Heme aquí, como Tántalo, a la vista de esta desventurada Francia a la que tanto le cuesta romper sus cadenas.
(François-René de Chateaubriand, Memorias de Ultratumba, Barcelona, Acantilado, 2004, p. 361)
El rumor del oleaje, la fría luz del Atlántico y un horizonte en bruma; metáfora real de un país imaginado. Difícil es, sin duda, asegurar si aquella niebla corresponde a la costa de la Bretaña francesa o es más bien una ilusión óptica. Es otro perfil romántico, tan evocador como tópico, que resultaría fértil para cualquier letraherido a inicios del ochocientos. «Granito al sur, norte de arena; aquí los escarpados, allá las dunas». A estas van a parar los flecos de «ese tapiz verde» que es la mar en el canal de la Mancha.
Esa es la vista, la tempestuosa vista, tal como es descrita por Victor Hugo desde el mirador de su hogar en la isla normanda de Guernsey. Un país rural, repleto de hombres «obstinados» según los historiadores del islote, y donde vivirá de 1855 a 1870.
Extraña perspectiva, fuera de cualquier postal, enclaustrada en un altillo decorado con mosaicos, paneles chinescos fantasiosos y una pequeña figura femenina en el centro de la estancia. Es un hogar que ejerce de catedral rústica, cubierta de blanco y con cinco pisos engalanados de manera profana en perfecto maridaje con la imaginación desbordante en el autor galo. La historiadora Corinne Charles consideró «obra de arte» esta construcción intitulada Hauteville House. En el vestíbulo estaban representados los personajes de la novela Notre-Dame de París y contaba con medallones del escultor David d’Angers: en ellos aparecían Victor Hugo y su segunda hija. Existía una sala de billar, empapelada con los dibujos tétricos del poeta, y todo el conjunto se coronaba en las vistas nebulosas desde el mirador.
Allí Hugo escribe. Es otra isla dentro de esta ínsula, en reunión inequívoca de soledades. Todo ello fue fruto de un «crimen odioso» según el escritor que comenzó el 2 de diciembre de 1851. ¿Dónde? En el corazón de Europa, París.
La libertad violada
Karl Marx designó ese «crimen», el golpe de Estado de Napoleón III, como farsa del realizado por el primer Bonaparte. Son esos tiempos, en órbita a la revolución de 1848, en los cuales los conservadores empezaron a propugnar esa máxima conocida del político coetáneo Donoso Cortés: «Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura».
La revuelta del 48, primera chispa de lo que fue llamado en el tiempo Primavera de los Pueblos, apareció como espejismo de la democracia absoluta. Los ecos de «La Marsellesa», que tan bien investigó el británico Eric Hobsbawm, retumbaban en los corazones de los escritores, obreros fabriles e intelectuales de pasquín. A esos cantos de sirena respondían con pánico las clases pudientes, el clero y la gran burguesía industrial. Esa igualdad de voto no fue ninguna panacea: en Francia trajo Gobiernos inestables y ya a un efímero dictador, el general Louis-Eugène Cavaignac. Ahora será un usurpador en sentido más estricto quien destruirá la República: Napoleón III.
Elegido por sorpresa a finales del año 48, por sufragio universal masculino, tenía como pedigrí el linaje del general del siglo. Esto es discutido en la actualidad: el genetista Gérard Lucotte declaró en 2014 que ese parentesco podría ser inventando, gracias al estudio del ADN a través de un mechón de sus cabellos. El malicioso Hugo ya apuntaba en su cáustico panfleto Napoleón, el pequeño que este sucesor en su jura tenía una actitud «tímida e inquieta» y «en nada se parecía al famoso emperador».
Napoleón III, que se suponía un candidato temporal («un cretino», según el monárquico orleanista Adolphe Thiers) maniobró para crear un partido a su favor y controlar las provincias con un discurso populista de éxito; uno de los primeros documentados en el pasado siglo XIX. Sin oposición real y después de meses de preparación, en diciembre de 1851 abjuró de la legalidad y utilizó a la tropa para ocupar todo París con poca resistencia.
Según los papeles secretos del emperador, parece que pudo ser financiado por toda la aristocracia reaccionaria de Europa. Entre ellos se encontraba el general Narváez, que buscaba otra monarquía en Francia como firme aliada al frágil reinado de Isabel II en España. Pierre-Joseph Proudhon, intérprete de este periodo en su ensayo La revolución social, declaró irónicamente:
Somos nosotros, los republicanos, los que hemos repetido sobre la fe de nuestras tradiciones más suspicaces: La voz del pueblo es la voz de Dios. ¡Pues bien! La voz de Dios ha nombrado a Luis Napoleón Bonaparte.
En apenas seis edictos dio corpus legal al régimen, disolvió la Asamblea Nacional y declaró de nuevo el sufragio universal para elegir un nuevo cuerpo legislativo… sin poder efectivo. La República volvía a convertirse en monarquía, después de varios referendos a favor, y él se proclamó al efecto emperador el 2 de diciembre de 1852.
Era un homenaje a la primera coronación en esa fecha para 1802 de su pariente lejano, muy lejano, Napoleón Bonaparte. Marx, todavía periodista más que revolucionario, vio con sarcasmo este «nuevo régimen» en el citado texto de El 18 Brumario en 1852:
La Constitución, la Asamblea Nacional, los partidos dinásticos, los republicanos azules y los rojos, los héroes de África, el trueno de la tribuna, el relampagueo de la prensa diaria, toda la literatura, los nombres políticos y los renombres intelectuales, la ley civil y el derecho penal, la liberté, égalité, fraternité y el segundo domingo de mayo de 1852, todo ha desaparecido como una fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus mismos enemigos reconocen como brujo. El sufragio universal solo pareció sobrevivir un instante para hacer su testamento de puño y letra a los ojos del mundo entero y poder declarar, en nombre del propio pueblo: «Todo lo que existe merece perecer».
El escribidor errante
Victor Hugo no pereció según la fórmula de Marx e intentó detener el coup d’état. Era parte de la Asamblea Nacional desde el 48 y allí había virado del conservadurismo a un progresismo humanista; ese que tiñe los momentos más intensos de Los miserables. No tuvo éxito en su oposición al usurpador: él, junto a más de ciento ochenta asambleístas, fue arrestado en la lid imposible con un ejército que celebraba ya la magistratura vitalicia del nuevo César. Hugo transcribió a posteriori la implacable circular que forzó su exilio:
3 de diciembre, 1851
(…) Hoy, a las seis en punto, se ofrecerán veinticinco mil francos a cualquiera que arrestara o asesinara a Hugo.
Sabéis dónde está. No le dejéis escapar bajo ningún pretexto.
Según su testimonio, esta persecución le obligó a cambiar veintisiete veces de domicilio en París. El autor revisionista Jean Tulard quitó drama al testimonio del escritor al recordar que este «mártir» fue libre gracias a un policía que consideró a Hugo fuera de «la gente peligrosa».
El 12 de diciembre abandonó disfrazado París por la estación del norte. Llegó poco después a Bruselas, donde le siguieron su familia y varios contrarios a la dictadura. Los historiadores Henri Peña-Ruiz y Jean-Paul Scot en su repaso político a Hugo afirman que su exilio le valió el papel de «juez instructor de la historia». Christophe Charle, que cita expresamente al escritor en su excelente libro sobre los Intelectuales en el siglo XIX, llega a considerar que esta creación de figuras públicas con máxima influencia social es fruto de esa «necesidad histórica».
El autor de Hernani escribe en su pequeño opúsculo sobre el exilio, publicado en 1871, esta frase sintomática de su lugar como faro de los ideales liberales y democráticos en Europa:
Exiliáis un hombre. Sí. ¿Y luego? Podréis desgarrar un árbol de sus raíces, pero no podréis arrancar el cielo del día. Mañana, la aurora.
Pero la figura mítica, en cierto sentido, dejó paso a un hombre roto al que el exilio le apartó de su público, de los primeros honores, y le condenó a realizar panfletos vehementes pero inútiles a corto plazo.
Así, en Bélgica publicó manifiestos y obras de combate, entre las que se contaba la citada Napoleón, el pequeño. Estaba demasiado cerca, era demasiado peligroso para que su reverso en la moneda, Napoleón III, no actuara contra él. La ley de prensa restrictiva instigada por el jurista belga Charles Faider venía bajo la amenaza de boicot en un posible acuerdo comercial entre Francia y Bélgica. En el proyecto de esa acta se anunciaban multas de cuatrocientos a dos mil francos e incluso penas de prisión que podrían llegar a los dos años. ¿El objetivo? Acabar con el escritor disidente que atentara contra ciertos principios. El más importante, sin duda, era Hugo.
Su destino final serán las islas del Canal, que contaban con una soberanía nominalmente inglesa y estaban fuera del alcance legal de sus perseguidores. En el verano de 1852, el poeta hubo de exiliarse en Jersey, después de pasar por Londres. Esta isla sería su primera parada en el archipiélago de la Mancha. Al fin y al cabo, para Hugo…
No tienen que hacer esfuerzos para parecerse a la patria, son Francia. Jersey y Guernsey son dos pedazos de la Galia rotos en el siglo octavo por la mar…
En la corte del santo de Besançon
El 5 de agosto de 1852 Victor Hugo llego a Jersey, a la capital Saint Helier, y se acomodó en una pequeña casa en Marine Terrace. Esta era una isla comercial y desarrollada de la que ya escribió floridamente Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba (modelo de tantas cosas para el propio Hugo). Allí el autor de Los miserables fue recibido con cortesía al tratarse de un par de Francia, pero no dejó de publicar panfletos contra el emperador, como su vitriólico poema Los castigos en 1853. Será, no obstante, su apoyo al editor del diario L’Homme de Jersey (procesado por un texto contra la reina Victoria) el que le fuerce a salir de la isla.
Esto le llevó a la cercana Guernsey, donde establecería su corte laica y traería consigo los borradores de tres clásicos indiscutibles: La leyenda de los siglos, Los miserables y Las contemplaciones. Era un paisaje rural, una estampita romántica de colores baldíos (con «diez agujas góticas sobre el horizonte» y «la sombra del enigma céltico», según descripción intensa de poeta), donde edificó Hauteville en una posición elevada, domeñando la vista en la capital Saint Peter Port. Este exilio en las islas, que en palabras de Hugo le «expulsó del mundo», pudo mantenerse gracias a la venta de sus obras en París.
Hugo recibía a todo tipo de exiliados y llegó a tener una habitación para visitantes por la cual pasaron muchos escritores opositores del emperador. En ese hogar hecho de roble vivió también su mujer, Adèle Foucher, aunque también mantuvo a su abnegada amante Juliette Drouet. El autor de una monumental biografía del escritor, Jean-Marc Hovasse, recuerda las quejas de Drouet a Hugo al establecerse en este lugar por su clima poco benigno.
Esas cartas de amor escritas por su amante, recopiladas en internet, nos llevan a la mente del poeta y a sus difíciles relaciones con los naturales de allí. La sacrificada amante señala a su objeto de deseo, el 1 de enero de 1856, que «una palabra tuya bastaría» para conseguir «la cordialidad y cortesía de estas gentecillas de excelente calado». El epistolario muestra a una mujer postrada a los pies del poeta, a la que le resulta «imposible ser feliz y dichosa» sin el contacto carnal del escritor galo.
En esta cripta de madera también habitaron por cierto tiempo sus hijos: Charles, combativo periodista, François-Victor, celebrado traductor de Shakespeare, y la trágica Adèle, cuyo diario íntimo cobró importancia y mereció una adaptación al cine de François Truffaut en los años setenta. En este melodrama, que se rodó en la propia Guernsey, el fantasma del autor romántico sobrevuela en cada fotograma, donde se evoca el desamor de Adèle por un soldado británico como un particular exilio mental que deviene en locura. Hugo es el protagonista espectral de este filme, donde Guernsey emula con eficacia Nueva Escocia, y resulta en perspectiva legado visual de ese paisaje húmedo y granítico antes de la llegada del turismo masivo.
El fin del silencio
En 1859 el emperador decretó una amnistía contra los represaliados políticos. Hugo se opuso a ella y lanzó otro manifiesto en contra de Napoleón III. Fue una derrota política, pero una victoria como líder moral entre los republicanos. Más aún, la publicación en 1862 de Los miserables le convirtió en el autor vivo más importante de Francia, donde llegó a vender más de cien mil copias en un año. Cuatro años más tarde verá la luz Los trabajadores del mar, homenaje triste y dramático a las gentes de estas islas que le acogían en su exilio. A través de la historia de amores y desengaños entre Gilliatt y Deruchette, ofrece estampas sentidas de los hombres del mar:
En aquella pesada barca iba a la pesca (…) Al anochecer se echaba al hombro sus redes, atravesaba su huerto, pasaba al otro del parapeto de áridas piedras, brincaba de una roca a otra y saltaba a bordo de la panza. De allí, mar adentro.
El poeta Charles Baudelaire, en sus reflexiones sobre escritores contemporáneos (Réflexions sur quelques-uns de mes contemporains), consideró a Hugo tanto «un dictador» sobre las cosas literarias como también un experto en las incógnitas insondables de la lírica. Aun así, lo fundamental de ese opúsculo es cómo el nuevo poeta juzga el cambio que se produjo en Hugo gracias al exilio:
Los colores de sus reflexiones se tiñeron de solemnidad y su voz se ha profundizado en pugna con aquella de los océanos. Pero aquí como allí, siempre nos recuerda a una efigie de meditación caminando.
Hugo volverá a Francia tras la debacle de Sedán, en 1870, y sobrevivirá a los inicios tumultuosos de la III República. Recordará, poco antes de morir, cómo extremistas de la Comuna parisina (los llamados communards) intentaron asesinarle en su propia casa bajo la divisa «¡Muerte a la comadreja!». Los tiempos cambiaban y el viejo liberal no aceptaba la violencia indiscriminada de los nuevos condenados al futuro. Ese clima siniestro, resultado tanto del «falso Imperio» de Napoleón III como de la derrota ante Alemania, inspirará la trágica Noventa y tres de 1874. La novela resulta una reconstrucción narrativa de los años de la guillotina y el terror en la Revolución francesa.
Su mujer murió en 1868, y su amante Drouet en el 83. Dos años más tarde, el 22 de mayo de 1885, Victor Hugo fallecerá por una neumonía en París. Más de dos millones de personas asistieron a su funeral, que recorrió la Ciudad de la Luz desde el Arco del Triunfo al Panteón.
Pero volvamos atrás, al tiempo en que era un hombre aislado en Guernsey y su futuro era incierto. Allí, en el vestíbulo de su cripta de roble, inscribió su más profundo epitafio, tan doliente como veraz:
La vida es exilio.
Enhorabuena por el artículo, pero entiendo que contiene un pequeño error. Balzac nunca pudo visitar a Hugo en su exilio de las islas del Canal, porque desgraciadamente para él había muerto en París en 1850, antes de todos estos acontecimientos tan bien reflejados en su artículo.
De hecho, el propio Hugo visitó a Balzac en su lecho de muerte y a él debemos una descripción de los últimos momentos del autor de la Comedia Humana.
Anda, lo saqué de un libro sobre el exilio de Hugo y lo daban por hecho. Ahora lo corregimos ;)