Los pantanos. Los trailer parks. Las mansiones algodoneras. Los banjos. Las bocas podridas. Las sílabas arrastrándose como el lodo. La white trash, la escoria racista. Niños sucios apelotonados en pick-ups, pieles de animales salvajes secándose al sol, petos vaqueros y gorras grasientas. Rifles, chatarra oxidada, alambiques en graneros. Banderas confederadas. Rednecks, damas sureñas, sudorosos vendedores de biblias. Todo lo roñoso que pulula desde el Atlántico hasta el golfo de México: el Sur, el gemelo malvado de Estados Unidos. Fascinante y repulsivo a la vez. Qué bonito el Sur cuando se pone feo, cuánto dura la peste a derrota. No hay ley que lo dicte, pero es así: la decadencia, cuanto más furiosa, más bella.
Con todo esto habrán pensado en William Faulkner, claro está. En la calamidad de El ruido y la furia, en la oscuridad de Santuario. O quizá en el viejo Sur de Tennessee Williams, en la aspereza del Capote menos neoyorkino, del Cormac McCarthy polvoriento, de las salvajadas etílicas de Jim Thompson. Todos ellos y alguno más configuraron en buena medida la idea que tenemos del Sur norteamericano que trasciende límites geográficos. Nos contaron los pormenores de su miseria esplendorosa, participantes de varias de las corrientes literarias que han alumbrado un territorio artísticamente muy fértil: desde el gótico sureño hasta la literatura de frontera. Escritores con Premio Nobel y merecido sitio en el panteón de las letras de Dixieland.
Pero quizá no hayan caído en algo: «Dixie» es nombre de mujer. No es casual que, de todos los que han tratado de aprehender el Sur, de condensar sus mitos, fuera una señora, Florence King, la que más se aproximó a atraparlo en una frase: «Ponga una cerca alrededor del Sur y tendrá un gran manicomio».
La paternidad literaria del Sur la ostenta el río Mississippi, pero la maternidad es compartida, quizá eso explique su bastardía. Las sureñas no solo parían, ordeñaban, atormentaban esclavos o espantaban moscas de los guisos. Escribían y escriben. Y han sido —alerta: osadía— muy superiores a la hora de desentrañar qué es y por qué nos fascina lo que ocurre en ese territorio indómito y sofocante.
Démonos un garbeo alrededor de esa verja, asomémonos a ese maravilloso frenopático de mano de sus adorables chaladas. No se trata de ajustar cuentas: las suyas son obras maestras levantadas sobre el más oscuro de los abismos.
No fue la primera, pero es la más prominente: Flannery O’Connor (1925-1964). Lo de que es «la gran narradora norteamericana del siglo XX» se le queda chiquito. Con sus gafas de culo de vaso, su férreo celibato y su lupus, se pasó la vida criando pavos reales y cuentos de gente fea de verdad. De poco sirvió que su madre, tan pía como ella, le implorara a su editor que la convenciera para que escribiera sobre «gente buena». O’Connor publicó la novela Sangre sabia con veintipocos años y ya jamás abandonó la sordidez. O lo grotesco1, término del que se apropió solo a medias: personajes violentos, inadaptados, crueles, embaucadores, lisiados. En sus cuentos, los que realmente le valieron el estrellato, el Sur asfixia físicamente. Es un territorio deformado e inclemente, un escenario de cuento de terror. «Soy blanca, católica y sureña, no podía escribir otra cosa que horror», decía. O’Connor destripa como nadie la malignidad del género humano, hasta dejar la bondad en poco más que un sarcasmo. No se dejen engañar por los títulos: Ni Un hombre bueno es difícil de encontrar ni La buena gente del campo cumplieron los deseos de su madre. O’Connor es despiadada y tapona las rendijas para que no entre ni una gota de aire fresco en ese paisaje atestado de conflictos raciales, pobreza ancestral y primitivismo religioso. De cómo de semejante lodazal puede emanar algo parecido a la belleza solo se percata uno leyéndola, por ejemplo, en los Cuentos completos o en las Novelas (ambos editados por Lumen).
Antes de morir agarrotada de agonía, la buena de Flannery dejó para la posteridad un vídeo en el que enseña a las gallinas a andar al revés2 —«Después de eso, el resto de mi vida fue un anticlímax»—, una obra literaria que radiografió la identidad insular de una región y sus terrores y un saco de sagacidades impagables: «La narrativa trata de todo lo humano, y estamos hechos de polvo, y si desprecias cubrirte de polvo, entonces no debes intentar escribir una obra narrativa». Olvídense de Raymond Carver, Sam Shepard, Cormac McCarthy o La noche del cazador. Sin ella, jamás habrían existido.
O’Connor, por cierto, se llevaba a matar con otra de las máximas exponentes del gótico sureño, su coetánea Carson McCullers (1917-1967). En su correspondencia personal no desaprovechaba ocasión para ponerla a caer de un burro, y McCullers acusaba a la otra de plagio a boca llena. Sus biografías tienen multitud de puntos de unión: ambas se borraron el «Mary» del nombre para juguetear con la apariencia masculina, nacieron en Georgia, visitaron la colonia artística de Yaddo, fueron adaptadas al cine por John Huston y vivieron asediadas por enfermedades implacables. Debutaron jóvenes, triunfaron jóvenes y murieron jóvenes. O’Connor no llegó a cumplir los cuarenta y McCullers inauguró los cincuenta por los pelos. Eso sí: menuda vida. Imposible condensarla en unas líneas.
McCullers iba para niña prodigio del piano —componía desde los cinco años— y acabó como escritora precoz. Contrajo fiebre reumática, la internaron diecisiete veces y la parte izquierda de su cuerpo quedó completamente inmovilizada por una embolia. Escribió con una sola mano gran parte de su obra, que inauguró con El corazón es un cazador solitario (Seix Barral), que es muchas cosas a la vez. Uno de los comienzos más formidables de la historia de la literatura —«En la ciudad había dos mudos, y siempre estaban juntos»—, el regalo de un personaje memorable (John Singer) y un debut de éxito colosal. McCullers ideó su propio gótico sureño, que hermanaba con los clásicos rusos: «Tanto en la Rusia de los zares como hasta el momento presente en el Sur, una característica dominante ha sido el escasísimo valor de la vida humana», decía.
En su literatura siempre hay borrachos —reflejo de su propia adicción—, negros que llaman a sus hijos Karl Marx, homosexuales, enanos, jorobados… Y algo más: ternura y compasión. Retorcidas, pero ahí están. McCullers no se aproxima a los seres andróginos, a los deformes o a los enfermos mentales con saña, ni siquiera con ánimo voyeur. Se sumerge en sus miserias, en su sexo atormentado y su pavor a la soledad para mostrar humanidad, incluso una clase muy concreta de candor. De anhelo de ser amado. Quizá el que nunca tuvo, quizá el que siempre buscó. Se casó a los dieciocho con un oficial aspirante a escritor, Reeves McCullers, homosexual, del que se divorciaría y con el que se volvería a casar en un lapso de cinco años. Juntos naufragaron en el alcohol y en una incompatibilidad que les hacía inseparables, algo que ella plasma en la novela Reflejos en un ojo dorado, cuya versión cinematográfica protagonizaron Marlon Brando y Elizabeth Taylor. McCullers dedicó el libro a la escritora suiza Annemarie Schwarzenbach, con quien tuvo una tormentosa relación amorosa hasta que murió en un accidente de bicicleta. Tras ser operada de cáncer de mama, Reeves, consumido por el declive físico de su esposa y su represión sexual, le propuso suicidarse juntos. Ella lo rechazó; él lo hizo de todos modos.
Y en medio de toda esa turbulencia, el triunfo. Prácticamente todas las obras de McCullers fueron aclamadas: La balada del café triste es una compilación de cuentos magistrales, y aunque la novela Frankie y la boda tuvo una acogida más tibia, su amigo Tennessee Williams la convirtió en un éxito de Broadway.
McCullers murió en un crepúsculo, no había otra. Seis semanas en coma y desapareció. Niña rara, alcohólica, escritora de una mano, amenazada por el Ku Klux Klan, en guerra contra todos los arquetipos de la beldad sureña y orgullosamente convencida de la valía de sus obras: «Yo tengo más que decir que Hemingway, y Dios sabe que lo he dicho mejor que Faulkner». Con una salvedad: Iluminación y fulgor nocturno, su autobiografía, quedó inacabada.
Así como O’Connor y McCullers encarnan la pareja de escritoras sureñas enemistadas, Katherine Anne Porter (1890-1980) y Eudora Welty (1909-2001) son su reverso amable. Porter, ya afamada, se quedó prendada de Una cortina de follaje (Anagrama), un volumen de cuentos escrito por una desconocida debutante llamada Eudora Welty, a la que amadrinó artísticamente escribiéndole el prefacio.
Por entonces Welty no era escritora, sino fotógrafa. Un hecho trascendental que marcaría su forma precisa y afilada de narrar. Durante los años treinta recorrió el Sur registrando el paisaje desolado que había traído la Gran Depresión a un territorio que aún no había superado la derrota. Cuando años después, ya merecedora de los halagos condescendientes de Faulkner y Capote, le preguntaron por la clave de su genio narrativo y de su maestría con los diálogos, no titubeó: «Mucho antes de que empezara a escribir, escuché con atención las historias de la gente», respondió.
Gente sin un céntimo, desamparada, criados negros, niñas y familias opresivas pero nucleares. Welty fue siempre en contra de la épica para contar lo diminuto, que acababa derivando en lo disparatado y lo grotesco. Y circunscrito a su terruño, ese Sur del que raramente se movió. Aunque sus relatos (Cuentos completos, DeBolsillo) son lo más celebrado —«Por qué vivo en la oficina de correos» dio nombre al software de correo electrónico Eudora, en su honor—, las novelas de Welty son joyas por derecho propio. La hija del optimista (Impedimenta) le valió el Pulitzer y calló las bocas de quienes «solo» la consideraban una excelente cuentista poseedora una sobrenatural agilidad oral. Cuando, ya cumplidos los setenta, Eudora Welty publicó una suerte de autobiografía, La palabra heredada (Impedimenta), a nadie sorprendió que se convirtiera en bestseller instantáneo. Porque hay algo indefinible y sugerente en su prosa, en su manera de mirar, que hace que el Sur no sea solo leído, sino olfateado, sentido, presenciado. Publicó ensayos, libros de fotografías y la cubrieron de premios, pero nunca le cegaron los focos. Murió en la misma casa de Jackson (Mississippi) en la que había nacido, la misma en la que se plantó Henry Miller para presentarle su admiración. No le dejaron pasar.
Katherine Anne Porter sí logró cruzar el umbral de aquella casa estilo Tudor. A saber de dónde sacó el tiempo para ser mentora de Welty: Porter fue periodista, actriz de segunda, cantó baladas escocesas por Texas y Luisiana, pasó la tuberculosis (al final era bronquitis), la gripe española la dejó calva, se casó cuatro veces, se fugó a México para estudiar el arte azteca y maya y acabó metida en la revolución obregonista y un sinfín de cosas más: casi cien años de vivencias extravagantes y leyendas picantes, como que tuvo un rollete con Carson McCullers y que uno de sus maridos la dejó cuando se enteró de su verdadera edad.
Y claro, escribió. Al principio como negra literaria, hasta que su editor se cansó de su cháchara y le sugirió que firmara algo con su nombre. Fue el relato «María Concepción», en 1920, que enseñó al mundo su mirada aguda, insobornable. Katherine Anne Porter se desenvuelve en un ambiente hostil, más cercano a la violencia de O’Connor, en el que sus personajes tienen que sobrevivir a toda costa. Su Sur lo delimita el río Bravo, y es racista, abusivo, cerril. Hay revolucionarios, rancheras, mamis negras y monstruos, en los que sobrevuela un tenue regusto a realismo mágico. Su única novela, La nave de los locos, fue llevada al cine por Stanley Kramer, y a ella solo le gustó el dinero que se embolsó. Su auténtico legado serán siempre sus cuentos (Cuentos completos, Lumen), por los que fue nominada tres veces al Premio Nobel y ganó el Pulitzer. El pelo volvió a crecerle, pero de un blanco rotundo.
Aunque tiende a considerarse a Porter como la iniciadora del gótico sureño de O’Connor, McCullers y Welty, no es cierto del todo. Primero estuvo el siglo XIX, antes estuvo Kate Chopin (1850-1904), y las cuatro damas del renacer literario del Sur son sus deudoras.
Kate Chopin llegó a la literatura para sobrevivir, y eso es mucho decir en 1899. Cuando falleció su marido, propietario de una plantación en Luisiana, la aplastaron las deudas, los cinco hijos y la depresión. Escribió por terapia. Primero relatos, después un escándalo llamado El despertar (Cátedra). Ninguna sorpresa: no era una historia que retratase el Sur racista, opresor: era un desafío frontal y una condena a todos y cada uno de los valores atávicos de esa sociedad. Su protagonista, la icónica Edna Pontellier —considerada una especie de Madame Bovary criolla—, decide romper con toda sumisión. «Daría mi dinero, daría mi vida por mis hijos, pero no me daría a mí misma», dice. Y lo hace, agárrense los machos. Fue tan revolucionario, tan feroz y contundente su desafío al ADN sureño que aún hoy vive gente con lúbricos deseos de profanar el cadáver de Kate Chopin. Por abolicionista, por hereje y por feminazi.
Y hablando de herejías, allá va otra: mencionaremos en este caótico repaso a Harper Lee y a Margaret Mitchell, pero solo eso: mencionarlas. Resulta obvio que la impronta de Matar a un ruiseñor y Lo que el viento se llevó3, sus respectivas e icónicas obras, contribuyeron a moldear la idea literaria del Sur como pocas. Y aquí viene el pero: ¿queda alguien sin saberlo? ¿No han recibido suficiente atención?
En lugar de eso, miremos hacia otra chalada genial a la que por nuestras latitudes se ha prestado poca —más bien nula— atención: Florence King (1936-2016), la ideóloga de esa verja. No suele incluirse su nombre en ninguna antología de escritoras sureñas, de entrada, porque era una macarra y una chunga de cuidado. Las etiquetas que se atribuyó son un cacao maravillao: lesbiana conservadora, monárquica, antipopulista, episcopaliana, misántropa hasta el picor. «Estoy levemente a la derecha de Vlad el Empalador», decía. No te apodan «La Reina de la Maldad» por bonhomía, no. En su columna en la National Review, «La esquina de la misantropía», se dedicaba a mofarse de todos, con sátiras que escupían ácido. ¿Lo dudan? «Las feministas no estarán satisfechas hasta que cada aborto sea realizado por un médico negro gay debajo de un árbol en peligro de extinción en una reserva para indios discapacitados», escribió.
Pero no es en calidad de polemista incendiaria por lo que la resucitamos aquí. Maldades y desfachateces al margen, Florence King fue una magnífica cronista de lo que era el Sur en los últimos coletazos del siglo XX y lo crónico de su miseria. Descendiente de la élite colonial de Virginia, King fue criada bajo los estrictos y rancios estándares de lo que tenía que ser una mujer sureña. Ya crecida —y abandonada su faceta de escritora pulp de relatos cochinos—, dedicó una gran parte de su producción a retratar aquel ambiente de señores sentados en sus porches con rifles sobre las rodillas. Su cima es la biografía Confessions of a Failed Southern Lady (Confesiones de una fallida dama sureña), no traducida al español4; una obra descacharrante y honesta que expone a las claras por qué el Sur luce mejor en la tele que en tus carnes. «El culto a la feminidad dotó a la belleza sureña con al menos cinco imágenes totalmente diferentes y le pidió que fuera lo suficientemente buena como para adoptarlas todas. Se le exige que sea frígida, apasionada, dulce, maliciosa y dispersa, todo al mismo tiempo. Sus problemas surgen del hecho de que lo logra». Es un libro con suficiente maldad para abastecer un continente durante décadas, plagado de excesos retóricos y de comentarios que provocarían úlceras sangrantes en tiempos como los actuales. Pero ¿no querían sur? Pues ahí está: desnudo, sucio y descarnado.
Y de él se sigue escribiendo, sigue alumbrando corrientes literarias nuevas, como la llamada grit lit, hillbilly noir, country noir o rural noir. Para entendernos: literatura redneck, realismo sucio. Tan sucio, que a su mayor exponente femenina ni siquiera le hace falta ser sureña: Bonnie Joe Campbell (1962), de Míchigan. «La única beneficiaria de una beca Guggenheim que sabe castrar un cerdo», es como suele presentarse. Una escritora con una maldad superdotada para el relato corto, como demuestra Desguace americano (Dirty Works), un catálogo tenebroso plagado de ciervos desollados, camioneros desdentados, embarazos adolescentes y mucha —muchísima— sordidez. Que contiene, por cierto, el piropo más white trash jamás escrito: «Estaba muy guapa con aquel fondo de montañas boscosas y dos camiones enormes con el motor encendido». En la biografía de Campbell consta que vivió en una granja, se unió a un circo, vendió granizados y ascendió los Alpes en bicicleta. Y, además, dejó claro que sabe cómo se hacen novelas sobre el lumpen: Érase un río (Dirty Works) se parece mucho a un viaje de speed. Margo Crane, con sus quince años, su escopeta y su barca se pone a remontar el río Stark, con escasas papeletas para sobrevivir. No desvelaremos si lo hace, baste con decir que el libro supone una relectura de las machadas, las novelas de aventuras y nuestra idea de lo que es el peligro.
«Yo me crie en medio de todo esto. La ansiedad, la obsesión, el miedo, las peleas: la granja, el dinero, la familia, el pasado». Podría ser Joe Campbell, pero es otra coetánea a la que también le va la marcha de la grit lit: Ann Pancake, «la Steinbeck de los Apalaches». En su compilación de historias Tierra vencida (Dirty Works) está lo mejor de la peor Virginia. Personajes que arrastran un vacío rebosante de Jack Daniel’s, desgraciados que queman su casa para cobrar el seguro, que tienen demasiados hijos demasiado pronto; hay bisabuelas a los cuarenta, fantasmas confederados… Gente que quiere huir, pero ahí se queda, en su cochambre hostil. Sin hacerle demasiadas preguntas a su decepción.
No nos resistimos, aunque esté cogida con alfileres, a mencionar a la inconmensurable Mary Karr (1955). Sureña en cuanto tejana, podría decirse —y con razón— que su obra encaja un poco a martillazos en la tradición sureña, dada su prolífica obra poética. Pero cualquiera que haya disfrutado como un cochino con El club de los mentirosos o Iluminada (Errata Naturae) sabe que alguien que creció entre serpientes, huracanes, torres petrolíferas y malnacidos puede figurar donde le plazca. Y su historia, y su vida, sureña y góticas son un rato.
Dos chupitos rápidos para ir cerrando: Jesmyn Ward (1977) y April Ayers Lawson (1979), que no sé si se conocen, pero deberían. Ward ha sido ya multipremiada con el National Book Award, pero hay que insistir: La canción de los vivos y los muertos (Sexto Piso) es una suculenta actualización del gótico sureño que resuena a Welty, a O’Connor y lo mejor de todo: a Jesmyn Ward. Una narradora que escarba entre orfandades, racismo, soledad y miseria moral. Drogas, cáncer, tabaco de mascar, una carretera: tiene todo para que duela como un taburetazo en la mandíbula. Más delicado —que no sutil— es el debut de April Ayers Lawson, Virgen y otros relatos (Anagrama), una colección de cuentos que se introduce en la tradición sureña por su vertiente menos obvia: el sexo, Dios y la represión. Es raro, es fresco, es gótico sureño con smartphones.
Hasta aquí esta mezcolanza imposible de vivas y muertas, chaladas y neuróticas, escritoras con el Sur encajado en las entrañas que esperemos que sirva para que la próxima vez que piense en una dama sureña no masculle «señorita Escarlata», ni mucho menos apele al ideal de esas «magnolias de acero» que aparentan fragilidad. Ellas, ya lo decía el propio Faulkner, «son capaces de sobrellevarlo todo porque tienen el suficiente sentido común para saber que lo que debe hacerse con las penas y las preocupaciones es considerarlas hasta la saciedad, atravesarlas de parte a parte, hasta llegar al otro lado de ellas y perderlas de vista». También escribirlas, Faulkner.
Notas
(1) De la costumbre de denominar su literatura como «grotesca», O’Connor escribió un ensayo interesantísimo: Some Aspects of the Grotesque in Southern Fiction. Un extracto: «Siempre que me preguntan por qué los escritores sureños en particular tendemos a escribir sobre freaks, yo digo que es porque aún tenemos la capacidad de reconocerlos».
(2) El vídeo está disponible en YouTube con el título «Do You Reverse? (1932)». Flannery O’Connor tenía seis años y la productora de cine mudo Pathé News acudió a su granja a grabar a la gallina.
(3) Seamos honestos: en el momento de redactarse este artículo hay semejante jaleo en torno a Lo que el viento se llevó que no está de más cerrar la boca para no contribuir a generar más ruido estéril.
(4) Editores: guiño, guiño, codazo, codazo.
Fantástico texto, Bárbara! Ya tengo lecturas para meses.
Qué aleccionador este texto. te felicito….por matar mi ignorancia sobre ese territorio…..el sur norteamericano.
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