes de libros electrónicos intentan en vano imitar el olor y el tacto de los tradicionales. La marca Seebook fue la primera en crear e-books tangibles y firmables, como El todopoderoso Shikaku, de Naoko Tanigawa, que además es el primer e-book que huele a tinta al añadir a sus tarjetas de descarga unas gotas del perfume Paper Passion. Pero no nos engañemos. A lo que huele el común de los e-books es a chatarra y a chamusquina. O a nada en absoluto.
De plumas, bolígrafos, lápices y máquinas de escribir
Aún son muchos los escritores que, ajenos a modas tecnológicas, garabatean sus ocurrencias en libretas, servilletas, folios o cuartillas. Y es que, digan lo que digan los modernos, escribir sobre papel no es igual que hacerlo en un triste ordenador. La escritura es, como dijo Sebald, la pintura de la voz, y un escritor que quiera darle fuerza, aplomo, fisicidad y eternidad a su prosa o a su lírica trazará sus palabras a mano alzada, transmitiendo el contenido de su cerebro al papel a través de la pluma, el bolígrafo o el lápiz, como aún hace una élite de juntaletras tecnófobos.
Mario Vargas Llosa, por ejemplo, afirma que «me gusta el papel, la tinta. Así comencé, y todavía hoy creo que el ritmo de mi mano es el ritmo de mi pensamiento». En su línea está Pere Gimferrer, que pinta su poesía en rojo y con una letra que solo él entiende: «Cuando me dispongo a escribir es porque tengo tanto escrito en la mente que ya es imposible retenerlo. Luego, al coger papel y lápiz y empezar a transcribir te van viniendo los siguientes versos, porque el pensamiento es mucho más rápido que la mano y esta más veloz que el ordenador».
Escribir con una máquina analógica también vale, pues sus férreas teclas exigen que el autor trabaje duro, sude tinta y deje caer esas gotas sobre el papel, como un cáliz que bendice y humaniza su obra. Así lo hace Paul Auster, que hasta le dedicó un libro a su querida Olympia SM3, a la que considera «más una fiel compañera que una herramienta de trabajo». También Javier Marías utiliza una Olympia, modelo Carrera de Luxe, tanto para sus artículos como para sus novelas: «Con cada libro que escribo le doy tal paliza a mi máquina que queda casi inservible tras la terminación», ha confesado. El maestro Don DeLillo usa lo que él llama «una máquina manual» para distinguirla de las electrónicas, y jura que «solo puedo escribir así. Necesito ver cómo la tecla golpea la página. No quiero tener delante una pantalla. Quiero tener el papel. Y que la letra se quede grabada en él cuando golpea la página. Hay una conexión entre la letra y el papel». Del mismo modo, hay una conexión entre el papel y el lector. Una conexión física y mental que el e-book no es capaz de lograr.
Almas de papel
Me atrevería a decir para terminar esta exposición que los libros de papel tienen alma, mientras que los e-books no la tienen. Y esto vale también para revistas y otros artefactos culturales de papel. Es como comparar a una persona humana con un androide: por muy perfecto que sea el androide, ni el más eminente científico podrá dotarlo de alma, de espíritu, de trascendencia. Mientras el e-book es tan cambiante, volátil y corregible como cualquier otro documento digital, el libro de papel encierra pensamientos inamovibles, ajenos al paso del tiempo, inasequibles al desaliento de sus dueños. «Aunque yazga cubierto de polvo en un rincón de la estantería, el libro conserva obstinadamente su propia vida y filosofía. Lo único que podemos hacer es acercarnos o alejarnos, leerlo o ignorarlo, cambiar nuestra actitud hacia él, nada más», sentenció Yukio Mishima.
Y rumiando estas palabras le dejo, para que se dirija usted a pasar las páginas de una revista y disfrute de una lectura como Dios manda, en una revista que tiene algo de libro: sólida, con lomo, de hoja perenne; una publicación que el lector suele atesorar como si fuera un futuro incunable. Por eso, si usted mima ese volumen como es debido y lo protege de la humedad, las polillas y demás enemigos del papel, puede que, dentro de unas décadas, cuando los robots hayan sustituido a los humanos y los libros electrónicos a los libros de papel, usted, ya en su senectud, se vuelva a encontrar con esa revista y vuelva a leer este artículo. Pase lo que pase, le garantizo que mi postura no habrá variado lo más mínimo.
Hay otro factor a favor del libro en papel frente al libro electrónico que es, si cabe, más trascendente que todo lo expuesto, a saber: la concentración en la lectura. Me explico: cualquier lector sabe que no es lo mismo fijar la atención en un libro que en un dispositivo electrónico. Al leer en un libro retenemos más información, porque cada libro es único, aunque nos parezcan iguales por la maquetación. En un dispositivo electrónico sí que es todo igual, y nuestro cerebro no guarda la información sobre dónde leyó tal o cual párrafo. La misma liturgia de leer en libro es distinta a la liturgia de hacerlo en electrónico: pasamos las páginas de modo distinto; volvemos hacia atrás o avanzamos unas cuantas páginas de forma distinta; revisamos la biografía del autor/a con más facilidad en formato libro y nos acordamos mejor de cada detalle, porque nos fijamos en esos pequeños detalles que parecen imperceptibles pero no los son: tipografía, dónde está colocada la numeración, pies de página y encabezados etcétera. Yo, que he leído ya un buen número de títulos en formato electrónico, no sabría buscar un solo párrafo de ninguno de ellos en el e-book, mientras que recuerdo con bastante precisión, o en su defecto con bastante aproximación, en qué parte de tal o cual libro he leído este o aquel párrafo. Incluso retener los capítulos en la mente es distinto. Ahora bien, dicho todo esto, defiendo el formato electrónico como vía de almacenaje para artículos o pequeños ensayos que pululan por la red y que no están publicados en papel. O incluso para leer los primeros capítulos de ciertas obras literarias que se ofrecen a modo de gancho editorial, y luego en función de lo leído decidir si te merece la pena rascarte el bolsillo para comprar el libro o dejarlo pasar.
Saludos.
De acuerdo con el artículo y con el comentario. Yo leo libros en papel, no tengo ebook y, al menos en un futuro cercano, no pienso tenerlo. Y si además resulta que, según se dice en el artículo, el libro electrónico no es ecológico – sería la única razón para el cambio – pues peor me lo pones.
Que irónico es leer este artículo en formato electrónico y no en la revista de papel :D
Yo también prefiero el libro físico al ebook, pero basta ya de misticismo romántico. Que cada cual lea en el formato que más le guste y tenga más a mano. Lo importante es leer.
De todos los inventos del diablo el «e-reader» como sustituto del libro y el «transfer» como sustituto de la serigrafia en tela, se llevan la palma.
Buen artículo. Saludos.